Toda historia nacional es singular y única, pero en la historia comparada hay algunas historias que parecen más singulares que otras. En Europa hay tres historias nacionales especialmente particulares; las de Inglaterra, España y Rusia. Las tres están en la periferia geográfica del centro europeo, y todas exhiben rasgos diferentes. Tal vez no sea procedente del todo incluir a Rusia, porque no se trata de un país occidental propiamente dicho. Está bastante apartada, cultural e institucionalmente del núcleo de Europa, que procedía de la cristiandad latina. Como la parte más importante del mundo de la ortodoxia oriental representa una cultura asociada, pero no intrínsecamente occidental.
España, en cambio, aunque antaño se ha visto a veces distorsionada en las percepciones internacionales como un país “semioriental”, es uno de los territorios occidentales más antiguos. Su historia ha suscitado toda una gama de actitudes y juicios, desde los más positivos a los más negativos, con la tendencia de que estas últimas hayan sido más frecuentes. Su historia es la más complicada de los tres países, y, con mucho, la más malentendida y frecuentemente muy distorsionada, hasta de un modo deliberado. Tal circunstancia no es consecuencia solo de la ignorancia o malicia de comentaristas extranjeros, sino también de las actitudes y prejuicios de los españoles, y esto en un grado no conocido dentro de los otros dos países. Por eso no me parece exagerado decir que la historia de España es la más tergiversada de Occidente, o de cualquier país de Europa.
Mitos y estereotipos
Un análisis de este problema ofrece una serie de observaciones que pueden ordenarse dentro de dos categorías generales; la primera es la de los mitos, la segunda la de los estereotipos, caricaturas, denuncias e imágenes. Mientras estas últimas son casi siempre negativas, hay mitos que son nominalmente positivos, hasta los empíricamente falsos o al menos parcialmente inexactos. Mientras un estereotipo o imagen es descriptivo y relativamente estático, un mito se refiere más a un relato de cómo algo ha sido o ha funcionado. Una imagen retrata o describe algo, un mito pretende explicar cómo ha actuado.
Un comentarista de tipo españolista diría que la historia de España ha sido muy tergiversada porque España ha tenido muchos enemigos, pero eso me parece demasiado victimista, aun cuando es verdad que España ha tenido muchos enemigos. Además, hay que reconocer que actualmente casi todas estas tergiversaciones y caricaturas están siendo presentadas por los mismos españoles. En el siglo XXI el mundo exterior es relativamente indiferente.
España, de desaparecer durante siglos a ser la potecia hegemónica de Occidente
La tendencia a la tergiversación o a la distorsión es resultado de las peculiaridades estructurales de su historia misma, con sus grandes cambios y altibajos. España es el único país de Occidente que desapareció casi por completo durante siglos para luego reafirmarse, algo realmente incomparable. Luego pasó al otro extremo, emergiendo a la cabeza de las potencias occidentales y creando un nuevo mundo continental casi al otro lado del planeta. Cuando la civilización occidental empezó a resquebrajarse por la religión, la cultura y la política, España actuó como líder de las estructuras tradicionales, cosechando enormes enemistades. Luego, después de haber ganado tanta categoría, tuvo gran dificultad en reorganizarse y reformarse a sí misma para participar en la nueva fase de la historia: la modernidad. Y así entró en una época de grandes frustraciones y luchas intestinas que duró dos siglos, experimentando una fragmentación aún peor que la de otros países atrapados en las mismas luchas.
Durante la última generación, la historiografía española ha insistido repetidamente que el lema “España es diferente” se trata de un error, pues casi toda historia es complicada, algo contradictoria y con frecuencia conflictiva, así que la de España, con todos sus altibajos, no es tan diferente a la de cualquier otro país occidental, y por eso se trata de una historia “normal”. La intención es evitar las grandes exageraciones y distorsiones que han tenido lugar, pero hasta un esfuerzo tan saludable puede llevarse al punto de exceso. Aunque muchas veces se han exagerado las diferencias, me parece innegable que la historia de España es realmente singular, y más singular que las de Francia e Italia, por tomar los dos ejemplos geográficamente más próximos.
La Spania visigoda no fue débil
La primera fase de la historia independiente del país ha sido sujeto de un mito o estereotipo negativo, pero en este caso -respecto a la “Spania” visigoda- ha sido en gran parte una construcción de los mismos historiadores españoles. Durante el siglo XX, se forjó una interpretación del reino visigodo de especialmente débil y decadente; demostrado, se creía, por la rapidez de la conquista árabe. Pero se olvidaba que el imperio persa, una de las principales potencias militares del mundo, fue completamente conquistado durante un espacio aproximadamente equivalente de tiempo. Esta tendencia historiográfica a denigrar la primera España visigoda como entidad primitiva y deleznable, sólo ha sido corregida por la labor historiográfica de estos últimos años, aunque se trata de un debate en el que no podemos entrar.
La Spania visigoda fue el único país europeo que no fue solo derrotado y vencido, sino totalmente abolido, tanto cultural y espiritualmente, como en su forma política. Una cultura cristiana, todavía en proceso de su primer desarrollo, sufrió el impacto de un Islam en auge histórico-cultural, y además, de un Islam árabe absorbente, diferente del imperialismo mongol o el otomano posteriores, algo mucho más destructivo que lo que pasó con Rusia, Serbia o Grecia siglos más tarde.
La Reconquista, algo único en la Historia de España y de Europa, y del mundo
El hecho fundamental diferencial en la historia de España fue esta conquista árabe, que formaba el límite occidental de uno de los grandes fenómenos de la historia mundial: la rapidísima expansión militar y política-religiosa del Islam. Ello supuso no meramente la desaparición política de la España visigoda, sino a largo plazo, el asentamiento de otra religión y civilización, experiencia absolutamente sin paralelo y parangón en la historia occidental. Con el tiempo, dio lugar al gran drama de la historia del país: la Reconquista medieval, un proceso aún más singular y único que la islamización de los siglos ocho y nueve. Fue una experiencia sin comparación en cualquier otra parte de Europa. Ni en Rusia ni en los territorios balcánicos se conoció algo semejante, porque en esos países no hubo más que una ocupación militar musulmana, directa o indirecta. Y no hubo ninguna islamización absorbente de la religión, la cultura o la sociedad.
Así, la Reconquista fue un logro aún más original que la conquista de América. Representó algo único en la historia de Europa, y probablemente en la historia del mundo, en el que una sociedad, dividida en varias pequeñas fracciones o reducidas bolsas de supervivientes muy minoritarias, con la mayor parte de su territorio ocupado por otra civilización, acompañada por la implantación de otra religión y la sustitución de otra cultura y sociedad, consiguió, no obstante, reconquistar todo ese territorio, restaurando a la vez su propia religión, y recomponiendo y reconstituyendo su sociedad, aunque sobre bases e instituciones nuevas. Como he dicho en otra ocasión, si los españoles no hubieran logrado otra cosa importante en su historia, este hecho habría sido la historia más original y extraordinaria de Europa, o al menos la más extraordinaria de toda la época tradicional de la historia europea.
La segunda cosa más extraordinaria, sin embargo, es lo que se viene presentando hasta nuestros días, y que, por el contrario, pretende establecer que la Reconquista ni siquiera existió, que todo un proceso histórico gestado a lo largo de casi un milenio ni siquiera “ocurrió” o “tuvo lugar”, pues ocurrió de modo inconsciente y sin mucha intencionalidad, casi un accidente histórico. El propio Ortega y Gasset insistió en que duró demasiado tiempo y, por eso, no pudo ser un proceso histórico individual definido con un solo nombre. Pero todo gran proceso individual es complicado y compuesto de varias fases y aspectos diferentes. El dictum de Ortega equivale a decir que, puesto que la expansión del imperio romano duró casi seis siglos, no existió como proceso histórico, sino como una serie de episodios intermitentes que no pueden llamarse con un solo nombre. Pero es perfectamente razonable acuñar términos interpretativos de los grandes procesos históricos, y toda la historia profesional se estructura a base de tales conceptos interpretativos.
Reconocer la realidad y la importancia de la Reconquista no quiere decir aceptar las muchas exageraciones o distorsiones que han tenido lugar sobre ella, como tampoco quiere decir aceptar el esencialismo españolista de su campeón más notable, el gran medievalista Claudio Sánchez Albornoz. Pero, de hecho, casi todos los medievalistas españoles más destacados avalan la realidad de la Reconquista. Los negacionistas son más marginales, o de otros sectores, y especialmente de los que podemos llamar ‘políticamente correcto’.
La interpretación polémica de la Spania visigoda o su negación -no importa lo que tiene de irracional- y que la Reconquista ni siquiera existió, constituyen dos de las controversias más notables sobre la historia de la España Medieval, porque esta época, sin duda la más exótica en la historia de cualquier parte de Europa, ha sido el enfoque de las fantasías más elaboradas que se han formadas sobre cualquier país europeo.
Hay que decir que la paradoja de que en la misma Edad Media no era exactamente así, y que durante la época más exótica y extraña o, si se quiere, “diferente” de la historia de España, las percepciones o ideas acerca del país que tenían los otros europeos eran, probablemente, las más “normales”, y, en ese sentido, las más acertadas. Es decir, durante un tiempo en que la mayor parte de la población de la península pertenecía a otra religión y a otra civilización, las percepciones sobre los reinos hispánicos cristianos por los demás europeos, no los relegaron al mundo oriental e islámico, sino que los identificaron esencialmente como lo que eran; principados cristianos y europeos construidos a base de las mismas instituciones políticas y sociales como las de otras partes de Europa. Una parte intrínseca de la misma religión y cultura. La Península Ibérica formaba la frontera y la línea de defensa de la civilización europea, y no era infrecuente la presencia de voluntarios europeos para participar en su lucha. De ahí, los enlaces matrimoniales constantes entre las dinastías españolas y las de otras partes de Europa, y el intercambio constante en casi todos los niveles de la cultura y la economía. Por ello, en los grandes concilios de la Iglesia en los siglos XIV y XV, la “nación española” -frase que incluía a todos los principados hispanocristianos, incluido Portugal- formaba una de las cinco naciones tradicionales de Occidente.
El mito romántico del paraíso andalusí
El mito romántico de la Península Ibérica como una especial zona única entre Europa e Islam, que combinaba aspectos importantes de ambas culturas, es una idea exclusivamente moderna. En la realidad no existía ni como idea ni como evidencia en la Edad Media. Existían ciertamente algunas relaciones especiales con al-Ándalus y sus sucesores taifeños, como era inevitable por la misma geografía, y mucha mayor comprensión de las costumbres islámicas por los españoles, con mayor tolerancia y consideración en el trato, en comparación con las actitudes de otras sociedades de Occidente respecto al Islam. En ese sentido se puede hablar de una zona frontera con algunas relaciones especiales, pero no de una cultura única o separada, que es un mito surgido en los tres últimos siglos.
Había, sí, aspectos de una cierta “convivencia”, pero esto nunca fue general ni duradero, y siempre limitado en el tiempo y el espacio. Una “convivencia” internacional, o periodo de paz en las fronteras, nunca duró muchos años. El pluralismo de grupos étnicos y de religiones existió durante unos cuatro siglos en el interior de al-Ándalus, pero siempre como un sistema desigual y discriminatorio, que no tuvo absolutamente nada que ver con la tolerancia moderna, y algo que fue disminuyendo más y más con cada generación, con la conversión y también por la emigración de muchos que deseaban conservar su identidad y culturas cristianas, hasta llegar finalmente a la supresión y extinción del sector cristiano, que quedó casi totalmente eliminado por las invasiones fundamentalistas marroquíes. En las zonas principales de los reinos españoles -con las excepciones parciales de Aragón y Valencia-, siempre hubo pocos musulmanes por lo que era una imposibilidad física que pudiera haber mucha convivencia.
Actualmente, en el siglo XXI, “el mito de al-Ándalus” es la idea más extendida en el mundo acerca, no exactamente de España, sino de la Península Ibérica en la Edad Media. El proceso de elaboración de este mito ha sido largo y complicado, pasando por varias fases. Empezó con los “ilustrados” de la época de Carlos III con varios conceptos novedosos, que buscaban argumentos nuevos en contra de los tradicionalistas y también para rebatir a los críticos franceses e ingleses, que decían que España no había contribuido en nada a la Ilustración en Europa.
Buscando un argumento más autóctono, algunos han invocado la alta cultura de al-Ándalus como una contribución española al desarrollo de la ciencia y la filosofía, y ciertos comentaristas ilustrados han exagerado bastante el nivel intelectual y científico alcanzado, insistiendo en que al-Ándalus ya estaba a la altura, o hasta más allá, de la Europa del siglo XVIII. Un segundo mito que inventaron fue el de la “España musulmana,” la idea de que los andalusíes no habían abrazado la cultura oriental del Islam con su psicología y sus prácticas socioculturales, sino que fueron españoles meramente disfrazados de árabes profesando el Islam y hablando árabe, pero preservando su cultura y psicología social básicamente hispanas. Este mito especifico o fantasía de la supuesta “España musulmana”, tendría una vida muy larga en el tiempo como un concepto españolista defensivo, y fue elevado a otro nivel por José Antonio Conde en 1826, cuando definió la Reconquista como una “guerra civil” entre españoles.
El romanticismo acerca de al-Andalus y sus habitantes tiene una historia muy larga. Comenzó en la literatura y la cultura española en el siglo XV, aun antes del fin de la Reconquista misma. La llamada “literatura morisca” en España no sobrevivió la primera parte del siglo XVII, pero traducida a otros idiomas gozó de gran popularidad en el extranjero. El romanticismo respecto al Islam fue también un rasgo común entre varios escritores europeos de la Ilustración.
Pero todo esto es preliminar a la formación del mito principal de al-Andalus, que florece en muchas dimensiones diferentes de la cultura y la política del siglo XXI; la idea de un paraíso multicultural idílico de mutua tolerancia de tipo moderno, abundante en todas las artes y la cultura. Sus inventores originales, como ha demostrado Jesús Torrecillas, fueron los progresistas españoles de la primera mitad del siglo XIX. Ante las denuncias y la persecución por los tradicionalistas, los progresistas deseaban presentar una forma de “España” histórica liberal, progresista, tolerante y culta, y de ahí su idealización de un al-Ándalus soñado que nunca existió. Sus intenciones y ambiciones se dirigían mucho más hacia el presente decimonónico, que hacia el pasado en un sentido serio, y con mucho más interés en influir en la vida política de su tiempo que en comprender la historia. Los mitos de la historia casi siempre funcionan de este modo para influir en el presente en vez de reflejar o ayudar a entender el pasado.
Así, el mito del paraíso andalusí ganó adeptos entre liberales e izquierdistas durante varias generaciones sucesivas, hasta la época actual y el dominio de la nueva religión secular de la corrección política, que ha llevado el mito a su apoteosis, no encontrando fantasía igual en la historia de cualquier otro país. La obliteración de al-Ándalus por la Reconquista ha permitido que sus aficionados lo pueden mantener permanentemente en el mundo de la fantasía, en una dimensión de puro ensueño, porque nunca sufrió el declive de todas las partes del mundo musulmán, hasta la decadencia total.
La historia moderna de España ha ofrecido aún más materia para imágenes caricaturizadas, mitos y tergiversaciones, alentados, al menos en parte, por la peculiar estructura de esta historia, muy diferente según los periodos diferentes de la historia occidental. Occidente es la primera cultura del mundo que se ha dividido en dos ciclos contradictorios y casi antitéticos, aunque a la vez íntimamente interconectados entre sí. La cultura tradicional de Occidente duró aproximadamente un milenio, desde su primer asentamiento al final de la Antigüedad Tardía hasta el siglo XVIII. Luego, esta cultura cristiana y en su mayor parte católica del Occidente Viejo, empezó a ceder el terreno siendo reemplazada por la cultura moderna, poscristiana, materialista, subjetiva y cientista del Occidente Nuevo o Moderno, que se basa en parte en su predecesora, pero que en realidad es otra cosa y hasta cierto punto una civilización sucesora. El lugar y el papel de España en ambas culturas han sido muy diferentes, provocando tensiones fuertes en la España moderna.
Al comienzo del primer ciclo de Occidente, España estaba casi estrangulada en su cuna antes de haber plenamente nacido, pero casi milagrosamente sobrevivió, llegó a afirmarse en términos históricos, al llevar a cabo la Reconquista, y experimentar la gran expansión de la monarquía unida en los siglos XV y XVI con la creación del primer imperio mundial. Ello fue sin duda la historia más singular y extraordinaria y provechosa de cualquier país europeo en esa época.
El llamado ‘problema de España’ o su imagen de fracaso histórico
Pero en el segundo ciclo de la historia de Occidente -la época moderna que empezó en los siglos XVII y XVIII-, el destino de España fue muy diferente, con profundos fracasos y frustraciones persistentes. En el oeste de Europa, sus tonos negativos encuentran un paralelo solamente en el Portugal fraterno. En el primer ciclo de Occidente, España llegó a ser en algunos aspectos el país más notable, de mayor éxito, que desarrolló la cultura tradicional posiblemente a su más alto nivel (como insistió el historiador alemán Oswald Spengler); pero en el segundo, de los países grandes parece el más fracasado, superado en sus desdichas solamente por los países católicos y ortodoxos del este conquistados por los turcos o los rusos. Durante este ciclo, surgió algo nuevo que nunca había existido—el llamado “problema de España”, el puzzle de un país con problemas interminables e insolubles en “modernizarse” o estabilizarse. Mientras las actitudes con respecto a España en otras regiones habían variado entre la admiración, el miedo y el odio, durante la segunda época de Occidente, estas actitudes cambiaron hacia la crítica, la indiferencia y al desprecio. En el siglo XIX se llegó a veces al extremo de colocar a España en un contexto extraeuropeo, como un país semioriental.
Toda interpretación o entendimiento de la historia para lograr validez, tiene que emplear una contextualización adecuada, un cuadro de comparación apropiado. España, estando en el extremo oeste, ha sido siempre comparada con los otros países más occidentales, principalmente Francia e Inglaterra. Fueron Inglaterra y los Países Bajos, sobre todo, los que estaban a la cabeza del proceso de desarrollo moderno, seguidos luego, aunque a un nivel inferior, por Francia. En el siglo XVIII, y aún más en el XIX, España iba muy a la zaga, y por algún tiempo parecía completamente incapaz de quemar etapas para elevarse.
El problema es que el término de “Occidente” propiamente dicho, se refiere no meramente al noroeste, sino al conjunto de naciones descendientes de la cristiandad latina; esto es, a todos los países católicos y protestantes de Europa, aunque no a los países orientales ortodoxos. Se trata de una gama bastante amplia de zonas intermedias, incluyendo zonas extensas del centro, del sur y del este, todas de desarrollo lento. Estas, sin embargo, son también Occidente, una Europa en su estructura y sus experiencias mucho más parecida a España. Los problemas de la España moderna y contemporánea parecen diferentes según el ángulo de comparaciones. La fusión del noroeste con “Europa” o con “Occidente” tout court, crea una analogía falsa y distorsiona la perspectiva comparada.
Otro factor que probablemente refuerza la imagen del fracaso y de la frustración es la experiencia de los países hispanoamericanos, que parecían constituir un continuado subdesarrollo y fracaso del mundo entero hispanoparlante. Originalmente, en la primera fase de su desarrollo moderno, se asentó la nueva sociedad hispanoamericana sobre las instituciones tradicionales y premodernas de la España de los siglos XV y XVI, algo muy diferente de las instituciones y la cultura de la Inglaterra del siglo XVII. Con la emigración de pocas mujeres, no se produjo algo equivalente a la creación de una nueva sociedad inglesa norteamericana, sino la formación de una nueva sociedad étnicamente híbrida, a base de instituciones tradicionales. Se organizaba en gran parte como un sistema semifeudal premoderno de grandes encomiendas y haciendas, en términos de una desigualdad muy acusada, que persiste en el siglo XXI. Esto ha producido una gran expansión de la población que habla español, pero por las mismas razones no le ha dado categoría en la cultura, la educación o los asuntos económicos.
Un aspecto notable de la época moderna en España ha sido el destino de muchos de los intentos de aceleración del desarrollo, que en ocasiones funcionaron como una forma de bumerán. En la segunda mitad del siglo XVIII, ningún gobierno imperial hizo proporcionalmente más que el español para transformar y “modernizar” su política imperial, según las normas del despotismo ilustrado, pero estos cambios alteraron tanto el statu quo que provocaron reacciones negativas en América que no habían existido antes, al menos en el mismo grado, preparando las condiciones para el independentismo de la generación posterior. Luego, España llegó a ser el líder del nuevo liberalismo político entre los países menos desarrollados de la primera mitad del siglo XIX, con la expansión del sufragio y leyes electorales avanzadas, pero en una parte considerable esta iniciativa nueva fracasó, encontrando enorme dificultad en lograr la estabilidad.
Un siglo más tarde, el desarrollo acelerado de la España de la primera parte del siglo XX provocó entre la sociedad una revolución de las aspiraciones crecientes, desembocando en el proceso revolucionario de la Segunda República. Parecía una maldición. Asumió los términos de lo que sería la “contradicción española moderna”: la de un país que persistentemente adoptaba posiciones y formas políticas más avanzadas que su sociedad y sus niveles de educación y economía podían sostener. Tal contradicción continuó hasta que la dictadura de Franco invirtió estos términos, logrando una modernización económica más avanzada que la estructura política, el colmo de una larga coyuntura histórico-política finalmente resuelta por el éxito de la Transición posfranquista.
Queda la paradoja mencionada antes, de que cuando los reinos españoles eran especialmente exóticos, formando la frontera con el Islam, se les consideraban reinos europeos relativamente normales, aunque muy marcados por su identidad de frontera. Durante el medio milenio en que España ha constituido una entidad unida, ha sido considerada para la mayor parte algo especial y exótica. Esta cuestión de las imágenes de España es un tema que ha recibido mucha atención en los últimos años y aquí no es necesario más que resumirla brevemente.
Leyenda Negra
Desde la obra de Julián Juderías en 1913, ha sido bastante común referirse a una “Leyenda Negra” surgida en el extranjero en el siglo XVI, aunque, puesto que todo está controvertido en la historiografía española (y actualmente en las de casi todos los países), los hay que dicen que eso también es una leyenda. Según parece, el término fue acuñado, o empleado, por primera vez en público por Emilia Pardo Bazán en una conferencia en París en 1895, de cara a los franceses. Pardo Bazán se refería a una imagen repetida machaconamente sobre España en el noroeste de Europa en los siglos XVI y XVII. En este sentido, sin duda, la Leyenda Negra existía, sobre todo en el mundo protestante. Tenía que ver con la descripción de una gran potencia, poderosa, amenazante, definida como intrínsecamente malvada, poblada por gente especialmente sádica, cruel, asesina y fanática.
En la segunda mitad del siglo XVII, España dejó de ser amenazante. Así, mientras que antes los mitos habían tenido que explicar la aparición súbita de una amenaza, la debilidad de España -lo que se llama, no sin razón, la decadencia-, requería la explicación de cómo funcionaba una potencia que había dejado de ser poderosa. Los estereotipos cambiaron, y ya antes del fin del siglo las calidades básicas de los españoles y su historia se describían según otra imagen negativa, ya no amenazante sino meramente despreciable; una imagen de la pereza, la pretensión, el orgullo, la falta de originalidad, la hipocresía y la superstición. Según esta imagen, la última parte del siglo XVII y del XVIII en España se entendía como un tiempo caracterizado por la expresión de las cualidades morales negativas, no de una negrura total sino de una mera inferioridad moral, traducida en los fracasos continuados en la vida práctica. Ya por el siglo XVIII, la evaluación empezó a entrar en España, aunque de un modo muy limitado, en la autoevaluación de su vida, su historia y su cultura.
La España romántica
Pero todo esto cambió de forma, y en parte de evaluación, en la primera mitad del siglo XIX, cuando se formó la primera gran imagen semipositiva, con el mito de la “España romántica”. De todas las imágenes, esta ha sido la más duradera durante los dos últimos siglos. Fue una creación sobre todo de escritores franceses, pero con contribuciones importantes de británicos, norteamericanos y otros. Aún más que una fascinación puramente teórica o literaria, el gusto por lo español, por la cultura y el arte español, los estilos y los vinos españoles estaban absolutamente à la mode en Francia en la década de 1840. En su mejor época, la España de los Habsburgo había estado de moda también, pero durante algunos años en París, la idea de la España romántica llegó casi al frenesí.
Todos los mitos e imágenes de España se basan en percepciones de diferencia, pero los conceptos y evaluaciones ofrecidas por la España romántica invertían las apreciaciones anteriores, cambiando lo negativo en valores positivos (o semipositivos). Los españoles ya no se consideraban altaneros y orgullosos sino valientes y honrados; no eran unos ociosos sino gente de raro instinto artístico (aunque tal vez no muy práctico), no eran fanáticos y supersticiosos sino personas dotadas con instintos y valores espirituales notables.
Esas ideas funcionaban dentro de un esquema que percibía el país y sus habitantes como gente ahistórica, resistentes al cambio y la evolución, resistentes a la historia misma, preservando valores, prácticas y costumbres que habían desaparecido en sitios más modernos como Londres y París. El culto floreció inicialmente durante la primera mitad del siglo XIX, cuando España sufría de un déficit de desarrollo y modernización como consecuencia de su larga recuperación de la destrucción infligida por la invasión napoleónica. Pero hacia mediados del siglo, la desilusión volvió a cundir entre los extranjeros entusiastas del culto.
Prosper Mérimée, el autor de Carmen, hizo su último viaje a España alrededor de 1860, y abandonó el país muy disgustado con lo que encontró. Los españoles ya no parecían ser tan resistentes a la evolución histórica, y en las ciudades el cambio era rápido, con los españoles perdiendo lo que se entendía como las características más típicamente españolas. España empezaba a parecerse mucho más a Francia.
De todos los mitos e imágenes extranjeros, esto fue el primero para ser al menos parcialmente aceptado y absorbido por los propios españoles. No contradecía el patriotismo y cierto amor propio, y se compaginaba con el nacionalismo cultural practicado, sobre todo, por el ala progresista del liberalismo decimonónico, formando una visión paralela a la nueva cultura popular del siglo XIX en España, que, según Xavier Andreu Miralles, se forjaba como algo parecido a lo que llama “el autoexotismo”. Fue la época de la plasmación formal de la corrida de toros, de los tablaos de flamenco y de la llamada “canción española”. A largo plazo, hubo cierta tendencia de los españoles a aceptar, al menos en parte, este mito de la España romántica, posiblemente porque parecía rentable, tendencia que tal vez alcanzó su cénit, por paradójico que parezca, bajo el único régimen español intensamente nacionalista, el de Franco.
Apropiación sectaria de la historia
Las dos grandes corrientes políticas del siglo XIX, el liberalismo y el tradicionalismo, aceptaban lo que podemos llamar la Gran Narración de la Historia de España, aunque el contenido político fue muy diferente. El liberalismo decimonónico era muy patriótico, formando el primer nacionalismo español moderno, aparte de su tendencia contradictoria a mitificar al-Andalus. En su interpretación de la historia nacional invirtió los términos de la Leyenda Negra, presentando esta historia como la de una lucha por la libertad. Sin embargo, una corriente más pesimista se asentó tras los fracasos del Sexenio Democrático, y esto aumentó en la última parte del siglo, alcanzando su punto álgido con el 98. A partir de ahí, los españoles cuestionaron aún más su propia historia, y la contrarrevolución cultural del franquismo fracasó, tanto en el intento de consolidar un cambio en la interpretación histórica, como en mantener su propia estructura política.
El estudio de la historia y su interpretación siempre tienen una dosis notable de presentismo, en el sentido de que cualquier investigación o explicación de la historia está influida por su propio contexto, el del historiador mismo, por la convergencia cultural del momento que se vive. La última coyuntura realmente positiva para la interpretación histórica en España fueron las tres décadas de la época de la Transición, que produjo el rechazo de las interpretaciones más sectarias y extremistas, un énfasis nuevo en las largas historias nacionales y una tendencia nueva a la “normalización” de la historia del país, interpretada más como la historia de un país occidental “normal”, a pesar de ciertos rasgos singulares.
Pero esta etapa de la Transición concluyó en 2004 con el auge de nuevas tendencias políticas y culturales, que abrieron una nueva fase de una guerra de la historia. Tuvo como precedente una década anterior, en 1993, al romperse la regla de oro de la Transición, basada en no utilizar nunca argumentos de la historia reciente como arma política partidista, durante la campaña de elecciones legislativas. En esta, el presidente del Gobierno Felipe González, afirmó que votar al Partido Popular era votar por la vuelta de Franco. Pero esta politización de la historia no llegó a ser realmente importante hasta después de 2004, cuando el presidente Zapatero estableció la legitimidad del Partido Socialista en el fracasado proceso revolucionario de la Segunda República. Algo que el presidente Pedro Sánchez ha continuado a mayor escala.
La nueva insistencia sectaria en la llamada “memoria histórica-democrática” y el victimismo, puede parecer una peculiaridad de los españoles y de su historia reciente, pero tal perspectiva no sería completamente exacta, porque actualmente es, hasta cierto punto, un fenómeno que está en todas partes del mundo occidental. Tal énfasis es una consecuencia de la nueva religión secular que surgió a finales del siglo pasado. Esta es la única gran ideología moderna que no tiene definición canónica, ni siquiera un nombre oficial (la “corrección política” o “pensamiento único”), pero que se ha estructurado como la nueva religión secular que ha llegado a ser casi universalmente dominante en Occidente.
La utilización partidista de la historia desde el poder es de máxima importancia en esta doctrina por dos razones principales: primera, por la prioridad del principio de la alteridad -la superioridad del “otro”-, de lo foráneo o subalterno, y, segunda, por la insistencia en la superioridad moral de la víctima, una doctrina basada en el victimismo, que ha llegado a ser absolutamente fundamental. Como religión secular nueva, la corrección política insiste en la inversión de muchos principios de la cultura y la moralidad clásicas de Occidente, y reemplaza la prioridad del ideal histórico del héroe por la de la víctima.
En la aplicación de estos valores nuevos, la Historia es especialmente importante como arma de combate, porque puede ser definida, dentro de los parámetros de la ideología, como la crónica de la victimización, la historia siendo poco más que una gran fábrica de víctimas. Huelga decir, las víctimas reprimidas por la corrección política misma no se reconocen como víctimas, pero las personas definidas por la nueva doctrina como víctimas verdaderas son los beatos y mártires de esta nueva religión. Mientras el cristianismo predicaba el rechazo del mundo pecaminoso, la nueva religión secular predica la transformación milenaria de este mundo pecaminoso y victimario por medio del progresismo actual, algo que, entre otras cosas, requiere el rechazo y denuncia de esta historia victimaria y, con ella, el rechazo de la pecaminosa civilización occidental (y compris, naturalmente, la cultura española) en su forma y cultura histórica. O sea, que la Historia no es para estudiarla, investigarla y tratar de comprenderla, sino para reinventarla al servicio de ciertas ideologías políticas.
El efecto en España, como en todas partes, es tergiversar y no tanto criticar, sino denunciar aspectos importantes de la Historia. El objetivo no es la Historia, que obviamente no es del menor interés en sí como investigación, sino aprovecharse de ella para imponerse en la batalla política por el poder. Como en el caso de casi todos los mitos sobre la Historia, el objetivo no es el pasado, sino el presente. Hay alguna oposición a todo esto, aunque en España es débil, comparada con algunos otros países. Así, la Historia de España, tan frecuentemente tergiversada, seguirá siendo un campo de batalla por mucho tiempo, a no ser que la oposición se rinda incondicionalmente o que un nuevo y emergente movimiento político social lo impida.