Entiendo por populismo democrático la ideología y movimiento políticos a favor de las reformas políticas, económicas y sociales por una rigurosa vía democrática, es decir, respetuosa con la Constitución y las leyes, así como con los procedimientos legales establecidos en un sistema de democracia liberal. Este tipo de populismo es, asimismo, compatible con una crítica de la partitocracia y la corrupción de las élites en el poder, o Establishment.
Según esta definición, el populismo democrático es un fenómeno histórico que surge original y exclusivamente en la democracia americana, desde la etapa colonial en la New England de las sectas puritanas hasta la Independencia (1776), pasando por la Confederación, de facto y de iure (1776-1787), y las distintas etapas de la Unión Federal (1787), antes y después de la Guerra Civil (1861-1865).
A diferencia de otro gran movimiento populista del siglo XIX, en Rusia, que inspirándose en las doctrinas de Herzen, Belinski, Chernichevski y Mijailovski, entre otros, que se articularía en organizaciones como Ir a Pueblo, Voluntad del Pueblo, y ya en los albores del siglo XX el Partido Social Revolucionario (los eseristas, que destacarán en las revoluciones de 1905 y de 1917), el populismo americano en su diversidad variopinta siempre rechazará el colectivismo, socialista o cooperativista, defendiendo la propiedad individual. El populismo ruso adoptó casi siempre la forma de un socialismo agrario para los mujiks (campesinos sin tierra). El populismo americano, profundamente liberal en la tradición del excepcionalismo de su cultura, postulará reformas democráticas y económicas en favor de los farmers (campesinos propietarios), extendiéndose después a los trabajadores de la minería y de la industria, en competencia con los diversos grupos socialistas.
La historia americana está jalonada de acontecimientos o episodios de signo populista: el histórico Tea Party de Boston, la rebelión del capitán Shay, la rebelión del Whiskey, el partido Anti-Masonería, los Know-Nothing, el KKK, los Granger, etc., y finalmente el Partido Populista (People´s Party) liderado por William Jennings Bryan desde los años 1890s. En los inicios del siglo XX, la figura histórica de Teddy Roosevelt marcará el modelo moderno de un populismo democrático, generado en el propio seno del partido Republicano, tras sus dos mandatos presidenciales entre 1901 y 1909, culminando en el liderazgo insurgente y experimental del «Nuevo Nacionalismo» y del Partido Progresista (1910-1914). Ha habido otras figuras políticas posteriores (el veterano y decadente W. J. Bryan reciclado como fundamentalista religioso anti-Darwin, Robert La Follette, el católico padre Coughlin, Huey Long, Henry Wallace, Joe McCarthy, George Wallace, Ralph Nader, Ross Perot, los dirigentes de la Moral Majority, de la Christian Coalition y del moderno Tea Party…) pero la de TR sobresale por su carisma personal e impacto histórico, excepcionales, en la cultura política americana.
El más importante intelectual-presidente desde la generación de los Padres Fundadores y principal continuador del gran legado federalista y republicano (hamiltoniano y lincolniano), ávido lector y escritor, gran admirador y amigo de los escritores, fue precisamente en relación al nuevo periodismo de investigación que el mismo TR inventó las expresiones «Bully Pulpit» (en un sentido positivo) y «muckrakers» (expresión inicialmente negativa, pero que los propios periodistas asumirían y convertirían en positiva).
Doris Kearns Goodwin, famosa historiadora ganadora de un premio Pulitzer, autora de la ya clásica obra sobre Lincoln (Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln, New York, 2008), nos ofrece ahora esta extraordinaria investigación –a mi juicio, superior a sus trabajos anteriores- sobre TR y su liderazgo en la Era Progresista: «Pronto estuve convencida de que la esencia del liderazgo de Roosevelt –afirma la autora- residía en su uso emprendedor del Bully Pulpit, una expresión que él mismo acuñó para describir cómo la plataforma nacional de la Presidencia proporcionaba la posibilidad de configurar el sentimiento público y de movilizar la acción política.» (Goodwin, xi). Al comienzo de su presidencia, reunido en la biblioteca de la Casa Blanca con escritores y periodistas, a los que había invitado para una charla sobre su agenda y someterla a sus consejos y críticas –un hecho insólito, sin precedentes, y que se convertirá en un hábito durante su mandato y su estilo presidencial, según relata uno de ellos, Lyman Abbot, editor de la revista The Outlook-, y comenta nuestra historiadora:
«Había terminado una frase de claro carácter ético, cuando de repente se detuvo, se revolvió en su sillón y dijo: . Desde este Bully Pulpit Roosevelt controlará el marco ético de un movimiento nacional, mediante la acción del gobierno, para el progreso ininterrumpido de la América moderna.» (Goodwin, xi-xii).
Ese movimiento nacional, que los historiadores han llamado progresismo, es la forma moderna y democrática del populismo, un invento americano bajo el imperio de la ley y respetuoso con los derechos de los ciudadanos, del que TR será su principal adalid, desde el poder y en la oposición, tratando de regenerar un sistema contaminado por la partitocracia y la corrupción.
El historiador Richard Hofstadter ha insinuado que la mentalidad progresista ha sido principalmente una mentalidad periodística, especialmente del nuevo periodismo de investigación, crítico del Establishment económico-político, y favorable a las profundas reformas políticas y sociales, promovido por la mencionada revista The Outlook, y sobre todo la McClure´s Magazine, donde cristalizaría el grupo de los «muckrakers»: Ida Tarbell, Lincoln Steffens, William Allen White, etc. Cada uno evolucionaría distintamente, mostrando un interés o fascinación por el socialismo/comunismo (Steffens), el fascismo (Tarbell), o el propio populismo/progresismo nativo de TR y sus continuadores en la escena americana (White). Es una larga y compleja historia que reproduce algunas pautas ideológicas, mutatis mutandis, del populismo ruso y europeo en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.
Aunque mi intención en estas notas sobre el libro de Doris Kearns Goodwin es destacar el papel de TR en los orígenes del populismo democrático moderno, evidentemente su vasta investigación abarca mucho más. Se trata de una excelente síntesis histórica de los dos mandatos presidenciales con el Partido Republicano (Grand Old Party) de Theodore Roosevelt (1901-1905, 1905-1909), y el único de su sucesor William H. Taft (1909-1912), así como el tercer intento (frustrado) del primero con un tercer partido anti-Establishment, el Partido Nacional Progresista (Bull Moose Party) en la campaña de 1912.
TR se consideraba el legítimo heredero de dos linajes ideológicos americanos: el fundador de la nación, federalista, de Alexander Hamilton, y el consolidador de la democracia, republicano, de Abraham Lincoln. El secretario privado de éste, John Hay, será incorporado como Secretario de Estado en la administración Roosevelt y hay rasgo muy lincolniano en el concepto moralizante del Bull Pulpit. Pero a principios del siglo XX el ideario político de Lincoln, tras el largo periodo de la Reconstrucción que sigue a la Guerra Civil, con una prolongada hegemonía republicana, se había deteriorado por los efectos de la partitocracia y la corrupción inducida desde Wall Street. El ideario lincolniano contenía una corriente populista democrática genuina (Main Street vs. Wall Street) que será reactivada por TR en su afán regenerador y progresista, tanto desde dentro (durante su presidencia) como desde fuera del GOP, en su aventura populista –un poco impregnada de la idea de justicia social- que se inicia con el New Nationalism (1910) y culmina en la campaña del National Progressive Party (1912). El concepto de «justicia social», antes de su apropiación por las diversas doctrinas socialistas, comunistas o fascistas, había sido propuesto (a mi juicio, un poco confusamente) por el liberal John Stuart Mill (al que quizás leyó Lincoln) y por el papa Leon XIII (al que quizás leyó TR).
Es curioso que esa veta populista y hasta cierto punto voluntarista de Lincoln y TR haya sido aprovechada recientemente en la campaña de 2008 por Barack Obama, que invocó a ambos en diferentes momentos (utilizará el eslógan «Yes, We Can» inspirado en el de Lincoln en 1856 «We Can Do It», cuando aspiraba a unir fuerzas contra la esclavitud bajo el liderazgo del nuevo Partido Republicano, y asimismo se referirá al «New Nationalism» de TR, para justificar sus proyectos estatistas y colectivistas). Pero ni Lincoln ni TR eran propiamente estatistas, y mucho menos colectivistas. Ambos eran federalistas, profundamente respetuosos de la filosofía individualista, humanista (cristiana), liberal y democrática que subyacía en la Declaración de Independencia y la Constitución americanas. Ambos, a diferencia del relativista y multiculturalista Obama, creían sinceramente en el «Melting Pot». Es decir, partidarios de un populismo reformista, optimista («sweet» lo ha calificado el profesor Ted McAllister; yo prefiero calificarlo amable) que en tiempos recientes ha representado Ronald Reagan en su afortunada síntesis suprapartidista de firmeza moral, sentido común y enérgico liderazgo en defensa de la Constitución, de un renovado federalismo y de la cultura democrática liberal americana, frente a las izquierdas, el multiculturalismo y sus derivas confederalistas en la línea del maestro de Obama en Harvard, el profesor de Derecho Constitucional Laurence Tribe.
El libro de Emily Arnold McCully sobre Ida M. Tarbell, publicado por una colección especial para jóvenes lectores, es una biografía correcta e interesante, aunque probablemente la personalidad biografiada merezca un estudio más profundo y académico. La Trabell fue una mujer extraordinaria en su época, seguramente la primera gran profesional femenina del periodismo americano y destacada dirigente del grupo de los «muckrakers». Residente desde la infancia en una región petrolera del Oeste de Pennsilvania, controlada por la empresa de John Rockefeller, desde muy temprano en su carrera profesional su experiencia personal y sensibilidad sobre el tema le llevó a investigar las prácticas monopolistas ilegales del famoso imperio petrolero.
Coincidiendo con la agenda anti-monopolista de TR, al que siempre mostró una leal admiración (véase su serie de ensayos «Roosevelt vs. Rockefeller» en American Magazine, entre Diciembre de 1907 y Febrero de 1908), sus investigaciones proporcionaron información y argumentos a la política populista y acciones judiciales del presidente.Paralelamente a su obra de periodismo de investigación y denuncia de los monopolios Rockefeller y otros, mostró también un acusado interés por el liderazgo político de corte autoritario, como muestran sus ensayos y libros sobre Napoleón, Lincoln (como Comandante en Jefe durante la Guerra Civil), el propio Roosevelt y, casi al final de su carrera periodística -como corresponsal en Italia-, sobre Mussolini («The Greatest Story in the World Today», serie de artículos en MCall´s Magazine, entre Noviembre de 1926 y Febrero de 1927). Probablemente vió o imaginó en el líder fascista («un Roosevelt latino» proclamó The New York Times) un proyecto político finalmente realizado, que en el caso del americano TR había quedado interrumpido.
Otros colegas suyos del grupo de los «muckraker», notoriamente Lincoln Steffens, evolucionaron hacia posiciones de empatía ideológica con otras formas de estatismo y colectivismo socialista (aunque Mussolini, ex dirigente del PSI, inicialmente también había definido el fascismo como un socialismo nacional), pero en una dirección claramente internacionalista. Steffens, incluso, culminaría su evolución en una patética fascinación por el comunismo soviético bajo Stalin, escribiendo tras su visita a la URSS su famosa frase: «He visto el futuro… ¡Y funciona!».
Los orígenes del moderno populismo democrático –liberal y constitucional- se pueden identificar y localizar en el verano de 1910, cuando el ya ex presidente TR, en un coche privado de ferrocarril procurado por la revista The Outlook, llevó a cabo un tour de discursos por dieciséis estados, incluidos los tradicionales del populismo, Minnesota, las Dakotas, Nebraska y Kansas. El 31 de Agosto en Osawatomie, Kansas, Roosevelt pronunciará el discurso más radical de su vida, situándose en la primera línea de las fuerzas insurgentes, con el título «El Nuevo Nacionalismo», incorporando algunas ideas de intelectuales como Gifford Pinchot, William Allen White y Herbert Croly. Reavivando asimismo algunos conceptos de su admirado héroe Lincoln («a New Nation, conceived in Liberty» del discurso de Gettysburg), proclamó: «The New Nationalism puts the national need before sectional or personal advantage (…) the executive power as the steward of the public welfare.» Mientras seguía defendiendo «The Square Deal» de su presidencia, el simple «fair play» ya no era suficiente y se precisaba un cambio en las reglas del juego para una más substancial igualdad de oportunidades. Para las nuevas generaciones, la lucha por las libertades demandaba «the popular rule against the special interests (…) thought every special interest is entitled to justice» (cit. por Goodwin, 643-644). Jaleado por los críticos progresistas en toda la prensa nacional, los conservadores alertaron con cierto recelo acerca de «este nuevo Napoleón» que amenazaba con destruir la constitucional separación de poderes (Goodwin, 645). Su admiradora Ida Tarbell (admiradora también de Napoleón), sin embargo, interpretaría positivamente el estilo «bonapartista» del coronel Roosevelt, llegando a intuir en su nueva plataforma y movimiento un precedente de lo que será el fascismo de Mussolini (a quien una década más tarde otro escritor muckraker, Isaac F. Marcosson, en The New York Times definirá con admiración «el Roosevelt latino»). Tarbell en su serie de los años veinte sobre Mussolini, se limitará a decir que el italiano «completó» el proyecto inicial de TR (McCully, 215-218).
Algunos críticos hoy (Jonah Goldberg, Glenn Beck, los libertarios…), en efecto, insinúan que TR fue un precursor del «fascismo progresista» («Liberal Fascism»), en mi opinión una hipótesis un poco exagerada, aunque es una percepción alimentada por la interpretación que en algún momento Obama ha hecho, inexacta pero interesadamente, con un sesgo socialdemócrata, del rooseveltiano Nuevo Nacionalismo.
Pese a la retórica abrasiva y las fundadas críticas a la partitocracia, a la oligarquía y a los monopolios, y asimismo algunas invectivas contra el poder judicial (que equivocadamente a mi juicio quiso someter al procedimiento del «recall» popular), lo cierto es que TR nunca vulneró la Constitución liberal ni justificó ninguna dictadura. Siempre afirmó y defendió los derechos inalienables de los individuos, incluida la propiedad privada, aunque invocó con frecuencia –como la propia Iglesia Católica- la «justicia social». Sin embargo fue un enemigo absoluto del nihilismo y del ateísmo, del anarquismo y del socialismo (del comunismo llegó entrever su dimensión totalitaria, antes de su muerte el 6 de Enero de 1919). Tras experimentar sus ideas populistas en la aventura del Bull Mouse Party en las elecciones de 1912 (en las que en gran medida personalmente impulsó la extensión del proceso democratizador mediante las elecciones primarias en media docena de Estados), desde 1914 inició su retorno gradual al redil republicano, naturalmente sin renunciar nunca a su voz crítica e independiente contra las perversiones y corrupciones del Establishment.
Los populistas realmente liberal-conservadores que jalonan la historia política norteamericana hasta el presente Tea Party (los casos de Huey Long, Henry Wallace, George Wallace, Ralph Nader, e incluso Ross Perot, han sido más bien satélites, aunque críticos, del Partido Demócrata al que en última instancia beneficiaron) mayoritariamente han comprendido también que, en términos prácticos, conviene mantener electoralmente, como «mayoría concurrente», la gran coalición del GOP (Partido Republicano) que facilitó las victorias de Ronald Reagan, y alguna excepción notable y equivocada como la de Pat Buchanan en las presidenciales del año 2000, tras intentar una candidatura independiente frente al bipartidismo, volvería -como Teddy Roosevelt- al seno del republicanismo.
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