Desde hace algún tiempo el Derecho ha sido desplazado de la actividad política, de modo que no importa el espíritu y la literalidad de la Constitución y otras leyes, sino que basta una supuesta “justificación democrática” por simple aplicación de reglas aritméticas para que cualquier irregularidad jurídica adquiera carta de naturaleza.
Constituye un fraude menor, si se quiere, pero al fin y al cabo un fraude -y una disposición ilegal de fondos públicos- el préstamo de diputados, en pago de favores, con la finalidad de que puedan formar grupo parlamentario quienes por sí mismos no cumplen los requisitos que el propio Reglamento de la Cámara exige.
Pero hay decisiones que sobrepasan todos los límites, no sólo jurídicos sino incluso de decencia democrática. Esto ha sucedido con la proposición de ley para imponer matemáticamente una amnistía a favor de los independentistas catalanes con un origen claramente ilícito, que es conocido por todos, aunque se haya querido blanquear mediante la invocación de una supuesta finalidad de reconciliación. Para hablar de reconciliación es necesaria la aproximación de ciertas posturas que enfrentan a las partes, sin que -como es lógico- pueda imponerla una parte a la otra cuando no sólo esta última está enquistada en la defensa de su actuación delictiva, sino que anuncia que la volverá a llevar a cabo si no se aceptan sus exigencias.
La amnistía únicamente se concibe por un cambio radical de las condiciones políticas que se dan en un Estado en un momento histórico determinado y, además – por su propia naturaleza- requiere de un amplio consenso social y político que en absoluto existe en este caso. Esa mayoría que se requiere para aprobar la amnistía viene exigida por su propia naturaleza y por el hecho de que se instrumenta por medio de una ley que, contrariamente a lo que ocurre con la generalidad de las leyes, no se puede derogar y ni siquiera modificar en perjuicio de quienes se benefician de ella; pues esto último constituye una regla básica del Derecho Penal. Se trata de una decisión política a la que simplemente se da forma de ley.
Nadie duda de que significa una particular abolición de procesos judiciales por graves delitos finalizados con sentencia condenatoria y de otros que se encuentran en marcha, incluso en fase de investigación. Tampoco cabe negar que ello afecta frontalmente al principio de igualdad que proclama el artículo 14 de la Constitución y resulta obvio que excepcionar la aplicación de dicho principio sólo lo puede hacer -y de modo expreso- la propia Constitución. No lo hace respecto de la amnistía y sí para los indultos, pero sólo concedidos particularmente y nunca a una generalidad de personas innominadas. Se redujo a los indultos la excepción al principio de igualdad que supone el ejercicio del derecho de gracia. Incluso se hizo desaparecer la amnistía como causa de extinción de la responsabilidad penal en el nuevo Código Penal de 1995, cuando aparecía expresamente como tal en el anterior. Se entendió que la Constitución no la contemplaba pese a que se había discutido su posible inclusión, precisamente porque no tenía cabida en un sistema democrático cuando ya la Ley de Amnistía de 1977 había hecho frente a las cuestiones derivadas del radical cambio de régimen político. Ahora, mendazmente, en el preámbulo de la Proposición de Ley de Amnistía se dice que “se incluye expresamente” como causa de extinción de la responsabilidad penal mediante la reforma del artículo 130 del Código Penal, queriendo dar a entender que ya estaba implícita en dicha norma. No es verdad. El Código de 1995 se redactó por un Gobierno que presidía Felipe González, siendo Ministro de Justicia e Interior Juan Alberto Belloch, los cuales sabían perfectamente, así como todos los juristas que colaboraron en su redacción, que no procedía la mención de la amnistía porque la Constitución prescindió de ella por innecesaria e improcedente en el nuevo sistema y sólo admitió los indultos particulares, prohibiendo expresamente los de carácter general. De este modo se entendió por toda la comunidad jurídica, al menos hasta que se exigió políticamente, que precisamente por su carácter general la amnistía no era posible en nuestro sistema constitucional.
Es más, el Parlamento no puede decidir por sí hacer lo que le plazca mediante una ley. Es patente que no puede modificar una decisión judicial por la que se acuerde la prisión provisional de determinada persona como medida cautelar. Podrá, eso sí, modificar el Código Penal para destipificar el delito de que se trate y entonces el juez deberá acordar la libertad, pero nunca imponerla de una forma directa.
Pero no se produce tal modificación penal con la amnistía, pues los delitos sobre los que se proyecta -para anularlos y eliminarlos en un caso particular- lo siguen siendo en el Código Penal, y simplemente se excepciona su vigencia y su imperatividad por razones políticas para determinadas situaciones y personas.
Si se lee la Constitución prescindiendo de cualquier tipo de voluntarismo y sin prejuicios, resulta que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey (artículo 117), y por otra parte el Estado de Derecho se fundamenta en la separación de poderes. Por ello algo tan excepcional como una amnistía no hay duda de que habría de gestarse en el Parlamento, pero en estricta aplicación de la norma constitucional, sólo se consumará con la firma del Rey; y no como en el caso de cualquier otra Ley sino como efectivo ejercicio del derecho de gracia que corresponde como prerrogativa al Jefe del Estado (artículo 62.i y 102.3 de la Constitución y 18.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial).
Puede no gustar esta facultad tan excepcional de la Jefatura del Estado, e incluso ser incomprendida, pero se justifica en cuanto sólo así se salvaguarda la separación de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Por ello un asunto de tal relevancia debería al menos someterse a un pronunciamiento del pueblo español mediante referéndum consultivo (artículo 92 de la Constitución) para que el Rey pudiera sentirse apoyado democráticamente a la hora de autorizar la amnistía con su firma. Incluso entiendo que jurídicamente y desde el punto de vista estrictamente constitucional, el Rey podría condicionar su firma a la sanción popular mediante un referéndum consultivo en el que se preguntara a todos los españoles (éste sí amparado en el artículo 92 de la Constitución), máxime cuando la mayoría para la investidura se formó bajo un compromiso con los votantes de que la amnistía no tendría lugar.