Revolución, guerra y violencia: de Jaca 1930 a la represión en la posguerra*

La principal laguna que afecta a los estudios sobre la Guerra Civil española se refiere a la represión, tanto la que se produjo en ambas retaguardias como la que se llevó a cabo en la posguerra. En ambos casos existen investigaciones que han aportado estimaciones cuantitativas de carácter general y estudios parciales, si bien en el caso de la posguerra no se han tenido en cuenta, por lo general, los expedientes procesales completos y tampoco se han utilizado las estadísticas de la propia jurisdicción militar, que hasta hace pocos años no estaban disponibles.

Tras varios años de investigación, mis conclusiones principales son dos: primera, que sólo un estudio de los expedientes individuales permite conocer el tamaño de la represión y las circunstancias en que ésta se produjo; segunda, que no es posible desligar la represión que se llevó a cabo en la posguerra de las violencias que tuvieron lugar durante la Segunda República y la Guerra Civil.

Se trata de un mismo ciclo histórico, que no puede comprenderse si se analiza de forma aislada. Lo cierto es que la violencia política vinculada a la Guerra Civil española comprendió tres fases: antes de julio de 1936 (vigencia de la Segunda República), durante el conflicto (julio de 1936 a abril de 1939) y en la posguerra. Las tres se sucedieron con intensidad diversa, pero en la práctica sin solución de continuidad.

La República, un régimen asociado a la violencia

El recurso a la violencia nació al mismo tiempo que el proyecto republicano. Los conspiradores que en agosto de 1930 se unieron para derribar al rey Alfonso XIII formaron un Gobierno Provisional que a su vez designó un Comité Militar, con el propósito expreso de organizar una insurrección. La mayor parte de los recursos económicos de los conspiradores se emplearon en la compra de pistolas y en diciembre se proyectó una doble trama: golpe de Estado a cargo de unidades militares afines y huelga general revolucionaria. Esta última fracasó por falta de colaboración sindical, pero mandos militares se alzaron en Jaca (Huesca) y Madrid. El primer bando, publicado en Jaca por un capitán del Ejército, decía así: “Todo aquel que se oponga de palabra o por escrito, que conspire o haga armas contra la República naciente, será fusilado sin formación de causa”.

No era una amenaza vana: poco antes los sublevados habían matado al jefe accidental de la Guardia Civil y dos carabineros. En las 24 horas que duró la sublevación causaron la muerte de nueve personas, entre ellas el general gobernador militar de Huesca. Fuerzas leales al Gobierno les derrotaron, al igual que a los sublevados de Madrid. Dos capitanes alzados en armas en Jaca fueron condenados a muerte y fusilados.

Tras la proclamación de la República en abril de 1931 se sucedieron episodios violentos, llevados a cabo por diversas fuerzas políticas y sindicales, reprimidos por las fuerzas de Orden Público y, en determinados casos, por el Ejército (el Estado de Guerra fue declarado por los sucesivos gobiernos en 15 ocasiones). No existe una estadística definitiva de las víctimas y los daños causados, debido en gran medida a la censura de prensa que estuvo vigente durante la mayor parte del periodo republicano, pero las estimaciones más completas calculan entre 2.629 y 3.628 muertos, desde abril de 1931 a julio de 1936.

El historiador Eduardo González Calleja ha sumado 196 víctimas mortales entre abril y diciembre de 1931, 190 en 1932, 311 en 1933, 1.457 en 1934, 47 en 1935 y 428 en 1936, hasta el 17 de julio. Una exhaustiva investigación efectuada por Juan Blázquez Miguel (que no recoge cinco muertos causados en Melilla y Ceuta) estima 288 para el mismo periodo de 1931, 276 en 1932, 536 en 1933, 1.879 en 1934, 142 en 1935 y 502 en 1936, hasta mediados de julio. Este autor también señala que en la etapa republicana la violencia causó 12.520 heridos, se convocaron 13.494 huelgas, fueron incendiados 735 edificios religiosos, se efectuaron 780 asaltos y profanaciones, así como 3.866 atentados con explosivos o de otra naturaleza. 

La mayor parte de la violencia tuvo origen en sindicatos y partidos de izquierda: la Unión General de Trabajadores (socialista), la Confederación Nacional de Trabajadores (anarquista), el Partido Socialista Obrero Español, el Partido Comunista de España, Esquerra Republicana de Cataluña y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). A partir de 1934 se sumó a los atentados Falange Española, versión local del fascismo italiano, que fue muy activa entre marzo y julio de 1936.

Los enfrentamientos mortales se produjeron incluso entre elementos de distintas formaciones de izquierda, con un total de 61 muertos, sobre todo por parte de socialistas y anarquistas, mientras que no hubo una sola víctima mortal entre fuerzas derechistas, según los datos de González Calleja.

El episodio más grave, con diferencia, fue la rebelión llevada a cabo en octubre de 1934 por la UGT y el PSOE contra el Gobierno de centro derecha, formado por los partidos que habían ganado las elecciones generales de noviembre de 1933. A los revolucionarios socialistas se unieron el PCE, la CNT y ERC, este último partido gobernante en Cataluña. Los datos oficiales sumaron 1.372 muertos, una cifra superior de heridos y numerosos estragos en propiedades, infraestructuras y bienes culturales.

Los partidos del centro, la derecha y la izquierda republicana, que en conjunto sumaban la gran mayoría del voto popular, fueron ajenos a la violencia, aunque a veces no la combatieran con suficiente firmeza. Sobre todo, los republicanos de izquierda -Izquierda Republicana y Unión Republicana- pactaron en enero de 1936 una candidatura de Frente Popular con fuerzas que se habían alzado en armas en octubre de 1934: UGT, PSOE, PCE y ERC. Tras su relativa victoria electoral en febrero, IR, UR y ERC ocuparon el poder, aunque estaban a merced de socialistas y comunistas para disponer de mayoría parlamentaria. El principal dirigente socialista, Francisco Largo Caballero, manifestó de forma reiterada su objetivo de fusionarse con el Partido Comunista, proyecto que comenzó a materializarse en abril de 1936, con las Juventudes de ambas formaciones. A Largo le aclamaban los suyos, desde 1933, como el “Lenin español”.

Durante los cinco meses de gobierno del Frente Popular la violencia política causó una media de tres muertos diarios. La censura previa de prensa, ejercida en virtud del Estado de Alarma, prohibió en numerosas ocasiones la información sobre atentados llevados a cabo por la izquierda. Así ocurrió, incluso, cuando el 13 de julio un pistolero socialista asesinó a uno de los líderes de la oposición, el diputado José Calvo Sotelo, poco después de que fuera secuestrado de madrugada en su domicilio, por agentes de Orden Público vinculados al PSOE. El Gobierno cerró dos periódicos, uno por haber publicado información veraz sobre el crimen y otro por negarse a cumplir la consigna de evitar el término asesinato. Hasta prohibió informar sobre el debate que se efectuó en la Diputación Permanente de las Cortes, a menos que se publicara el acta taquigráfica íntegra.

España en guerra: diferencias y similitudes entre ambas represiones

Al comenzar la guerra se derrumbaron las instituciones y las normas que configuraban el Estado de Derecho. Los rebeldes impusieron el Estado de Guerra y el Gobierno del Frente Popular entregó las armas, y con ellas el poder efectivo, a milicianos de sindicatos y partidos de izquierda.

En ambos bandos las autoridades que no eran afines fueron destituidas, desde concejales de pueblo a magistrados del Tribunal Supremo. En el bando rebelde numerosos cargos civiles fueron ocupados por militares. En el gubernamental los poderes locales y las direcciones de las empresas fueron sustituidas por comités revolucionarios, integrados por sindicatos y partidos de izquierda. Los funcionarios públicos fueron depurados en todas partes, sin otro motivo que su afinidad política. Por la misma causa se produjeron numerosos despidos en las empresas, tanto de directivos como de empleados modestos.

En ambas zonas fue general la persecución de quienes eran considerados adversarios, aunque no hubieran efectuado acción hostil alguna. Así ocurrió desde las grandes ciudades a pequeños pueblos. Hubo decenas de miles de asesinatos, junto con inhumaciones clandestinas, detenciones, condenas a prisión, trabajos forzados, incautaciones, saqueos, extorsiones, multas, robos y amenazas. En la zona republicana hubo numerosos casos de personas que fueron quemadas vivas, torturadas, mujeres violadas y profanaciones de cadáveres. Salvo excepciones esos crímenes quedaron impunes, en uno y otro bando, por expresa voluntad de las autoridades respectivas.

Las víctimas de la represión en la zona gubernamental/republicana fueron en su mayor parte asesinadas, por decisión de los Comités revolucionarios. En la zona rebelde la mayor parte de las víctimas fueron ejecutadas tras ser condenadas en Consejos de Guerra, sin garantías suficientes ni legitimidad, lo mismo que ocurría en la otra zona con los llamados Tribunales Populares y el Tribunal de Alta Traición y Espionaje.

En cuanto a las víctimas, en la que terminó siendo zona nacional casi todos los asesinados o ejecutados pertenecían a organizaciones revolucionarias, que rechazaban la democracia. Ello, naturalmente, no justificaba su muerte, pero eran correligionarios de quienes en la zona republicana efectuaron decenas de miles de asesinatos. Por el contrario, la gran mayoría de los asesinados o ejecutados en la zona controlada por el Frente Popular no pertenecían a ninguna organización violenta. Eran religiosos, católicos y afiliados o simpatizantes de partidos del centro y la derecha.

Represión en la posguerra: las penas capitales

La represión efectuada después de la guerra por los vencedores fue ejercida por la jurisdicción militar. Con carácter general quienes fueron ejecutados eran autores materiales o responsables directos de hechos de sangre. Si no habían cometido delitos de esa naturaleza, los condenados a muerte eran conmutados, ya fueran autoridades civiles, mandos del Ejército Popular, comisarios políticos, miembros de Comités revolucionarios, voluntarios de las Brigadas Internacionales, espías, desertores o incluso guerrilleros que habían actuado en zona nacional, aunque hubieran tenido encuentros mortales. Las acciones de guerra no se consideraron delitos de sangre.

La norma que reguló los casos en que un condenado podía beneficiarse del indulto fue una Orden de la Presidencia del Gobierno —es decir, del propio general Franco— de fecha 25 de enero de 1940[1]. La misma norma ordenó establecer comisiones provinciales de Examen de Penas, que revisaron de oficio todas las condenas dictadas por Consejos de Guerra a partir de julio de 1936, siempre a favor del condenado. Con carácter general y en diversas fases, las penas de seis años fueron reducidas a uno y las de 30 años a seis. En 1944 se habían revisado 70.858 expedientes de conmutación.

También en 1940, en el mes de abril, se otorgó la libertad condicional a los reclusos mayores de 60 años que hubieran cumplido la cuarta parte de la condena. La Ley de 28 de junio de 1940 Complementaria del Estatuto de Clases Pasivas del Estado[2] concedió pensión a “las esposas, hijos y madres viudas de los empleados civiles y militares que en cumplimiento de condenas impuestas por los Tribunales, estén sufriendo o sufran la pena de privación de libertad por tiempo mayor de un año”. Esta norma amparó a las familias de quienes habían sido condenados por Consejos de Guerra en zona nacional, incluidos los fusilados. Los familiares tenían derecho a pensión desde el momento de la condena, lo que supuso en determinados casos atrasos de varios años. La viuda del general Manuel Romerales Quintero, que en julio de 1936 era Comandante General de la Circunscripción Oriental del Protectorado de Marruecos, y que a finales de agosto fue condenado a muerte y fusilado, recibió la pensión y los atrasos en 1941.

A partir del funcionamiento ordinario del Ministerio del Ejército, en la segunda mitad de 1939, todas las sentencias de pena de muerte fueron examinadas por los auditores del Cuerpo Jurídico, en la sección Asesoría y Justicia del Ministerio. Las condenas eran estudiadas una a una, junto con informaciones complementarias y las peticiones de indulto. Estas últimas no sólo eran efectuadas por el condenado y sus familiares. En numerosos casos autoridades de diversos ámbitos, sobre todo alcaldes, jefes locales de Falange y jueces municipales, suscribieron peticiones conjuntas de indulto, respaldadas muchas veces por docenas o incluso centenares de vecinos. Fue también lo que hicieron gran número de religiosos, desde obispos a monjas de clausura, así como víctimas que reclamaban el perdón cristiano, entre ellas no pocas viudas.

Las mujeres de la familia Primo de Rivera, encabezadas por Pilar, Delegada Nacional de la Sección Femenina de Falange, certificaron en abril de 1940 ante notario la intachable conducta que había tenido Adolfo Crespo Orrios, que dirigía la prisión de Alicante cuando el 20 de noviembre de 1936 había sido fusilado allí su hermano José Antonio, fundador de Falange Española. Una de las firmantes, Carmen Urquijo, era viuda de Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio, asesinado en la Cárcel Modelo de Madrid en agosto de 1936. La gestión de las mujeres tuvo éxito y el condenado a muerte fue indultado.

El procedimiento solía durar meses y los auditores recomendaron la conmutación de más de la tercera parte de las penas capitales, mediante informes motivados y firmados. Miles de sentencias fueron descalificadas por insuficiente grado de probanza o por disponer de nuevas informaciones.

Las propuestas de los auditores fueron aceptadas, en el 99,8 por 100 de las condenas, por el Jefe del Estado. Franco sólo intervino en un puñado de casos, en su mayor parte a favor del condenado y en particular de mandos del Ejército Popular, tanto profesionales como de Milicias. Fue también su decisión personal el indulto del diputado socialista Francisco de Toro Cuevas, elegido en 1936 por la provincia de Granada, que durante la guerra había sido Comisario Político del Parque de Intendencia de Madrid, donde fueron despedidos los trabajadores que no eran afines al Frente Popular. Los auditores, incluso, paralizaron órdenes de ejecución si disponían de nuevas informaciones favorables al condenado. En todos estos casos Franco rectificó el Enterado que había decidido previamente.

¿Cuántos fueron ejecutados a partir de 1939? Segúnla estadística interna de la Auditoría Jurídica del Ministerio del Ejército, hasta el 30 de junio de 1960 hubo 24.949 condenados a muerte, de los cuales fueron conmutados 12.851, lo que supone unas 12.000 ejecuciones. De esta cifra es preciso restar los condenados por delitos comunes y sumar varios miles de ejecuciones que se produjeron en la primavera y el verano de 1939, antes del funcionamiento ordinario del Ministerio del Ejército.

Los condenados pertenecían a cinco grupos diferentes. El más numeroso, con diferencia, fue el de los que fueron juzgados por acciones cometidas durante la guerra. Otro grupo estuvo constituido por quienes después del conflicto efectuaron acciones contra el nuevo régimen, como los intentos de reconstrucción del Partido Comunista y la CNT. Los delitos comunes en los que se utilizaron armas también fueron juzgados, a partir de 1939 y con especial severidad, por los Consejos de Guerra. El cuarto grupo fue el del Maquis, antiguos combatientes del Ejército Popular, en parte llegados de Francia, que en la segunda mitad de los años Cuarenta efectuaron atentados que causaron un millar de víctimas. Por último, a partir de los años Sesenta, militantes de grupos terroristas -anarquistas, E.T.A. y FRAP-, que entre 1963 y 1975 sumaron ocho ejecuciones.

Según mi estimación actual, basada en el estudio de la mitad de los expedientes, una cifra aproximada de ejecutados, por acciones cometidas durante la guerra en la retaguardia republicana, es del orden de 14.000.

        Los indultos sucesivos atenúan la represión

Los conmutados de la pena capital eran condenados a la inmediatamente inferior, es decir, la reclusión perpetua, que equivalía a 30 años. En la práctica, permanecieron en prisión de tres a siete años. El ex diputado socialista Francisco de Toro, por ejemplo, vio conmutada su pena capital por la de treinta años de reclusión, reducida luego a veinte años y salió en libertad vigilada en enero de 1944, menos de cinco años después del final de la guerra. Uno de los que estuvo preso más tiempo fue Cipriano Rivas Cherif, cuñado del presidente Manuel Azaña, condenado a muerte en octubre de 1940 y puesto en libertad en 1947.

La proporción de conmutados aumentó de manera significativa con el paso del tiempo. En 1939 sólo una cuarta parte de los condenados se beneficiaron del indulto, pero a partir de 1941 fueron ya la mayoría. En principio los condenados a pena de muerte no podían beneficiarse de la revisión de penas, pero este criterio se cambió, a su favor, en septiembre de 1942.

Durante la guerra ambos bandos habían utilizado a los presos, tanto de carácter político como de guerra, para diversos trabajos: fortificaciones, tareas agrícolas, minas, reparación de daños causados por bombardeos, etc. Los campos de concentración habían sido creados en diciembre de 1936 por un Decreto del Ministro de Justicia del Gobierno republicano, el anarquista Juan García Oliver. En la posguerra siguieron funcionando los campos de origen republicano, como el alicantino de Albatera, y muchos presos fueron encuadrados en batallones de trabajo, colonias penitenciarias militarizadas, destacamentos penales, talleres diversos y tareas de reconstrucción, en las que se denominaron Regiones Devastadas.

En mayo de 1937 se había aprobado una circular sobre “trabajo remunerado de los prisioneros de guerra y presos por delitos comunes”, pero la norma más importante fue el Decreto de Redención de Penas por el Trabajo, de 7 de octubre de 1938, que permitió a la mayoría de los presos reducir el tiempo de condena, así como obtener un salario en beneficio de sus familias[3]. La Ley de creación de las Colonias Penitenciarlas Militarizadas de 1939 garantizó que tuvieran “vestuario decoroso”, así como asistencia médica y farmacéutica[4]. Al año siguiente, una Orden de 30 de diciembre de 1940 declaró aplicables a los reclusos trabajadores los mismos beneficios que la legislación disponía para los trabajadores libres, en orden a la cobertura de accidentes de trabajo, subsidio familiar y descanso legal.

Al finalizar 1939 había 270.719 presos, cifra que multiplicaba por ocho los 34.526 existentes en febrero de 1936 y por más de trece el número medio de presos que había antes de la rebelión de octubre de 1934, que era de unos 20.000.

A partir de 1940 se inició una política destinada a la puesta en libertad progresiva de los condenados por delitos vinculados a la guerra. En la práctica, las únicas penas cumplidas fueron las de muerte que habían sido ratificadas. En el mismo 1940 se concedió la libertad condicional a quienes habían sido condenados a penas inferiores a los seis años y un día. Con todo, al finalizar el año había todavía en las cárceles 233.373 presos.

La atenuación de la represión se intensificó en los años siguientes, en buena medida porque los procedimientos más graves ya habían sido resueltos. En 1941 se beneficiaron de la libertad condicional los condenados a penas que no superasen los doce años y a 31 de diciembre los presos se habían reducido a 159.392. 

Esta última cifra se redujo a 124.423 al finalizar 1942 y a 74.095 al término de 1943. En este año la libertad condicional fue concedida a los condenados a penas de hasta veinte años y un día por un decreto de 17 de diciembre firmado por el propio Franco[5], lo que redujo la población penitenciaria en más de un tercio: en abril los presos eran todavía 114.958, 22.481 por delitos comunes y 92.477 “reclusos como consecuencia de la revolución”, según los datos de la Dirección General de Prisiones.

El 31 de diciembre de 1944 los presos eran 54.072. Y en 1945 un nuevo Decreto del Ministerio de Justicia de fecha 9 de octubre, también firmado por el Generalísimo, dispuso el “indulto total” a todos los condenados por rebelión militar y oros delitos hasta el 1 de abril de 1939, siempre que no hubieran cometido “hechos repulsivos para toda conciencia honrada”[6], con lo que el número de presos se redujo a 43.812. En junio del mismo año los presos eran 51.300, 18.033 comunes y 33.267 políticos.

Un informe de la Asesoría Jurídica del Ministerio del Ejército, de fecha 9 de junio de 1945, describió la situación que había en ese momento: “Están en libertad todos los condenados a penas hasta veinte años”. “De los sentenciados a penas entre veinte años y un día y treinta años de reclusión, están también en libertad los comprendidos en los beneficios del Decreto de 17 de diciembre de 1943, o sea, los que por su comportamiento en la prisión, edad avanzada, estado de salud u otras circunstancias se han hecho acreedores a ella”.[7]

El balance general, por tanto, es que los condenados a prisión ni siquiera cumplieron la mitad de la pena de privación de libertad. Por término medio sólo una cuarta parte y a medida que pasaba el tiempo incluso menos. Así lo muestra el estudio de casos individuales.

Un ejemplo es el general Luis Castelló, que fue ministro de la Guerra en julio-agosto de 1936, huyó a Francia tras el asesinato de unos familiares por los milicianos y fue entregado a España por los ocupantes alemanes. En 1943 un Consejo de Guerra le condenó a muerte, pena conmutada por la de reclusión perpetua (30 años), pero el tiempo que pasó en prisiones militares fue de tres años y nueve meses, tras lo cual le reconocieron sus derechos pasivos y se instaló en su piso de Madrid, donde murió en 1962. Antonio Lafuente Estefanía, que se haría celebre como autor de novelas del Oeste con el nombre de Marcial, había sido durante la guerra concejal de Chamartín de la Rosa (Madrid) por el sindicato anarquista CNT, cargo en el que protegió a derechistas perseguidos. También fue soldado voluntario del Ejército Popular. Juzgado por un Consejo de Guerra en julio de 1941, el fiscal solicitó pena de muerte, pero fue condenado a veinte años y tres meses después la pena se le redujo a doce. En noviembre, cuando llevaba cumplidos dos años y medio de prisión, obtuvo prisión atenuada en su domicilio.

Al finalizar 1946 y tras un nuevo Decreto de Indulto el 27 de diciembre, los presos eran 36.370, cifra similar a la que existía en febrero de 1936.

Regreso de los exiliados

Para entonces se había planteado cuál debía ser la norma aplicable a quienes se habían exiliado al final de la guerra y deseaban regresar a España. El Ministerio de Justicia promovió un Decreto de fecha 4 de febrero de 1947, “por el que se dan normas para legalizar la situación de los exiliados españoles en el extranjero y facilitar su regreso a España”. Establecía que “se comunicará al interesado si los hechos no constituyen delito, son delitos comprendidos en el indulto o no están incluidos”.

El Ministerio del Ejército, por su parte, dictó unas “Instrucciones o normas a que deberán ajustar su actuación las autoridades judiciales en relación con quienes ostentaron la condición de militares profesionales y deseen regresar a España”. “Siempre —precisaba— que no hayan tenido una actuación muy destacada en la guerra de liberación”.

La aplicación de estas instrucciones era como sigue: una vez de regreso a España, el militar republicano exiliado debía presentarse ante el juzgado militar que le correspondiera, con el desplazamiento en territorio nacional pagado por el Ministerio. El Juzgado le informaría de las posibles responsabilidades, “a fin de que con conocimiento de ellos puedan, los que así lo deseen, volver de nuevo al extranjero”.

Durante los años Cincuenta regresaron a España mandos muy destacados del Ejército Popular de la República, incluido el que había sido general jefe del Estado Mayor Central entre 1937 y 1939, Vicente Rojo, a quien se montó un paripé de Consejo de Guerra, con una condena de la que fue inmediatamente indultado. Otro destacado mando que regresó, aunque sólo temporalmente, fue el ex comunista Manuel Tagüeña, jefe del XV Cuerpo de Ejército en la Batalla del Ebro, que pudo visitar a su madre enferma.

El regreso a España de los exiliados se generalizó durante esos mismos años Cincuenta. En la entrevista que concedió al periódico francés Le Figaro (13 de junio de 1958), el propio Franco describió la situación en estos términos: “Un pequeño número de ellos ha cometido durante la guerra civil delitos de derecho común. Por fin, numerosos son los que se dirigen a nuestros consulados para reclamar la autorización de volver a la Patria, temporalmente o de un modo definitivo. En un 99,9 por 100 de los casos, dicha autorización se concede. España está abierta para todos sus súbditos, sin distinción alguna, salvo para los criminales”.

Durante los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se mantuvo una tendencia general a la baja en la represión, sólo alterada en la segunda mitad de los años Cuarenta por la actuación del Maquis y a partir de 1968 por la banda terrorista ETA y grupos menores. El último fusilado por hechos cometidos durante la Guerra Civil fue, en abril de 1963, el dirigente comunista Julián Grimau, que había sido jefe de Policía en Barcelona. Durante el régimen de Franco el mínimo histórico de presos, por todos los conceptos, fue de 10.622 en 1965, gracias a la aplicación sucesiva de dos indultos generales, uno en 1964 por los 25 años de Paz (contados desde el final de la guerra) y otro en 1965 por el Año Santo Compostelano.

El 1 de abril de 1969, en aplicación del Código Penal y al cumplirse 30 años del final de la Guerra Civil, se declararon prescritos todos los delitos cometidos durante el conflicto. Por esa razón, cuando en 1976 regresó a España y fue detenido Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista, no se le pudo incoar procedimiento alguno por su presunta responsabilidad en la matanza de Paracuellos del Jarama (Madrid), donde en noviembre de 1936 fueron asesinados varios miles de derechistas.

El caso más extraordinario vinculado a la represión de la posguerra se produjo cuando el nieto de un condenado a muerte contrajo matrimonio con una nieta de Franco. El condenado había sido el teniente coronel de Ingenieros Tomás Ardid Rey, que durante toda la guerra sirvió en el Ejército Popular, del que llegó a ser Comandante General de Ingenieros del Ejército del Centro y más tarde Inspector General de Ingenieros. Condenado a muerte por un Consejo de Guerra de Oficiales Generales, en enero de 1940, Franco conmutó la pena capital el 12 de febrero. La condena fue sustituida por cadena perpetua, equivalente a 30 años, pero obtuvo la libertad condicional en 1943, tras ser reducida su condena el 18 de mayo de ese año a 20 años y un día. El 7 de marzo de 1946 fue indultado.

Casi treinta años más tarde, el 14 de marzo de 1974, cuando el teniente coronel Ardid Rey ya había muerto, su nieto el arquitecto Rafael Ardid Villoslada contrajo matrimonio con la segunda nieta de Francisco Franco, María de la O –Mariola- Martínez-Bordiú Franco, a quien había conocido en la Universidad.

La ceremonia se celebró en la capilla del Palacio de El Pardo, residencia del Jefe del Estado. Franco apadrinó a su nieta, en tanto que el novio tuvo de madrina a su madre, Pilar Villoslada. Entre los asistentes, los Príncipes de España Juan Carlos y Sofía, Carmen Polo de Franco, los Duques de Cádiz (Alfonso de Borbón se había casado dos años antes con la nieta mayor de Franco, Carmen) y todo el Gobierno. Uno de los que firmó como testigo, por parte del novio, fue el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro.

Casi medio siglo después, Rafael Ardid y Mariola han creado una familia y siguen juntos. Su vida ha estado presidida por la discreción y es el único matrimonio de los siete nietos de Franco que ha perdurado. El 24 de octubre de 2019 dos hijos suyos, biznietos de Tomás Ardid Rey y del que fue Jefe del Estado, llevaron a hombros el féretro que contenía los restos de Francisco Franco, cuando fueron exhumados del Valle de los Caídos.

Mucho antes, tras la proclamación como rey de Juan Carlos I, en noviembre de 1975, todas las penas de muerte dictadas por los tribunales fueron conmutadas y la pena capital quedó abolida -salvo para la jurisdicción militar en tiempo de guerra- por la Constitución de 1978, antes que en la República francesa.

  • Publicado en Ares, enero de 2021

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[1] Boletín Oficial del Estado, 26 de enero de 1940. https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE/1940/026/A00662-00665.pdf.

[2] Boletín Oficial del Estado, 17 de julio de 1940. https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1940/199/A04964-04965.pdf

[3] Boletín Oficial del Estado, 11 de octubre de 1938. https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE/1938/103/A01742-01744.pdf

[4] Boletín Oficial del Estado, 17 de septiembre de 1939. https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1939/260/A05160-05162.pdf.

[5] Boletín Oficial del Estado, 20 de diciembre de 1943. https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1943/354/A12062-12062.pdf.

[6] Boletín Oficial del Estado, 20 de octubre de 1945. https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1945/293/A02430-02431.pdf

[7] Archivo General Militar de Ávila (AGMAV). Caja 21.454. Carpeta 1.

Acerca de Miguel Platón

Periodista, ha trabajado en Europa Press, Opinión, Diario de Barcelona, El Noticiero Universal, Multipres, Televisión Española, Época, COPE, Onda Cero, Agencia EFE y Telemadrid. Autor de "El fracaso de la Utopía", "La amenaza separatista", "Alfonso XIII: de Primo de Rivera a Franco", "Hablan los militares", "11-M Cómo la Yihad puso de rodillas a España", "El primer día de la guerra (Segunda República y Guerra Civil en Melilla)", "Segunda República: de la esperanza al fracaso", y "Así comenzó la Guerra Civil: del 17 al 20 de julio de 1936".