La Transición, tan ejemplar como imperfecta

La Transición, tan ejemplar como imperfecta
La Ciencia Política sigue manteniendo la tendencia de valorar el mito como una disfunción, y lo rechaza como método de análisis político. Pese a ello, han sido y son muchos los politólogos, pensadores, filósofos y sociólogos que han venido analizando y construyendo un discurso sobre la teoría del mito, de lo mágico e inexplicable, desde muy diversos aspectos. Tal contradicción, se presenta en la Ciencia Política desde el mismo instante en el que se discute si ella misma es en realidad una ‘ciencia’, al utilizar los métodos de las Ciencias Sociales y carecer de una metodología propia.
La Transición, pese a que puede analizarse y estudiarse desde todos los prismas y ópticas, ha sido elevada a la categoría de mito al menos durante dos décadas y media, al valorarse como un dechado de virtudes y de perfección, para pasar, posteriormente a ser cuestionada y negada desde su propia raíz y esencia por un número de voces cada vez más creciente. Y si bien es cierto que en sus primeros años fue modélica, también lo es que el desarrollo que de la misma han hecho las mediocres élites de una partitocracia que la han manipulado y secuestrado por sus espurios intereses de casta oligárquica, han forzado que aflore sus importantes imperfecciones.
El inicio de la Transición puede tener muchas fechas, pero si damos por bueno que su tránsito se llevó a cabo tras el óbito de Franco y la coronación de Juan Carlos -del régimen autoritario a la democracia-, el camino recorrido en estos cuarenta años los podemos dividir en tres etapas diferentes: la etapa constituyente-constitucional de 1976 a 1981; Ley de Reforma Política, debate constitucional y Constitución del 78, hasta el 23 de febrero de 1981, que marcaría un punto de inflexión. Tal período se caracterizó por la ruptura pactada, el consenso y concordia, para pasar al desencanto y la conspiración abierta contra el presidente Suárez, hasta la operación institucional de un gobierno de concentración consensuado entre el magro del sistema, que sería presidido por el general Alfonso Armada Comyn, un hombre de absoluta lealtad al monarca, y cuya espoleta fue la ocupación del Congreso y secuestro del gobierno y diputados por el teniente coronel Tejero. La segunda etapa estaría marcada por los efectos sicológicos del golpe del 23-F, entre 1981/1982 hasta 2004. Dicha etapa sería de estabilidad y desarrollo democrático y de gran progreso económico, pero también de un desarrollo perverso de la España caciquil autonómica, abducida por las minorías nacionalistas-separatistas, una corrupción generalizada, la eliminación de los mecanismos de control del ejecutivo, el control político de los órganos jurisdiccionales y de la Justicia, nefastas leyes de educación y dilución de la nación en las comunidades autónomas. Y la tercera etapa, que es la actual, y está aún por cerrarse, iría desde el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero en 2004, hasta un final que se percibe cuando menos incierto tras la elecciones del 20 de diciembre de 2015. Dicho período se abre con los atentados del 11-M, que cambiaron el previsible resultado electoral de las elecciones del 14 de marzo, y constituyen el mayor agujero negro de nuestra historia más reciente. La designación de un presidente socialista que intentó romper con el espíritu de la Transición y quiso buscar una nueva legitimidad ideológica en el fracaso de la Segunda República, la Ley de Memoria Histórica, los pactos con la banda terrorista ETA, la concesión de nuevos estatutos que condujeron al desafío separatista abierto, la corrupción sistémica política, la irrupción de nuevos actores políticos, el final de un bipartidismo falseado y la deconstrucción, en definitiva, de España como nación a cambio de un Estado de burócratas, que ha mantenido y continuado Mariano Rajoy durante su legislatura de mayoría absoluta entre 2011 y 2015.
El período de la transición política española ha sido analizado y estudiado desde diferentes ángulos y perspectivas a lo largo de las últimas décadas en forma de memorias, crónicas, ensayos y relatos históricos. Diversos políticos que tuvieron su propio protagonismo en la citada etapa, han dejado escritos sus testimonios, así como periodistas, analistas e historiadores. Dicho período ha interesado por la forma cómo se condujo el tránsito del régimen autoritario hacia la democracia y, muy especialmente, por el intento de golpe de Estado del veintitrés de febrero de 1981, que, sin duda alguna, marcó el punto de inflexión en la misma. Haremos referencia al mismo más adelante. La gran mayoría de los trabajos sitúan sus primeros pasos en la coronación del rey Juan Carlos, la designación de Suárez como presidente en julio de 1976 y la aprobación de la Ley de Reforma Política en noviembre del 76. Y con ser ello bastante cierto, sin embargo, no hay prácticamente estudios que sitúen la Transición desde sus precedentes históricos en el franquismo, algo imprescindible y que explicaría que ésta se pudiera llevar a cabo de forma pacífica, sin confrontación ni violencia, en una sociedad evolucionada estable y madura.
En la década de los cincuenta el franquismo experimentó dos importantes transformaciones: en el aspecto político, Franco intentó institucionalizar su régimen dentro de una cierta ortodoxia ‘falangista’, pero fracasó. Y tal fracaso condujo a su régimen personal hacia el movimiento comunión-autoritarismo burocrático. Y en el ámbito económico, se vio obligado a aceptar el modelo capitalista de las democracias occidentales -tan denostadas por él-, viéndose forzado a abandonar los principios de la autarquía. Es interesante señalar que ya en aquel momento (abril de 1956), uno de los hombres fuertes del régimen, José Antonio Girón, le predijo a Franco en una carta clarividente, que el sistema jurídico sobre el que se asentaba el Movimiento le impedirían perpetuarse, y que llegado el momento de sustituir al Caudillo todo se acabaría. En febrero de 1957 el franquismo tenía ya fecha tasada de caducidad.

En la obra Franco, una biografía personal y política (Espasa, 2014), que tuve el honor de escribir con mi admirado amigo y maestro el hispanista Stanley G. Payne, a quien la Universidad Rey Juan Carlos le ha otorgado un Doctorado Honoris Causa, muy justo y merecido, por su contribución e investigación a la Historia Contemporánea de Europa y de España en particular, recogimos las tres categorías en las que el hispanista alemán Walther L. Berneker, dividió los logros más importantes y los cambios habidos en España durante su mandato: los planificados y desarrollados por el régimen; los que no fueron planificados y sin embargo se promovieron o al menos se aceptaron cuando ya estaban en marcha; y los que no se previeron y eran completamente contrarios a la ideología del régimen, pero este no fue capaz de impedirlos. Los dos cambios apuntados, que serían fundamentales en la evolución de la dictadura, entrarían en la segunda categoría.
Si bien es cierto que algunos de los cambios que Franco introdujo a lo largo de su dictadura personal, fueron simplemente ajustes de «maquillaje» para acomodarse al triunfo de las democracias occidentales en 1945, otros fueron sustanciales en la transformación de las propias estructuras del régimen, que lograrían la desaparición de la polarización de una sociedad, que en los años treinta la condujo a la confrontación y a la Guerra Civil, y que en los últimos años de la vida de Franco propició un clima de debate político, pese a la desmovilización política y la falta de experiencia de la sociedad en la democracia. Así, la gran expansión de la educación y la liberalización de la cultura, el crecimiento de dos dígitos de la economía, las finanzas y el fuerte desarrollo industrial, la despolitización de las fuerzas armadas, y el hecho de que su presencia en los diferentes gobiernos no tuviera un carácter corporativo, y la solidaridad social y la eliminación de la conflictividad de clases. Todos ellos marcarían la profunda modernización de la estructura social y económica de los años sesenta y setenta, un requisito fundamental para que la democracia pudiera funcionar posteriormente con el surgimiento de una sociedad próspera, urbana y más sofisticada, estructurada en una amplia y gran clase media, armonizada cada vez más con las costumbres de la vida y la cultura social de la Europa occidental democrática.
Pero, sin duda alguna, la reforma institucional clave del régimen fue la restauración de la monarquía. En el doble juego que tanto don Juan (el Pretendiente, en el lenguaje del Caudillo) como Franco, mantuvieron a lo largo de más de tres décadas, éste dejó siempre claro que le sucedería la monarquía tras su desaparición, puesto que su «magistratura era vitalicia». Como hemos escrito Payne y yo, la restauración de la monarquía supuso de hecho una nueva «instauración», pensando que era la mejor elección posible para la sucesión de su régimen. Franco no fue rey, pero actuó tácitamente como un poderoso monarca investido de todos los poderes absolutos. Y sin ser rey, fue hacedor de reyes; nunca ejerció de regente, figura que menospreció para él por ser menor, buscó a su mejor candidato para que le sucediera y creyó encontrarlo en el príncipe Juan Carlos. Ambos conceptos, monarquía y monarca, fueron el resultado de ajustes imaginativos, y no necesariamente un plan preconcebido por Franco desde su inicio. Y de entre los numerosos candidatos que se postularon como cabeza coronada, Franco se decantaría por fin en 1969 por don Juan Carlos, todo vez que al inicio de los años sesenta descartó definitivamente al conde de Barcelona, al que veía peligrosamente escorado hacia el liberalismo y la izquierda, pero a quien, desde mi punto de vista, debió de dar paso por su experiencia y formación, antes que decidirse por un príncipe Juan Carlos, bisoño, inmaduro y falto de preparación, pero con gran avidez para los negocios y el enriquecimiento.
Sin embargo, aquel joven príncipe siempre estuvo firmemente decidido a hacer el tránsito del régimen autoritario a un sistema democrático, desde mucho antes incluso de que Franco le designara su sucesor en la Jefatura del Estado a título de rey. Y así se lo confesó a un grupo de notables liberales en la primavera de 1966. Tres años antes de la designación. A finales de junio de ese año se celebró una cena en casa de Joaquín Garrigues Walker a la que asistió el príncipe Juan Carlos y un grupo de jóvenes profesionales de diversas tendencias y procedencias que buscaban ya nuevas formas de evolución política, y que años después formarían parte de los reformistas del franquismo. En dicha reunión se habló libremente del futuro de la monarquía y de la España que debería venir después de Franco. Y todos los presentes dieron por hecho que la corona se establecería en un régimen democrático.
Don Juan Carlos también tomó parte activa en el debate afirmando que su más vivo deseo sería establecer la monarquía en un régimen democrático, pero que en el futuro habría que evitar los excesos del pluripartidismo. Él se sentiría cómodo con un sistema de dos partidos; socialista y democristiano —junto a algún otro pequeño—, similar al sistema de los países anglosajones, y que en el juego democrático fueran alternándose en el poder. Lo curioso fue que Franco tuvo una detallada información de la citada reunión, de todo lo hablado y de quiénes asistieron, filtrada por uno de los participantes, y no hay ningún dato de que le hiciera al príncipe observación alguna sobre la misma. Con su silencio y las vagas insinuaciones que en diferentes ocasiones le hizo a don Juan Carlos de que reinaría de forma muy diferente de como él había gobernado, parece deducirse que, pese a su repulsión por el sistema liberal-parlamentario, el dictador admitía implícitamente una evolución política futura del régimen, pero dentro de las estructuras políticas del Movimiento.
Tras la designación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco en julio de 1969, y la llegada a la Casa Blanca del presidente Nixon y del catedrático de Harvard Henry Kissinger a la Secretaría de Estado, el interés norteamericano por el futuro político de España se incrementaría notablemente. Así lo confirman los siete viajes oficiales que Kissinger realizó a Madrid entre 1970 y 1976 y las dos visitas de los presidentes Nixon y Ford en 1970 y 1975, respectivamente. El propio Kissinger lo reconoce en sus memorias, al afirmar que «la contribución norteamericana a la evolución española durante los años setenta constituyó uno de los principales logros de nuestra política exterior.» En el fondo del asunto estaba el propio interés norteamericano por su afianzamiento en las bases españolas, y la importancia geoestratégica que España tenía para la defensa occidental en el sur de Europa y en el Mediterráneo. Y muy especialmente por las sucesivas convulsiones abiertas tras el golpe de Estado en Libia del coronel Muammar al-Gaddafi, de septiembre de 1969, las guerras árabes-israelíes de los Seis Días de junio de 1967 y del Yom Kippur de octubre de 1973, que harían del Próximo Oriente una de las zonas más peligrosas y permanentemente más inestables del planeta; el conflicto greco-turco a cuenta de Chipre, la emergente importancia de los partidos comunistas italiano y francés, la revolución marxista de los claveles en Portugal y la crisis del Sáhara desatada en el otoño de 1975 por el rey Hassan II de Marruecos, aprovechando la enfermedad terminal y agonía de Franco.

Tal cúmulo de acontecimientos realzaría el interés norteamericano para que España no se deslizara por un torbellino de agitaciones peligrosas a la muerte de Franco. El tránsito del régimen autoritario hacia un sistema homologable democráticamente con el Occidente europeo, se debería llevar a cabo de una forma ordenada y prudente, sin convulsiones ni precipitaciones arriesgadas que pudieran desestabilizar el proceso. Por ello, la presencia de actores internacionales en el proceso de la Transición fue relevante. Con el cambio de régimen, Estados Unidos apoyaría la incorporación de España a la Comunidad Europea y a la defensa atlántica. De ahí que, además de apoyar al príncipe, lo tutelara de forma activa. En enero de 1971, don Juan Carlos realizó un largo viaje oficial por Estados Unidos. Nixon y Kissinger se percatarían entonces de que dicha tutela tenía que ser mucho más cerrada y estrecha al convencerse de la escasa solidez y la limitada capacidad intelectual que ofrecía el príncipe para «defender el fuerte» tras la muerte de Franco. Por ello, Nixon le aconsejaría en la larga conversación que ambos mantuvieron en el despacho oval de la Casa Blanca, que en un principio no acometiera grandes reformas hasta tanto no estuviera consolidada la estabilidad del cambio. Es decir, la de don Juan Carlos y la corona.
Tras esa conversación entre Nixon y don Juan Carlos, y la que posteriormente mantendría el príncipe con Kissinger, la preocupación de la administración norteamericana por la sucesión en España aumentó. Nixon envió al mes siguiente —febrero de 1971— al general Vernon Walters a Madrid en misión secreta para entrevistarse con Franco. Al presidente le interesaba por encima de todo conocer si el dictador podía cambiar de criterio sobre la elección del príncipe, lo que posiblemente no hubiese sido mal recibido por los norteamericanos, aunque no hay datos conocidos que lo confirmen. Walters era entonces el agregado militar de la embajada norteamericana en París, y había acompañado al presidente Nixon durante su viaje oficial a Madrid de octubre de 1970, al igual que 11 años atrás lo hiciera con Eisenhower en su famosa visita de diciembre de 1959. Por lo tanto, era un experto en los asuntos españoles, como en los de Latinoamérica. Su trato con el jefe del Estado era abierto. De militar a militar.
La misión de Walters consistía principalmente en hablar con Franco confidencialmente y averiguar cuatro cosas; primero, si la decisión sobre la designación del príncipe era firme e irrevocable; segundo, si tenía pensado hacer el traspaso de poderes en vida; tercero, si había previsto durante ese período de tiempo designar un presidente de gobierno identificado con el príncipe, y cuarto, conocer por el propio Caudillo cómo sería su sucesión. Franco trató de tranquilizar a Nixon, y le dijo a Walters que su decisión sobre la persona de don Juan Carlos era firme y definitiva, que no «había ninguna alternativa al príncipe», en el que había depositado su confianza en la seguridad de que sabría resolver bien la nueva situación; le aseguró que la sucesión sería tranquila y pacífica, sin convulsiones. Señaló que «España recorrería una buena distancia por el camino que nos interesa, pero no siempre, porque España no es América, Inglaterra o Francia. […] Expresó confianza en la capacidad del príncipe para manejar la situación tras su muerte. […] Sonrió y dijo que mucha gente dudaba de que sus instituciones pudieran funcionar. Estaban equivocados; la transición sería pacífica. […] Tenía fe en Dios y en el pueblo español». Con toda naturalidad, recogería Walters, se refirió en tercera persona a «la muerte del general Franco». Y Walters apuntó: «Le expresé mi asombro ante la calma y la escasa inquietud con las que hablaba del tema. Pocos hombres podrían hablar así»
La designación del almirante Carrero Blanco como presidente del Gobierno en mayo de 1973, así como la de Arias Navarro, tras el asesinato de Carrero siete meses después de su nombramiento, fueron bien recibidos por la Casa Blanca. Kissinger sabía que el aparato estatal franquista era débil e ineficaz, aunque daba por hecho que «Franco había sentado las bases para el desarrollo de instituciones más liberales», y que inicialmente con Carrero y después con Arias, éstas se llevarían a cabo gradualmente. Pero sus reservas sobre la capacidad de don Juan Carlos seguirían preocupándole. A finales de mayo de 1975, Kissinger viajó a Madrid con el recién designado presidente Ford, quien en agosto del 74 había sustituido a Nixon, tras presentar éste su dimisión bajo la amenaza del empeachment por el asunto Watergate. A Ford, la conversación que mantuvo con el príncipe le convenció algo más que a Kissinger, que seguía manteniendo sus dudas sobre el nivel de solidez de don Juan Carlos. Así se lo expresó poco después al ministro de exteriores alemán, Hans Dietrich Genscher, y unos meses después al líder chino Deng Xiaoping. Para el poderoso secretario de Estado, don Juan Carlos era «un hombre agradable» pero «ingenuo», que no entiende de revoluciones ni a lo que se va a enfrentar», y que piensa que «lo puede lograr todo con buena voluntad». Kissinger era muy escéptico y dudaba de que el príncipe tuviera «la fuerza suficiente para manejar la situación por sí sólo» .
Don Juan Carlos desconocía entonces cuál era la opinión y cuáles las dudas que en la administración republicana de Nixon y Ford —sobre todo de Kissinger —, se tenía sobre sus limitaciones y capacidades. Sin embargo, sabía con certeza que podía contar con su pleno apoyo. Por eso, a finales de octubre de 1975, cuando Franco agonizaba y su estado de salud era absolutamente irreversible, solicitó a través del embajador en Madrid, Wells Stabler, la ayuda norteamericana para que se le hiciera el traspaso de poderes. Que se aplicara el artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado. Un año antes, durante el verano de 1974, fue el propio Franco el que ordenó que se le traspasara el poder a don Juan Carlos con motivo de su episodio de tromboflebitis; poder que el Caudillo volvería a recuperar en septiembre de ese mismo año, tras su mejoría. Pero en aquel momento, ante un estado terminal, el príncipe solicitó al embajador Stabler una ligera presión norteamericana ante el presidente Arias para que se le cediera la Jefatura del Estado inmediatamente.
El embajador informó a Kissinger de la petición, quien la recibió con cautela y suma prudencia. Incluso tuvo que vencer la insistencia de sus colaboradores más directos de la Secretaría de Estado para que despachara favorablemente el asunto. Frente a la opinión de quienes aseguraban que de esa manera se identificaría a los Estados Unidos con los cambios de quien en breve iba a dirigir el país, Kissinger se negaría ante el temor a ser acusado de derrocar a Franco en contra de su voluntad, y envió un telegrama desde Tokio tan lacónico como firme: «El secretario no autoriza, repito, no autoriza a Stabler a hacer una aproximación a Arias en estos momentos.» Este episodio contradice el testimonio que don Juan Carlos hizo a su biógrafo Vilallonga, al que aseguró que rechazó y se resistió repetidas veces a aceptar el traspaso de poderes que Arias le ofreció con insistencia.
A la muerte de Franco la continuidad de su régimen se vería imposible no tanto por el hecho de su muerte, sino por la desaparición del marco social y cultural en el que originalmente se había basado. La sociedad y la cultura franquista se habían erosionado mucho antes de que el Caudillo expirara. Además, la ausencia de una ideología clara después de 1957 hizo muy difícil cualquier consenso que apoyara una ortodoxia franquista que pudiera desarrollarse entre las élites del régimen durante sus últimos años. Por lo tanto, la máxima del Caudillo «después de mí, las instituciones», no tendría fundamento alguno.
¿Previó o intuyó Franco unas consecuencias como las que se dieron tras su muerte? Su actuación hasta el final parece indicar que no, pero a falta de cualquier prueba relevante la pregunta no puede contestarse con certeza. En la década de los sesenta Franco expresó su convicción de que el resurgimiento en Occidente de los países capitalistas con regímenes liberales y democráticos solo era una fase temporal, que daría paso a sistemas con un mayor poder central del estado y de corte más autoritario. Lo que está más contrastado al respecto fue la insistencia de Franco al príncipe de que el nuevo rey no podría gobernar del mismo modo que él lo había hecho. Franco sabía que Juan Carlos haría cambios y que serían en una dirección más liberal. Después de todo, el propio Franco había hecho lo mismo y en varias ocasiones. El problema estaba en que Juan Carlos había jurado lealtad a las Leyes Fundamentales, y Franco esperaba y confiaba en que se mantendría buena parte de la estructura sustancial del régimen, o incluso su formulación íntegra. Es más que probable que en sus últimos meses comprendiera que eso no ocurriría, pero para entonces ya estaba demasiado débil para hacer nada, salvo permanecer al mando hasta que su salud se quebrantase definitivamente para traspasar después las riendas del poder. No importa mucho que dudara de si la democracia sería estable en España, ya que seguía siendo escéptico de que los españoles hubieran aprendido a cooperar eficazmente .
De lo anterior, sin embargo, no puede inferirse como algunos proponen, que Franco planificara la tolerante y democrática España de los años ochenta, y aunque no fue responsable de la democratización de España, paradójicamente, bajo su mandato el pueblo español fue capaz de desarrollar la mayoría de los presupuestos que se exigen a un pueblo democrático. Es cierto que permitió distintos grados de liberalización y que no impidió que la democracia terminara por llegar, pero combatió cualquier alteración fundamental de su sistema hasta el final, y parece que hasta su último aliento confió en que Juan Carlos no cambiaría mucho las cosas. A pesar de esto, algunas de sus políticas y logros desarrollaron efectivamente las condiciones previas necesarias para una democratización sin ruptura ni violencia. La solidaridad corporativa, pese a los numerosos fraudes cometidos en nombre del régimen de Franco, también parece haber sido una importante contribución, pero solo después de que el corporativismo autoritario se transformara en una especie de corporativismo de consenso en manos de Adolfo Suárez y sus sucesores. Los profundos cambios que acontecieron durante el largo mandato de Franco, que al final hicieron posible una rápida transformación en un sistema democrático, se debieron principalmente a los amplios efectos secundarios de sus políticas gubernamentales, y sobre todo a la necesidad de ajustarse a las normas del Occidente europeo y de la economía de mercado internacional.
El nuevo «modelo español» de democratización sirvió a partir de entonces de referencia para la democratización posterior de un número importante de los sistemas autoritarios de Sudamérica y del este de Asia. Fue parte de la «tercera oleada» de democratización mundial en el siglo XX, pero España tuvo el lugar de honor al iniciar el proceso. Y al contrario de las dos primeras oleadas democratizadoras producidas en 1918 y 1945, la tercera se generó en gran medida como resultado de procesos internos, y no por convulsiones derivadas de una guerra mundial. Su principal limitación fue que no se extendió a los regímenes comunistas y poscomunistas más importantes.
Tras ser proclamado rey, don Juan Carlos confirmó a Arias al frente de su primer gabinete, aunque fuera a regañadientes. Ambos se tenían inquina. Pero el rey preferió seguir la hoja de ruta norteamericana de hacer cambios muy pausadamente, cuando lo que hubiera deseado era designar un gobierno sin ministros vinculados con el régimen de Franco, e incluso, de la oposición moderada. Pero pocos meses después obtuvo el placet de la Secretaría de Estado para la designación de Adolfo Suárez. «Estaréis de acuerdo conmigo de que en todos los sitios hacen falta presidentes jóvenes. Pues ya sabéis lo que opino», les había dicho Juan Carlos de forma enigmática a Suárez y Alfonso Osorio en junio de 1976. Y para ir abonando el terreno, tres meses atrás encargó a Prado y Colón de Carvajal, su hombre comodín, que le pidiera al periodista de Newsweek, Arnaud de Borchgrave, que le lanzara a Arias una descalificación final. En el número siguiente la revista publicaba en boca del rey «Arias es un desastre sin paliativos». Y aunque Juan Carlos se desmarcó asegurando que debía haber sido una interpretación del periodista, el final de Arias estaba sentenciado.
José María de Areilza, a quien el rey le había hecho creer que el ungido sería él, se quedó paladeando amargamente el champán. El sábado 3 de julio Torcuato Fernández Miranda hizo éste lacónico comentario a la salida de la reunión del Consejo del Reino que debía presentar al monarca la terna de candidatos a la Presidencia del Gobierno. «Estoy en condiciones de ofrecer al rey lo que me ha pedido». Adolfo Suárez fue recibido muy críticamente por casi todos los sectores reformistas y de la oposición, simbolizado en aquel histórico de Ortega: «¡Qué error, qué inmenso error!», repetido por Ricardo de la Cierva, por entonces columnista estrella del diario El País. Pero Suárez se encargaría de ir seduciendo a casi todos, porque a todos los que se le acercaban les concedía lo que les pedía. Y más. Por ello, no cabe duda de que la salida del régimen autoritario hacia la democracia fue modélica en su etapa inicial. La Ley para la Reforma Política, pergeñada por Fernández Miranda desde su puesto de mando y control en la presidencia de las Cortes, y entregada a Suárez en agosto de 1976 para su aplicación -«toma estos papeles que no tienen padre por si te sirven para algo»-, sería la que posibilitaría la voladura de las estructuras políticas del franquismo. Y también la tranquilidad de conciencia del monarca que por dos veces había jurado lealtad, y cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del régimen franquista, que por definición de principios eran permanentes, intangibles e inalterables, pero que también dejaban abierta la vía para su propia reforma legal -«de la Ley a la Ley», en expresión de Fernández Miranda-. De ahí que esta ley para la reforma se inscribiera como la octava de las fundamentales, lo que no dejaba de ser toda una ironía.

Durante unos meses trepidantes la sintonía entre el rey, Suárez y Fernández Miranda fue completa hasta poco antes de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. Torcuato presentó su dimisión como presidente de las Cortes dos semanas antes de las elecciones. En sus declaraciones públicas afirmaría que ya había cumplido con lo que se le había pedido. Pero en el fondo era el resultado de sus ya profundas discrepancias con Suárez, que se había desenganchado de su tutela, había eliminado el preámbulo de la Ley y modificado partes del texto de la reforma, suprimiendo el Consejo del Reino, entre otras cosas, apostando por la reforma-ruptura acelerada, frente a la reforma-ruptura controlada de Fernández Miranda. En el fondo, tan enigmático y circunspecto personaje, que también ambicionaba tener todo el poder, albergaba la remota esperanza de que el rey le pidiera que fuese él quien formara gobierno ante un resultado que se suponía iba a ser igualado o incierto entre el centro y la derecha. Luego, el resultado electoral dio el triunfo en minoría al engrudo de siglas que se había articulado alrededor de la Unión de Centro Democrático (UCD), y un fuerte revés a la derecha reformista de Fraga, lo que de hecho suponía en realidad un sorprendente y gran triunfo del Partido Socialista.
Torcuato, que al final terminaría siendo devorado por sus propias intrigas, se fue distanciando con rencor de Suárez y con melancolía del rey hasta que murió amargado en Londres en 1980. Antes de fallecer en el más absoluto de los ostracismos, a quien le quería escuchar, que ya eran pocos, no se cansaba de repetirles que había que «repristinar» la política, volver a los orígenes, porque era una «locura jugar a la ruptura». Una cosa era llevar a cabo la destrucción de las Leyes Fundamentales y de toda la estructura del Estado franquista, que era el proyecto de la corona, para integrar a la izquierda en el nuevo Estado democrático, y otra muy diferente iniciar un camino sin saber hacia dónde se quería ir. Entre el rey y Suárez había surgido un mutuo encantamiento por el estilo osado de hacer política del presidente, lo que en el fondo encantaba al rey, pues era lo que él anhelaba también. Y Suárez alardeaba de que «tengo al rey en el bote», y además ya era un presidente legitimado democráticamente por las urnas.
Aquel fue un tiempo mágico que se tradujo en la improvisación y la aventura, con momentos muy graves y delicados como el de la legalización del Partido Comunista. Ya en diciembre de 1976 el rey envío a México a Manolo Prado y Colón de Carvajal, quien entre sus poliédricas misiones no se encargaba sólo de llevar felizmente las finanzas reales. Prado fue con el encargo personal del rey de obtener igualmente el «placet» para la legalización del Partido Comunista. Kissinger volvería a mostrar sus reservas y reticencias conocidas. Pero no impondría su negativa, dejándolo en manos de la última decisión del rey Juan Carlos y del presidente Suárez. «Como secretario de estado –le insistiría a Prado- debo decirle que desde nuestro punto de vista la situación legal del Partido Comunista es un asunto español. No somos nosotros quienes debemos decidirlo, ni podemos manifestarnos al respecto. Pero hablando como politólogo, en mi opinión, cuanto más pueda desarrollarse el sistema internamente antes de introducir ciertos cambios, mejor estarán. Dejen que el sistema se estabilice por sí sólo. No creo que necesiten al Partido Comunista para hacerlo. Si yo fuese el rey, no lo haría. Demostrarían su fortaleza al no hacerlo. Tendrán un espectro político y de opinión totalmente normal sin ellos. La izquierda chillará, pero chillará de todas formas.»
La legalización del Partido Comunista supondría la crisis más grave abierta entre el rey-Suárez y las fuerzas armadas. Y no fue tanto por la legalización en sí, sino por la forma como se llevó a cabo. En los primeros días de septiembre de 1976, y a iniciativa suya, el presidente Suárez mantuvo una reunión con toda la cúpula y mandos militares para explicarles el alcance de las reformas que se proponía acometer, y en la que les aseguró y prometió que no se legalizaría a los comunistas. Siete meses después, durante la Semana Santa de 1977, Suárez cambiaría de criterio inscribiendo de improviso y sorpresivamente para casi todos al Partido Comunista de Santiago Carrillo en el registro de partidos políticos. Aquel 9 de abril, que pasaría a la historia como el sábado santo rojo, el presidente Suárez y el vicepresidente Gutiérrez Mellado se ganaron el distanciamiento y la inquina de la práctica totalidad de las fuerzas armadas, que hasta aquel momento estaban dispuestas y se habían comprometido a colaborar con el proceso de reformas políticas. Pero la legalización del PCE no tendría nada que ver con el 23 F, ni como precedente ni como inicio ni como puesta en marcha de supuestas conspiraciones militares contra Suárez y sus políticas.
La puesta en marcha de una solución política, pero pergeñada al margen de los cauces regulares que se estaban articulando, empezó a tomar cuerpo y forma. Poco después de las primeras elecciones democráticas, diversas personalidades vinculadas con sectores liberales, con el reformismo franquista e incluso con el antifranquismo, comenzaron a reunirse al observar con grave preocupación la senda y deriva que tomaba la Transición. Los convocados eran políticos pertenecientes al gorullo de la UCD y a Alianza Popular; al monarquismo más activo, al mundo empresarial, económico, financiero y a la iglesia. En todo caso, ninguno pertenecía al anclaje de los pequeños reductos del franquismo puro, insignificantes ya en sí mismos. Durante 1977 y 1978 –etapa preconstitucional en la que el rey tuvo casi todos los poderes heredados del dictador- y 1979, mantuvieron asiduos encuentros para buscar fórmulas que atajara el rumbo político emprendido. A partir de 1980 sería ya todo muy diferente; un período de conspiración abierta desde todos los frentes para derribar a Suárez. Y con Zarzuela a la cabeza como gran impulsora.
Pero antes de ese momento, y pese a estar en el tiempo de la concordia y del pacto constitucional mantenido hasta las elecciones de marzo de 1979, aquellas gentes veían con profunda inquietud las excesivas concesiones otorgadas a los partidos nacionalistas, la articulación de la estructura del Estado en una fórmula preautonómica y autonómica sin precedentes ni tradición (para Torcuato Fernández Miranda era de una gravísima irresponsabilidad), y que no sólo podría despertar y acelerar el riesgo separatista, sino que en las comunidades y regiones no sesgadas por la choza nacionalista-separatista, podrían llegar a contaminarse de los mismos males. Y transformarse en franquicias de poder federal o cuasi confederal con la institucionalización de un caciquismo de amargo recuerdo.
Tales encuentros se fueron celebrando periódicamente en la agencia de noticias Efe, presidida por el escritor y periodista antifranquista, además de firme monárquico, Luis María Anson; en la sede de los empresarios Ceoe (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), presidida por Carlos Ferrer Salat, o en las casas de los políticos que habitualmente participaban del cónclave, o en diversos restaurantes. El tono general de los encuentros nada tenía que ver con la involución ni contra el desarrollo democrático, ni siquiera tenía un tufo conspirativo, sino que lo era en defensa de la estabilidad democrática. Además de Ferret Salat y Anson, solían acudir políticos de la nueva derecha; como Salvador Sánchez Terán, José Luis Álvarez, Alfonso Osorio o Landelino Lavilla; y de la derecha clásica, como Manuel Fraga o Gabriel Elorriaga; banqueros, como Carlos March, Emilio Botín Sanz de Sautuola y López, Alfonso Escamez, Luis Valls Taberner o Rafael Termes, entre otros muchos más.Y junto a ellos se sentaban varios oficiales del Servicio de Inteligencia como el capitán Juan María Peñaranda y Algar, el comandante José Faura Martín, responsable de la división interior del naciente Cesid, y en ocasiones, hasta el general José María Bourgon, primer director del Cesid. El espíritu de consolidación monárquica que presidía las reuniones no podía ir contra el rey, pero sí contra Suárez y contra su forma de dirigir la Transición, que algunos ya predecían que sería hacia la deconstrucción nacional para hacer de España un país inviable y un sistema fallido. Por eso querían que se fomentara una corriente de opiniones hacia el rey para que cambiara de jefe de gobierno antes de que la corona viera diluidos sus poderes al sancionar la constitución. El objetivo de aquellos hombres trataba de blindar a la corona de los graves riesgos que podía correr el joven rey demócrata, que por su juventud, bisoñez y acentuado espíritu aventurero, había depositado en quien decía de sí mismo que era un «chisgarabís» de la política, la delicada conducción y asentamiento de la democracia.Aquellos personajes de la nomenclatura del sistema veían nefasta la elaboración de una ley electoral basada en el sistema proporcional, y que si bien en un principio se había previsto que su aplicación fuera provisional, sólo para las primeras elecciones, después se mantuvo primando de manera poco democrática la concentración del voto nacionalista-separatista, con el peligro de que si las urnas no otorgaban mayorías absolutas a los partidos de ámbito nacional, esos votos se llegaran a utilizar como un chantaje al poder central en beneficio de objetivos radical-secesionistas. A aquellos hombres les preocupaba una política económica y laboral que asfixiaba el tejido industrial y empresarial, una política exterior que situaba a España más cercana a un tercermundismo ecléctico de los no alineados que al occidente europeo y norteamericano, con quien España debería integrarse, y una falta de respuesta, hasta cobarde e inane, frente al brutal terrorismo de ETA, principalmente.
Los informes y minutas que el agente del Cesid Juan María Peñaranda redactaba de los encuentros los elevaba a sus jefes directos del servicio, quedando registrados como materia reservada en los archivos del centro de inteligencia. El resultado práctico de aquellas reuniones fue la elaboración y redacción de un plan de actuación denominado «Operación De Gaulle». Sus redactores fueron Juan María Peñaranda y José Faura Martín, con el visto bueno y aprobación del director del centro, el general José María Bourgón. Aquel plan operativo surgió como una consecuencia lógica de lo que se exponía y hablaba en alguna de las reuniones coordinadas por Luis María Anson. Los agentes del Cesid y su director general lo hicieron suyo.
Y así se redactaría; como una operación especial del servicio de inteligencia, es decir, que la «Operación De Gaulle» no fue redactada por una sugerencia externa al servicio, sino por una decisión interna del propio Cesid. Básicamente, la «Operación De Gaulle» exponía que si la transición política en España llegara a precipitarse por caminos sumamente peligrosos para la estabilidad de la corona y de la democracia, se debería aplicar el modelo o la forma de cómo la IV República Francesa eligió al general Charles De Gaulle jefe de gobierno y posteriormente Presidente de la V República. Con ello, el ejército y la clase política francesa evitó el riesgo de una guerra civil, a consecuencia de una confrontación inminente y real que existía entonces en Francia a causa de la independencia de Argelia.
La errática elección de hacer el tránsito hacia la democracia sobre modelos irreales e inventados, y sostenidos con enormes dosis de improvisación, alarmaba por entonces a hombres de gran experiencia política, como a José María Gil Robles, el veterano líder de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). A finales de octubre de 1978, días antes de que el Congreso y el Senado aprobaran el proyecto constitucional y, naturalmente, éste se sometiera a referéndum y posterior sanción, preconizaba para un futuro no muy lejano cierta amenaza de golpe militar: «si continúa el estado de cosas actual es posible que se haga inevitable»; o la visión del presidente Joseph Tarradellas, quien poco antes de traspasar el poder de la Generalitat al corrupto Jordi Pujol, se manifestaba de esta forma tan clarividente: «estoy convencido de que es inevitable una intervención militar… Las autonomías no constituyen una solución para España… Nuestro país afronta la cuestión del País Vasco, que, para mí, es dramática».Las elecciones de marzo de 1979 marcaron el camino del desencanto. El Partido Socialista, con Felipe González al frente, derivó hacia una campaña de hostilidad hacia Suárez, en la que no se escamoteó ningún calificativo despreciativo al presidente, que optaría por eludir el Parlamento y refugiarse en la Moncloa. Roto el período de consenso, el Partido Socialista iniciaría una durísima oposición de cerco, acoso y derribo a Suárez, con un punto de inflexión en la moción de censura de mayo de 1980. Todos recuerdan, porque se vivió en directo por televisión, como en ese momento el presidente se quedó petrificado en su escaño y no fue ni siquiera capaz de salir a la tribuna de oradores para defenderse. Suárez recibió un dardo envenenado, una bomba de efecto retardado que provocaría la ruptura definitiva en UCD y su certificado de defunción a corto plazo. Al presidente ya no le llovían críticas únicamente desde los sectores cercanos de la derecha, el centro, o incluso desde el mismo seno del conglomerado de aquel centrismo cazado a lazo para instalarlo en el poder.

A lo largo de 1980 la conspiración abierta contra Suárez fue absoluta. Se le abrió un fuego cruzado desde todos los frentes, estamentos e instituciones, que fueron transformando a Adolfo Suárez en una caricatura de sí mismo, en un autista encerrado en el búnker de La Moncloa, al cobijo y calor de unos pocos y reducidos leales. España tenía un presidente que había llegado a repeler el Parlamento y los usos y normas de la democracia. «Suárez no soporta más democracia, ni la democracia soporta más a Suárez», señalaba un por entonces vitriólico Alfonso Guerra. Aquel joven seductor de no hacía mucho tiempo, había dejado de ser el mágico muñidor del sistema para convertirse en un grave problema para la democracia. Y lo que personalmente para el rey era más serio, para la propia seguridad y estabilidad de la corona.
Las sinergias de encantamiento entre el rey Juan Carlos y Suárez hacia un tiempo que se habían roto. El riesgo de una gravísima crisis del orden político establecido acechaba. Felipe González declaraba alarmado que estaban encendidas las luces rojas del Estado. Fraga escribía al rey pronosticando una próxima crisis institucional que podía barrer a la misma corona. En ese marco, en esos instantes, en esos momentos, ante tal cúmulo de hondas preocupaciones, fue cuando la dirección del Cesid decidió desempolvar la «Operación De Gaulle» y ponerla sobre la mesa. Había permanecido guardada en estado latente desde hacía un año, y aquel momento se presentaba como el mejor remedio y como la solución más adecuada para tan crítica situación.
En el seno de las fuerzas armadas había una profunda irritación en las salas de banderas de los cuarteles. Era de fuerte malestar que describía gráficamente a un ejército en estado de cabreo, de ruido de sables, y se publicaban aceradas críticas en los periódicos, como las de Milans del Bosch desplegadas a toda portada en Abc a finales de septiembre de 1979: «El balance de la transición no presenta un saldo positivo». Todo aquello hacía un magma necesario y útil. Pero lo cierto es que no había conspiración militar ni activa ni abierta, aunque en las mesas de tertulia y barras de los bares proliferaran todo tipo de conspiraciones militares. Las fuerzas armadas en su conjunto eran el mejor seguro del rey, contaba con su plena lealtad y apoyo, porque fundamentalmente así lo había expresado Franco, su comandante en jefe, en su última voluntad, en su testamento. Y el ejército lo había recibido como su última orden, aunque Juan Carlos sintiera hacia ellos un enorme recelo y temor.
Decidida la puesta en marcha de la «Operación De Gaulle», la dirección del Cesid comenzó a fomentar la mejor imagen del general Armada entre sus compañeros de milicia, entre los dirigentes de los partidos políticos y demás instituciones. Los responsables de Alianza Popular eran viejos conocidos y de la máxima confianza de los jefes del Cesid, pues no por casualidad habían sido ellos; Javier Calderón, los hermanos Cortina, Florentino Ruiz Platero, Juan Ortuño y otros responsables de la inteligencia nacional, los que al final del franquismo habían puesto los mimbres del partido reformista de Fraga bajo la tapadera de las siglas Godsa (Gabinete de Orientación y Documentación, Sociedad Anónima), de cierto tamiz esotérico. Las conversaciones con Fraga, con Gabriel Elorriaga y con muchos otros, fueron frecuentes. Y el apoyo a la fórmula ofrecida total.
También la cúpula socialista se mantuvo muy atenta a todo lo que se cocía y con antenas abiertas con el Cesid. El teniente coronel Javier Calderón y el comandante José Luis Cortina, llegaron a transmitir muy exageradamente los riesgos de un posible golpe militar a los miembros de la ejecutiva socialista Enrique Múgica, Luis Solana e Ignacio Sotelo, entre otros, asumiendo todos la conveniencia de apoyar la formación de un gobierno constitucional de concentración nacional presidido por el general Armada. En la cúpula del PSOE el riesgo golpista se retroalimentaba barajándose el rumor de que se estaba organizando un golpe que sería protagonizado por varios tenientes generales con mando en varias capitanías, otro de posibles mandos intermedios, y uno más que calificaban como el «golpe de la banda borracha». Esos rumores también proliferaban por casi todos los medios, pero en absoluto se correspondían con la realidad.
Sin embargo, los dirigentes del PSOE, con González a la cabeza, quisieron hacer llegar esa inquietud al secretario de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo -y de él al monarca- durante un almuerzo que celebraron en el otoño de 1980. A Sabino, que negaría tener información alguna sobre posibles golpes, le presentaron un análisis de la situación política pavoroso; la UCD se hallaba en el más puro desconcierto, se estaba descomponiendo y sumida en un absoluto caos, Suárez gobernaba bajo una extrema debilidad, y el momento no aguantaba hasta las próximas elecciones, le aseguraba González.
Pero en el fondo lo que los dirigentes del Partido Socialista querían transmitir al secretario del rey es que el PSOE estaba dispuesto a participar activamente en un gobierno de coalición siempre que fuese constitucional o que se consiguiera hacer ‘pasar’ como tal, y en el que participasen todas las fuerzas políticas democráticas, si con ello se evitaba la involución. Los socialistas aceptaban la figura del general Armada como presidente de dicho gobierno, al tiempo que le aseguraban a Sabino, que conocían bien el desánimo que el rey sentía por el presidente Suárez, que se había cansado de él y que conocían que había personas con fácil acceso al monarca que le estaban «calentando la cabeza» sobre el inconveniente Suárez y la necesidad de buscar un sustituto a través de una moción de censura o bien provocando su dimisión.
Para Felipe González el momento estaba llegando a ser límite: «El país –afirmaba- es como un helicóptero en el que se están encendiendo todas las luces rojas a la vez. Estamos en una situación de grave crisis y de emergencia. Es hora de que el gobierno y Suárez se percaten de ello…Esto no aguanta más.» Por eso no resultaría nada extraño que una vez confirmada la figura del general Armada para presidente del gobierno de concentración en el famoso almuerzo de Lérida, la nomenclatura del Partido Socialista se dedicara desde ese momento y hasta poco antes del veintitrés de febrero de 1981, a promover entre los líderes de los demás grupos políticos la fórmula del «gobierno de gestión más un general».
Por su lado el monarca fue recibiendo en audiencia uno a uno a los jefes de partido de la oposición. A todos les transmitía que ante la gravedad del momento, estaba dispuesto a utilizar el mecanismo de arbitraje y moderación, que de forma muy confusa le facultaba la Constitución. González comunicaría al rey que el desgobierno de la UCD estaba arrastrando a España al caos y era necesario adelantar las elecciones o, en todo caso, estudiar la formación de un gobierno de gestión, sin Suárez, con un independiente a su cabeza. Fraga, que ya había escrito al rey una larga y meditada carta sobre tan grave momento, le dijo que Madrid era un rumor constante de un próximo golpe, y que él estaba convencido de que si no se atajaba de inmediato la situación, si no se evitaba la «tentación de uno de esos bandazos y radicalizaciones tan frecuentes, por desgracia, en nuestra historia… vamos a vivir una grave crisis de Estado que puede afectar a la corona de la que, naturalmente, será responsable Suárez».

En esos momentos de nada le valía ya al presidente denunciar que «conozco la iniciativa del PSOE de querer colocar en la presidencia del gobierno a un militar. ¡Es descabellado!» Suárez cada vez más desprestigiado y aislado políticamente, era un hombre apestado y, de hecho, un cadáver político. La situación que se vivía entre la clase política y las instituciones en el otoño de 1980 en medio de tan profunda crisis era de vacío de poder.
La fórmula gobierno de coalición presidido por el general Armada había cuajado ampliamente entre toda la clase política y la nomenclatura del sistema, aunque por el momento se mantuviera tapado el nombre de quien sería el próximo presidente. De ahí que no tuviera nada de extraño que el propio Sabino confirmara en círculos militares y civiles restringidos que «habrá próximamente un gobierno de concentración presidido por el general Armada». Y que aquel hombre se sintiera ungido por todas las instituciones que le habían dado su apoyo. Armada era un hombre bendecido. La campaña de imagen propulsada desde el Cesid había funcionado tan bien que hasta el propio rey Juan Carlos pocos días antes del 23 F le dijo con admiración a su hombre-solución: «todo el mundo me habla maravillas de ti. ¿Cómo lo haces?»
El general de división Alfonso Armada Comyn no era un hombre cualquiera. Su firme raíz monárquica la había recibido de sus antepasados. Su padre, Luis Armada y de los Ríos-Enríquez, formó parte del pelotón de Alfonso XIII. Y él mismo fue ahijado de bautismo de la reina María Cristina. Durante 23 años había estado junto a Don Juan Carlos; como preceptor, siendo príncipe; después, como secretario general de la Casa del Rey. Y si en el otoño de 1977 tuvo que dejar su servicio directo en Zarzuela fue por el precio exigido por Suárez, quien en su soberbio endiosamiento no admitía que nadie pudiera enturbiar su encandilada relación con el monarca y, mucho menos, criticar sus acciones de gobierno. Y Armada lo hacía. Pero nunca dejó de estar cerca del rey, de ser sus ojos y sus oídos entre la familia militar, y de informarle personalmente o con documentos de la situación, de la marcha de las cosas; ya fuese desde su destino en el Cuartel General del Ejército en Madrid o desde Lérida como gobernador militar de la plaza y jefe de la División de Montaña Urgell. Así se lo había pedido el rey en persona y, oficialmente, por escrito.
En 1980 Armada seguía manteniendo con el monarca una fluida relación de absoluta confianza y lealtad, que le permitía entrar y salir de Zarzuela cuando quisiera, sin necesidad de tener fijada audiencia previa. Era mucho más que un consejero áulico. Y sería a ese hombre leal a quien el monarca trasmitiría sus profundas amarguras y preocupaciones por la deriva de una situación política que podía poner en peligro la corona. De ello le hablaría en numerosas ocasiones en Zarzuela y en la residencia invernal de La Pleta en Baqueira. El rey le diría que él tenía razón, que las cosas con Suárez se habían desquiciado gravemente, que el desarrollo autonómico que el presidente había abierto era suicida para España, que todo se resquebrajaba, que los líderes de los partidos no pensaban más que en su propia conveniencia e interés partidista, y que no veía voluntad política en el presidente para querer enderezar la situación. Una situación muy peligrosa para la monarquía, que podía ser barrida si las cosas se desbordaban o estallaban.
Y la reina Doña Sofía le diría que él, Alfonso Armada, era el único que les podía salvar. Y el rey le pediría que hablara con Milans del Bosch, que hablara con sus leales soldados, con aquellos que podía contar de verdad, y le pediría que si algo se estaba poniendo en marcha, algún movimiento, que entonces había que atajarlo, controlarlo y reconducirlo. Y el general Armada, que hablaba periódicamente con su amigo Jaime Milans del Bosch, capitán general de la III Región Militar (Valencia), llegaría a reunirse con él varias veces entre el otoño de 1980 y el invierno de 1981. En esos encuentros le transmitiría las graves preocupaciones de los reyes, y le solicitaría que por su prestigio militar en el ejército, impusiera su autoridad si se estaba formando o preparando algo. También le anunciaría que como primera medida de alcance el rey quería nombrarlo segundo jefe del ejército y traerlo a Madrid, pese a la viva oposición que seguía mostrando Suárez, sobre quien estaba buscando todas las formas posibles de presionarlo para que dimitiera («hay que ver, Arias fue todo un caballero cuando le pedí la dimisión, en cambio Suárez se resiste a toda costa», se quejaba el rey). Y Armada hablaría a Milans de la «Operación De Gaulle» la fórmula que la dirección del Cesid le había expuesto para reconducir la situación con la formación de un gobierno de concentración nacional que sería aceptado por todos los partidos y del que él sería el presidente y Milans el de la junta de jefes de los ejércitos.
Para entonces la forma de sacar adelante el gobierno de concentración mediante la aplicación de la «Operación De Gaulle» era algo ya completamente decidido. El redactor del informe que exponía la constitucionalidad de la designación de un presidente ajeno a la política y a los partidos políticos fue el catedrático de Derecho Constitucional Carlos Ollero. Un año atrás, el catedrático de Derecho Administrativo, Laureano López Rodó, había plasmado en otro informe la inconstitucionalidad de los estatutos de autonomía vasco y catalán, y el disparatado desarrollo autonómico escogido por Adolfo Suárez como vía de descentralización del Estado. Ambos informes, Alfonso Armada se los había enviado al rey por conducto de Sabino.
Tan sólo hubo una variante que se estimó durante un corto período de tiempo, pero que muy pronto se desechó. Ésta consistía en la posibilidad de presentar una segunda moción de censura contra Adolfo Suárez, que sería apoyada por la práctica totalidad de los diputados, incluidos los de los sectores de la UCD enfrentados al presidente. Sobre éste ya se ejercía una tremenda presión mediante círculos concéntricos; desde la jerarquía eclesiástica, la confederación de empresarios, los círculos financieros, el sector de la banca, el ejército, los partidos políticos y los medios de comunicación. Pero para los instigadores en el Cesid de la «Operación De Gaulle» esta vía no resultaba convincente, y rápidamente quedó desechada. El asunto no era sólo la formación del gobierno de concentración ni la figura del general Armada, sobre lo que ya había pleno consenso, sino que la implantación de tal gobierno excepcional debía venir a través de una seria advertencia militar, de un amago, que hiciera reconsiderar a la totalidad de la clase política su frívola actuación, como así se valoraba, y que muy especialmente frenara en seco los ímpetus separatistas. Además había que corregir el camino andado de las autonomías modificando el título en la Constitución y dar una dura respuesta al atroz terrorismo de Eta. En suma, reforzar el Estado y la corona.
Y para que todo eso se llevara a cabo sin cortapisas ni zancadillas políticas, se debía hacer con la aceptación voluntaria, sin reservas ni recelos de los políticos, ni de los sectores institucionales más fuertes ni de la sociedad ni de los medios de comunicación. Con la colaboración y aceptación de todos de un gobierno que actuaría con poderes especiales y sin control formal del Parlamento durante dos años. Aquel era el tiempo que restaba de legislatura. Luego, tras el trabajo hecho, se convocarían nuevas elecciones que, previsiblemente, darían el triunfo absoluto al Partido Socialista. Pero con una nueva oposición reestructurada de centro derecha bajo los populares y la dirección de Manuel Fraga. Para todo eso era para lo que se había decidido aplicar la «Operación De Gaulle»; de ahí, que una vez que Adolfo Suárez presentó su dimisión a finales del mes de enero de 1981, su puesta en marcha ni se retrasó ni se improvisó, sino que se aceleró.
Una vez encajadas todas las piezas de la puesta en marcha de la operación, a la dirección del Cesid y a quienes estaban en el secreto de la trama, les faltaba aún el apoyo exterior, elemento imprescindible con el que había que contar, para que el gobierno formado tras el amago militar fuera aceptado internacionalmente, y la operación triunfara en todos los sentidos. Para ello se puso en antecedentes a las cancillerías de los Estados Unidos y del Vaticano, eje diplomático sobre el que basculaba la política exterior de España desde los tiempos del franquismo. El rey tuvo conocimiento de estas discretas gestiones por el general Armada y el comandante José Luis Cortina, pero sobre todo por su gran hombre de confianza Manuel Prado. Cortina, siempre muy activo, se reuniría no sólo con su homólogo de la CIA en España, Ronald Edward Estes y con otros espías ‘volantes’, sino también con el embajador norteamericano en Madrid, Terence Todman, y con el nuncio del Vaticano monseñor Innocenti. Y el general Armada también se entrevistaría a mediados de febrero de 1981 con el embajador Todman y con el nuncio Innocenti para explicarles el sentido y alcance de la operación y garantizarles que la misma se hacía con el conocimiento del rey.

No hay un dato preciso para poder afirmar que el rey, por su parte, utilizara para este mismo cometido a su embajador volante Manolo Prado y Colón de Carvajal. Pero dados los antecedentes de sus gestiones discretas anteriores, y la tutela que Estados Unidos ejerció sobre el monarca siendo príncipe, y en los primeros años de la transición, es algo no descartable. El envite que tanto la corona como España se jugaban era muy fuerte. En todo caso, a ambos –Estados Unidos y Vaticano- se les aseguró que la acción pretendía una salida institucional necesaria si no se quería correr el riesgo de meter al país en el laberinto del pasado. Dicha acción no sería traumática ni cruenta, y era para salvar el sistema, la democracia, reforzar la monarquía y fortalecer el régimen de libertades. En tal solución participaban y estaban de acuerdo diversos líderes de los partidos políticos más importantes para formar un gobierno de salvación nacional que presidiría el general Armada, y que contaría con el pleno apoyo del ejército, que era un defensor a ultranza de la corona, evitándose así el riesgo de un hipotético golpe de involución.
Tanto los nuevos vientos que llegaban de Washington como de Roma se mostraron propicios. El presidente Ronald Reagan era firme partidario de poner fin a la época de distensión de Carter y de endurecer la guerra fría frente a la Unión Soviética, reforzando las áreas de la influencia norteamericana en el cercano y medio oriente, y principalmente en el Mediterráneo. Para ello resultaba vital que España se integrara en la OTAN, a lo que Suárez había ido dando largas jugando a un tercermundismo que desagradaba a los norteamericanos. Para éstos el ingreso de España en la Alianza Atlántica era un elemento determinante en el diseño de la seguridad estratégica de los aliados en el sur de Europa. Bien fuera con la administración demócrata de Carter, y más acentuado aún con la republicana de Reagan.
Como he afirmado anteriormente, ya desde antes de su coronación el rey Juan Carlos había buscado la tutela norteamericana para dar los primeros pasos desde el régimen autoritario hacia el democrático. Ante cualquier cambio fundamental en la política interna el rey esperaba siempre contar con el apoyo de los Estados Unidos. Así lo hizo cuando se propuso cesar a Arias y nombrar a Suárez. Semanas antes de tomar esa decisión el rey Juan Carlos viajó a Norteamérica para consultarlo con Ford y Kissinger y regresar con su aceptación, pese a que el cese de Arias no era del total agrado del secretario de Estado Kissinger. También la elección de Juan Pablo II como nuevo Papa facilitaría las cosas para una buena comprensión del Vaticano, lo que se confirmaría con la llegada del nuevo nuncio, monseñor Innocenti. A lo que habría que sumar la agria ruptura del pacto entre la jerarquía eclesiástica y Suárez por el proyecto de Ley de Divorcio.
La inesperada dimisión de Suárez precipitaría la «Operación De Gaulle». Ésta estaba prevista para el mes de marzo, cuando «florecen los almendros». La aplicación de esta operación no podía ser un calco fiel de la que se desarrolló en Francia en 1958 para evitar el riesgo de guerra civil a causa de Argelia. Aquí faltaba el elemento objetivo que justificara la acción. Ni había riesgo de confrontación social, pese a la difícil situación de paro y de crisis económica, ni el brutal terrorismo de Eta o el proceso pseudo revolucionario que se trataba de impulsar en el País Vasco, eran causas suficientes. De ahí que los estrategas del Cesid tuvieran que inventarse artificialmente un Supuesto Anticonstitucional Máximo (SAM), un golpe de mano provocado por los mismos actores que inmediatamente después ofrecerían una salida a la ilegalidad cometida, con la oferta de formar un gobierno ‘constitucional’, que corrigiese el atropello perpetrado, reconduciendo nuevamente la situación hacia la normalidad democrática.
Desde hace más de veinte años he venido sosteniendo que lo que derivó en el 23 F, no fue un intento de golpe de involución, sino una operación especial de corrección del sistema, que fue ampliamente ‘consensuada’ con la nomenclatura de la clase política e institucional. Y con el beneplácito exterior de la administración norteamericana y del Vaticano. El 23-F se articuló en dos fases o compartimentos estancos que nunca se reconocerían entre ellos, pero que su primera fase (el asalto de Tejero al Parlamento y el secuestro del gobierno y clase política) articularía la segunda fase, con la entrada en escena del general Armada en el Congreso y su presentación de un gobierno de concentración nacional que, sin duda alguna, habría sido votado por la gran mayoría de los diputados. Y si fracasó la operación no fue por ningún mensaje del rey por televisión , sino porque Tejero impidió al general Armada que accediera al hemiciclo del Congreso para proponerse como presidente. Es decir, única y exclusivamente por el factor humano, algo que las soberbias cabezas pensantes de los responsables del Cesid no previeron.
La consecuencia inmediata del 23-F fue la legitimación del rey y el blindaje de la corona. Pero sobre todo, el silencio cómplice de los partidos y responsables políticos que jugaron a operaciones de una absoluta ilegalidad constitucional al objeto de acortar plazos y alcanzar el poder cuanto antes, singularmente, el Partido Socialista. También el 23-F, pese a su fracaso real, mantuvo sus efectos entre toda la clase política y la nomenclatura del sistema a lo largo de veinticinco años, en lo que yo llamo ‘el golpe de estado sicológico’, paralizando en parte las desmesuradas exigencias separatistas, pero tan sólo parcialmente, porque ante la debilidad mostrada por los diferentes gobiernos del Estado, los partidos nacionalistas catalanes y vascos siguieron clamando por su ‘normalización’ y ‘reconocimiento singular’ en contra del resto de España. Para ello continuaron presionando para ir alcanzando mayores cuotas financieras, mayor gestión de impuestos, prevalencia de su lengua en contra de la lengua española, común para todos; confrontación de los símbolos en la guerra de las banderas, exaltando la señera y la ikurriña frente a la bandera rojigualda como separación; desarrollo de una educación sectaria, fomentando el odio hacia lo español y, en definitiva, la invención o acomodación de una historia tan dogmática como falsa, afín de justificar sus continuas afrentas contra el resto de España.
Y si bien es cierto que fue Suárez quien abrió la lata autonómica de las nacionalidades, también lo es que los sucesivos presidentes la mantuvieron abierta sin contenerla, e incluso trasfiriendo más competencias a los nacionalismos; ya fuese con mayorías gubernamentales absolutas o relativas. Pero en todo caso ha sido con el presidente José Luis Rodríguez Zapatero con quien se desataría una carrera febril autonomista-separatista sin freno, decantada abiertamente hacia el secesionismo. De ahí que entre las figuras de Suárez y de Zapatero se pueda establecer un paralelismo histórico similar a este respecto.
Si Suárez se lanzó de forma harto improvisada a la construcción del Estado de las autonomías, que no tenía precedente alguno en el derecho constitucional comparado, Rodríguez Zapatero se lanzaría a la concesión de nuevos estatutos de mayor autogobierno, por intereses exclusivamente partidistas y de poder y, en todo caso, espurios. Zapatero en su afán de aislar a la oposición e impedir su alternancia en el poder (recuérdese la figura del ‘cordón sanitario’), fue mucho más lejos llegando a identificarse con el discurso del nacionalismo identitario y separatista, cuestionándose el concepto de nación, «discutido y discutible», hasta inventarse la «nación política, sociológica y histórica». Y el estado plurinacional. Y ello como consecuencia de que tanto la cuestión de las autonomías como de los nacionalismos sigue abierta y sin resolverse.

El caso del presidente Mariano Rajoy hay que analizarlo bajo el prisma de la inanidad y pasividad. Y pasará a la historia como el presidente inerme que con mayoría absoluta escogió no ejercer la política y dar la espalda a sus responsabilidades para las que fue designado por las urnas.
La Transición empezó siendo ejemplar para malograse al poco tiempo por sus imperfecciones y decisiones erráticas, llevadas a cabo por aventureros e ignorantes de la política y la historia. El pacto y consenso de cesión inicial por parte de todos, dio pasó al desencanto y la conspiración contra Adolfo Suárez, trenzada en la operación institucional del 23-F, después sus efectos sicológicos durante las etapas de González y Aznar, que Zapatero rompió para anclar su absurda legitimidad en el fracaso de la Segunda República, cuya confrontación y polaridad revolucionaria provocó una espantosa guerra civil, que daría paso en el bando vencedor a una larga dictadura personal. Los tres períodos de la Transición se resumen en la institucionalización de una corrupción política sistémica, con una Ley Electoral poco democrática y el control político del poder judicial (Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985). A ello habría que sumar los diferentes agujeros negros desde el magnicidio del almirante Carrero Blanco, el 23-F y 11-M.
La corrupción política del sistema ha generado una corrupción económica y financiera generalizada que supone un verdadero espolio a toda la sociedad. Después de los años cuarenta no se producido nada equiparable a la masiva y directa corrupción de los gobiernos socialistas españoles de 1982 a 1996 y de 2004 a 2011; o de los gobiernos de centro derecha entre 1976 y 1981, de 1996 a 2004 y de 2011 en adelante. En las autonomías llamadas ‘históricas’ no se salvan tampoco ni el País Vasco y ni mucho menos Cataluña. La institucionalización de un régimen personal de corrupción político-económico establecido por Jordi Pujol en Cataluña, mucho antes de que llegara a controlar la Generalidad, con el consentimiento, amparo y apoyo financiero de los diferentes gobiernos del Estado. Y esto viene siendo así en el trascurso de los años, porque en la España formalmente democrática desde 1977 se ha instalado tal sistema de corrupción sin límite, que ha afectado y afecta a todas sus instituciones; desde la Jefatura del Estado, en la figura del rey abdicado don Juan Carlos de Borbón, su hija Cristina y su yerno Urdangarín, a los diferentes gobiernos, partidos políticos, caciques de las comunidades autónomas, ayuntamientos y administraciones.
La España de este tiempo es el de un país presionado por el terrorismo de ETA, chantajeado por el nacionalismo vasco y catalán más reaccionario y separatista, y secuestrado por una clase política oligárquica, que resulta ser absolutamente incompetente para darse en el servicio a la sociedad, pero que se muestra resuelta y ávida para luchar por sus sectarios intereses de poder, sin importarles en absoluto los efectos perversos de la paralización y el bloqueo institucional. Del cordón sanitario de la izquierda contra el centro-derecha, pasamos a un gobierno empeñado en promocionar a un nuevo partido político de corte revolucionario para romper al Partido Socialista, y a un presidente, Mariano Rajoy, en funciones tras las elecciones de diciembre de 2015, cuyo liderazgo ha consistido en no hacer nada ni dejar hacer nada, permitir la corrupción, y en destruir las bases y estructura del partido que le llevó al poder, del que tampoco por nada quiere irse.
Todo ello en su conjunto, presenta una nación que se ha deconstruida por falta de ejemplaridad, a la que han borrado el profundo sentido de nación, en la inviabilidad de un sistema que puede malograr la democracia.
N.- Este artículo se publicará también en un libro sobre la Transición editado por la Universidad Rey Juan Carlos.

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    Acerca de Jesús Palacios

    Jesús Palacios es periodista e historiador especializado en Historia Contemporánea. Ha sido profesor de Ciencia Política y es colaborador honorífico de la Facultad de Ciencias Políticas (UCM). Miembro del Consejo Editorial de la revista www.kosmospolis.com y autor de "Los papeles secretos de Franco", "La España totalitaria", "23-F: El golpe del Cesid", "Las cartas de Franco", "Franco y Juan Carlos. Del franquismo a la Monarquía" y "23-F, el Rey y su secreto". Es coautor junto con Stanley G. Payne de "Franco, mi padre" y "Franco, una biografía personal y política", con ediciones en (Wisconsin Press), Estados Unidos, (Espasa), España y China. El general Sabino Fernández Campo, que fuera jefe de la Casa de Su Majestad el Rey Juan Carlos I, ha afirmado que: “Jesús Palacios es un escritor importante, que proporciona a sus obras un extraordinario interés y que las fundamenta en una documentación rigurosa y casi siempre inédita hasta entonces”... “A Jesús Palacios le deberá la Historia de los últimos tiempos muchas aclaraciones que contribuirán a que en el futuro se tenga un concepto más exacto, más neutral y más independiente de lo sucedido en momentos decisivos de la vida de nuestro país.”