Varias veces se han sorprendido algunos amigos de que la traducción de Los mitos de la Guerra Civil haya tenido tal impacto en Francia, tratándose de un tema tan propiamente español y ya algo antiguo. Creo que la causa es doble: la guerra de España tuvo en su momento una apasionada proyección europea y americana, la versión propagandística del Frente Popular como guerra entre demócratas y fascistas se impuso internacionalmente, pese a su derrota bélica, y después de la II Guerra Mundial se reafirmó como un dogma. Así, la matanza de la plaza de toros de Badajoz, el bombardeo de Guernica, el asesinato de García Lorca, el heroísmo de las Brigadas Internacionales, la defensa de Madrid casi sin armas, el exilio de medio millón de hombres, el carácter republicano y democrático del Frente Popular, etc., han adquirido la condición de símbolos mundiales, inamovibles, aun ahora invocados a menudo. En realidad, se trata de mitos en el peor sentido de la palabra, en unos casos puras invenciones y en otras exageraciones o distorsiones de fondo. Y eso es justamente lo que he expuesto en este libro; sujeto, como es natural, a debate.
Obviamente, refutar tales mitos o pseudomitos, tan arraigados en Europa, no podía agradar a las izquierdas e incluso a parte de la derecha francesa, criadas o educadas, por así decir, en tales sermones. Es natural. Lo lógico que podía uno esperar en un país democrático habría sido una controversia intelectual, todo lo dura que fuere, pero centrada en los temas en discusión. Nada de eso ha ocurrido. La periodista de Le Figaro Histoire, Isabelle Schmitz, me hizo una entrevista que publicó en el periódico y sintetizó en un largo comentario en Twitter, que tuvo más de 1,3 millones de visitas, algo que no habría ocurrido en España. El interés, por lo tanto, fue enorme.
Y la reacción de los que se sintieron afectados, también. Diversos comentaristas escribieron en la prensa diatribas contra el libro, y unos 150 profesores franceses de Historia de España publicaron nada menos que un manifiesto…¿refutando alguna tesis de Les mythes de la guerre d´Espagne? Nada de eso. Insultándome (“polemista obsceno” …) y protestando de que se diera publicidad a un libro falto, decían, “de metodología y ética”. La metodología y ética de aquellos sujetos se manifiesta en presentar como democrático un Frente Popular compuesto de comunistas, socialistas extremos, separatistas basados en un racismo perfectamente idiota, anarquistas y republicanos de izquierda que contestaron a la victoria electoral de las derechas en 1933, con intentos de golpe de Estado. Prodigios de la “metodología y la ética”.
Exigían, en definitiva, la censura, que no pudieron obtener. Aunque el libro sí ha sufrido veinte años de censura en Francia, donde no pudo traducirse hasta el verano de 2022, y gracias a las gestiones del historiador Arnaud Imatz y al valor del editor de L´Artilleur. Al año siguiente de su publicación en España, la prestigiosa editorial Tallandier anunció en internet su publicación…, de la que nunca más se supo. Sus directivos se asustaron de su propia audacia, parece ser. Ahora, su éxito en Francia, podría abrir paso a su traducción al inglés, el alemán o el italiano, pero me pregunto si no tendrá justamente el efecto contrario, dados los retrocesos en las libertades que afectan a casi toda la UE y el miedo a cuestionar ciertos dogmas ideológicos.
La objeción más curiosa de aquellos profesores fue el apelativo de “revisionista” con que me obsequiaban, y que claramente suponían demoledor por adelantado de cuanto yo pudiera escribir. Y tienen razón, soy revisionista. La revisión es una de las exigencias más elementales de toda investigación científica o simplemente seria. El revisionismo se opone precisamente al dogmatismo y el fanatismo, cualidades de las que se muestran tan satisfechos aquellos profesores.
En fin, nada nuevo, porque en España pasó algo similar. Cuando se publicó la obra, a comienzos de 2003, la versión izquierdista y separatista de esa época se había impuesto a tal punto que la misma derecha la hacía suya. Por supuesto, había historiadores como Ricardo de la Cierva, los hermanos Salas Larrazábal y otros, que escribían contra tales desvirtuaciones, pero las campañas mezcla de silencio e insultos los había reducido a una posición marginal, excluida de la universidad y políticamente irrelevante. El año anterior a Los mitos, el PP de Aznar condenó en el Parlamento el alzamiento del 18 de julio (unos años antes el PP había contribuido a la glorificación de las brigadas internacionales, en rigor una especie de ejército stalinista). Podía decirse entonces que el Frente Popular había ganado la guerra en la historiografía y la política actual, con todas sus consecuencias políticas, contra una derecha intelectualmente “cautiva y desarmada”. No necesitaba más.
En estas circunstancias, la salida de Los mitos provocó una auténtica conmoción, creo que por tres razones: exteriormente, porque gozó de una difusión extraordinaria, manteniéndose durante casi seis meses como la obra de no ficción más vendida; argumentalmente, porque se basada en gran medida en documentación de la propia izquierda y de los separatistas, y por tanto resultaba muy difícil de rebatir; y finalmente, porque el texto estaba planteado de forma novedosa, explicando por un lado las ideas y políticas de los diez dirigentes políticos más influyentes de la época, y luego abordando una por una las cuestiones más relevantes. Que los hasta entonces triunfantes herederos del Frente Popular lo vieron como una grave amenaza, se puso de relieve cuando entonaron un coro de demandas de censura contra ese libro (en pro de la democracia, decían); y cabe recordar que el primero en clamar por la censura fue el historiador democristiano Javier Tusell desde el diario El País, donde me impidieron el derecho de réplica.
Como ha señalado Stanley Payne, la reacción fue tan agresiva que prácticamente nadie entre los historiadores (exceptuando al propio Payne, lo que le valió a su vez amenazas, un tanto ridículas, de ser expulsado del “gremio”) se atrevió entonces no ya a defender el libro sino a pedir lo más elemental en una democracia: que se debatiera libremente en el plano intelectual. Y a continuación de los aparatosos rasgados de vestiduras e injurias vino la campaña de silencio, mucho más eficaz, pues por falta de apoyo político (el PP se inhibió, claro) el libro fue paulatinamente relegado al olvido, junto con otros míos, excluido de los grandes medios y de la universidad, donde muchos profesores prohibían a sus alumnos citarlo. Hasta que el éxito en Francia ha permitido una reedición.
Y no es que no hubiera debate del todo. Un politólogo, Reig Tapia, discípulo del historiador stalinista Tuñón de Lara, hizo un meritorio esfuerzo publicando, con ayuda de otros, un Anti Moa en imitación, supongo, del Anti Dühring, de Engels. Dedicó sus 500 páginas a intentar convencer al lector de que no debía perder un minuto en leer mis libros, pero en ningún momento trató de rebatir una sola de las tesis en cuestión. El mérito del libro consiste precisamente en eso. Le repliqué en una serie de artículos en Libertad Digital, y hasta ahora. El profesor Enrique Moradiellos intentó también discutir en la revista de Gustavo Bueno El Catoblepas, pero a la tercera entrada optó por retirarse, y lo mismo ocurrió con algún otro. Por mi parte dediqué bastante tiempo a rebatir, en artículos, tesis y libros que iban publicando unos y otros, sin obtener la menor respuesta: apalancados en sus profesorados y con proyección en los medios, se hacían “los suecos”.
La verdadera respuesta a Los mitos y a algunos otros que echaron a perder su anterior victoria político-hitoriográfica, fue la ley de memoria histórica, por la que unos políticos mayormente ignaros y corruptos, pretendían al estilo soviético imponer a los españoles lo que debían creer sobre su propia historia. Algo increíble, pero que salió adelante pese a varios manifiestos de historiadores denunciando la fechoría. Lo que da indicio de la calidad moral de los que se dicen nuestros representantes. La ley pretendía deslegitimar al franquismo y, lógicamente, todo lo que venía de él, con lo que el monarca debió firmar su propia deslegitimación. Y el PP, cuyo origen franquista es incuestionable, también la aceptó y aplicó. Como es sabido, el actual gobierno la ha empeorado con una ley que con máxima perversión del lenguaje llama “democrática”.
Una ley así, que criminaliza la investigación independiente y la exposición de la verdad, debe ser rechazada y desafiada por todo intelectual serio y por toda persona demócrata. Por ello he completado Los mitos con otro libro, Galería de charlatanes, compuesto por una serie de críticas historiográficas a unos cincuenta representantes de la versión tipo Frente Popular. Cualquiera de los dos libros estaría penalizado por la infame ley contra la democracia, por lo que me permito hacer un llamamiento a su mayor difusión como una forma práctica de rechazo a dicha ley.
Vemos, pues, que la cuestión va mucho más allá del plano intelectual, es radicalmente política. Muchos creen o fingen creer que estos hechos se refieren a un pasado muerto que sería mejor olvidar para atender a “los problemas del presente”. Pero nada hay más actual que esta cuestión, pues se trata ni más ni menos que de la legitimidad del régimen actual, que queda deslegitimado al deslegitimarse su origen. La Transición se hizo desde y por el franquismo, legitimado en referéndum “de la ley a la ley”. Esta es la razón por la que izquierda y separatistas, unidos como en el viejo Frente Popular, insisten tanto en su versión de la Guerra cCvil, sacando de ella la legitimación de sus políticas actuales que, como entonces, tienden a disgregar España y avanzar hacia el totalitarismo.
¿Por qué la Guerra Civil no acaba de superarse? Esencialmente porque no se la ha asimilado; y no se la ha asimilado porque la versión que se trata de oficializar e imponer es falsa de raíz. Pocos han explicado la Guerra Civil mejor que Besteiro, un socialista demócrata, rara avis en España: Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos. La política internacional rusa en manos de Stalin, y tal vez como reacción contra un estado de fracaso interior, se ha convertido en un crimen monstruoso. La reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea bolchevique, la representan genuinamente, sea los que quieran sus defectos, los nacionalistas que se han batido en la gran cruzada antikomintern.
Podía haber añadido a los separatistas vascos y catalanes, pues el Frente Popular no fue otra cosa que una alianza entre las izquierdas, fundamentalmente un PSOE tan sovietizante como el PCE, y los separatistas. Alianza que ha resurgido en nuestros días en forma de golpismo, como ocurrió en la República. La guerra fue, en definitiva, el choque entre quienes aspiraban a destruir la unidad nacional y/o a sustituir la cultura tradicional, de raíz cristiana, por la comunista; y quienes trataban de impedirlo, y afortunadamente lo consiguieron. Pero para que se llegara a las armas fue preciso algo más: la destrucción de la República, de su legalidad, en dos golpes decisivos. El primero fue la sangrienta insurrección de octubre de 1934 y el segundo el fraude electoral en febrero de 1936. El primero, aunque fracasado a un alto coste, dejó a la República malherida. El segundo remató a la República e inauguró un régimen de terror con cientos de muertos, saqueos, destrucción de iglesias y centros políticos de derecha, en el que no se perseguía a los delincuentes, sino a sus víctimas. Y contra el que se alzaron el 18 de julio los que, “sean los que quieran sus defectos, se han batido en la gran cruzada antikomintern”. A pesar de Aznar y su PP. Y que salvaron entonces la unidad y la cultura de España, aunque tuvieran que restringir luego las libertades políticas a los que habían llevado a España a la catástrofe. Pero nunca la libertad personal.
Por asombroso que resulte, estas evidencias cruciales han sido pasadas por alto en casi toda la bibliografía, también de derechas, que acepta la definición del Frente Popular como “bando republicano”, otorgándole la legitimidad de origen y deformando así la historia desde su raíz.
Nos encontramos, insisto, en un proceso golpista, y en tales circunstancias históricas, todos debemos sentirnos comprometidos. Decía Santillana que un pueblo que olvida su historia se condena a repetirla. Y hoy estamos ante una posible repetición de lo peor de ella.