posteriormente diplomático (en Madrid, por cierto), culminando su carrera como secretario de Estado durante las administraciones republicanas de W. McKinley y T. Roosevelt. Es interesante, y ello nos remite al libro de Yuval Levin sobre Edmund Burke y Thomas Paine, que en la obra estándar, clásica y voluminosa de Henry Adams como historiador, History of the United States (9 vols., Charles Scribner’s Sons, New York, 1889-91), que abarca las administraciones de Jefferson y de Madison, el nombre de Paine aparece en la primera, pero no en la segunda (History of the United States of America during the Administrations of Thomas Jefferson, The Library of America, New York, 1986, 1.308 páginas: Paine citado en las páginas 215-217 y 222-223), mientras el de Burke está ausente en la primera y solo se menciona de pasada en la segunda (History of the United Stated of America during the Administrations of James Madison, The Library of America, New York, 1986, 1.436 páginas: Burke citado en la página 1.318). Merece reproducirse esta referencia, que por cierto no se refleja en el Index, cuando Adams hace un balance de la cultura americana a la altura de 1817: «Johnson and Burke were still received in America as final authorities for correct opinion in morals, literature, and politics. The Potfolio regarded Johnson not only as a superlative moralist and politician, but also as a sublime critic and a transcendent poet. Burke and Cicero stood on the same level, as masters before whose authority criticism must silently bow.» En la generación de los Padres Fundadores probablemente Thomas Jefferson era lo más parecido a un Thomas Paine, aunque se moderaría progresivamente, y James Madison a un Edmund Burke, aunque se radicalizaría un poco con el tiempo (y por influencia de Jefferson). En ese sentido, John Quincy Adams será una síntesis casi perfecta que enlaza con la propia sensibilidad política de su nieto Henry Adams.El objeto de la obra de Levin -esto es, la famosa controversia ideológica Burke-Paine en Gran Bretaña sobre la revolución francesa- tiene precedentes en diversos autores como Ray Browne (1963), Robert Dishman (1971), Marilyn Butler (1984), John Turner (1989), Christopher Evans (2006) y Gregory Claeys (2007), pero en la suya el debate tiene el acierto de proyectarse al otro lado del Atlántico en la revolución americana y la evolución del liberalismo en aquellas latitudes. Su análisis consigue un equilibrio ejemplar, aunque el autor no oculte su personal sesgo liberal conservador. La literatura académica específica sobre cada uno de los dos pensadores es considerable, pero yo destacaría sobre todo la referida a Burke (Ayling, Baumann, Bisset, Browne, Canavan, Chapman, Cobban, Cone, Conniff, Copeland, Courtney, Crowe, Dreyer, Fasel, Fidler& Welsh, Freeman, Frohnen, Hampsher-Monk, Hoffman, Lock, MacCunn, Macpherson, McCue, Murphey, Newman, O’Brien, O’Gorman, Osborn, Pappin, Parkin, Stanlis, Taylor-Wilkins, Welsh…), subrayando asimismo los trabajos de algunos iconos del conservadurismo americano como Russell Kirk, Leo Strauss y Harvey Mansfield. Sin embargo, más recientemente, hay que señalar que el pensamiento radical de Paine ha merecido la atención de notorios académicos y escritores radicales: Harvey Kaye (2000), John Keane (2003), Eric Foner (2005), Creig Nelson (2006), Vikki Vickers (2006), Christopher Hitchens (2007), y Mark Philip (2007).
Es una paradoja muy americana, insinúa Levin, que a un presidente conservador como Reagan le gustara citar a Paine y a Jefferson, mientras que el más progresista, por no decir radical, Obama haya mostrado en algún momento admiración por Burke y Hamilton. Burke y Hamilton fueron los primeros entre sus contemporáneos en descalificar la revolución en Francia por el Terror desde una perspectiva comparada, respectivamente, de las revoluciones inglesa y americana. La filosofía política Whig de Burke se encarnará en la ideología del partido Federalista de Hamilton, que al fragmentarse y extinguirse tras la muerte del joven líder, y antes de su re-encarnación definitiva como partido Republicano de Lincoln, adoptaría la denominación precisamente de partido Whig. No menos paradójica es la anécdota sobre la autoría de la frase «El precio de la libertad es la eterna vigilancia», que algunos atribuyen a Jefferson, pero que parece deberse al irlandés John Philpot Curran (en un discurso en Dublín en 1790), aunque hay quien mantiene que el autor, en la misma fecha, era otro irlandés: Edmund Burke.La nueva y extensa biografía por Kaplan de John Quincy Adams, sexto presidente constitucional de los Estados Unidos, va a ser por mucho tiempo una obra estándar, aunque no haya desplazado a la ya distante en el tiempo, en dos volúmenes, de Samuel Flagg Bemis (1949 y 1956), y en ciertos aspectos sigan siendo asimismo imprescindibles las de Paul C. Nagel (1999) y de Lynn H. Parsons (1999). Por el contrario, las de Marie B. Hecht (1972), James E. Lewis (2001), Robert V. Remini (2002), y Gary V. Wood (2004) quedan sin duda superadas.John Quincy Adams no solo fue, como su padre John Adams, un intelectual sobresaliente en su época, sino que encarnó perfectamente, como político y estadista, la síntesis de las dos tradiciones del liberalismo americano, la progresista y la conservadora. En ese aspecto, fue la expresión genuina del excepcionalismo liberal de aquella cultura política. Sus propios nietos, Henry y Brooks Adams, hermanos e historiadores ambos, discutieron con cierto acaloramiento algunos aspectos menos favorables de su legado. Henry, el más crítico y riguroso, se negó a dulcificar su biografía ocultando la responsabilidad personal de su aceptación pasiva y políticamente oportunista de la esclavitud durante el periodo en que colaboró con la dinastía virginiana de los demócratas, tras la presidencia de Jefferson, es decir, durante las administraciones de Madison y Monroe. Del primero sería embajador en Europa (en Rusia entre 1809-14, y en Inglaterra entre 1814-17), y del segundo secretario de Estado (1817-1825).Destaca Kaplan la enorme experiencia internacional del personaje, lo cual le serviría sin duda en su maestría diplomática. Según muchos de sus biográfos fue el mejor secretario de Estado (mejor que Presidente) de toda la historia de los Estados Unidos. Tras sus primeras misiones diplomáticas, casi adolescente, en los Paises Bajos, en Portugal y en Prusia, durante las administraciones de Washington y de su padre, las embajadas antes mencionadas, durante las administraciones de Madison y de Monroe, le cualificarían para protagonizar los importantísimos tratados de Ghent (con Inglaterra) y Adams-Onís (con España), para culminar en la redacción, ya como secretario de Estado, de la famosa Doctrina Monroe (1823).
Tras una presidencia poco relevante (1825-29), John Quincy Adams asumirá el rol de representante sucesivo de varios distritos de Massachusetts en la cámara popular del Congreso, convirtiéndose en némesis del poder esclavista y abogado incondicional de la libertad de expresión. Es el momento de su transformación en el liberal progresista, con cierta arrogancia moral que anticipa el prototipo «buenista», tal como refleja esta cita de su diario: «I would, by the irresistible power of genius and the irrepressible energy of will and the favor of Almighty God, have banished war and slavery from the face of the earth forever.»Pero John Quincy Adams, aparte de sus méritos políticos y su sincera aunque excéntrica adhesión a la democracia, sobre todo encarnará el arquetipo del intelectual liberal, cosmopolita y elitista (con etapa de profesor en Harvard incluida) que su nieto Henry Adams elevará a la perfección. Siegel cita unas palabras pertinentes de Lionel Trilling: «The Education of Henry Adams was a sacred book…despite, or because of, its hieratic esoteric irony and its reiterated note of patrician condescension», para reafirmar su tesis de que el epígono de la famosa dinastía fundamentó la alienación del intelectual respecto a la vida americana, en el resentimiento que el hombre selecto – el «liberal» del siglo XX- siente cuando es insuficientemente valorado por el hombre común.La obra de Fred Siegel tiene un título de resonancias orteguianas, título literal por cierto que ya había empleado anteriormente Aaron Wildavsky en un libro suyo (Basic Books, New York, 1971), y similar a otro de Christopher Lasch (Norton, New York, 1995), en que se hacían sendas críticas políticas y culturales al liberalismo moderno norteamericano. En realidad era un tema insinuado desde los años cincuenta por un célebre orteguiano, William F. Buckley Jr., que aspiraba a escribir algún día –pero nunca lo hizo- una continuación o nueva versión del famoso ensayo del filósofo madrileño (que al publicarse en inglés con el título The Revolt of the Masses tuvo un enorme impacto en la intelectualidad liberal-conservadora norteamericana). Quien sí haría la crítica cultural y política definitiva del liberalismo y del elitismo progresista en los Estados Unidos, a mi juicio brillantemente, fue un maestro de Buckley (y de Ronald Reagan), James Burnham, en su libro hoy casi olvidado, Suicide of the West: An Essay on the Meaning and Destiny of Liberalism (John Day, New York, 1964). Significativamente Siegel no cita a Burnham (ni a Wildavsky, aunque sí de pasada a Lasch, a Buckley y a Ortega).Siegel narra la interesante genealogía de este nuevo liberalismo en intelectuales de la primera mitad del siglo XX, paradójicamente como reacción a la presidencia de Woodrow Wilson: H. L. Mencken, Herbert Croly, Sinclair Lewis, o Harold Stearns (autor éste de una obra seminal en 1919 titulada precisamente Liberalism in America). Pero tal percepción crea cierta confusión con ciertos nombres como Mencken y Lewis, que realmente representan un individualismo literario y libertario muy diferente al carácter estatista y eventualmente colectivista de lo que, precisamente a partir de Wilson, va a caracterizar el típico liberalismo del partido demócrata renacido sobre las cenizas de la Guerra Civil, que alcanzará sus momentos estelares en las administraciones de
Franklin D. Roosevelt (The New Deal), de Lyndon B. Johnson (The Great Society), y sobre todo con el delirio socialdemócrata de Barack H. Obama en los albores del siglo XXI.Las tres obras que comentamos ofrecen una adecuada ilustración, en los personajes cuyo pensamiento político analizan, de la génesis y tres diferentes momentos en la evolución de lo que Alexis de Tocqueville caracterizaría como excepcionalismo de la cultura política americana, y en concreto, de su ideología liberal como tradición única, cuyo linaje británico –muy distinto del continental europeo- pronto adquirirá, tras 1776, una originalidad propia. La obra académica más rigurosa y sistemática sobre la genealogía del liberalismo anglicano y norteamericano, en contraste con el galicano y europeo continental sigue siendo, en mi opinión, The Constitution of Liberty de Friedrich A. Hayek, publicada en 1960 (Edición definitiva: The Constitution of Liberty, Vol. XVII, The Collected Works of F. A. Hayek, edited by Ronald Hamowy, The University of Chicago Press, Chicago, 2011, xii + 583 páginas. La versión española, Los Fundamentos de la Libertad, traducción de José Vicente Torrente, originalmente publicada por Fomento de la Cultura, Valencia, 1961, ha sido objeto de sucesivas reediciones, siendo la última por Unión Editorial, Madrid, 2013).Por cierto, ¿se puede escribir sobre el liberalismo americano en una perspectiva comparada sin citar a Hayek, como es el caso de este autor? Incluso cuando dedica un capítulo final, a modo de conclusión, «John Stuart Mill and the Clerisy», en el que explora las incongruencias del filósofo utilitarista y la posible influencia en Obama, debería haber consultado al menos la monografía de Hayek sobre el personaje (John Stuart Mill and Harriet Taylor, Chicago, 1951), y la revisión con los matices definitivos añadidos al análisis de su obra y pensamiento (esencial, por ejemplo, la crítica a Mill como autor de los conceptos modernos de «justicia social» y de «Estado social», recursos fáciles y falaces del liberalismo progresista) en algunos textos últimos del gran economista y filósofo social austríaco (Law, Legislation, and Liberty, vol. 2, Chicago, 1976).No obstante, en el capítulo 17 («Conclusion: Obama Versus Main Street») Siegel admite el contraste entre un Sinclair Lewis, autor de It Can’t Happen Here (1935), sátira del totalitarismo fascista-nazi-comunista, y los liberales como Paul Krugman y Anthony Lewis que aplaudirían el diagnóstico proto-fascista del asimismo liberal Joe Conason en su obra It Can Happen Here: Authoritarian Peril in the Age of Bush (2007). El autor inteligentemente sostiene: «Liberalism, which began as a literary construct in the wake of World War I, reached its political apex with the election of Barack Obama (…) Liberalism has been the most successful of the turn-of-the century vanguard movements. Its rivals have all fallen. Fascism, reincarnated in the Arab world after WWII, has given way to Islamism. An anarchic version of Communism, though still attracts campus crowds and Occupy protesters, isn’t taken seriously outside the halls of academe. Of the early-twentieth-century isms, only a bureaucratized version of social democracy and liberalism remain.» Y en un Postscript, tras constatar que la administración Obama ha utilizado contra la libertad de prensa el Acta de Espionaje (1917) del presidente Wilson el doble de veces que todos
sus predecesores juntos, comenta: «Then as now liberalism can swivel from anti-authoritarian to authoritarian modes depending on who is dispensing the rules».
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