La razón histórica de la Constitución Española de 1978

PREÁMBULO
1.- Ocasión y método
Que la política sirva para quelos odios no sean eternosTucídides
Una de las virtudes del tiempo consiste en poner a cada uno en su sitio. Lo que no aclara tan sabia máxima es cuánto se necesita en España para ello. Setenta y ocho años atrás, más de tres cuartos de un siglo, advino la segunda República de nuestra historia, que nos llevó directa y vertiginosamente a una guerra civil y setenta han pasado desde que terminara la mayor tragedia colectiva que este país ha sufrido después de la «pérdida de las Españas» en el 711. Sin embargo, mediada la última década de la pasada centuria, reverdeció la polémica, so capa de la «memoria histórica», singular sintagma cuyo análisis aquí resultaría impertinente e inoportuno. Importa poco en este lugar quién fuera su autor y cuáles sus finalidades a corto y a largo plazo. Lo único destacable es que se trata de otra versión maniquea de la historia de la guerra civil pero contada esta vez desde la perspectiva opuesta, la de los vencidos, con una distinta banda sonora y con muchos más años entre lo acontecido y sus cronistas actuales. En este caldo de cultivo fermentarían dos productos de nuestras Cortes Generales: la Ley 24/2006, sobre declaración de éste como Año de la Memoria Histórica y la Ley 52/2007 , de 26 de diciembre, consecuencia de aquella que fueron iniciativa de Izquierda Unida bajo cuyo título se refugiaron la hoz y el martillo después del fracaso histórico de la Unión Soviética y sus satélites, y que en el Congreso tenía entonces cinco diputados, reducidos hoy en día a dos. Por su parte, la Generalidad de Cataluña ha promulgado la Ley 10/2009 sobre la localización e identificación de las personas desaparecidas durante la guerra civil y la dictadura franquista y la dignificación de las fosas comunes, con un contenido más concreto y un largo preámbulo más ponderado. En esta ocasión el impulso vino de Ezquerra Republicana, integrante del «tripartito» o coalición gobernante allí. Como en otros tiempos cierto sector del partido socialista sigue intoxicado por su fermento marxista, que lo llevó a la desmembración y el partido comunista reparte impávido credenciales de democracia (popular, por supuesto) a quien los necesite.
En definitiva, la memoria histórica es inyectada en vena por grupos antisistema y asimilada por los sempiternos compañeros de viaje
Pues bien, el propósito de escribir algo sobre la Constitución de 1978 parecía natural en la coyuntura de su trigésimo aniversario, pero el tema concreto me lo sugirieron las dos leyes arriba mencionadas, donde se hacen afirmaciones que, con delicadeza, pueden calificarse como desafortunadas, impertinentes e inoportunas, e incluso peligrosas socialmente por recrear un ambiente «guerracivilista», intentando otra vez partir a España por gala en dos sin demasiado éxito pero con evidentes ganas. No se tiene en pie la arrogante afirmación de que quienes lucharon en el bando republicano entre 1936 y 1939 o quienes pretendieron entrar por el Valle de Arán en 1945 para reanudar la guerra civil, socialistas, comunistas y anarquistas «hicieron posible el régimen instaurado en la Constitución de 1978». Canonizar como apóstoles, con perdón, de la democracia a Francisco Largo Caballero, Dolores Ibárruri «La Pasionaria», Santiago Carrillo, Margarita Nelken, Lluis Companys, Federica Montseny o Buenaventura Durruti, entre otros muchos, no sólo falsea la verdad histórica a costa de la desmemoria e incluso de la amnesia, sino que convierte en modelos a quienes en vez de servir a la República se sirvieron de ella y en más de un caso la apuñalaron por la espalda, agraviando a los que realmente creyeron en la democracia invocada en el primer renglón de la Constitución de 1931 como Clara Campoamor, Salvador de Madariaga, Julián Besteiro o Claudio Sánchez Albornoz y también de paso a los españoles que la trajeron de verdad en 1978, para cerrar las heridas abiertas por el odio. Los comunistas, parafraseando a Borges, no lucharon nunca por el pueblo español sino por Stalin. Ellos y muchos que les seguían, provocaron deliberadamente un pronunciamiento militar que, en su imaginación, sería barrido con facilidad por una huelga general revolucionaria y con ese planteamiento demencial hicieron inevitable la guerra civil, que además no supieron ganar, frenando así la normal evolución democrática de España durante casi medio siglo.
Conviene a la ocasión proclamar en voz alta y clara que quienes construyeron España día a día, año a año, desde 1939 a 1978 fueron los veinticinco millones de españoles que aquí quedaron, unos vencedores, otros vencidos y los más víctimas de ambos bandos, aislados del mundo por otra guerra más salvaje todavía, y que luego sin páramos ni túneles, haciendo frente a la adversidad con valor y alegría de vivir, transformaron este país en otro muy distinto con su trabajo dentro o fuera, o en la nueva Europa como emigrantes. Convertidos en cuarenta millones con un nivel de vida nunca conocido, una clase media muy extendida y una formación cultural como nunca la habían tenido, erradicado el analfabetismo y escolarizada la población infantil al completo, supieron bordar ese encaje de bolillos que fue la Transición, con mayúscula, alabada por propios y extraños y que ha sido imitada en otras latitudes, impulsada por el Rey para instaurar por primera vez en España un sistema democrático sólido, profundo y duradero, del cual podemos enorgullecernos tanto como nos debe avergonzar a todos la guerra. Se dio la circunstancia increíble por su ejemplaridad sin parangón de que Juan Carlos de Borbón, que había recibido todos los poderes de un autócrata en 1975, los devolvió íntegros al pueblo español restituyéndole su soberanía y pasando a ser un ciudadano más en su puesto de Rey, con una lealtad constitucional no superada por nadie, repito, por nadie.
Es normal que en 1978, cuando se abrió la fase constituyente de la nueva Monarquía, se utilizaran para la confección del texto constitucional que estaba en el horno muchos materiales de diversa procedencia. Son conocidas las influencias de otras Constituciones de nuestro entorno y también están identificados los ingredientes teóricos, pero sin menguar su importancia la tiene mayor su razón histórica en el estricto sentido orteguiano. La hipótesis de trabajo de la cual arranca esta investigación puede ser resumida en no muchas palabras. A mi parecer, la sociedad española a partir del 22 de noviembre de 1975 y las fuerzas políticas en que se canalizaban sus tendencias, coincidían en un mismo propósito, evitar los errores del pasado, para construir un sistema democrático «real» por más de una acepción y evitar a cualquier precio una nueva confrontación violenta. A ese efecto, había que recordar para no tropezar de nuevo pero sin utilizar los cascotes de la memoria para apedrearse con ellos. Ni olvido ni resentimiento, ni piedad ni perdón. Sólo paz. Simplemente comprensión del otro con la vista puesta en el futuro. La política, como aconsejaba Tucídides, había de servir para que el odio no fuera eterno. Tal actitud marcaba ya en sí misma una gran distancia con la existente en 1931.
El punto de partida de este análisis no es otro, pues, que el preámbulo de la ley sobre la memoria histórica en cuanto sostiene que la Constitución de 1976 trae causa de la republicana de 1931 , tesis que no comparto. La hipótesis de trabajo se sitúa en la orilla opuesta y puede enunciarse con no muchas palabras. La Constitución Española de 1978 no trae causa de su predecesora de 1931 en nada importante, aun cuando en lo accesorio pueda coincidir con ella como también con otros textos constitucionales anteriores e incluso con preceptos concretos de las Leyes Fundamentales del Régimen periclitado en 1975. La Constitución vigente, producto de la Transición y obra del consenso, tomó ejemplo de la republicana precisamente para no incurrir en sus errores de concepto y corregir las deformaciones del sistema en su aplicación, en suma para no repetirla. Dicho aún con más claridad: no enlaza positivamente con su antecesora para seguir su orientación y perfeccionarla, sino negándola de la cruz a la fecha. Los constituyentes de 1978 no se sintieron herederos y ni siquiera legatarios de lo hecho a partir de 1931, sino que deliberadamente actuaron teniendo presente, muy presente en sus afanes, la Constitución anterior, como el modelo a no imitar, indeseable por fracasado, «ejemplar» tan sólo en la acepción que utilizó Cervantes para titular sus novelas. La causa profunda resulta obvia. La nueva Constitución se proyectaba para la convivencia, para trabajar y vivir juntos felizmente bajo ella con libertad, el mayor bien del hombre en paz y en gracia de Dios, como ha venido ocurriendo en estos treinta años de su vigencia. Su estrella polar no podía ser la de aquella que, como el resplandor fugaz de una bengala –cinco años en la historia son apenas un segundo-, condujo inexorablemente a una «guerra de exterminio» –como la predicaron Indalecio Prieto o Dolores Ibárruri, La Pasionaria- que duró mil días, tres años menos un trimestre, prolongada casi dos de ellos por la tenacidad de Juan Negrín, «resistir es vencer».
Uno de los primeros en negar esta vinculación entre la República de ayer y la Monarquía de hoy sería José Luis Álvarez, ministro con la Unión de Centro Democrático en alguno de los Gobiernos de Adolfo Suárez. «Cuando el presidente del Gobierno ha afirmado que hay que tomar como ejemplo o punto de partida el año 1931 en vez de 1978, se produce un gravísimo retroceso que pretende volver, no la vista, sino la vida atrás, lo que además de un error es un imposible». Ahora bien, desde una perspectiva estrictamente académica, ha sido el profesor Bullón de Mendoza quien ha dejado explícito el rechazo de «una de las ideas fundamentales de la Ley 24/2006, en cuya virtud «la actual democracia española y su Constitución son herencia de la Segunda República, lo cual es ciertamente peregrino, pues la transición política española, verificada conforme» a la «cláusula de reforma» que contenían las Leyes Fundamentales del régimen prericlitado, como avisó Antonio Garrigues Ministro de Justicia , significó el fracaso de «la opción rupturista, planteada por la izquierda, se vió rechazada por la inmensa mayoría de los españoles, que dieron su voto afirmativo en el referéndum para la reforma política celebrado el 15 de diciembre de 1976. Por lo que a la Constitución se refiere, la principal impronta que ha tenido la elaborada en 1931 es la de servir de modelo de cómo no debía hacerse. En 1931 socialistas y republicanos de izquierda elaboraron un código impuesto al resto de la Cámara y en el que de manera explícita no se buscó el consenso. «La Constitución de 1978, por el contrario, fue una Constitución de consenso, en cuya redacción se buscó expresamente que cualquier fuerza política significativa del país pudiera gobernar con ella sin sentirse incómoda».
La experiencia de aquellos años fue tan dolorosa y la implosión de la República tan trágica, dejó tales heridas tan mal cicatrizadas, que en la mente de todos quienes sufrimos aquella ola de vandalismo, aunque fuéramos niños entonces, llevábamos grabada una idea fija: todo menos repetir el pasado, todo menos otro enfrentamiento de una media España con la otra, porque sólo hay una pero divididas en dos, como la Galia de César. Precisamente por esa partición, al parecer invisible para Azaña y para otros muchos incluso en nuestros días, esta Constitución, la nuestra, fue en su momento la resultante de un equilibrio de fuerzas entre dos opuestos extremos, el «continuísmo» de la extrema derecha, el «búnker» residual de lo que el viento se estaba llevando y la «ruptura» preconizada por la extrema izquierda, equilibrio que facilitó el predominio de las respectivas mayorías moderadas de ambas tendencias y propició su encuentro. No hubo olvido sino memoria viva de lo sucedido antaño, pero tampoco hubo reproches de patio de vecindad. La Transición, con mayúscula la capitular, fue también una transacción, no un cambalache, con un nombre nuevo, el «consenso», técnica de armonización muy antigua pero bautizada así en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con ocasión de la guerra de Corea. No hubo tampoco miedo sino prudencia, la gran virtud política, consistente en la adecuación a las circunstancias de lugar y de tiempo. En su dimensión racional fue un ejercicio de comprensión y de empatía, un resplandor de la inteligencia y en su vertiente ética, de generosidad o por qué no, de bondad. Consiguió así, como punto de convergencia de las dos versiones complementarias, más que contrapuestas, de España, que en ella, la única, se refundieron las sectarias.
Pues bien, para mostrar a quien me lea que la tesis se sostiene con los pies en la tierra he seleccionado una serie de aspectos que componen un abanico suficientemente expresivo. No solamente la forma de Gobierno sino también los símbolos, la concepción y la realidad de los derechos y libertades, enfocando de éstas la religiosa, la educativa y la de expresión, el procedimiento electoral, las Cortes y su funcionamiento, la disolución y suspensión, la inviolabilidad, la inmunidad de los diputados y el referéndum, el régimen parlamentario y la Jefatura del Estado, la Justicia y el Tribunal de Garantías Constitucionales. Quizá hubiera podido añadir algún otro de menor fuste, pero como no he tratado de agotar el tema sino de esbozarlo con sus trazos más visibles, margen queda para que los otros profundicen si les atrae la cuestión. Metodológicamente he contrapuesto no sólo los preceptos constitucionales de entonces y de ahora sobre una misma institución sino las conductas de los protagonistas para su aplicación, la letra viva. Por ello y para ello he recogido los hechos y, en cierto modo como tales, las palabras de quienes la vivieron en distintos niveles, con papeles también diferentes y perspectivas muy personales. En principio he utilizado los testimonios de los contemporáneos o, más bien, coetáneos en un neologismo de Ortega, que lo era, muchos de ellos proféticos, casi todos más sinceros y auténticos, más objetivos respecto de los otros que cuanto ahora se escribe con fines de propaganda y no de hacer historia, aun cuando las aportaciones de los historiadores actuales cuando lo merecen, hayan sido utilizadas al máximo. Por eso utilizo los comentarios de Nicolás Pérez Serrano y Carlos Ruiz del Castillo, el Diario de Sesiones del Congreso y las voces de Niceto Alcalá Zamora, Manuel Azaña, Joaquín Chapaprieta, Alejandro Lerroux, José María Gil Robles Manuel Grossi, Salvador de Madariaga, Miguel Maura, Indalecio Prieto, Rafael Salazar Alonso o Julián Zugazagoitia y tantos otros. La «memoria histórica» ha tenido al menos una virtud, despertar el principio de contradicción, imprescindible para un juicio con todas las garantías no sólo en los estrados judiciales sino en las tarimas académicas. La beatificación de los vencedores provocó el análisis crítico de los vencidos cuyo endiosamiento ahora ha traído el descubrimiento de sus errores y de sus carencias, sobre todo la de ese espíritu democrático del que tanto blasonan algunas poderosas plumas que no les corrresponde. Los vencedores de la guerra civil impusieron su visión unilateral durante cuarenta años y en estos treinta siguientes los vencidos han resistido tenazmente la tentación de la objetividad, más exigible cuanto más tiempo nos separe de aquella época, sobre todo cuando se escribe en el ambiente propio de un sistema democrático, cuya característica es la racionalidad y no las adhesiones inquebrantables. Como nunca las he practicado, nunca repito, yo he pretendido aquí y ahora explicarme a mí mismo la razón histórica de la nueva Constitución y compartir mis hallazgos, si los hubiere, con quienes son mis colegas y, al final, con quienes me lean. Sin más.
Cronológicamente esta narración comprende los ocho años que formalmente abarcó la República, aun cuando materialmente se hubiera quebrado primero con la insurrección armada socialista en 1934 y luego con el fracasado pronunciamiento militar del 18 de julio de 1936, la entrega de armamento a los sindicatos el 19 por Giral, presidente del Gobierno y la guerra civil. Así pues entre el 14 de abril de 1931 y el 1º de abril de 1939 se desarrollaron los acontecimientos cuyo análisis exige la comprobación de la hipótesis de trabajo que justifica el título de esta comunicación. La etapa bélica, con la confrontación en el campo de batalla, es significativa y trascendente como epílogo. La prueba del fuego mostró a las claras la deriva de la sedicente República hacia la anarquía y su secuestro por el Partido Comunista, teledirigido desde la Unión Soviética, con el pretexto de defender la República, señuelo que no mordieron las auténticas democracias, dejándola por ello sola a merced del bando sublevado no obstante el peligro de su acercamiento a la Italia fascista y al III Reich, en todo caso menor que Stalin, quien firmó con Hitler un Pacto de no agresión el 23 de agosto de 1939 dejándole las manos libres para invadir Polonia. Una semana después por el oeste mientras desde el este entraba el Ejército Rojo, guerra de agresión que provocó la mundial. La tendencia hacia la radicalización de las izquierdas, porque había varias, fue sembrada en la propia Constitución, desequilibrada y sectaria, y sólo podía desembocar en el predominio de la más extrema y además disciplinada, la marxista. Su filosofía de base era compartida por el Partido Socialista, un movimiento de masas, con un minúsculo Partido Comunista agazapado, al que dio alas la política suicida de Largo Caballero y que no tardaría en alzarse con el santo y la limosna. La consecuencia «dialéctica» no podía ser otra que el endurecimiento de las derechas, que también eran varias, y el nacimiento allí y entonces de los primeros grupos fascistas.
1. Dos actitudes ante un cambio histórico
El ser humano puede conseguir todo lo que se propongamenos evitar las consecuencias de sus actos.
Ahora bien, y para empezar, no dejaba de haber un cierto paralelismo en las dos coyunturas históricas. En 1931 la República se había proclamado en la calle, a pesar del revés electoral y en 1975 la Monarquía «instaurada» estaba ahí como un nuevo Régimen sin definir. Había un Rey pero también un Presidente del Gobierno «velis nolis» que, a su vez, heredaba la Jefatura Nacional del Movimiento. Se hacía necesario, en ambas situaciones una nueva configuración de la estructura política, pero siendo común este factor, la actitud para emprender la tarea resultó muy distinta, en realidad diametralmente opuesta. Juan Carlos I en la jura ante las Cortes el 22 de noviembre de 1975 se declaró espontáneamente rey de todos los españoles y el tiempo demostró que era sincero. Aunque haya alguna promesa semejante por parte del Gobierno provisional de la República, se quedó en mera retórica, desmentida por los hechos y hubo al contrario, muchas afirmaciones de que ésta era para los suyos y nada más, como habrá ocasión de comprobar. El resto de los ciudadanos resultaban huéspedes incómodos, peligrosos y dignos de toda sospecha. Así se prepararon las elecciones para las Cortes Constituyentes con una «ley electoral» cocinada para la ocasión y a la medida, con el fin de reforzar artificialmente la mayoría que previsiblemente habrían de conseguir los partidos de izquierda, reciente aún el entusiasmo inaugural del nuevo régimen y el desconcierto de los otros. Luego, el proyecto de Constitución se gestó en circuito cerrado, por quienes efectivamente habían ganado las elecciones . No se hizo así en la transición. La experiencia de aquella imposición por rodillo de una parte del articulado por la simple razón de una mayoría accidental en las Cortes constituyentes republicanas, fue tomada a su vez en consideración para establecer el procedimiento electoral y la composición pluralista de la ponencia que redactó la Constitución de 1978. De haberse acudido en 1931 al criterio consensuado que prevaleció a partir de 1976, otro hubiera sido el rumbo de España.
Al echar a andar el nuevo régimen, Azaña se había jactado públicamente de ser «sectario» y «radical», no un «liberal» y era tajante al afirmar que el constitucionalismo republicano debía interpretarse mediante reglas en esencia partidistas, con el fin de alcanzar sus objetivos. En realidad estas palabras imprudentes y agresivas, tristemente premonitorias no eran sino la versión parlamentaria de las que había pronunciado en el merendero madrileño de la Bombilla el año 1930 en un banquete de homenaje a la República de 1873. «Hay que contar con las izquierdas españolas todas, y nada más que con ellas». La República venidera «cobijará sin duda a todos los españoles; a todos les ofrecerá justicia y libertad, pero no será una monarquía sin rey. Tendrá que ser una República republicana, pensada por los republicanos» , no muchos en verdad, pues se ha dicho con cierta ironía que cabían todos en un taxi. Un régimen excluyente del cual se marginaba desde el principio a la mitad de los españoles, como todas las consultas electorales entonces y medio siglo después pondrían de manifiesto con el equilibrio de los votos. Hubo y hay una media España que se escora a la izquierda y otra que lo hace a la derecha, consiguiendo cualquiera de ellas según la ocasión, una mayoría coyuntural, siempre muy cerca del empate. Era ya tarde cuando el «hombre de la República» comprendió que tal criterio excluyente hacía inviable la consolidación de una República democrática En ocasiones, él mismo lo reconoció hasta dónde alcanzaban su soberbia y su arrogancia, pero era tal la fe en su capacidad de juicio que se convenció a sí mismo de su propia indispensabilidad. Su alergia a una democracia liberal tolerante y su preferencia por el extremismo ideológico y la polarización en bloques, coincidió con una movilización de masas que magnificó en gran medida las consecuencias del dogmatismo sectario e inflexible, sin lugar para la piedad o el perdón de los otros, ni opción para la paz. Cuando los principales prohombres de la República, sus protagonistas y voceros, infringían verbal y prácticamente las reglas del juego que ellos mismos habían establecido, el sistema no podía sobrevivir por mucho tiempo. Los ataques desde el interior a manos de sus partidarios fueron más peligrosos que los ataques de los desafectos y consiguieron unir a éstos en una reacción desesperada. No hay exageración alguna en lo dicho. Seguían vigentes las palabras de Amadeo I en su escrito de abdicación. Como ha observado Payne era más probable la bolchevización del país por el partido socialista que un golpe de Estado por la «Ceda» , que estuvo en posición de darlo y no lo hizo.
En algunas de las sesiones de las Cortes Constituyentes pudieron oírse palabras como las dichas por Álvaro de Albornoz, abogado asturiano, masón y miembro de Izquierda Republicana, a la sazón Ministro de Fomento, y que llegaría a presidir el Tribunal de Garantías Constitucionales:
Una constitución no puede ser nunca una transacción entre los partidos… No más abrazos de Vergara, no más pactos de El Pardo, no más transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y nuestras ideas. Si estos hombres creen que pueden hacer una guerra civil, que lo hagan; eso es lo moral, eso es lo fecundo».
Cinco años después le tomarían la palabra.
Por otra parte, la Constitución carecía de «auctóritas» para quienes la habían impuesto, que la veían como un artilugio montable y desmontable como el «mecano», juguete de la época. Así lo puso de manifiesto Azaña el 7 de enero de 1934 en un discurso en la plaza de toros de Barcelona, donde confesó una teoría subversiva de su relación con la Constitución, obra suya, en cuya virtud antes que ella «en el orden del tiempo y en el orden político moral… estaba la República, y por encima y antes que la República estaba el impulso soberano del pueblo que la creó». Una vuelta de rosca más le daría al concepto el 16 de abril: «por encima de la Constitución está la República y por encima de la República, la revolución» . Estas palabras no achacables al calor de la improvisación, dichas ante miles de espectadores enardecidos en un país con una cuarta parte de analfabetos y una desequilibrada estructura social, sólo podían producir estragos y eran una clara incitación a la violencia en boca del «hombre de la República», su apóstol entonces y hoy a quien pretenden convertir en su santo laico para cubrir las desnudeces de otros.
Nunca se pronunciaron desafíos como el de Albornoz en el Congreso o en el Senado que sabían salido de las primeras elecciones generales auténticamente limpias en los dos siglos de las historia moderna de España, celebradas el 15 de junio de 1977. En la Carrera de San Jerónimo o en la Plaza de la Marina Española se sentaban algunos de los que habían pagado el precio de esas majezas y conservaban las cicatrices. Por otra parte, la nueva Constitución se sometió al juicio supremo del pueblo español mediante referéndum que se decantó en una masiva aceptación de la Monarquía democrática y evitándose así el peligro, anunciado por Hamilton , de que la voluntad de los representantes secuestrara la voluntad de los representados, como había ocurrido con su predecesora. Si en 1931 se hubiera convocado un plebiscito para que el pueblo español opinara sobre el texto aprobado el 9 de diciembre por el Congreso resulta dudoso que hubiera superado el fielato de la consulta popular, visto lo que ya había ocurrido en la Cámara con el art. 26 por ejemplo y el resultado de las elecciones dos años después. Nadie entre quienes manipulaban la República estaba dispuesto a reconocer la realidad evidente, casi tangible de que este país, como otros, estaba dividido ideológicamente en dos mitades equivalentes, dos perspectivas de una misma España y en vez de hacerse a la idea de convivir preferían la «solución final», doblegar por la fuerza de las mayorías coyunturales a la otra e incluso exterminarla físicamente cuando llegó la ocasión.
Nada tiene de extraño, pues, que el producto final de aquellos republicanos de antaño fuera una Constitución impuesta por el rodillo de los votos hipertrofiados artificialmente, sin concesiones a los discrepantes, un «trágala», expresión cuyo origen se remonta a los primeros años del siglo XIX. Con ese imperativo empezaba el primer verso del estribillo de una canción, «trágala, tú, servilón» con que los liberales de la época zaherían a los partidarios de la monarquía absoluta de Fernando VII. Como sustantivo ha pasado al diccionario con el significado de imposición mal que te pese. Lo que habían de tragar los «serviles», quienes habían gritado «vivan las caénas», era por supuesto la Constitución de 1812, la tercera del mundo, la primera en España y la segunda en el continente americano pues rigió en aquellos virreinatos ultramarinos, muchos de cuyos criollos fueron constituyentes en Cádiz. Por eso, ya en el programa electoral de la «Ceda», el partido de la derecha «posibilista» e «indiferente» respecto de las formas de Gobierno, figuraría como una de sus propuestas principales la reforma constitucional. No ha ocurrido así con el texto de 1978 en sus primeros treinta años de vigencia, durante los cuales sólo sufrió una «enmienda» mínima el párrafo 2 del art. 15 CE para permitir votar en las elecciones municipales a los ciudadanos de los países de la Unión Europea, leve modificación autorizada por el Tribunal Constitucional y aceptada unánimemente por todas las fuerzas políticas . En el programa para el primer mandato del presidente José Luis Rodríguez Zapatero en 2004 figuraban una serie de modificaciones de la Constitución que primero se fueron difuminando y luego desaparecieron como por escotillón. En el día de la fecha hay coincidencia en que a la Constitución no le vendrían mal algunos retoques, ninguno de ellos trascendental, pero no la hay sobre cuáles sean y cuáles hayan de ser las soluciones. No hay prisa ni impaciencia porque va funcionando razonablemente bien, aunque detrás se agazapen los «nietos» de la II República, con su olor a naftalina. Por fortuna, no habrá una «segunda transición» que nos llevaría a la «ruptura» fracasada estrepitosamente hace tres décadas.
De tal guisa, la Constitución que hoy rige la vida del pueblo español desde hace treinta años en paz y en gracia de Dios, me perdonen, es la única conseguida mediante la convergencia de todos, el pacto social russoniano, ese consenso que no fue debilidad ni miedo sino inteligencia y sentido de la responsabilidad. La hicieron hombres buenos en el mejor sentido de la palabra, el de las Partidas y el machadiano, patriotas sin alharacas y enamorados de la libertad. Fue transición porque fue transacción. A la estabilidad de la Constitución nacida de ella ha contribuído la ambigüedad deliberada de muchas normas constitucionales que incluso se refleja en la inclusión de algunas potencialmente contradictorias, como las que parecen configurar por una parte una economía de mercado y por la otra permiten una economía planificada. Se trataba con ello de no dejar fuera ninguna opción y hacer viable la gobernación por cualesquiera fuerzas políticas, aun de signos opuestos, sin necesidad de modificar la ley de leyes.1. El estilo de un reinado.
¡Qué bella era la República en tiempos de la Monarquía!Salvador de Madariaga
Corría el año de gracia de 1978. Las dos Cámaras, Congreso y Senado, las Cortes Generales, que no llevaron el título de constituyentes, pero lo fueron, habían aprobado el texto de la nueva Constitución por práctica unanimidad a principios de noviembre y para el mes siguiente estaba convocado ya el «referéndum» con la música de fondo de una canción, «habla pueblo, habla». En este marco histórico, unas semanas antes los Reyes de España llegaron a México en su primer viaje oficial a este país que durante los cuarenta años del Régimen precedente no había mantenido relaciones diplomáticas, aunque las comerciales fueran intensas y las personales nunca sufrieron deterioro. Era el «viaje de la reconciliación» y, al poner el pie en el «distrito federal» el día 17 de aquel mes afortunado, donde esperaban a los visitantes el Presidente Miguel López Portillo y su esposa, el Rey en su respuesta al saludo del anfitrión transmitió «la gratitud de tantas familias españolas por el recibimiento que en estas tierras obtuvieron, año tras año, todos los que llegaron hasta aquí». Nunca podremos olvidar que México abrió sus puertas a los exiliados y se les tendieron los brazos, vino a decir de nuevo en la cena de despedida que ofrecieron en el Casino Español.
Pues bien, entre el aterrizaje y el despegue, con desplazamientos a Veracruz, Guadalupe y Guadalajara, la Embajada de España abrió sus puertas el día 21 para que los ciudadanos españoles residentes en el país pudieran saludar a los Reyes. Allí apareció doña Dolores de Rivas Cherif, viuda de don Manuel Azaña, el segundo y último Presidente de la República. Juan Carlos y Sofía se habían ofrecido a cumplimentarla en su domicilio, pero rehusó la propuesta e insistió en ser ella quien los visitara. La anciana señora de pelo blanco y piel tersa, cuya edad superaba en creces la de la pareja real, cogió en un gesto espontáneo las manos de él, con su izquierda y con la derecha las de ella. El Rey se inclinó ligeramente para besar el dorso de la suya, mirándola directamente a los ojos, mientras la Reina sonreía. La naturalidad del gesto, la sencillez de quien fuera en su día la «primera dama» de la República, sin empaque pero con una suprema dignidad, eran la estampa de la vieja cortesanía española. En ese ejemplar torneo de señorío, Juan Carlos, emocionado según confesó luego, le dijo –»Usted y su marido forman parte de la Historia –y añadió: -«como yo». El beso regio en la mano de la viuda de Azaña y las seis manos entrelazadas componían la mejor alegoría de la reconciliación de España con su propia Historia y bien podría ser el logotipo de la Transición. «Lo están haciendo muy bien» –comentó luego doña Dolores a los periodistas. Sin resentimiento, con una belleza interior que se le escapaba por la mirada.
La última etapa de ese periplo fue Buenos Aires donde residía don Claudio Sánchez Albornoz, «castellano a las derechas» aunque él fuera de izquierdas, maestro de historiadores para quien España siempre fue un enigma, que a sus ochenta y dos años había heredado la investidura virtual de «Presidente de la República en el exilio». El Rey deseaba encontrarse con él y, a tal efecto, le señalaron para la audiencia el martes 28 de noviembre pero a una hora excesivamente temprana para sus hábitos. No acudió a la primera cita, con esa arrogancia de los buenos y soberbios varones de Castilla, pero sí a la segunda, el jueves 30 de noviembre. En la Embajada de España, Juan Carlos le impuso la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, quitándole para ello del ojal de la solapa otra insignia que el condecorado llevaba, el Lince del premio Faltrinelli de la Academia de Roma. «Si hubiera sido la Orden de Isabel la Católica no la hubiera aceptado , -comentó luego- pero ésta sí. Toda mi vida la he dedicado al trabajo académico de historiador. No tenía derecho a decirle que no me daba la gana». A continuación, el sabio y el Rey charlaron distendidamente. Una fotografía muestra al maestro de pie con el índice de la mano derecha en posición de aleccionar al discípulo, mucho más joven, que le escucha, atento y complacido. «No hay que temer a los movimientos militares» – dijo, y le recordó que «cuando el alzamiento de Jaca, antes de la República (1930), estaba comprometido el cuartel de la Montaña, donde se encontraba Azaña, pero nadie se movió. También el 18 de julio (de 1936) estaban todos comprometidos. Después, ya sabe cuántos se quedaron quietos y eso originó la guerra civil. Es muy difícil un golpe militar». El sabidor del pasado no podía percatarse en ese momento de que estaba oficiando de futurólogo o augur. El presidente que se desvanecía por segunda vez como el gato de Cheshire reconoció a continuación que «los Borbones siempre han tenido una gran facilidad para ganarse la popularidad, saben tratar a la gente» y añadió que Alfonso XIII abuelo de Juan Carlos, había sido un hombre valiente. El veterano profesor, como síntesis de sus impresiones comentó luego al periodista. «Lo está haciendo muy bien».
Éstas son dos estampas que abrieron un reinado, y que, por ello, resultan significativas. Otras más cercanas al día de hoy tienen distinto sabor pero el mismo estilo de espontaneidad reflexiva. Casi veintiocho años después, el 9 de octubre de 2006 los supervivientes de las Brigadas Internacionales reclutadas por la Unión Soviética por medio del Komintern en el otoño de 1936 para ayudar a la República, medio centenar de nonagenarios, acudieron al Congreso de los Diputados convocados por el Partido Comunista, que los diezmó a manos de Andrè Marty, el «carnicero de Albacete» y los utilizó en el frente como «carne de cañón». No era una recepción oficial, pues el presidente de la Cámara baja no asistió al acto, aun cuando los recibiría horas más tarde en el Salón de Plenos, ni acudió nadie del Gobierno de la Nación, de signo socialista. En la Sala de Columnas el entonces coordinador general de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares pronunció una arenga que terminó con el grito de !Viva la República!, cerrando el acto Isaura Navarro, también comunista, uno de los cinco diputados con que contaban a la sazón. Es de suponer que los otros tres estarían presentes. Nadie se escandalizó por el intempestivo vítor.
En fecha más reciente y en el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, en plena Ciudad Universitaria, munificentia regia condita, campo de batalla luego, que se abre con el Arco de la Victoria, dos personajes del Partido Comunista de España, Julio Anguita, y su actual «coordinador» Cayo Lara, proclamaban la III República en el 78º aniversario de la segunda, el 14 de abril de 2009. En su entusiasmo olvidaban que, asesinada ésta el 13 de julio de 1936, le sucedió el 19 la tercera que ahora invocaban, una República Popular (así se llamaba su ejército) bajo la tutela de la Unión Soviética, que cayó a manos de otro pronunciamiento militar, el «casadista» a finales de marzo de 1939. La noticia de esta optimista proclamación pasó prácticamente desapercibida para la radio, la televisión y la prensa, salvo para el diario «El Mundo» que le prestó una atención con más retranca que otra cosa, como ponía de manifiesto el titular. Una foto con los dos republicanos en mangas de camisa tras la mesa presidencial cubierta por la bandera tricolor y público joven en los asientos, encabezaba el breve texto periodístico, cuyo comienzo anunciaba que, a doscientos metros del lugar, un buzón de correos, habitualmente de color amarillo, «había dejado de serlo y esperaba las cartas pintado de bandera tricolor». Todo aquello tenía el aire con olor a churros de un sainete madrileño-
Unos meses después, el Rey, luciendo barba y con una vistosa corbata roja, recibía el último día de agosto de 2009 en el Palacio de la Zarzuela, al nuevo coordinador general de «Izquierda Unida», Cayo Lara, que se presentó descorbatado y con una insignia en la solapa, la bandera republicana. Una hora estuvieron reunidos el Jefe del Estado y el representante de los comunistas españoles, que ahora cuentan con dos diputados en un Congreso de 350 escaños sin tener ningún senador. El visitante expuso al anfitrión su propósito de mandarle al paro, confesándole sin tapujos su intención de instaurar un «Estado federal, solidario y republicano», también la III República, otro lapsus quizá o un escape del subconsciente, nunca se sabe. Tampoco se dice si aprovechó la oportunidad para reconocer con gratitud, aun cuando fuere moderada, que estaba allí gracias a la Constitución de 1978 y también del Borbón, como suele llamarle cariñosamente el partido de los trabajadores, a quien por otra parte, se debía la iniciativa del encuentro que, eso sí, fue «cordial y sincero» según las palabras del prócer comunista. Civilizado diría yo y muy distinto de los modales políticos que gastaban los republicanos cuando tuvieron la sartén por el mango.En fin, esta serie de anécdotas a lo largo de un tercio de siglo ponen de manifiesto, mejor que cualquier otra explicación, un estilo de reinado y, precisamente, un estilo democrático al ciento por ciento. La democracia, en definición de Woodrow Wilson, es un conjunto de principios más que una forma de gobierno y, en mi opinión, conlleva el descubrimiento del otro no como algo inevitable pero hostil en la dialéctica «amigo-enemigo» de Karl Schmitt, sino como un elemento complementario que completa el diseño, alguien tan indispensable para ti o para mí como para el sistema. Ese reconocimiento de que hay alguien más, producto del pluralismo social, crea el pluralismo político opuesto a cualquier tentación de sociedad homogénea con un pensamiento único que desemboque en una ortopedia inquisitorial. En definitiva, un rechazo de la violencia o de la presión institucional y un ejercicio dialogante del poder en el marco de la ley. Nada tiene de extraño, pues, que Juan Carlos I haya sido definido como un»embajador de valores».
I
LA FORMA DE GOBIERNO
1. La República llegó como la primavera.
Las palabras de la ley sobre la Memoria Histórica parecen contemplar el pasado pero sus objetivos son el día de hoy y el de mañana, el presente y el futuro. Los de este trabajo, también. Aunque el contenido se haya construído con los datos que nos proporciona la Historia tal y como la conocemos desde Herodoto, sin una incursión ni siquiera fugaz a la memoria colectiva o a la individual –yo viví los años que van de 1931 a 1978-, esta investigación pretende ser un aviso de mareantes para que, localizados los arrecifes y los acantilados, las corrientes y las predicciones meteorológicas, cuidemos de no jugar con fuego. La vida, la estabilidad social y la prosperidad económica no aconsejan correr los riesgos de jugar a los aprendices de brujo. Hemos de pensar con frialdad en nuestra conveniencia como pueblo sin proponernos utopías. No se plantea tampoco en éste ni en otro momento el dilema de ser republicano o ser monárquico. La circunstancia política del hombre no es una esencia sino un entramado artificial creado para vivir lo mejor posible uno a uno, nunca en masa. La persecución de la felicidad –como proclama la Constitución de Estados Unidos- es una legítima aspiración inherente al hombre. La Historia, maestra de la vida, mal que pese a alguien, enseña a los españoles que las dos Repúblicas, una en el siglo XIX y otra en el XX, se derrumbaron por su propia carcoma interior como la casa Usher. La primera, que duró apenas un año y tuvo cuatro presidentes, uno por trimestre, terminó en el caos: guerra carlista dentro y colonial fuera, cantonalismo, el desmadre en suma. La segunda trajo a los tres años y medio la insurrección armada de las izquierdas que la habían fundado y a los cinco, la rebelión de la otra media España que «no se resignaba a morir». Dos gloriosos movimientos como los calificaron sus promotores. La Constitución de 1978 ha presidido hasta ahora un tercio de siglo de paz, aun cuando salpicada por el terrorismo, y de estabilidad política y social que han hecho posible la libertad y la prosperidad y lo ha conseguido precisamente por no parecerse ni de lejos a la de 1931, distanciándose de ella deliberadamente en la letra y en su aplicación pero sobre todo en su espíritu. En efecto, el horizonte de la mayoría de quienes implantaron la Segunda República nunca fue la democracia auténtica, aunque fuera invocada por la Constitución en el primero de sus renglones, sino en todo caso como trampolín para la dictadura del proletariado o la anarquía.- a diferencia de la sucesora en el tiempo pero no causahabiente.
Pues bien, colocando en posición correcta el espejo retrovisor, podemos contemplar de nuevo cómo España, que se había dormido monárquica, se despierta republicana el 14 de abril de 1931. Aun cuando ese día se dilucidaran solamente unas elecciones a concejales y la cifra de los monárquicos electos en todo el país fuera muy superior a la de los republicanos, el Gobierno «entendió, quizá precipitadamente» que el resultado en las ciudades pesaba cualitativamente más que el de las zonas rurales. Por primera vez, en lugar de partidos se enfrentaron bloques cuyos signos distintivos, la monarquía o la república, eran el símbolo de las dos mitades de la única España y el reflejo de su estructura social descompensada por la falta de una extensa clase media . El sistema se desmoronaba, el General Sanjurjo puso la Guardia Civil a las órdenes de los prohombres republicanos que pasaron de sus celdas carcelarias al Consejo de Ministros, el Rey salió de Palacio aquella noche por la puerta del Campo del Moro hacia Cartagena para embarcarse en el crucero «Príncipe Alfonso» rumbo a Marsella y en Madrid se proclamó unas horas después oficialmente la República, segunda de nuestra Historia, mientras que en Barcelona Maciá lo hacía de la República Catalana, segunda edición también y no última del Estat Catalá .
Esta consulta electoral es la única de cuyos resultados exactos y pormenorizados no ha quedado constancia fehaciente. El periodista inglés Henry Buckley corresponsal del Daily Telegraph hablaba de 60.000 concejalías para los monárquicos y unas 14.000 para los republicanos y da fe de los centenares de paquetes sin abrir donde se contenían los resultados telegrafiados desde cada localidad que nunca se escrutaron, almacenados en los sótanos del Ministerio de la Gobernación, sito en la Puerta del Sol entonces y durante cuarenta años más. Un cálculo bastante aproximado da la cifra de 80.000 puestos de concejal a cubrir en toda España, de los que se conocen datos parciales. El 5 de abril, 14.018 fueron para los monárquicos, en cuyo cómputo se incluían todos los «burgos podridos» y 1832 para los republicanos que sólo obtuvieron mayoría en dos Ayuntamientos, uno de Valencia y otro de Granada. En la segunda vuelta, el 12 de abril, la más reñida, la conjunción republicano-socialista consiguió proclamar a 7.507 mientras las candidaturas monárquicas ganaron 36.168 . Esto refleja lo sucedido para una mitad del total. Las capitales de provincia donde triunfarán los monárquicos fueron sólo nueve: Ávila, Burgos, Cádiz, Gerona, Lugo, Palma de Mallorca, Pamplona, Soria y Vitoria.
Sin embargo la desmoralización de quienes ejercían con mano temblorosa el poder hizo posible el triunfo espectacular de las candidaturas republicanas, inesperado para y por todos, que no se debió tan sólo a la carcoma del edificio que se venía abajo y al vacío de poder que se produjo sino a la ilusión que una gran parte de los españoles pusieron en su advenimiento y a la pasividad de otros que sin dejar de ser monárquicos, deseaban una renovación de la vida política. En la noche del 14 de abril se formó un Gobierno Provisional de «plenos poderes» con Niceto Alcalá Zamora como Presidente cuya primera obra sería un Estatuto Jurídico, un «credo» en los derechos individuales y el imperio de la ley. Había de todo en ese grupo de hombres pero en este momento me importa traer a primer plano a los ministros claves para el relato, los socialistas Fernando de los Ríos en Justicia, Indalecio Prieto en Hacienda y Francisco Largo Caballero en Trabajo, así como al de Instrucción Pública, Marcelino Domingo y al de la Gobernación, Miguel Maura, un católico conservador. A su aire navegaba Cataluña a toda vela sin encomendarse a nadie, poniendo en pie unilateralmente la Generalidad, hecho consumado que convalidará semanas después el Presidente del Gobierno provisional en una gira triunfal Ahora bien, ya desde el principio se alza sobre el pavés un nombre y un hombre, Manuel Azaña, el nuevo Ministro de la Guerra a quien se considerará con razón como «encarnación de la República», autor de sus logros y responsable de sus desventuras . «Azaña es la República y la República es Azaña» dirá Ramos Oliveira.
Como era de suponer no tardaría en anunciarse la llamada al pueblo para legitimar los hechos consumados y, en efecto, el Decreto de 3 de junio, con un barroco preámbulo, convocaba los comicios para elegir el 28 de junio las Cortes Constituyentes con una sola Cámara, por sufragio popular directo pero excluyendo el voto femenino, cuya sesión constitutiva sería el 14 de julio . Ante ellas el Gobierno provisional resignaría sus poderes dando cuenta de sus actos y habiéndose de elegir libremente a quien hubiera «de ejercer, con la Jefatura provisional del Estado, la Presidencia del Poder Ejecutivo». El proyecto de Constitución ocupó las sesiones de las Cortes presididas por Julián Besteiro, entre el 27 de agosto y el 27 de noviembre sobre un proyecto elaborado por una Comisión parlamentaria presidida por Luis Jiménez de Asúa y compuesta de 21 vocales, cinco de ellos socialistas , desechándose un texto menos radical que había patrocinado el maestro Adolfo Posada en la Comisión Jurídica Asesora presidida por Ossorio y Gallardo.
En su virtud España pasaba a ser «una República democrática de trabajadores de toda clase» y «un Estado integral compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones», «dentro de los límites irreductibles de su territorio actual». Una propuesta de la diputada radical Clara Campoamor a la que se opusieron las izquierdas en una batalla campal cuyo adalid fue Margarita Nelken, respaldada por el partido socialista y las izquierdas en general, concedió por fin el voto a la mujer. El sufragio universal lo era ya realmente desde ese momento. «Una puñalada trapera para la República» comentó Indalecio Prieto al concluir la votación bastante apretada, 161 contra 121. Por lo demás en la estructura institucional el primer plano correspondía a las Cortes o Congreso de los Diputados, titulares de la potestad legislativa por periodos de cuatro años. Venía después el Presidente de la República, Jefe del Estado, al cual elegiría una asamblea compuesta por los diputados y un número igual de compromisarios para un plazo de seis años, con veto suspensivo de las leyes y la facultad de disolver las Cortes, aun cuando si lo hacía dos veces y la Cámara resultante las consideraba innecesarias, ello aparejaba la destitución. A su vez el Gobierno lo formaban el Presidente del Consejo y los Ministros, respondiendo ante el Congreso individual o solidariamente. Por otra parte, la Justicia había de administrarse en nombre del Estado por jueces independientes en su función, sólo sometidos a la ley e inamovibles «para que sea efectiva la independencia», pero también responsables personalmente con el respaldo subsidiario del Estado y se establecía ex nihilo, con jurisdicción en todo el territorio nacional, un Tribunal de Garantías Constitucionales.
El proyecto se convirtió en Constitución el 9 de diciembre de 1931, día de su promulgación en la Gaceta de Madrid y de ella se dijo que era «una invitación a la guerra civil» por Alcalá Zamora que sin embargo al día siguiente regresó de su voluntario y fugaz ostracismo de apenas dos meses para alzarse como el primer Presidente de la República. A gran velocidad se formó el primer Gobierno constitucional y en la cabecera del banco azul sentóse en definitiva quien lo estaba provisionalmente, Azaña. Se inauguraba así la etapa que por su duración se conocerá como «bienio» con el apellido de su protagonista y calificativos ditirámbicos, aun cuando quizá el más objetivo sea cromático. El bienio morado, color de la República.Se ha pretendido convertir a la Constitución de 1931, de tan malos augurios y tan pésimos resultados, en el símbolo de la democracia, condensación de sus esencias y ejemplo a imitar. No hay tal se mire por donde se mire. En España fracasó y fuera no suscitó la menor admiración ni deseo de seguir sus pasos. El mito auténtico de la democracia española, bautizada con un nombre español, liberalismo, fue la Constitución de 1812, la Pepa, castiza y romántica, la primera auténticamente española, la tercera en el mundo, que tuvo una gran difusión en Europa –la leían por entonces los labradores suizos- y prendió en las nuevas Repúblicas hispanoamericanas cuando se desgajaron de la península. Un nuevo mito lanzado al mundo, el de nuestra época, sobre todo para los países hispanoamericanos, como ha señalado Enrique Krauze, ha sido la transición española de un régimen autoritario al sistema democrático, también espejo para Rusia y las repúblicas populares que giraban en la órbita de la Unión Soviética.
La República no fue precisamente la belle époque que algunos de sus nietos nos pintan ahora, sino una etapa convulsa y atormentada, espasmódica, durante la cual «la violencia política fue endémica» en opinión de Payne y estuvieron casi permanentemente suspendidas las garantías constitucionales, con unos y otros a tiros en las calles, cadáveres todos los días, iglesias y conventos ardiendo, brotes revolucionarios reprimidos sangrientamente, huelgas salvajes, una reforma agraria desnortada, un desempleo en alza como consecuencia de la depresión sin una política económica adecuada y, en definitiva, un sentimiento generalizado de frustración . No era, por otra parte, una violencia espontánea sino un desmadre calculado, «controlado» para crear conscientemente el caos que propiciara un nuevo «octubre rojo» por anarcosindicalistas, socialistas y comunistas, enfrentados por otra parte entre sí, a cuyo desbarajuste coadyuvarían luego los falangistas. Su reflejo más expresivo serían las continuas amenazas de muerte a Gil Robles y a Calvo Sotelo en el hemiciclo de las Cortes, seguidas unas semanas después por el asesinato de éste, jefe de la oposición monárquica en el Congreso, cuya inviolabilidad parlamentaria no lo pudo impedir, perpetrado por un grupo de guardias de asalto uniformados al mando de un capitán de la guardia civil en una camioneta de la policía salida minutos antes de las cocheras del Ministerio de la Gobernación. Y es más, sin que tal hecho atroz, inconcebible en un régimen democrático, una vez conocido, fuera condenado formalmente por las fuerzas políticas presentes en la Diputación Permanente de las Cortes, que se reunió en la mañana del día 15 y en cambio se oyeran comentarios de satisfacción en los escaños frentepopulistas. Un maestro de historiadores, Carlos Seco Serrano, testigo presencial además, recuerda «el lamentable ambiente de provocación y desafío que en la primavera trágica padecimos… un ambiente irrespirable que desembocó fatalmente en la guerra civil». En palabras del primer Presidente de la República, quienes mataron a la Constitución de 1931 no fueron los rebeldes de julio. «La verdad es que no han hecho sino disparar contra un cadáver que ya estaba apuñalado por las izquierdas republicanas» . La «Niña bonita» que pudo haber sido «La del manojo de rosas» cerró el puño y se convirtió en «Katiuska» o quizá «Nuestra Natacha» .
Nada más oportuno y clarificador que traer aquí unas palabras que Manuel Azaña pronunció premonitoriamente el 17 de julio de 1930 a la hora del café en un banquete de Acción Republicana. «Para nosotros –dijo- la República es un instrumento de guerra y de ahora en adelante ya no podemos echar la culpa al Rey de lo que pase en España: ya no podemos echar la culpa a ningún poder extranjero. Tenedlo presente: ya no hay ninguna otra causa que no sea la de nuestro propio arbitrio, nuestro entendimiento y nuestra voluntad… Miradlo bien, republicanos, que el día de nuestro fracaso no tendremos a mano el fácil recurso de echar la culpa a nuestro vecino. No. Si la República española se hunde, nuestra será la culpa. Si no sabemos gobernar, la culpa será nuestra. No hay a quien echar el fardo de la responsabilidad. Ved que la libertad trae consigo esta tremenda consecuencia» .
2. Un Estado democrático y social de Derecho bajo la Corona
La primera discrepancia con el pasado inmediato y el mayor acierto fue la opción por la forma monárquica de Gobierno que ya entre 1875 y 1931 había dado cincuenta y cinco años de estabilidad a una España atormentada por un siglo de guerras civiles. Claro que esto no fue mérito de los constituyentes. No fue incógnita en el proyecto sino dato para empezar a escribir. La magistratura vitalicia que es inherente a la institución –la Corona- y no sólo su permanencia sino la circunstancia de no estar sometida a los embates de la lucha política ni al desgaste del gobierno diario, ha servido para consolidar el sistema democrático y afianzar su Constitución. A la memoria me viene una conversación en Quito con Marco Morales Tobar, presidente de la primera Sala del Tribunal de Garantías Constitucionales con quien había trabado amistad desde que nos conocimos en la segunda reunión de la Conferencia de Tribunales Constitucionales celebrada en Madrid el año 1995. En el verano del año siguiente visitamos Quito y allí le reencontré con otros colegas, entre ellos y el presidente a la sazón Ernesto López Freire, Moscoso y Miguel ….. Por entonces en la última década del siglo XX, El Ecuador había padecido una traumática secuencia de Presidentes de la República salidos de las urnas y depuestos o dimitidos, fuera del país algunos y al borde de entrar en la cárcel otros, acompañada de una recurrente serie de crisis constitucionales con el Congreso como protagonista. Sentados en el salón de su casa, con Vilma su mujer, Concejal de urbanismo del municipio capitalino, y la mía, Paloma, platicando de esto y de lo de más allá con la placidez propia de sus gentes, mi colega me dijo inesperadamente: -«No se dan ustedes cuenta de la suerte que tienen con el Rey. Su presencia garantiza la estabilidad sin sobresalto y evita que, por ambiciones personales, para ocupar ese puesto, luchen unas facciones contra otras, politizándose partidariamente la magistratura moderadora. No tiene las mismas consecuencias interiores y exteriores, fracasar en la jefatura del Gobierno que en la del Estado». Le asistía toda la lucidez que le proporcionaba la amarga experiencia de su patria y yo me acordaba de la mía, lejana en el espacio y también en el tiempo, cuando disfrutábamos de una República que se decía democrática y deseaba serlo a trompicones. Recordaba la elección de don Niceto Alcalá Zamora como Presidente de la República porque no había otro más a mano o las intrigas para defenestrarle, con gravísimo riesgo para el sistema, urdidas entre Azaña y Prieto, y la final «exaltación» del alcalaíno a la poltrona más alta de todas. ¿Cuántas conspiraciones de tan mal estilo nos habremos ahorrado en estos treinta años?, me pregunto. ¿Cuántas evitaremos en el futuro? Pero de conspiraciones habrá oportunidad de hablar en otra ocasión porque alguna hay a la vista y muy peligrosa.
Esta opción por una Monarquía parlamentaria se hizo en su día, ya lejano, por las mismas razones que un joven Manuel Azaña había expuesto el año 1903 en esta Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, al hilo de una polémica sobre las formas de Gobierno, aun cuando lo más probable es que ni quien la plasmó ni los constituyentes las hubieran leído . A «la proposición en cuya virtud «la república es la mejor forma o sistema de gobierno conocido», el joven «socio colaborador» de esta Casa oponía con evidente lucidez, a mi parecer, «que la única base para pronunciarse a favor o en contra de un sistema de gobierno es el mayor o menor grado de libertad, la tendencia hacia la igualdad que pueda encontrarse en las instituciones, la sanción y el empuje que se preste a los ciudadanos y la flexibilidad para adaptarse a las variadas circunstancias de cada tiempo y lugar. La proclamación de la soberanía nacional, el fundar la representación y la delegación en el mandato, el sufragio universal, la libertad política: ésos eran los fundamentos y signos del mejor gobierno y, respecto a ese ideal, la monarquía y la república no diferían sustancialmente, decía Azaña, situándose de nuevo como ya había sido el caso en su memoria sobre la libertad de asociación, como un reformista «avant la lettre»: accidentalidad de la forma de gobierno si reconoce la soberanía nacional, las instituciones representativas, el sufragio y la tendencia a la igualdad. Si ésas eran las instituciones poco importaba la elección del gobernante, fuera rey o presidente. También se muestra como un reformista consumado cuando, antes de terminar su intervención, concede que aun admitiendo que una de las formas fuera mejor, jamás debería imponerse ni implantarse por la fuerza; que era preciso tener en cuenta las circunstancias históricas para evitar los trastornos que una acción de este tipo produciría en la sociedad. No había que ser como aquel yanqui del cuento que a toda costa pretendía dotar al parque con que había rodeado su castillo de un césped como el inglés: cuatro siglos hacían falta para lograrlo».
Como breve colofón de estas reflexiones propias y ajenas no estará de más recordar cariñosamente a nuestros nostálgicos republicanos que los países europeos más estables y con los sistemas democráticos más avanzados viven bajo Coronas centenarias y alguna con una dinastía de raíz napoleónica, la Bernadotte. Noruega, Suecia, Dinamarca, Luxemburgo, Holanda, Bélgica y el Reino Unido, cuya Reina lo es no sólo de Inglaterra, Escocia e Irlanda, sino también de Canadá, de Nueva Zelanda y de Australia, como cabeza de la «Commonwealth». Si Bolívar hubiera sucumbido a la tentación de ceñirse la corona de la Gran Colombia, otro gallo cantaría a las Américas. España, por otra parte, monárquica y judicialista implantó en 1812 «una república cubierta por un trono, que sobrepujaba en democracia a la francesa de 1798», en expresión afortunada del gran poeta Lamartine y lo ha hecho de nuevo en 1978. Cobra así todo su sentido el consejo de Eligio Hernández que fue Fiscal General del Estado, a los viejos republicanos, y también a los nuevos, hace unos años con ocasión de conmemorarse el 14 de abril: la mejor manera de ser republicano hoy en día, decía y cito de memoria, es apoyar la monarquía democrática regida por Juan Carlos I.
En fin, con motivo de una conferencia pronunciada el año 2006 en Georgetown, a la que asistió por cierto Felipe de Borbón, Príncipe de Asturias, el historiador norteamericano Stanley G. Payne, cuyas palabras se verán muchas veces citadas a lo largo de estas páginas, afirmó ante los periodistas que «quien desee en España la Tercera República merece ir al manicomio», advirtiendo también sobre los riesgos de lo que se ha dado en llamar «segunda transición» por la izquierda radical, permanentemente resentida por sus continuos fracasos, tascando el freno de su vocación revolucionaria, sin asumir las lecciones de la Historia y, sobre todo, de la suya propia.
II
LOS SÍMBOLOS
1. La bandera
He dejado en muchas ocasiones testimonio escrito, y muchas más verbal, de la importancia y, aún más, de la trascendencia que reconozco a los símbolos y que para mí también tienen . Por eso respeto no sólo aquellos que representan los valores en los cuales creo sino también los que combato dialécticamente por su oposición a mis convicciones más profundas. No soy partidario de derribar estatuas, ninguna, ni de quemar o profanar enseñas. Pues bien, dicho esto podrá comprenderse mejor lo que va a continuación. El cambio de símbolos en 1931, bandera, escudo e himno, reflejaba el «adanismo» del nuevo régimen, su propósito de ruptura histórica total, no sólo con el inmediato pasado monárquico, prefigurando ya el exclusivismo de una república sólo para republicanos, el ideal tantas veces proclamado por Azaña por activa y por pasiva, sin caer en la cuenta quizá de que esa vocación monopolizadora y homogeneizadora se encuadraba mejor en el ambiente totalitario de aquella Europa -emparedada entre el comunismo y el fascismo- que en el democrático de Francia o el Reino Unido y, menos todavía, de los Estados Unidos en la otra orilla del Atlántico. En esa concepción exclusivista, ajena a toda posibilidad de integración del otro, «el creer que estábamos solos en España» sin «contar con su geografía y con su ayer» en la afortunada expresión de Sánchez Albornoz , se empecinaría el nuevo régimen, sin reconocer sus yerros y menos aún subsanarlos o rectificar su andadura escorada, hasta el punto de concebir como remedio de sus males el más «contra natura» democráticamente hablando, una «dictadura republicana». Antes cerrar el puño que tender la mano.
Pues bien, la enseña del partido republicano federal de Pi y Margall, con tres franjas de igual anchura, y de colores rojo, amarillo y morado oscuro, luego adoptada por el partido radical republicano de Alejandro Lerroux a principios del siglo XX, que algunos grupos –no todos- habían sacado a la calle el 14 de abril, «se adopta como bandera nacional» por Decreto de 27 de abril de 1931 refrendado por Niceto Alcalá Zamora, presidente del Gobierno provisional de la recién instaurada República. La primera había conservado la enseña bicolor que flameaba en el pronunciamiento del General Riego. El cuarto y último párrafo del art. 1º de la Constitución de 1931 ratificará el hecho consumado. Como se ve, su origen guarda un paralelismo evidente con el de la «ikurriña» vasca diseñada por Sabino Arana con remembranzas británicas que saltan a la vista.La propuesta de que el precepto figurase en el texto constitucional se había desechado en la Comisión parlamentaria, pero una enmienda del diputado Terrero, que propuso en tal sentido una disposición transitoria, fué aceptada por el Congreso el 27 de noviembre de 1931, para ser incluida en el Titulo preliminar . Como recuerda Pérez Serrano, fue Luis Jiménez de Asúa, Presidente de la Comisión, quien en ocasión posterior, al negarse a admitir en el texto directrices de tipo eugenésico, no pudo reprimir una desafortunada frase: «Ya es bastante que se haya traído el percal de la bandera.» Este precepto se inspiraba en el art. 3º de la Constitución de Weimar, aunque en ella fuera acompañado de indicaciones especiales respecto al pabellón nava1. No deja de ser curioso que los mismos sentimientos románticos despertados en Alemania al debatirse la cuestión, y hasta alegatos muy semejantes a los allí expuestos con relación a la visibilidad en el mar o a la tradición, se dejaran oír entre nosotros Dijérase que el mismo Decreto del Gobierno provisional procuraba respaldarse en situaciones creadas y en impulsos populares para acoger y reconocer el nuevo pabellón; bien es verdad que su deseo, noble y levantado, fué que si la República había de cobijar a todos, también lo hiciera la bandera, «que significa paz, colaboración de los ciudadanos bajo el imperio de justas Leyes. El cambio de la bandera fue especialmente desafortunado y confundía, como los totalitarismos, régimen político y país. Desde su perspectiva heráldica el morado era ya un mal presagio por ser color de luto y de tristeza. Por otra parte hería innecesaria, gratuitamente a muchos españoles, civiles y militares que habían jurado la que fuera durante dos siglos bandera de España y por ella habían derramado su sangre o perdido los suyos .
Cinco años después, apenas trabada la guerra civil y con España partida en dos, en la zona nacional el Decreto 77/1936, de 29 de agosto, que rubricaba el Presidente de la Junta de Defensa Nacional, otra autoridad de hecho, restableció como bandera de España la bicolor, alegando que no hacía «sino dar estado oficial a lo que de hecho existe ya en todo el territorio liberado». La pugna por las dos banderas se suavizaría con el paso de los años y en la década de los sesenta supe, por Carlos Álvarez Cruz, poeta comunista a quien recién salido de la cárcel había acogido en mi domicilio de Burgos, que Santiago Carrillo, Secretario General del Partido en el exilio, había decidido eliminar la franja morada como tema de enfrentamiento. Esta decisión se exteriorizaría luego, «vendiéndola» políticamente como precio de su reconocimiento, en el 14 de abril de 1976 cuando hizo acto de presencia por primera vez en la vida política española el Comité Central del Partido Comunista de España, en un estrado con la bandera roja y gualda.
El rojo procedía de Castilla y Navarra, el amarillo de Aragón y Cataluña, yuxtaponiéndose después de la unión de los reinos en la época de los Reyes Católicos, Isabel I y Fernando V. Carlos III los adoptaría como «bandera de guerra» por Real Decreto de 28 de mayo de 1785, aunque para algunos Cuerpos o Armas subsistió el «pendón morado de Castilla», reino que jamás usó ese color salvo como signo de luto y tristeza a la muerte del Infante don Juan. Otro Real Decreto de 13 de octubre de 1843, en tiempos de Isabel II, lo suprimió, generalizando el uso de la bandera que pasó a ser «nacional». Ésa es exactamente la que describe el art. 4º, párrafo 1º, de la Constitución de 1978, eliminando así la utilización partidista que se había hecho tanto de ella como de la tricolor. «Está formada por tres franjas horizontales, roja amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas», como dos siglos atrás.
2. El escudo
Si la bandera constituye la «representación del Estado dentro y fuera del territorio español y en todos los servicios públicos, así civiles como militares» palabras que tomo del propio Decreto republicano, y por tanto proclama también su continuidad en el tiempo, el escudo en cambio es el reflejo de cada uno de los regímenes que van sucediéndose en cada país al compás de los acontecimientos. El de la monarquía constitucional obra de la Restauración que había caído para dar paso a una nueva situación, contenía una serie de ingredientes, entre otros la flor de lis, que lo identificaba como tal y, en consecuencia, era lógico que fuera renovado. Así pues, el art. 2º del mencionado Decreto dispuso que «en el centro de la banda amarilla figurará el escudo de España, adaptándose por tal el que figura en el reverso de las monedas de cinco pesetas acuñadas por el Gobierno provisional en 1869 y 1870». La efímera primera República, flor de un día que apenas duró un año y terminó en el caos, no tuvo tiempo de cambiar oficialmente este emblema y sólo de hecho lo utilizó en los «duros» o pesos de plata.
Ese escudo, al cual reenvíaba el Decreto, estaba dividido heráldicamente en cuatro cuarteles que, de arriba abajo y de derecha a izquierda, contenían un castillo dorado sobre fondo rojo, un león rampante rojo sobre azul, las cinco barras verticales de Aragón, las cadenas de Navarra y en la punta inferior, una granada. Lo flanqueaban las dos columnas con la leyenda «plus ultra» y, nostálgicos de la realeza, colocaron encima una «corona mural» o almenada con cuatro torreones.
Para el Nuevo Estado salido de la guerra de los mil días no se restableció el escudo de la monarquía constitucional sino que se configuró en 1938 un emblema o logotipo propio. «El escudo de España se constituye con la heráldica de los Reyes Católicos, sustituyendo las armas de Sicilia por las del antiguo reino de Navarra», compuesto también de cuatro cuarteles, el primero y el cuarto con castillos y leones rampantes alternados y los otros dos con las barras de Aragón y las cadenas de Navarra, en la punta inferior una granada y sobre todo el «águila de San Juan», a cuya derecha habría un yugo, a la izquierda un haz de cinco flechas y la leyenda «Una, Grande y Libre» en la divisa, flanqueado por dos columnas de plata sobre ondas de azur, surmentadas por coronas de oro y en cada una «Plus» y «Ultra».
En 1978 el escudo no aparece mencionado por el texto constitucional, defiriéndose tal tarea a la Ley 33/1981, de 5 de octubre, cuyos colores especificaba a su vez el Real Decreto 2267/1982, de 3 de septiembre, en cuya virtud «es cuartelado y entado en punta. En el primer cuartel de gules o rojo, un castillo de oro, almenado, aclarado de azur o azul y mazonado de sable o negro. En el segundo, de plata, un león rampante, de púrpura, linguado, uñado, armado de gules o rojo y coronado de oro. En el tercero, de oro, cuatro palos de gules o rojo. En el cuarto, de gules o rojo, una cadena de oro, puesta en cruz, aspa y orla, cargada en el centro de una esmeralda de su color. Entado de plata, una granada al natural, rajada de gules o rojo, tallada y hojada de dos hojas, de sinople o verde. Acompañado de dos columnas, de plata, con base y capitel de oro, sobre ondas de azur o azul y plata, superada de corona imperial, la diestra, y de una corona real, la siniestra, ambas de oro, y rodeando las columnas una cinta de gules o rojo, cargada de letras de oro, en la diestra «Plus» y en la siniestra «Ultra». Al timbre, corona real, cerrada, que es un círculo de oro, engastado de piedras preciosas, compuesto de ocho florones de hojas de acanto, visibles cinco, interpoladas de perlas, y de cuyas hojas salen sendas diademas sumadas de perlas, que convergen en un mundo de azur o azul, con el semimeridiano y el ecuador de oro, sumado de cruz de oro. La corona, forrada de gules o rojo». Lleva además, «escisión de azur o azul, tres lisos de oro, puesta dos y una, la bordadura lisa, de gules o rojo, propio de la dinastía reinante».
3. El himno
No he logrado encontrar la disposición en que se declarara el «Himno de Riego» como oficial de la Segunda República, sin haberlo sido de la primera, una marcha militar encargada por el general Rafael de Riego, sublevado en Cabezas de San Juan con las tropas que hubiera debido dirigir en las provincias americanas para contener la insurgencia. La letra fue escrita por Evaristo San Miguel y la música por J. M. Gomis, estrenándose en 1820 y siendo prohibida por Fernando VII. Así pasó a ser el himno de los revolucionarios liberales. La verdad es que, desde una perspectiva estrictamente musical, se trata de una melodía muy propia de su época, el apogeo del romanticismo, que a veces recuerda el himno italiano y suena a zarzuela, dicho sea esto por un entusiasta de ese género tan madrileño y tan español. Por otra parte, que haya sido la canción de tantos como sacrificaron sus vidas por los nobles ideales que exalta hace que yo lo asuma históricamente como propio, pues lo fue durante mi infancia.
Pues bien, pasarían seis años desde el alzamiento para que fuera instituída como Himno Nacional la «Marcha Granadera», calificándose simultáneamente de «cantos nacionales» a los himnos de Falange Española («Cara al sol»), del carlistano («Oriamendi») y de la Legión. En estos momentos del relato viene a los puntos de mi pluma, una curiosa anécdota, cargada de ejemplaridad. Es el caso que, concedida la independencia a Nigeria en 1960, el Gobierno español nombró Embajador especial para la ceremonia de la proclamación al Gobernador de los Territorios Españoles del Golfo de Guinea, a la sazón el Almirante don Faustino Ruiz González. Un avión le trasladó desde Santa Isabel de Fernando Póo al aeropuerto de Lagos, la capital de nuevo país. Una vez en tierra, el almirante vestido de blanco con el uniforme de gala bajó por la escalerilla, a cuyo pie le recibieron cortésmente las autoridades nigerianas que le acompañaron a una plataforma de madera cubierta por un dosel para defensa del sol inclemente. Enfrente se había situado una banda militar cuyo director dio la orden de atacar los himnos nacionales de ambos países. Sonaron entonces vibrantes las notas del Himno de Riego, no de la Marcha Granadera, y al oírlas el Almirante se cuadró, llevó su mano derecha al botón de su gorra y en posición de firmes, sin dejar de saludar, permaneció imperturbable hasta que terminó la música. No hizo comentario alguno ni presentó protesta formal. Comprendió que el director tenía la partitura equivocada sin malicia alguna y reaccionó con una cortesía ejemplar. Al fin y al cabo, durante cinco años de su vida como oficial de la Armada, había sido también su himno.
A partir de 1975 nada se legisló, sobre esta cuestión, por lo que habrá de estarse al Decreto de 17 de julio de 1942, en virtud del cual «queda declarado Himno Nacional el que lo fue hasta el 14 de abril de 1931, conocido por «Marcha Granadera», que… será ejecutado en los actos oficiales, tributándosele la solemnidad, acatamiento y respeto que el culto a la Patria requiere» . Es conocido también como «Marcha Real» pero conviene, como símbolo de todos, desligarlo de una institución concreta.
En esa época proliferaron también otros símbolos, los que dividían y se utilizaban para identificar las distintas facciones. Las camisas rojas, negras, pardas o azules; los saludos, puño cerrado bolchevique o brazo en alto, fascista; los cánticos, «La Internacional», el «Cara al sol» o el «Oriamendi»; los gritos, UHP, «Viva la República» y «Viva Rusia», «Viva España» o «Arriba España» y en la guerra hasta las divisas militares, «barras» para los republicanos o «estrellas» para los rebeldes, los rangos, cambiándose «comandante» por «mayor» y recuperándose en ambos bandos los grados de teniente general. En este momento quiero decir, y lo creo necesario para que quien siga leyendo pueda comprenderme, si lo desea, que jamás vestí ninguna de aquellas camisas ni coreé más vítor que el de España, ni alcé el brazo, ni apreté el puño, sólo ofrecí mi mano abierta, coreé el «Ardor guerrero» de la Infantería y «Margarita se llama mi amor», canción del campamento de Robledo, no otras y nunca me amparé en carnet alguno para medrar, ni proclamé «adhesiones inquebrantables». He sido, nada más pero nada menos, un español por los cuatro costados, orgulloso de serlo, y cuando se terció, un servidor leal de este pueblo indómito a quien muchos como yo reintegramos la soberanía y le devolvimos la libertad con la ilusión y el entusiasmo de cumplir una misión histórica
III
LOS DERECHOS Y LIBERTADES
1. La Ley de Defensa de la República y la Constitución.
La primera actuación del Gobierno provisional autonombrado en la noche del 14 de abril fue la publicación de un sedicente «Estatuto Jurídico», al modo de carta fundamental de los derechos ciudadanos que debería regir hasta la promulgación de una nueva Constitución, siendo su autor Alejandro Lerroux, flamante ministro de Estado. Su art. 4 contenía el reconocimiento de los derechos individuales y entre ellos, la libertad de prensa según la terminología al uso. Decía así:
«El Gobierno provisional orientará su actividad, no sólo en el acatamiento a la libertad personal y cuanto ha constituído en nuestro régimen constitucional el Estatuto de los derechos ciudadanos, sino que aspira a ensancharlos, adoptando garantías de amparo para aquellos derechos…»
Sin embargo ese mismo precepto incluía una reserva que anticipaba cuanto vendría poco después en forma de ley, advirtiendo que
«El Gobierno Provisional, en virtud de las razones que justifican la plenitud de su poder, incurriría en verdadero delito si abandonase la República a quienes, desde fuertes posiciones seculares y prevalidos de sus medios, puedan dificultar su consolidación. En consecuencia, el Gobierno provisional podrá someter temporalmente los derechos del párrafo cuarto a un régimen de fiscalización gubernativa, de cuyo uso dará asimismo cuenta circunstanciada a las Cortes Constituyentes».
Era esta última una garantía retórica, un brindis al sol si, como se esperaba, la asamblea resultara ser más una convención que un parlamento, escorada a la izquierda gracias a una nueva ley electoral «ad hoc» como habrá ocasión de ver.
En funcionamiento las Cortes constituyentes, antes de transcurrir una semana fue interrumpido el debate sobre la Constitución para tramitar el proyecto de la denominada «Ley de Defensa de la Repúb1ica» presentado el 20 de octubre por el Jefe del Gobierno, Azaña, con carácter de urgencia que fue sancionada el día 21. Redactada en términos de deliberada ambigüedad, merece la pena traer aquí su texto literal:
«Artículo 1º. -Son actos de agresión a la República, y quedan sometidos a la presente Ley: 1. La incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la Autoridad. -II. La incitación a la indisciplina o al antagonismo entre los Instituto armados o entre éstos y los organismos civiles.- III La difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público. -IV. La comisión de actos de violencia contra personas cosas o propiedades por motivos religiosos, políticos o sociales, o la incitación a cometerlos. -V. Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las Instituciones y organismos del Estado. –VI. La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras». VII. La tenencia ilícita de armas de fuego o de substancias explosivas. VII. La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase, sin justificación bastante. IX. Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial, las declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación. X. La alteración injustificada del precio de las cosas. XI La falta de celo y la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.
«Artículo 2º.-Podrán ser confinados o extrañados, por un período no superior al de vigencia de esta Ley, o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado para su realización: a) Los autores materiales o los inductores de hechos comprendidos en los números I al X del artículo anterior». Los autores de hechos comprendidos en el número XI serán suspendidos o separados de su cargo o postergados en sus respectivos escalafones. Cuando se imponga alguna de las sanciones previstas en esta Ley a una persona individual, podrá el interesado reclamar contra ella ante el señor Ministro de la Gobernación en el plazo de 24 horas. Cuando se trate de la sanción impuesta a una persona colectiva, podrá reclamar contra la misma ante el Consejo de Ministros, en el plazo de cinco días.
Artículo 3º.- El ministro de la Gobernación queda facultado: I. Para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social cuando por las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda perturbar la paz pública. II. Para clausurar los Centros o Asociaciones que se considere incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo 1º de esta Ley. III. Para intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las definidas en la Ley de Asociaciones; y IV. Para decretar la incautación de toda clase de armas o substancias explosivas, aún de las tenidas lícitamente.
«Artículo 4º.- Queda encomendada al ministro de la Gobernación la aplicación de la presente Ley. Para aplicarla, el Gobierno podrá nombrar delegados especiales cuya jurisdicción alcance a dos o más provincias. Si al disolver las Cortes Constituyentes no hubieran acordado ratificar esta Ley, se entenderá que queda derogada.
«Artículo 5º.-Las medidas gubernativas reguladas en los precedentes artículos no serán obstáculo para la aplicación de las sanciones establecidas en las Leyes penales.»
«Artículo 6º. Esta Ley empezará a regir al día siguiente de su publicación en la «Gaceta de Madrid».
La Constitución aprobada el 9 de diciembre contenía una panoplia de libertades y derechos a guisa de «garantías individuales y políticas», como eran el principio de igualdad sin discriminación, la libertad de conciencia o religiosa, la legalidad penal y el derecho al juez competente, la libertad personal y la seguridad, las libertades de circulación, de residencia y de inmigración, la inviolabilidad del domicilio y de correspondencia, la libertad de elegir profesión y de industria y comercio, la libertad de expresión sin censura previa, los derechos de petición, de sufragio activo y pasivo femenino, de reunión, manifestación y asociación, incluido el de sindicación, de acceso a empleos y cargos públicos así como a la permanencia en ellos y una singular tabla de derechos de los funcionarios, más una serie de derechos sociales. Ahora bien, en ningún momento los autores de la Constitución creyeron que estuviera diseñada para poner los derechos fundamentales «más allá del alcance de las mayorías» en frase de Robert Jackson, magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Al contrario, su tendencia compulsiva era la de jugar con la ley, obra de una mayoría coyuntural, para debilitar o negar si llegare el caso cualquier derecho individual. Si la democracia consiste en el gobierno de la mayoría con respeto a las minorías, los republicanos de entonces no compartían esa opinión. Otra sería la perspectiva de la Constitución de 1978 en éste como en otros aspectos. Las libertades y derechos fundamentales han sido enunciados con generosidad, protegidos especialmente del ataque de todos los poderes públicos y, en definitiva, blindados. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos» (art. 53.1 CE), que habrá de ser Orgánica, cuya aprobación, modificación o derogación… exigirá mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto (art. 81, 1 y 2, CE)
Sin embargo, la disposición transitoria segunda de la Constitución estableció que tal Ley conservará su vigencia con carácter constitucional mientras subsistieran las Cortes Constituyentes, si éstas no la derogaren expresamente. El diputado del grupo «federal», José Franchy Roca, «figura siempre prócer», votó en contra de aquella disposición en nombre de esa minoría, dando una «fiel imagen de nuestro republicanismo romántico y nobilísimo de antaño», frase en la que Pérez Serrano dejaba traslucir su concepto menos entusiasta del contemporáneo. Por otra parte, la Ley del Tribunal de Garantías Constitucionales excluyó de su conocimiento «las leyes aprobadas por las actuales Cortes con anterioridad a la presente», cláusula también notoriamente contraria a la Constitución cuya «defensa» se le encomendaba. Defensa por defensa prevaleció la que desintegraba la carta de las libertades y de los derechos humanos, negando por otra parte al régimen su condición de Estado de Derecho que, eso sí, nunca se arrogó.
Esta Ley, desde una perspectiva estrictamente jurídica adoleció mes y medio después de una notoria inconstitucionalidad sobrevenida, como advirtió oportunamente Pérez Serrano en cuya opinión las disposiciones de tal Ley, entrañaban «jurídica y políticamente gravedad inmensa. Sin que el aspecto político nos interese, forzoso es indicar en cuanto al aspecto jurídico lo siguiente: que no pueden marchar juntos, ni situarse a un mismo nivel, ni convivir armónicamente en un texto los preceptos de la aludida Ley y los contenidos en la Parte dogmática de la Constitución, que, por tanto, y mientras la citada ley rija, existe la incompatibilidad que el propio Jefe del Gobierno reconocía; que esa incompatibilidad se traduce en la ineficacia de la Constitución, y en su derogación virtual y dolorosa por la ley de referencia; y que no deja de ser paradójico que se haya organizado todo un Código fundamental tan inservible que no pueda defender a la República (según argumento del Sr. Ossorio). No faltaba razón al Sr. Jiménez y Jiménez al decir que «nada de lo establecido en esta Constitución rige hasta que se disuelvan las Cortes Constituyentes…; ni al Sr. Balbotán al razonar cómo quedaban «escarnecidos los derechos del hombre… por esa ley que se trataba de perpetuar…»
«Sobre todo, produce verdadera pesadumbre pensar que, por torpeza inconcebible, la mención a esa Ley excepcional, que al mismo Gobierno desagradaba…, cristaliza y adquiere perennidad en el nuevo Código político español: nunca, nunca, quedará ya libre de este aditamento triste y agrio; y si el arrastrar cadáveres (parodiemos la frase) es siempre poco recomendable, no se diga cuanto más ha de serlo si se trata de cuerpos muertos que ni aún en vida demasiadas simpatías». «No nos resignamos a creer que faltaran fórmulas más afortunadas, capaces de conciliar las necesidades de Gobierno con las exigencias de la nueva Constitución, y nos duele profundamente saber que el texto de esta Disposición Transitoria se debiera al ilustre Ministro de Justicia Sr. de los Ríos; sólo la celeridad en el trámite impidió, sin duda, una construcción feliz que su preclaro juicio hubiera hallado en otro caso sin esfuerzo» . La singular situación fue resumida por el gran escritor Fernández Flórez, «Hoy tendremos Constitución, pro no disfrutaremos plenamente de ella. Ayer acordaron las Cortes que continúe en vigor la Ley de Defensa de la República, que merma nuestras libertades. El sol del primer día republicano constitucional nace oscurecido parcialmente por un eclipse».
En aquellos tristes años que, a velocidad uniformemente acelerada, condujeron a la catástrofe, los derechos del hombre y del ciudadano que proclamaron los revolucionarios del XVIII fueron permanentemente maltratados, desde el principio al final, por una República entre jacobina y soviética. El derecho a la vida y a la integridad física de las personas, su libertad personal o la propiedad sufrieron agresiones constantes, a veces gravísimas y muchas irreparables. Se ha dicho que el fracaso de la República estuvo en el orden público y en verdad que el nuevo régimen se desangró en las calles, tomadas por las opuestas facciones extremistas de la izquierda –socialistas de Largo Caballero, comunistas, anarquistas- y de la derecha –falangistas, carlistas-. La «quema de conventos», Casa Viejas, Castilblanco, la cuenca del Llobregat, el «octubre rojo» del 34, la pendiente de violencia en la «primavera trágica de 1936» que culminaría en el asesinato del diputado jefe de la oposición monárquica en el Congreso por un grupo de agentes de la autoridad, son las pinceladas más significativas, no las únicas. Sin embargo, para mostrar la consistencia de la hipótesis de trabajo que sirve de fundamento a esta investigación sobre la razón histórica de nuestra vigente Constitución, me ha parecido preferible seleccionar tres libertades, no las más importantes existencialmente, sino las más significativas desde una óptica política y, sobre todo, constitucional: la libertad religiosa, la libertad de enseñanza y la libertad de imprenta en la Constitución de 1812 o en nuestra terminología actual, la libertad de expresión que se empareja con el derecho a suministrar y recibir información en el art. 20 de nuestra Constitución, vigente ya 31 años cuando estas líneas se publiquen.
2. Libertad religiosa.
La Constitución de la Segunda República proclamaba en su artículo 3º que el Estado español no tiene religión oficial, declaración de laicismo aparentemente neutral o aséptica que convertiría en agresiva el art. 26, «verdadero punto neurálgico» del texto , «cartucho detonante» al decir de Ortega y Gasset que se aprobó por 178 votos con 223 diputados ausentes y 59 en contra, mientras las minorías vasconavarra y agraria se retiraban además del hemiciclo. Dos días antes Azaña había pronunciado un discurso decisivo con una tesis central, «España ha dejado de ser católica», opinión personal más que reflejo de la realidad, como estaba a la vista si se miraba alrededor. La tensión política pues, se condensó en el art. 26, con el recuerdo del ejemplo mejicano muy reciente, en cuya virtud todas las confesiones religiosas se consideraban simples Asociaciones, eso sí sometidas a una ley «especial», a las cuales se incapacitó para adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinaren a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos, prohibiéndoles ejercer la industria, el comercio y la enseñanza, con sumisión a todas las leyes tributarias del país vedando a las instituciones públicas el mantenerlas, favorecerlas o auxiliarlas económicamente con disolución de las Órdenes que estatutariamente impusieran voto especial de obediencia a autoridad distinta del Estado cuyos bienes serían confiscados. Un hombre que tan expertamente manejaba el verbo y la pluma no supo medir bien su poder. La aprobación provocaría la dimisión del Presidente y del Ministro de la Gobernación, crisis que fue resuelta ese mismo día encargando al de la Guerra, Azaña, la formación de otro Gobierno en el cual Santiago Casares Quiroga ocupó la poltrona del dimisionario Maura.
Pues bien, este precepto sería calificado como una «invitación a la guerra civil» por Niceto Alcalá Zamora Presidente del Gobierno Provisional y por el pusilánime Ministro de la Gobernación Miguel Maura. Nadie hizo caso a don Pío Baroja cuando escribió por entonces que las palabras, sobre todo cuando no se entienden, llevan a la guerra y la barbarie. Como consecuencia de este «celoso y sañudo anticlericalismo» , según Sánchez Albornoz, se promulgaría la «ley especial de congregaciones religiosas el 2 de junio de 1933 que desarrolló con el máximo rigor las «bases» marcadas en el art. 26, aunque la Compañía de Jesús había sido disuelta con la confiscación de sus bienes el año anterior. La respuesta a vuelta de correo fue la carta colectiva que firmaron en Roma los Prelados españoles, declaración de guerra a la República cuya «odiosa tiranía» denunciaban y a la que Pío XI en su encíclica «Dilectissima nobis», un día después, dedicó una dura diatriba calificándola de «nefasta». El último acto sería una de las más sangrientas persecuciones religiosas de todos los tiempos, con 7.000 clérigos, frailes y monjas asesinados, sin contar los innumerables seglares que también lo fueron por la simple circunstancia de ser creyentes.
La libertad religiosa se concibe en 1931 como simple libertad de conciencia, cuya sede es la intimidad de la persona, el «fuero interno», con prohibición en principio de las manifestaciones exteriores del culto, aun cuando pudieran ser autorizadas gubernativamente, solución acorde con el afrancesamiento de aquellos republicanos. Pero en Francia, por ejemplo, las procesiones en la Semana Santa nunca tuvieron el esplendor estético, el arraigo popular y el atractivo turístico de las españolas. Así que, por una curiosa paradoja, el art. 11 de la Constitución de 1876 se generalizó a todas las confesiones religiosas declarando implícitamente como «religión» del Estado el laicismo militante y hostil. Lo mismo había hecho la Unión Soviética con el ateismo. Naturalmente la exteriorización de las convicciones antirreligiosas no tenía traba alguna. El Gran Arquitecto podía ser reverenciado pero Yahvé, Alá o Dios eran sometidos a arresto domiciliario. Proscritos Confucio, Buda, Mahoma, Moisés o Jesús sólo quedaron Carlos Marx o Lenin y eliminados los libros sagrados, ahí estaban el Capital o el Manifiesto comunista. La monarquía absoluta sustituída por la «república absoluta», todo un salto, un «salto atrás» por supuesto.
El texto constitucional no fue la causa sino el reflejo de la visceral hostilidad republicana hacia la Iglesia Católica, víctima desde el principio del odio fanático, ese odio destilado lentamente en amarga expresión de Manuel Azaña, su más activo alquimista. No había transcurrido un mes desde la proclamación de la República cuando en la mañana del domingo 10 de mayo, con ocasión de inaugurarse un «Círculo Monárquico» a través de cuyo altavoz sonó la «marcha real» se trabó una algarada en la calle de Alcalá, seguida de la intentona de asaltar la sede de ABC en la Castellana, donde corrió la sangre. Al día siguiente, la plebe enardecida y empujada por el Partido Comunista, como se jactó Enrique Matorras, Secretario del comité central de la juventud puso fuego a casi un centenar de templos en Madrid ante la pasividad de las fuerzas de seguridad, que los acordonaron para dejarlos arder sosegadamente. La jornada incendiaria, que ha pasado a la Historia como «la quema de conventos» comenzó con el saqueo y destrucción de la casa de los jesuitas situado en la calle de la Flor con una biblioteca de 80.000 volúmenes, cerca de la Red de San Luis en la Gran Vía, ardiendo luego en ésta el convento de las Carmelitas en la Plaza de España, el Instituto Católico de Artes e Industrias, en los bulevares de Alberto Aguilera y el Colegio de las Maravillas, con otros edificios en barrios más alejados. Azaña, se opuso en el Consejo al uso de la fuerza pública para reprimir los disturbios con su segunda frase histórica, Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un solo republicano dijo con frialdad suicida el Ministro de la Guerra, una de la media docena de sentencias que, parafraseando a Alberti, remacharían el ataúd de la República y nos llevarían a la tragedia. Esta tolerancia de la «rebelión de las masas» pasaría muy pronto la factura. «Los que pegaban fuego a las iglesias, pegaban fuego a la República» se lamentaría luego el republicano en el exilio Ramos Oliveira . Manuel de Falla escribía por entonces a Fernando de los Ríos, «!Así no podemos convivir con este régimen!». «Cierto, la quema de las iglesias no es la II República -comenta en nuestros días el profesor Ruiz Manjón- pero no deja de ser muy significativo que el 14 de abril se proclame el nuevo régimen y el 10 de mayo, sólo un mes después, estén ardiendo. Eso nos tiene que resultar significativo a los historiadores».
Pocos días después el Gobierno extrañaba al Obispo de Vitoria, sede de la gran diócesis que comprendía las Provincias Vascongadas y al Primado de España, Cardenal Segura. A siguiente año eran expulsados los jesuitas. Dentro del espíritu jacobino propio del bienio se dictó la Ley de 30 de enero de 1932 y su Reglamento de 8 de abril que impuso la «secularización» de los cementerios municipales, vieja aspiración de la izquierda, eliminando toda inscripción o signo alguno de carácter religioso en cualquier lugar de su recinto y haciendo caer las tapias que separaban los civiles de los confesionales contiguos, con posibilidad de incautación y expropiación de los parroquiales. Era una muestra más del laicismo como religión alternativa del Estado, impuesta al modo constantiniano. Nada de cruces de las distintas confesiones cristianas, ni estrellas de David o medias lunas musulmanas, pero sí hoces y martillos (que por cierto se entrelazan como una cruz), ojos, cartabones o compases y mandilones masónicos. En 1934, con ocasión de la insurrección armada de socialistas, anarquistas y comunistas contra el Gobierno legítimo de la República, las turbas se ensañaron con clérigos y fieles, templos y hasta tumbas, exhumando esqueletos y cuerpos momificados de monjas y religiosos en Asturias y Barcelona. Más adelante con Azaña en la presidencia de la República y Casares Quiroga, su doméstico, al frente del Gobierno, el panorama empeoró. No sólo se cerraban uno tras otro los colegios católicos sino que en algunas zonas se intensificó la hostilidad hacia las actividades religiosas. Como reconoce Malefakis «los curas se veían acosados sin piedad; se hacía sentir a quienes acudían a las iglesias que ir a misa ya no era seguro». Las que permanecían en pie y abiertas al culto porque los incendios provocados y las profanaciones continuaban a buen ritmo. Nada de sorprendente tiene que la guerra civil diera lugar en la zona republicana, donde no hubo el menor atisbo de libertad de cultos en los tres años que duró, a la más sañuda persecución religiosa que se cobraría más de siete mil víctimas, todas de hábito o sotana, sin contar los miles de seglares que sucumbieron por el simple hecho de «ser católicos» . La imagen que todo lo resume es la fotografía de un grupo de milicianos y milicianas fusilando una escultura, la del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, estampa de la barbarie inútil. Esto no es «memoria histórica» sino Historia a secas.
La victoria de los otros en la guerra civil, produjo la reacción pendular típica del carpetovetónico. El Nuevo Estado se hizo confesional hasta la médula y con la máxima intensidad posible. El cardenal Pla y Deniel había elevado a «cruzada» el «movimiento cívico-militar» como lo calificara la Carta Colectiva del Episcopado español urdida por el cardenal Gomá. En 1938 se restituyó en la plenitud de la anterior situación a la Compañía de Jesús. La tercera Ley Fundamental, el Fuero de los Españoles (1945) proclamaría que «la Religión Católica es la del Estado español», reimplantando el sistema del art. 11 de la Constitución de 1876, tolerancia para las demás confesiones, no libertad, y autorización tan sólo del ejercicio privado de otros cultos (art. 6º). Dos años después, la quinta Ley Fundamental para la Sucesión en la Jefatura del Estado (1947) lo configuraría como «católico, social y representativo que de acuerdo con su tradición se declara en Reino». Por su parte, el Concordato con la Santa Sede (1953) proclamaría que «la Religión Católica, Apostólica, Romana» sigue siendo «la única de la Nación Española y gozaría de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico» . Otra ley de rango paraconstitucional, la de Principios del Movimiento (1958) llegó más lejos y declaró el propósito de acatar «la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera, que inspirara su legislación,» aun cuando por otra parte en ella se proclamara la libertad religiosa siguiendo lo dicho por el Concilio Vaticano II, regulada más tarde por la «Ley Castiella» 14/1967, de 28 de junio. Allí se «reconoce el derecho a la libertad religiosa fundado en la dignidad de la persona humana y asegura a ésta, con la protección necesaria, la inmunidad de toda coacción», así como a «la profesión y práctica privada y pública de cualquier religión», sin que las creencias religiosas puedan constituir motivo de desigualdad ante la ley» (arts 1 y 2). El reconocimiento legal de las confesiones religiosas no católicas podría solicitarse mediante su constitución en Asociaciones confesionales (art. 13). La competencia administrativa en esta materia se adjudicó al Ministerio de Justicia que la ejercía por medio de la Comisión Interministerial- de Libertad Religiosa, presidida por el Subsecretario (art. 34) .
La Constitución Española de 1978 optaría por una posición muy equilibrada con un sólido fundamento sociológico. El talante pacificador de su art. 16 es muy distinto de su agresivo ancestro en la Constitución de la Segunda República y alejado también del consagrado por el Régimen precedente, ambos excluyentes. Desaparece por escotillón la confesionalidad del Estado y al tiempo se proclama la más amplia libertad ideológica, religiosa y de culto, para que nada quede fuera, sin más limitación en sus manifestaciones exteriores que la necesaria para el aseguramiento del orden público. Se reconoce así lo que se ha venido en llamar el «hecho religioso», el elemento mágico del hombre y, en definitiva, la realidad. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Para su desarrollo se estableció un Registro de Entidades Religiosas, calificado por el Tribunal Constitucional como expresión de «positiva laicidad» (STC 46/2001) y a su amparo se firmarían una serie de Convenios no sólo con la Iglesia Católica sino con la Evangélica, la Comunidad Judía, la Musulmana y la Budista.
2.- La libertad de enseñanza.
Es evidente que en España, como en otros muchos países de distintas culturas, pero sobre todo en los de nuestro entorno, la cuestión religiosa y la educación se presentan entrelazadas. La perspectiva desde la que se contemple la primera determinará en muchos aspectos la configuración de la otra. Es cierto que uno de los temas en los cuales la República puso mayor ímpetu fue el educativo. Falta hacía en un país con un elevado índice de analfabetismo –más del 25 %- que no disminuyó en aquellos años a pesar de los esfuerzos realizados, quizá por el enfoque sectario, quizá por falta de una planificación adecuada o quizá porque ésta era imposible desde una perspectiva tan sesgada. Tomando como ejemplo la Institución Libre de Enseñanza se hizo mucho por elevar el nivel profesional y la dignidad del Magisterio, sector marginado en la sociedad de su tiempo. El ministro de Instrucción Pública del Gobierno Provisional, que profesionalmente era «maestro de escuela», Marcelino Domingo, «creó 27.000 escuelas sobre el papel y 3.000 sobre el terreno. Su sucesor, Fernando de los Ríos, con incomparables títulos familiares y no menos personales para ocuparse de tales materias, incrementó el número de las escuelas efectivamente creadas hasta 10.000». Salvador de Madariaga, que desempeñó esa cartera durante cinco semanas en 1934, se encontró con que había a su disposición 10.500 maestros sin escuela y 10.500 escuelas sin maestro, «producto del vicio de confundir una escuela con un edificio» .
El panorama desolador en este aspecto fue expuesto en el Congreso por Fernando de los Ríos en respuesta a la interpelación de un diputado:
«En Madrid concurren a las escuelas públicas 37.000 niños; a las escuelas privadas, religiosas principalmente, 44.000, y sin poder asistir a unas ni a otras, 45.000. En Barcelona van a las escuelas del Estado y del Ayuntamiento, 25.000 niños; el resto hasta 120.000 o no están en ninguna parte o están en escuelas privadas o religiosas. En este momento hay en el Ministerio 8.000 instancias pidiendo escuelas. Se necesitarían unos 160 millones de pesetas para construirlas y podemos disponer apenas de 25 millones; quizá, como una esperanza, de 30 millones de pesetas»
Tal era la situación escolar cuando cruzaban la frontera los jesuitas expulsados como consecuencia de la disolución de la Compañía, señaló Josep Pla , cuyos efectos negativos no tardarían en sentirse precisamente en el campo de la enseñanza. «En total residían en España 2.987 jesuítas de los 3.630 españoles que contaba la Orden para atender 40 residencias, 8 universidades y centros de alta cultura, 21 colegios de segunda enseñanza, 3 colegios máximos, 6 noviciados, 2 observatorios astronómicos y 5 casas de ejercicios, sostenían además 163 escuelas para la enseñanza elemental y profesional. En los colegios de segunda enseñanza se educaban 6.798 escolares. Inspiraban y dirigían 1.198 misiones populares y 451 asociaciones piadosas. En Fontilles acogían a 635 leprosos. De las residencias españolas salían los profesores para los trece grandes colegios de Hispanoamérica, para la Universidad de Bombay y colegios de estudios superiores de la India; para los observatorios astronómicos de la Habana y Manila y para las Misiones de Extremo Oriente» . En esta actitud hostil latía la idea, expuesta por Madariaga, de que «es España una nación comida por los curas, a la que cierra el paso hacia la luz de la ciencia una maligna Iglesia católica (que) ha de confinarse al basurero de los numerosos errores que sobre España circulan por el mundo .

El Gobierno de Casares Quiroga, siendo ya Azaña Presidente de la República, en la «primavera trágica» de 1936, dio una vuelta de tuerca más en esta cuestión. Su ministro de Instrucción Pública, Francisco Barnés, resultó ser más radical aún que Marcelino Domingo. Según relata el historiador británico Robinson el 28 de febrero el Gobierno de Azaña había ordenado a los inspectores que visitaran los colegios dirigidos por congregaciones religiosas, que clausuraron muchos de ellos por su cuenta. Con el nombramiento de Barnés, el cierre de estos colegios y la confiscación ilegal de los de carácter privado se convertiría en la política oficial. Un diputado cedista solicitó que no se cerraran tales escuelas hasta que sus alumnos encontraran plaza en las públicas, a lo cual el ministro respondió que los católicos debían sufrir por sus pecados de omisión pues habían fracasado a la hora de desarrollar suficientemente la enseñanza oficial a partir de 1933, reproche un tanto cínico porque, siendo la Ceda el partido mayoritario, nunca le dejaron ejercer el poder plenamente como le hubiera correspondido en el régimen parlamentario que proclamaba la Constitucin. El lenguaje agresivo del ministro en tan áspero diálogo parlamentario provocó que ese partido se retirara temporalmente del Congreso dado que se estaba infiriendo «una ofensa intolerable a la conciencia católica del país». Esta política se consumó con el apoderamiento de todos los centros educativos confesionales por un Decreto de 28 de julio, diez días después del alzamiento.
La República no tuvo tiempo ni humor, añade don Salvador, para un problema más hondo todavía, la cultura del adulto, aunque algo se intentó con las «misiones pedagógicas» destinadas a hacer penetrar hasta lo más recóndito del territorio nacional el saber y las artes. Era una idea de Giner de los Ríos llevada a cabo por Manuel Bartolomé Cossío, que también patrocinó los «museos del pueblo». «Componíanse estas misiones de grupos de maestros y estudiantes con el material necesario para dar a sus auditorios obras de arte, cintas cinematográficas, música en gramófono y aun directamente ejecutada, instrumental y coral, reproducciones de cuadros y libros». En esa línea estaba «La Barraca» de Federico García Lorca y una iniciativa del mismo Madariaga consistente en montar un «hogar del pueblo» en todos los que fueran cabeza de juzgado municipal con sala de espectáculos para teatro, cinematógrafo y receptor de radio, «a fin de mantener una corriente constante de educación científica y estética», idea que no llegó a cuajar.
En 1931 nada se dijo de que hubiera un derecho a la educación ni de la libertad de darla y recibirla, poniendo el énfasis en que el servicio de la cultura –abstracción muy germánica- es atributo esencial del Estado que lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de escuela unificada (art. 28). La «escuela única» o mejor «unificada», que traduce con fidelidad la expresión alemana «Einheitsschule», fue un movimiento pedagógico social impulsado a principio del siglo XX por los partidos políticos populares o socialdemócratas y por el magisterio primario público. En palabras de sus predicadores era «la organización unitaria de las instituciones educativas de un pueblo, de suerte que fueran accesibles a todos sus miembros según sus aptitudes y vocaciones y no según su situación económica, social y confesional» . En definitiva, se configuraba un sistema igualitario, la escuela de barrio, con una educación homogénea, por supuesto pública y por supuesto laica, polo opuesto de la libertad de enseñanza. Era lo que habían impuesto de consuno el comunismo soviético y el nacionalsocialismo para implantar en las mentes infantiles y juveniles el pensamiento único, sin respetar el pluralismo social, ideológico y, en síntesis, político. Se trataba de unificar en la escuela lo que la sociedad diversifica. Digámoslo de una vez, un modelo totalitario, tanto como lo fue después el impuesto por el Nuevo Estado salido de la guerra civil.
El art. 48 de la Constitución eligió este arquetipo con todos sus rasgos, absteniéndose por de pronto de proclamar una libertad de enseñanza en la que evidentemente no creían sus redactores. La cultura y, con ella, la educación se configuran como un servicio del Estado que éste suministrará en su totalidad, por sí mismo. Todo ello guarda coherencia con la tesis expuesta por Azaña ya en marzo de 1914, en un artículo periodístico en «El Eco de Alcalá» «conquistar el poder para apoderarse de la escuela». Es claramente un precepto totalitario y nada democrático. No guarda ninguna semejanza con lo que ocurría por entonces en el Reino Unido o en Estados Unidos y ni siquiera en la República francesa, sino con la práctica de la Unión Soviética, comunista, o el III Reich nacional-socialista. Para comprender el contenido y alcance de la «escuela unificada» hay que ponerlo en conexión con el art. 26 que prohibía ejercer la enseñanza en general a las instituciones religiosas, católicas sobre todo pero también a las demás, así como a sus clérigos o ministros, quedando tan sólo la de sus propias doctrinas en sus propios establecimientos, aunque así y todo sujeta a la inspección del Estado. La enseñanza privada sufrió un rudo golpe pero hubo de ser provisionalmente tolerada para evitar el colapso completo y la desescolarización masiva. Con cierta timidez surgieron Centros educativos regidos por seglares o laicos pero con orientación religiosa, como el Colegio San Ignacio (de Antioquia, no de Loyola) en Costanilla de los Ángeles el fundado y dirigido por don Ignacio García Lahiguera, perteneciente a una familia de solera católica. En palabra de Ronald Fraser , hubo «una lucha republicana feroz, demasiado feroz a mi juicio, para eliminar el dominio ideológico de las iglesias, especialmente en la educación».
La victoria del bando nacional dio la vuelta a la tortilla, muy en el estilo carpetovetónico. El Nuevo Estado nacido en la guerra civil promulgó tempranamente la «ley» de 20 de septiembre de 1938, obra del ministro de Educación Pedro Sáinz Rodríguez donde se configuraba un nuevo Plan de Estudios de Bachillerato que podía ser cursado en los Institutos o en Colegios particulares debidamente autorizados e intervenidos por el ministerio de Educación Nacional. El título se obtenía previo un «examen de Estado» ante tribunales especiales de la Universidad. En 1953 se dictaría una nueva Ley para la enseñanza media con un curso menos pero con otro «preuniversitario», troceado en una fase «elemental» y otra «superior», con dos reválidas al final de cada una. Estuvo prohibida durante estos cuarenta años la «coeducación» de chicas y chicos, aunque por necesidades prácticas se toleró en algún caso excepcionalmente. No será hasta 1943 que la primera de las leyes salidas de las nuevas Cortes Españolas, sancionada el 29 de julio, proceda a la ordenación de la Universidad, desprovista de autonomía, que había de funcionar bajo la dirección del Ministerio de Educación Nacional. Eran once y siete las Facultades existentes en ellas, dos de nueva planta, Ciencias Políticas y Económicas (luego desglosadas) y Veterinaria. Los títulos los expedía el Ministerio en nombre del Jefe del Estado y del Ministro, firmándolos habitualmente el Subsecretario y el Rector. Éste, que era nombrado por el Gobierno, tenía asiento en las Cortes. A los estudiantes se les afiliaba «velis nolis» en el Sindicato Español Universitario, único y falangista. Sin embargo en el ámbito universitario la mujer tuvo siempre la puerta abierta y abundaban no sólo en Filosofía y Letras sino también en Ciencias y más tarde en Derecho, pero no en las Escuelas Especiales.
Tal era el panorama cuando, como reflejo de la transformación de la estructura económica y social de España que, en una década, la de los sesenta del siglo, cambió por completo su imagen, y también como consecuencia de un análisis exhaustivo de la situación publicado en un Libro Blanco, se promulgó la Ley General de Educación 14/1970, de 4 de agosto, la «ley Villar», donde el sistema educativo se concibe por primera vez como una estructura «para asegurar la unidad del proceso de la educación». La principal y revolucionaria innovación de la Ley fue la configuración de la antigua «instrucción primaria», ahora llamada educación general básica y la formación profesional de primer grado, como obligatorias y gratuítas, dando para los niveles posteriores plena efectividad al principio de igualdad de oportunidades mediante ayudas, subvenciones o préstamos a quienes carecieran de los indispensables medios económicos. El título de Graduado escolar permitía el acceso al bachillerato unificado y polivalente que constaba de tres cursos. En paralelo se desarrollaba la Formación Profesional. La educación superior había de ir precedida de un curso de orientación universitaria. Ahora bien, otra de las innovaciones, con una innegable carga social, fue la posibilidad de que a quienes hubieran perdido el tren del proceso educativo por su posición se les abrieran las puertas de las aulas universitarias sin el bachillerato, si eran mayores de 25 años, mediante un curso y la superación de unas pruebas. Se erigió en 1972 la Universidad de Educación a Distancia, la Universidad de quienes teniendo necesidad de trabajar para ganarse la vida desearan estudiar una carrera . El número de Universidades se duplicó, creándose numerosos Colegios Universitarios, uno al menos en cada provincia como semilla de nuevas Universidades para impartir el primer ciclo de las licenciaturas, así como las Politécnicas con las Escuelas de Ingeniería y de Arquitectura hasta entonces extravagantes y otorgando ese rango académico a los estudios de Bellas Artes, Música, Arte Dramático y Periodismo, cuya primera Facultad se inauguró en 1970. En la línea ya instaurada al finalizar la guerra civil, pero ampliando su ámbito, se mantuvo la coexistencia de la enseñanza pública y la privada. Por ello, los Centros docentes podían ser estatales o privados, siendo éstos los pertenecientes a la Iglesia o a otras Instituciones o personas físicas y jurídicas, con arreglo al régimen de previa autorización. Para implantar la gratuidad en la enseñanza general básica los centros privados habían de ser subvencionados por el Estado en la misma cuantía que representara el coste de sostenimiento por alumno en los Centros estatales, más la cuota de amortización e intereses de las inversiones requeridas, previos los correspondientes conciertos. Ahora bien, los datos más significativos son dos, uno que en 1973 se había erradicado el analfabetismo, del que sólo quedó el residual o vegetativo y el otro, que estaba escolarizada toda la población infantil hasta los 14 años.
Era necesaria esta exposición tan extensa de lo acaecido entre la proclamación de la República y el fin del Régimen posterior para hacer comprender al lector lo que significa el art. 27 de la Constitución de 1978, donde se abandonan las tendencias totalitarias de ambos sistemas políticos y se proclaman por primera vez dos libertades, la de enseñanza con la de crear centros docentes a todos, sin exclusiones ni condicionamientos, y dos derechos, el derecho de todos a la educación y el que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (párrafos 1-6/1-3)
2. La libertad de prensa
La Constitución de 1931 contenía un art. 34 con el texto siguiente:Toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de difusión, sin sujetarse a la previa censuraEn ningún caso podrá recogerse la edición de libros y periódicos, sino en virtud de mandamiento de juez competenteNo podrá decretarse la suspensión de ningún periódico, sino por sentencia firme.
En el discurso pronunciado ante las Cortes en la tarde del 20 de octubre para presentar el proyecto de Ley de Defensa de la República, el Jefe del Gobierno, Manuel Azaña, cuya animadversión por los periodistas y los periódicos confiesa en muchos asientos de sus «Diarios», afirmó que dicha Ley no iba contra la prensa digna sino «contra esos reptiles que circulan por la sombra, sembrando el descrédito o la burla o las malas pasiones», coartada sempiterna de todos los inquisidores.. A pesar de ello, añadió, las sanciones que consignaba la Ley no podían ser «ni más benignas ni más suaves». Cuando el día 26 el ministro de la Gobernación, Santiago Casares Quiroga, recibió a una comisión de directores de diarios de Madrid, que fueron a exponerle su inquietud por una disposición que lo dejaba todo al arbitrio del Gobierno, el ministro declaró rotundamente que no quedaría menoscabada ni limitada la libertad de la prensa.
Ningún precepto constitucional ni promesa alguna fueron más incumplidos que aquel y ésta. A pesar de sus palabras, tan claras y contundentes, conviene anticipar desde aquí mismo que, al margen de las constantes suspensiones de periódicos sin sentencia firme, la censura previa de la prensa estuvo vigente más de las tres cuartas partes de los cinco años que duró el doloroso experimento republicano y, por supuesto, durante los mil días de la guerra civil. En las dos zonas sólo se permitía a los diarios publicar una vez en cada número la mención del «visado» y las líneas o los originales tachados por el lápiz rojo del censor habían de ser sustituídos por otros textos equivalentes autorizados. Para llamar la atención de los lectores sobre lo que había sido suprimido, las publicaciones recurrieron a una especie de autopublicidad, intercalando en el lugar de lo tachado un entrefilete con la invitación «lea usted… (aquí la cabecera del periódico), aun cuando poco duró el ardid pues se prohibió que tal indicación pudiera ser utilizada más de dos veces en cada número. Comentando este régimen de Prensa, decía ABC, en un editorial titulado «La situación de la Prensa», el 3 de febrero de 1932:
«La censura (en los tiempos de la Dictadura) era una mutilación del periódico y de la libertad; se nos llevaba textos determinados, ésta o la otra crítica, o sólo el matiz y el vigor de un artículo. La Ley de Defensa elimina los temas enteros, cohíbe toda nuestra libertad, y si no le sacrificamos toda nuestra lícita opinión, o no acertamos en la medida del sacrificio, nos trae la suspensión temporal o ilimitada, se nos lleva el periódico, todas las funciones del periódico en la vida social, cultural e industrial y destruye intereses cuya pérdida es en algún caso pena enorme que ningún tribunal impondría por ningún delito de pluma.»
He preferido, a costa de la amenidad, una exposición detallada de los desmanes o desafueros porque si los resumiera en uno o dos párrafos el lector podría sospechar o temer que el autor los hubiera interpretado, tergiversado o exagerado y, en definitiva manipulado, tan inverosímiles y casi increíbles resultan. Nadie en su sano juicio podría creer bajo palabra la avalancha de agresiones sufridas por la prensa a manos d los Gobiernos o los cambalaches y tejemanejes del Presidente de la República que se narrarán en otro capítulo. Hay que palparlas como el desconfiado apóstol.
a. El Gobierno provisional.
Con ocasión de la «quema de conventos», que puso en peligro todo el abanico de los derechos fundamentales desde la integridad física de muchos y la vida de algunos, así como sus propiedades , a la libertad religiosa y la cultura, la víctima inmediatamente vapuleada a continuación fue la libertad de prensa. Apenas iniciada la algarada, las turbas se dirigieron a la casa de ABC en el Paseo de la Castellana para incendiarla, cayendo muertos en el tiroteo con la Guardia Civil dos de los agresores y heridos algunos más. El Gobierno a su vez, decretó la suspensión indefinida del periódico, la incautación del edificio y de sus instalaciones con la detención del director, Juan Ignacio Luca de Tena, y una manifestación organizada por el Ateneo arrasó el quiosco de El Debate ante la iglesia de las Calatravas, en la calle de Alcalá pasada la de Peligros. Declarado el estado de guerra, mientras ardían decenas de edificios religiosos acordonados por la fuerza pública y sin actuación de los bomberos, el General Jefe de la primera división orgánica, Gonzalo Queipo de Llano, comunicó personalmente al redactor jefe de El Debate, Francisco de Luis y Díaz, que por orden del Gobierno el periódico quedaba suspendido indefinidamente. Desde Madrid la furia popular se propagó a Barcelona y otras provincias donde más de un centenar de iglesias y conventos ardieron entre el lunes 11 y el martes 12, pero las llamas alcanzaron también a «La Verdad de Murcia, «La Voz de Levante» de Alicante, «La Unión Mercantil» de Málaga, «La Gaceta del Sur» de Granada y «La Información» de Cádiz, habiendo podido salvarse en el último momento «El Defensor de Córdoba», todos ellos de tendencia conservadora.
La suspensión de «El Debate» duró algo más de una semana y pudo reaparecer el 20 de mayo «porque –según explicó Maura- era una simple «medida preventiva». El cierre de ABC, según añadió el ministro, «es ya otra cosa», utilizándose como sanción. El 27 de mayo se autorizó la reaparición de «Blanco y Negro» pero no la de su hermano mayor, a pesar de haber dimitido su director para allanar el camino, sin que el juez encontrara en él indicios de responsabilidad penal. Sólo cuando fue puesto en libertad, el 5 de junio, pudo reanudar su publicación el diario monárquico al día siguiente. Con independencia de estas dos suspensiones, tras la «quema de conventos» se había registrado en las provincias vascongadas y en Navarra una suspensión en masa de periódicos por dos motivos, la protesta por la política del Gobierno en materia religiosa y la aspiración a un Estatuto para cuyos dos propósitos se habían aliado tradicionalistas o carlistas y los nacionalistas del PNV. En aquella ocasión jugó un importante papel el diputado nacionalista Antonio Pildain, canónigo entonces y luego obispo de Tenerife.
«No estamos dispuestos a entregar nuestro culto en manos de esas hordas que incendian bárbaramente más que africanamente, porque, en esta ocasión el África empieza en Madrid».
El Madrid capital de la República. Quizá por esta actitud Indalecio Prieto definió el País Vasco como «un Gibraltar vaticanista». Pues bien, «La Gaceta del Norte» de Bilbao, publicó el 15 de agosto de 1931 una llamada a la acción y tres días después, el 18, un artículo de José María de Urquijo, que le valió un proceso y un encarcelamiento preventivo hasta el 22 de marzo de 1932, algo más de medio año. Inmediatamente después se decretó a su vez la suspensión de veinte periódicos dentro y fuera del País Vasco.
El 25 de agosto, el diputado por Salamanca José María Gil Robles interpeló en las Cortes al Gobierno por estas suspensiones, que constituían «el caso más grave que se ha producido, bajo el régimen actual, contra las libertades ciudadanas». «La opinión pública por medio de la prensa debe estar garantizada», añadió, subrayando la extraordinaria gravedad de que un Gobierno se situase fuera de la ley, lo que equivalía a situarse fuera de la República y a invitar, con su ejemplo, a que los ciudadanos se colocaran al margen de la legalidad. El debate, muy acalorado, se prolongó hasta el 2 de septiembre, en que, defendida por el diputado radical socialista Emilio Baeza Medina fue presentada una proposición pidiendo que se aplicara la «guillotina», que en medio de un gran escándalo fue aprobada por 157 votos a favor y 108 en contra: Los periódicos siguieron suspendidos
Pues bien, con dos pruebas decisivas iba a enfrentarse la Ley de Defensa de la República: la aprobación del artículo 26 de la Constitución y la rebelión militar del 10 de agosto de 1932. Según un incompleto recuento, extraído de los anuarios de José Gutiérrez-Ravé , en el último trimestre de 1931, se impuso el 24 de octubre una multa de 500 pesetas al semanario católico El Defensor de Cuenca por atacar a la «escuela única» y otra de 1.000 pesetas el 21 de noviembre con suspensión de tres días a ABC de Madrid que había publicado un artículo donde, según la notificación, «se menosprecia de un modo público y notorio al Parlamento español por haber sancionado el acta de acusación contra don Alfonso de Borbón y Habsburgo». Recurrida la sanción, el Gobierno la confirmó, y ABC dejó de publicarse los días 25, 26 y 27.
3.2 El primer bienio
El primer Gobierno constitucional, presidido también por Azaña, no fue manco en su trato con la prensa. En los primeros días del año cuatro guardias civiles eran asesinados con ocasión de una asonada en Castelblanco y al día siguiente, la Benemérita reprimía con dureza inusitada otra en Arnedo, y poco después se proclamaba el comunismo libertario en la Cuenca del Llobregat, foco revolucionario que apagó el general Batet en cuestión de días. Por otra parte, el Decreto de disolución de la Compañía de Jesús y de incautación de todos sus bienes apareció en la Gaceta de Madrid el 24 de enero de 1932, pero unos días antes, en el Consejo de Ministros celebrado el 19, quizá con el propósito de impedir la protesta de la opinión católica por la vía de su más cualificado órgano de Prensa, había sido ya acordada la suspensión indefinida de El Debate so pretexto de haber publicado un artículo editorial en el que «se ofendía a las Cortes». Medida que justificó Albornoz, Ministro de Justicia, «por la constante campaña de insidias e injurias que desarrolla el periódico», que según Azaña apostilló, «hace mucho daño a la República, por su intención, por su organización y por el catequismo que le rodea». En el mismo Consejo decidió el Gobierno suspender, también indefinidamente, al diario comunista Mundo Obrero.No muchos días después, en los comienzos de febrero, quedó constituida, por los representantes de dieciséis diarios madrileños de muy distintas significaciones ideológicas, la que se denominó «Liga defensora de la libertad de Prensa», que en cierto modo no era otra cosa que una reacción contra la Ley de Defensa de la República. El primer contacto de la «Liga» con el exterior fue la publicación, el día 14, de un manifiesto, a cuyo pie figuraban: por La Época (monárquico conservador), Mariano Marfil; por La Voz (republicano moderado), Enrique Fajardo; por Heraldo de Madrid (republicano avanzado), Manuel Fontdevila; por La Nación (monárquico), Manuel Delgado Barreto; por El Siglo Futuro (integrista), Jaime Maestro; por El Sol (independiente), Manuel Aznar; por Ahora (independiente) Luis Montiel; por Informaciones (monárquico) Juan Pujol; por ABC (monárquico) Juan Ignacio Luca de Tena; por El Imparcial (independiente) José García Mercadal; por Ejército y Armada (militar) A. Ruiz Benitéz de Lugo; por La correspondencia Militar(antirrepublicano) Emilio R. Tarduchy; por Diario Universal (monárquico liberal) Daniel López: por El Debate (católico independiente) Ángel Herrera; por La libertad (republicano) Joaquín Aznar y por La Tierra (anarquista), negándose a firmar, Julián Zugazagoitia, director de El Socialista y Félix Lorenzo, de Luz. La vida de esta iniciativa fue corta y, como consecuencia de la «sanjurjada» se disolvió en octubre de 1932
Entre febrero y julio, ambos incluídos, la represión de los periódicos y periodistas díscolos por disidentes fue inigualable y nunca padecida antes en España. Merece la pena transcribir los datos escuetos, sin comentarios porque si no se ve no se cree. De nuevo es Gutiérrez-Ravé quien nos los proporciona en su anuario de 1932. Helos aquí:
Febrero. Día 1: multa de 500 pesetas a El Adelantado de Segovia por dar noticias del incidente registrado en una escuela al ser retirado el crucifijo. Día 6: multa de 2.000 pesetas a La Gaceta del Norte de Bilbao; multa de 2.000 pesetas al semanario Tradición Vasca de San Sebastián, Día 9: multa de 1.000 pesetas al semanario Libertad de Valladolid. Día 10: recogida y denuncia del semanario Tierra y Lbertad de Barcelona; multa de 1.000 pesetas al diario El Pueblo Manchego de Ciudad Real por reproducir de El Noticiero de Zaragoza un artículo del doctor Albiñana. Día 17: recogida y denuncia del segundo número del semanario Defensa Estudiantil de Madrid. Día 24: recogida y denuncia de La Correspondencia Militar. Día 29: multa de 1.000 pesetas al diario Heraldo Alavés de Vitoria por publicar un artículo contra la Masonería .Marzo. Día 1: denuncia y recogida de Euzkadi de Bilbao. Día 4 nueva recogida y denuncia de Euzkadi. Día 5: denuncia y recogida del semanario Acción Vasca de Bilbao. Día 7: denuncia y recogida de La Nación de Madrid por la publicación de un artículo del doctor Albiñana sobre las Cortes. Día 9: procesamiento y prisión del director del semanario Reacción de Barcelona, José María Poblador. Día 12: denuncia y secuestro de Solidaridad Obrera. Día 14: denuncia y recogida del diario La Gaceta Regional de Salamanca por publicar un telegrama del ministro de Hacienda de Chile, Ricardo Cox Méndez, protestando por la disolución de la Compañía de Jesús; denuncia -la cuarta en quince días- contra La Correspondencia Militar por la publicación de un artículo titulado «¿Podemos ser católicos?». Día 16: denuncia y recogida de Solidaridad Obrera. Día 17: denuncia contra el diario El Noroeste de Gijón por un artículo de censura al gobernador civil. Día 20: recogida y denuncia contra Solidaridad Obrera. Día 30: nueva denuncia y recogida de Solidaridad Obrera.
Abril. Día 1: denuncias contra los semanarios anarquistas de Barcelona Cultura Libertaria y Tierra y Libertad, Día 5: denuncia contra ABC de Madrid por un artículo sobre «El indulto de Casanellas», uno de los asesinos de Eduardo Dato. Día 11: multa de 1.000 pesetas y suspensión indefinida del semanario Verdad y Justicia de Palma de Mallorca por haber reproducido el telegrama del ministro chileno, Cox Méndez. Día 12: procesamiento del director del semanario Tierra y Libertad de Barcelona. Día 14: multa de 10.000 pesetas al diario La Correspondencia Militar, que había pasado a denominarse simplemente La Correspondencia. Día 15: multa de 250 pesetas al diario El Noticiero de Zaragoza. Día 16: denuncia contra El Imparcial de Madrid por un artículo sobre la situación del orden público. Día 22: denuncia y recogida del Diario de Almería por un artículo de censura al gobernador civil. Día 25: multa de 500 pesetas al diario La Mañana de Jaén.
Mayo. Día 2: multa de 500 pesetas al diario El Pueblo Católico de Jaén, Día 23: denuncia y recogida de Solidaridad Obrera.
Junio. Día 2: multa de 2.000 pesetas al semanario La Cruz de San Sebastián. Día 4: denuncia contra el semanario Renacer de Madrid. Día 10: denuncia contra el diario La Constancia de San Sebastián. Día 14: denuncia contra el semanario El Financiero de Madrid. Día 15: procesamiento del director de ABC, Marqués de Luca de Tena, por la publicación de un artículo sobre el Estatuto de Cataluña. Día 20: suspensión definitiva del semanario monárquico Jerarquía de Bilbao. Día 24: denuncia contra Solidaridad Obrera. Día 28: denuncia contra ABC por la publicación de un artículo de José María Salaverría sobre «La bandera».
Julio. Día 1: multa de 1.000 pesetas e incautación de los talleres de El Imparcial de Madrid, con lo que tampoco pudo publicarse el diario El Tiempo, que se editaba en ellos. Día 2: multa de 500 pesetas al diario La Unión de Sevilla. Día 7: multa de 10.000 pesetas, suspensión indefinida e incautación de los talleres de La Correspondencia de Madrid; multa de 1.000 pesetas al diario El Correo de Lérida. Día 15: suspensión indefinida y multa de 2.000 pesetas al diario La Tribuna de Tortosa. Día 18: denuncia del Diario de Reus por publicar un artículo contra el Estatuto catalán. Día 23: multa de 500 pesetas al semanario Vida Proletaria de Sevilla. Día 24: multa de 500 pesetas al semanario La Cruz de San Sebastián. Día 28: multa de 100 pesetas a El Diario de Albacete por reproducir de un periódico extremeño unas declaraciones del doctor Albiñana.
Huelgan comentarios. Los hechos hablan por sí mismos.
Pues bien, el descontento del ejército, azuzado por unas declaraciones de Álvaro Albornoz que incluso a Manuel Azaña le parecieron imprudentes y por un artículo comentándolas elogiosamente en El Socialista cuya tibia rectificación no calibró la irritada actitud de una extensa parte de la oficialidad, provocó que se aceleraran los preparativos de una sublevación dirigida por el general Barrera, constituyéndose una Junta clandestina para organizarla y llevarla a efecto. Parecía asegurado el triunfo, porque los comprometidos, infiltrados en muchas guarniciones, eran muy numerosos y contaban con unidades completas. Joaquín Arrarás escribe a este respecto que «sólo se pensaba en un golpe por sorpresa dado por un general de gran popularidad, cuyo gesto encontraría inmediato eco y adhesión 1o mismo en las guarniciones que en las masas sociales.»
El movimiento estalló finalmente el día de San Lorenzo, 10 de agosto de 1932, especialmente en Sevilla, ciudad de la que se hizo dueño el hasta entonces inspector general del Cuerpo de Carabineros, general José Sanjurjo Sacanell, pero fracasó por su pésima organización, por la precipitación con que fue llevado a cabo y por la defección de la mayor parte de los comprometidos, así como por el propósito de evitar toda efusión de sangre. Como reacción injusta y desproporcionada pero comprensible, en Sevilla fueron asaltados los periódicos ABC y La Unión e incendiado el palacete del propietario de ABC, Juan Ignacio Luca de Tena. Aun cuando no tuvieran la menor participación en los sucesos las víctimas fueron la generalidad de los periódicos derechistas, contra los cuales se ensañó la represión del Gobierno mediante la aplicación de la Ley de Defensa de la República. Ciento veintisiete periódicos -de ellos, 77 diarios y 50 no diarios- quedaron inmediatamente suspendidos. Según la lista confeccionada por Gutiérrez-Ravé , los diarios, por provincias, fueron éstos:Quizá sorprenda el hecho de que entre los periódicos madrileños de derecha suspendidos no figurase La Época, el veterano órgano del Partido Conservador monárquico, cuya «supervivencia se atribuía a los buenos oficios de Mariano Marfil, que simultaneaba la dirección de este diario con el cargo de editorialista de Ahora . Las publicaciones no diarias objeto también de suspensión fueron también muchas:
Los periódicos enumerados fueron, sin embargo, los únicos objeto de graves sanciones. Con anterioridad al 10 de agosto habían sido suspendidos otros cinco diarios madrileños: La Correspondencia, el Imparcial, El Popular, El Mundo y Mundo Obrero, a los que hay que añadir el semanario republicano de Valdepeñas Adelante, con lo que el total de las publicaciones gubernativamente suspendidas se elevó a 133. De todas ellas, el día 12 fue levantada la suspensión del diario Las Provincias, de Valencia, por estimarse que no debió sancionársele. Diario hubo, como Ideal, de Granada, que tan sólo contaba tres meses de existencia, pese a lo cual, estuvo suspendido un mes. Pero la represión no alcanzó exclusivamente a la prensa diaria: impuesta acto seguido la previa censura a todas las Agencias informativas, su fiscalización fue encomendada a un delegado gubernativo con atribuciones incluso para remover el personal, lo que valía en la práctica por una incautación.
Pronto se movilizarían todos los esfuerzos para ver de lograr que el Gobierno rectificase aquellas decisiones: en nombre de la Unión de Empresas Periodísticas visitaron el 20 de agosto al Jefe del Gobierno Mariano Marfil, Manuel Aznar y Pedro Mourlane Michelena y por otra parte los periodistas afectados recurrieron a la Asociación de la Prensa y a su presidente, Alejandro Lerroux, y constituyeron una Comisión gestora; el diputado radical Basilio Álvarez formuló, el 26 un escrito al Gobierno donde, en términos enérgicos, pidió que las sanciones fuesen levantadas. Otro escrito con más de un millar de firmas de redactores, empleados y obreros de los diarios madrileños se elevó al ministro de la Gobernación en el que, invocando la Constitución de la República, se reclamaba la reaparición. Todo fue en vano: la máxima concesión del Gobierno fue autorizar que los talleres incautados se devolviesen a sus propietarios.
El levantamiento de las suspensiones llevó un curso extremadamente lento y en un principio afectó sólo a las publicaciones no diarias de provincias: el 23 de agosto acordó el Consejo de Ministros la reaparición de ocho de ellas; el 27, de otras 15; el 30, de 14 más; el 2 de septiembre, de 11, y el 12, de los primeros siete diarios, todos ellos de provincias también. Periódico hubo, como La Verdad, de El Ferrol, que, autorizado a reaparecer, demoró algunos días la salida por el temor a nuevas represalias. Un acuerdo del Consejo de Ministros del 18 de septiembre autorizó la salida de los primeros diarios madrileños, El Siglo Futuro y Diario Universal. Hasta el 7 de octubre no pisaron la calle El Debate e Informaciones, y en el Consejo del 21 se indultó El Imparcial y La Nación como consecuencia de un escrito dirigido el 9 de noviembre al presidente de las Cortes, Julián Besteiro, en el que varios diputados periodistas y los redactores que hacían información en el Congreso solicitaban se levantara la sanción que, para los periódicos todavía suspendidos, duraba ya ochenta y ocho días, se autorizó la reaparición del resto de las publicaciones de provincias, así como de Acción Española, Gracia y Justicia y Blanco y Negro de las madrileñas. Al fin, el Consejo de Ministros del 29 de noviembre decidió, después de muchas dudas, la reaparición de ABC cuya suspensión había durado ciento diez días -desde el 11 de agosto hasta el 30 de noviembre- y aún corrió el riesgo de prolongarse más porque en el seno del Consejo se suscitó un áspero debate del que Manuel Azaña, en las notas de su «Diario» correspondientes a ese mismo día, nos da esta referencia:
«Hemos acordado autorizar la reaparición del ABC. Hace dos o tres semanas, el ministro de la Gobernación propuso que se permitiera la publicación. Prieto dijo que, al proponerlo el ministro, él votaría lo mismo. Pero otros ministros opinaron en contra. Domingo torció el gesto y dijo que el ABC hacía mucho daño y no debía de reaparecer aún; lo mismo Fernando de los Ríos: ‘Tengo muy en crisis el concepto político de libertades de imprenta’, explicó un día. Albornoz opinó que sentaría mal a los republicanos; Largo también se mostró inclinado a negar la autorización, pero no insistió.»
Y Azaña terminaba así sus notas:
«En el Consejo de hoy los ministros han estado conformes conmigo, y mañana saldrá el ABC. Veremos lo que hace.»Las pérdidas económicas sufridas por el periódico se aproximaban a los dos millones y medio de pesetas. En su primer editorial decía:
«La suspensión gubernativa de ABC ha durado nada menos que tres meses y medio, ¡quince semanas! Ni en los tiempos de Calomarde, ni en los de Narváez, ni en los de Primo de Rivera; durante todos los Gobiernos de seis Reinados y de dos Repúblicas se aplicó jamás a un periódico una sanción gubernativa tan dura sin justificación legal. No hablemos de la Constitución, que prohíbe la suspensión de periódicos si no es por sentencia firme de Tribunal competente. Nuestro caso no puede justificarse ni siquiera con la Ley de Defensa de la República, que faculta al ministro de la Gobernación para suspender los periódicos por un determinado tiempo, que debe fijar al acordar la sanción y que determina las causas o motivos en virtud de los cuales puede ser impuesta. A nosotros no se nos ha comunicado jamás por qué se nos imponía este castigo, excepcional en España.»
Pero la represión gubernamental contra la prensa por los sucesos del 10 de agosto no quedaba con eso liquidada, pues continuó suspendida «La Correspondencia».
3.3 El segundo bienio
El triunfo claro de la Ceda en las elecciones de 1933 que se convirtió en el partido más votado -115 escaños-, la minoría mayoritaria, a quien acompañaban en el sector de la derecha el radical y otras formaciones, no le permitió sin embargo gobernar gracias a las artimañas del Presidente de la República, contrarias al régimen parlamentario, que entregó el poder a Alejandro Lerroux como veremos con más detalle en su lugar correspondiente. Así resulta comprensible que, después de nueve meses de tascar el freno, Gil Robles provocara la crisis parlamentaria del Gobierno presidido por el radical Ricardo Samper, que dimitió el 2 de octubre de 1934, siendo sucedido el 4 por Lerroux, jefe del mismo partido, cuyo gabinete quedó formado por ocho de sus partidarios, cuatro de diversas minorías también conservadoras y tres ministros «cedistas», en tres carteras de poca importancia política (Justicia, Trabajo y Agricultura). Aunque su jefe se mantuviera al margen, ésta fue la señal de salida para dos movimientos distintos pero convergentes, uno separatista, la proclamación del «Estat catalá» por Lluis Companys en la Generalidad de Cataluña dentro de una anticonstitucional República Federal y la huelga general revolucionaria impulsada por el partido socialista y dirigida por Prieto y Largo Caballero y fracasada en la mayor parte del territorio nacional prendió con salvaje virulencia en Asturias. Con esta insurrección armada, el primer «glorioso movimiento» como fue llamada por sus partidarios, que llevaba preparándose largo tiempo atrás contra el Gobierno legítimo salido de las urnas, «las izquierdas perdieron hasta la sombra moral para condenar la posterior rebelión de 1936», como sentenció Salvador de Madariaga .
Madrid amaneció el día 5 completamente inmovilizado por la huelga general que, naturalmente, se extendió a la prensa, aun cuando no obstante salieron aquella mañana El Debate y ABC vendidos desde las plataformas de camiones por las juventudes de Acción Popular y por la tarde lo hicieron Informaciones, La Nación y El Siglo Futuro y al siguiente día el diario republicano Ahora. En Barcelona fue suspendido La Nació Catalana y en la capital de la República El Heraldo de Madrid, Mundo Obrero y El Socialista que no reanudaría su publicación hasta el 18 de diciembre de 1935 aunque sustituído por El Pueblo, suspendido también en marzo de 1935. La vida convulsiva de la libertad de prensa puso de relieve la necesidad de una legislación adecuada. Renovación Española y el grupo Regionalista de Cataluña presentaron sendas proposiciones de ley para reglamentar la censura previa, sin éxito. En febrero de 1935 el Gobierno formuló un proyecto de ley de Publicidad, recibido con tanta hostilidad que provocó su retirada y otro posterior, también radical-cedista, propuso un Estatuto de Prensa, donde se introducía la novedad de un Tribunal de Prensa, con la repulsa no sólo de las fuerzas políticas, sino de los propios periódicos, fracasando también una reforma del Código penal al respecto. No deja de ser curioso que políticos y profesionales prefirieran la discrecionalidad e incluso la arbitrariedad administrativas, políticas en suma, a la seguridad jurídica. En fin, el año siguiente que pasaría a la Historia se abrió con unas instrucciones del Gobierno encabezado por Manuel Portela Valladares, marioneta del Presidente de la República, ordenando a la censura gubernativa previa tachar implacablemente todos los comentarios periodísticos sobre las suspensiones de las sesiones del Congreso durante mes y medio, hasta el 31 de enero, y la prórroga de los presupuestos, medidas anticonstitucionales. Mundo Obrero reapareció el 2 de enero. Avance de Oviedo había sido reabierto el 25 de junio.
Una vez enfrentadas en combate a campo abierto las dos mitades incompatibles de esta España agónica, los primeros caídos fueron en ambas zonas, la libertad de expresión y el derecho a una información «veraz». En la zona republicana los periódicos de orientación derechista fueron clausurados o confiscados, como ABC de Madrid. Lo mismo ocurrió con las editoriales, imprentas y estudios cinematográficos. Por otra parte, el Decreto de 27 de mayo de 1937, firmado por Juan Negrín, Presidente del Gobierno («Gaceta de la República» del día siguiente) había ordenado la incautación de todas las emisoras de radio, fueran o no de particulares y se encontraran o no en servicio, debiendo todos los propietarios declarar sus estaciones en el plazo de 48 horas y, prohibiendo también la venta de material radiofónico.
En la otra zona, la nacional, la libertad de expresión sufrió un ataque sistemático y despiadado, imputable en su mayor parte al todopoderoso Ramón Serrano Súñer. A principios de 1937 se había creado una Junta de Censura Cinematográfica que se convertiría al final del año en Junta Superior y algo después, sin suprimirla, se creó una Comisión de Censura Cinematográfica, a la cual se sometieron todas las producciones de tal carácter, salvo noticiarios y documentales, adjudicados a la Junta Superior. Una y otra podían acordar la supresión de frases o escenas de cualquier película española o importada. Para mayor escarnio, por la censura había de pagar una tasa el censurado . A continuación de la cinematografía, la «longa manu» del Poder llegó a la prensa periódica, que fue objeto de la «ley» de 22 de abril de 1938, obra también de Serrano, en cuya virtud «incumbe al Estado la organización, vigilancia y control de la institución nacional de la Prensa periódica» y en el ejercicio de tal función «le corresponde» «la regulación del número y extensión de las publicaciones periódicas, la intervención en la designación del personal directivo, la reglamentación de la profesión de periodista, la vigilancia de la actividad de la Prensa y la censura» . Como es lógico, una rosca más de la tuerca fue apretada esos mismos días por Serrano Súñer, sujetando al requisito de autorización del Ministerio del Interior la producción comercial y circulación de libros, folletos y toda clase de impresos o grabados, tanto españoles como de origen extranjero, así como la importación, venta y circulación de los producidos en el extranjero, cualquiera que fuere el idioma en que estuvieren escritos. La intervención en la cinematografía dio nacimiento en 1942 a uno de los productos más característicos del Régimen el NODO, «Noticiarios y Documentales Cinematográficos», dependiente de la Vicesecretaría de Educación Popular, para editar un «noticiario cinematográfico nacional, con carácter de exclusividad, que informara semanalmente» a nuestro pueblo.., de los acontecimientos interiores y exteriores más sobresalientes, siguiendo las consignas de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. Un Director era el responsable de la gestión, sujeto a las «orientaciones políticas, artísticas y técnicas» de la Vicesecretaría. Esto llevó consigo la eliminación de los noticiarios extranjeros operantes en España, el norteamericano Fox Movietone, el alemán UFA y el italiano LUCE, cuyas infraestructuras fueron adquiridas por la nueva entidad. La obligatoriedad de proyectar el No-Do desaparecería en 1975. A su vez, el Decreto de 4 de agosto de 1944 regulaba los Servicios de Radiodifusión bajo la férula de la Vicesecretaría de Educación Popular, a la cual le correspondía el régimen de concesiones de emisoras, la censura de las emisiones y hasta el «conceder licencia de utilización de aparatos receptores a particulares o entidades», dirigir la propaganda, instalar y explotar la red de sus propias emisoras así como ejercer la potestad sancionadora.
La libertad de expresión recuperó algo del terreno perdido en 1938 gracias a la «ley Fraga», 19/1966, de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta, que prohibió la censura previa y la consulta obligatoria, sustituyéndolas por la potestad sancionadora «a posteriori» (arts. 66 y ss) de la cual se usaría y abusaría al amparo de su art. 2º , en cuya virtud esa libertad y el derecho a la difusión de informaciones no tendrían más limitaciones que «el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y de la paz exterior; el debido respeto a las Instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa; la independencia de los Tribunales y la salvaguarda de la intimidad y del honor personal y familiar» configurándose los derechos de réplica y rectificación (arts. 58-62). Por lo demás, la actividad administrativa en este ámbito, incluída la radio y luego la cinematografía, se sometió a la fiscalización judicial contencioso-administrativa, derogando la exclusión contenida en el art. 40 LRJCA, cuya jurisprudencia aperturista llegó a ser bastante osada y muy eficaz a partir de 1972.
Tal era la situación, cuyos rasgos más duros fueron atenuados con el Real Decreto 24/1977, de 1º de abril, sobre libertad de expresión cuando se promulgó el año siguiente la Constitución española cuyo artículo 20 proclama la libertad de expresión y el derecho a comunicar o recibir información veraz, como derechos fundamentales a los que el Tribunal Constitucional otorgaría luego primacía absoluta por considerarlos «pilar de la democracia». A lo largo de estos treinta y un años, nunca se ha utilizado la «censura previa», prohibida en el mismo precepto arriba mencionado, ningún periódico ha sido clausurado ni suspendido gubernamentalmente ni gubernativamente ha sido sancionada empresa alguna periodística ni tampoco periodista alguno.IV
ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO DE LAS CORTES
1.- El sistema electoral
Para las primeras elecciones generales, con el fin de configurar el Congreso y elaborar una Constitución, se mantuvo en vigor la Ley de 1907, el sistema electoral fue establecido en el Decreto de 8 de mayo de 1931 que sustituyó el escrutinio uninominal en pequeños distritos por la votación de listas en grandes circunscripciones y entronizó así la «política de masas», provocando artificialmente y «a priori» el desequilibrio representativo de una mayoría hipertrofiada a la cual se concedía el 80% de los escaños y una minoría jibarizada con el 20% remanente. Era un trasplante de la ley fascista italiana de 1923, la ley Acerbo, cuyo propósito no era otro que enfatizar la influencia del nuevo régimen salido de la «marcha sobre Roma». En ella –como explicaba Ruiz del Castillo- se estableció una combinación del criterio mayoritario con el proporcional y otra del Colegio único con una serie de grandes circunscripciones. Los dos tercios de los diputados se adjudicaban a la lista del partido que obtuviera el mayor número de votos, siempre que alcanzase el 25 % de la votación y la otra tercera parte se distribuía entre las minorías por el sistema de representación proporcional. El Colegio Nacional servía únicamente para determinar la lista de la mayoría y las circunscripciones para las de las minorías, con el fin de evitar que la prima otorgada a aquella resultase fraccionada entre varios partidos, lo cual hubiera ocurrido con toda probabilidad considerando aisladamente los resultados de cada circunscripción.
En la transición del régimen autocrático vigente en el momento de iniciarse a un sistema democrático que se configuraría en la nueva Constitución, hubo también una etapa previa a éste en la que se elaboraron las reglas del juego para elegir el Congreso y el Senado que en conjunto integraban las Cortes Española. El Decreto-Ley 20/1977 de 18 de marzo ratificado por éstas en su versión orgánica todavía, contenía las nuevas «normas electorales». El sistema para el Congreso se inspiró en criterios de representación proporcional con candidaturas completas, bloqueadas y cerradas, cuya presentación se reservó a los partidos políticos y coaliciones, pero también a los propios ciudadanos que desearan promover candidaturas determinadas y no de partido. La distribución de escaños se realizaría de acuerdo con la (conocida) «regla d’Hondt» que resume en una sola operación el funcionamiento del cociente electoral y el cómputo de restos de acuerdo con el sistema de la mayor media, poderoso correctivo del excesivo fraccionamiento de las representaciones parlamentarias y a la misma finalidad respondía la exclusión de aquellas listas que no obtuvieren, al menos, el 3 % de los votos emitidos en la circunscripción. Por lo que respecta al Senado, dentro del sistema electoral mayoritario se optó por la modalidad de sufragio restringido, de manera que cada elector pudiera votar hasta tres candidatos, consiguiendo los cuatro escaños correspondientes a cada distrito quienes se hubieren llevado el mayor número de sufragios, autorizándose también la presentación de candidaturas individuales. El sistema en 1931 pretendía excluir a quienes se suponía perdedores, los otros, o en todo caso debilitarlos al máximo, creando mayorías hipertrofiadas artificialmente, aplastantes como una apisonadora, desenfocando la auténtica estructura social del país. En 1977 se aspiró, por el contrario, a que nadie quedara fuera de juego por pequeño que pareciere, siempre que resultara visible, claro, y que ninguna voz se perdiera, aunque favoreciendo también en alguna medida la formación de mayorías que hicieran posible la estabilidad de los Gobiernos con una cierta tendencia al bipartidismo. La Constitución mantuvo el sistema en el art. 68:
3. La elección se verificará en cada circunscripción atendiendo a criterios de representación proporcional
Las normas que habían servido para elegir el Congreso y el Senado –las Cortes Españolas- que habían elaborado el texto constitucional conservaron su vigencia para la siguiente convocatoria electoral inmediata a su promulgación, con la finalidad de formar el primer Gobierno de la Monarquía parlamentaria, aunque hubo que retocarlas por entonces y más tarde en 1983, hasta llegar a la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, que manteniendo sus paredes maestras, introdujo modificaciones parciales sobre todo en los aspectos formales y de garantía.
2. Una República sin recámara
Cuando aparecen las Cortes de Castilla, el parlamento más temprano de Europa, los tres estamentos que las componen, nobiliario, eclesiástico y llano o municipal, constituyen un solo cuerpo y así continúan hasta las primeras del nuevo régimen, las Cortes de Cádiz que promulgarán nuestra primera Constitución en 1812. En ella se continúa la configuración unicameral que quiebra con el Estatuto Real de 1934 donde se crean dos cámaras, el Estamento de Próceres y el de Procuradores por indudable influencia del sistema parlamentario británico. A partir de entonces se consolidaría el sistema bicameral, aunque variaran mucho los criterios para organizar la segunda cámara para la cual, desde 1845, se adoptó el nombre de Senado. El texto del art. 51 de la Constitución republicana en La Comisión Jurídica Asesora, en su anteproyecto se había mantenido fiel al sistema bicameral, aunque configurando un Senado de tipo moderno en que tuvieran representación los intereses sociales pero un voto particular de la señora Huía propuso el texto que finalmente triunfó. Tanto en 1812 como en 1931 la opción por la cámara única no fue sino un reflejo del ánimo rupturista con el pasado, «Adanista» en un paraíso imaginado.
Lo más importante del art. 51 es, desde luego, la supresión del Senado, y por ello convendrá indicar sucintamente las opiniones que se manifestaron. Partidarios de mantenerlo, aunque con organización moderna, fueron por este orden los radicales, para que hubiera un freno, o tuvieran representación especial los elementos sociales o las regiones, Rafael Guerra del Río, del partido republicano radical; el doctor Roberto Novoa Santos, para dar entrada al elemento técnico; la minoría progresista, para establecer así una representación corporativa, como Joaquín de Pablo-Blanco y evitar abusos posibles de la Cámara popular mediante el veto de la otra Asamblea (Juan Castrillo Santos) y finalmente, don Melquíades Álvarez, que aspiraba a organizar el Legislativo de manera que hubiera en él ímpetu y freno, imaginación y razón, juego diáfano de intereses sociales para que no tuvieran que conspirar clandestinamente. De todas suertes, y sin olvidar opiniones interesantes como las del canario José Franchy, Antonio Royo Villanova del partido agrario y otros oradores, el discurso de mayor envergadura lo pronunciaría don Niceto Alcalá Zamora defendiendo la institución sobre la base de los argumentos clásicos, esto es, el criterio de la estructura social, el federalista y el de la doble discusión, añadiendo que la Cámara única rompe la continuidad, con una referencia a Francia donde el Senado había sido la pieza mejor conseguida de toda la maquinaria constitucional forjada en 1875 para la III República.
En pro del unicameralismo se pronunciaron sectores no menos importantes: ante todo, el socialista, que por boca de Luis Jiménez de Asúa (en su discurso de presentación del proyecto) y de Indalecio Prieto que atacó como antidemocrático todo sistema bicameral, aunque años más tarde lo lamentará. En igual sentido se pronunció el sector radical socialista, a juicio del cual, y según expresión del diputado Leopoldo Alas, cualquier Senado nuevo representaría unos intereses egoístas puestos a legislar; y por último, los grupos de Acción Republicana y Agrupación al Servicio de la República. Argumentos capitales esgrimidos en favor de la supresión del Senado fueron el ya clásico de Sieyès, que había establecido la equivalencia entre la voluntad del pueblo, que es única, la ley que sólo tiene sentido como manifestación de esa voluntad única y el sistema unicameral, único apto para expresarla. La doctrina revolucionaria de la «delegación» de la Soberanía del Poder Constituyente en el Poder Legislativo y aquella otra que convierte en soberano al Poder Legislativo en virtud de tal delegación, se opone a la doble Cámara, porque resulta redundante en caso de acuerdo entre ambas y secuestradora de la voluntad popular si hay discordia, en la que una de ellas sería contraria, opuesta a la voluntad popular, a salvo por supuesto el Estado Federal donde el Senado es el foro en el cual los Estados miembros participan en la gobernación del conjunto. Sin embargo, ya en aquel primer tercio del siglo XX no era posible sostener que los Parlamentos fueran el único reflejo de la vida política, y de ello da testimonio un contemporáneo, el Profesor Ruiz del Castillo . «La atomización de los partidos políticos, el mosaico que forman en los Parlamentos actuales, hace difícil establecer una exacta correspondencia entre la voluntad del Parlamento y la del electorado». Un demócrata como Gastón Jéze había dicho que la ley no es ni puede ser expresión de la voluntad del pueblo, necesitado de un patronato y de una dirección. La ley es expresión de los parlamentarios o más exactamente de los partidos que imponen la «disciplina de voto», modalidad actual del «mandato imperativo» vetado por nuestras Constituciones todas, e, incluso por las Leyes Fundamentales, pero el Parlamento, con la publicidad y el debate abierto que implica –no siempre. Es la garantía de que colaboran en la formación de la ley todas las tendencias existentes en una sociedad plural. También se utilizaron otros más actuales como el de Schmitt, a juicio de cuyo autor la democracia es incompatible con la dualidad de Cámaras, porque si la diferencia se basa en motivos fútiles, da valor a lo que no lo posee, y si se apoya en causa grave, implanta un régimen inconciliable con la unidad y homogeneidad que son la característica de todo régimen democrático. Adújose asimismo que ninguna necesidad se advertía de otra Cámara, toda vez que las Cortes habían reconocido y rectificado reiteradamente sus propios yerros.
Sea de ello lo que fuere, ni el voto particular de los diputados José María Gil Robles y Jesús Mª Leizaola del Partido Nacional Vasco, que no llegó a ser apoyado; ni el de otros como Ricardo Samper Ibáñez y Justo Villanueva, ambos del partido republicano radical, elocuentemente defendido por éste ni tampoco el de Castrillo, , lograron convencer a las constituyentes y en la sesión de 27 de octubre de 1931 se acordó la supresión del Senado por 150 votos contra 100, aun cuando más tarde, en diferentes momentos, se intentara resucitarle, más o menos solapadamente. Así pues, el art. 51 estableció que «la potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las Cortes o Congreso de los Diputados».
En la opinión de Pérez Serrano , era indudable «la decadencia de los Senados que un tiempo fueron primeras Cámaras, que luego pasaron a ser Segundas Cámaras, y que ya entonces eran Cámaras secundarias (Mac Bain & Rogers). No era menos cierto, sin embargo, que los países de vida política más ejemplar conservaban esta institución, sólo suprimida en Naciones de poco peso constitucional y que, acomodándola a exigencias de los tiempos, con reducción de sus atribuciones (especialmente en el orden político y en el económico), puede prestar importantes servicios, ya que todo Poder, si no hay quien lo modere, propende al abuso, como ya dijo Montesquieu. Más aún, los errores cometidos por la Asamblea Constituyente fueron corregidos, en efecto, por ella misma, pero cuando una Cámara tiene que rectificarse pierde prestigio, al revés de lo que ocurre cuando es otro Cuerpo el que acuerda la rectificación, pues entonces se produce como mecánica del sistema lo que en caso contrario es confesión de ligereza.La Constitución de 1978, vistos los riesgos potenciales de una sóla Cámara convertida en Convención por obra de mayorías coyunturales producidas por una ley electoral que nunca reflejó en escaños la configuración social del país, optó por el bicameralismo. Así, su art. 66 proclama que las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado como cámara territorial. A su vez, el 90 configura el itinerario legiferante en busca del equilibrio:
«1. Aprobado un proyecto de ley ordinaria u orgánica por el Congreso de los Diputados, su Presidente dará inmediata cuenta del mismo al Presidente del Senado, el cual lo someterá a la deliberación de éste. 2. El Senado, en el plazo de dos meses, a partir del día de la recepción del texto, puede, mediante mensaje motivado, oponer su veto o introducir enmiendas al mismo. El veto deberá ser aprobado por mayoría absoluta. El proyecto no podrá ser sometido al Rey para sanción sin que el Congreso ratifique por mayoría absoluta, en caso de veto, el texto inicial, o por mayoría simple, una vez transcurridos dos meses desde la interposición del mismo, o se pronuncie sobre las enmiendas, aceptándolas o no por mayoría simple. 3. El plazo de dos meses de que el Senado dispone para vetar o enmendar el proyecto se reducirá al de veinte días naturales en los proyectos declarados urgentes por el Gobierno o por el Congreso de los Diputados.»
Bien es verdad que una nueva configuración del actual Senado figura en todas las propuestas de reforma constitucional aunque en diferentes versiones sobre las cuales no hay consenso, pero no deja de resultar sorprendente que en ninguna se pida la supresión, aunque este silencio ofrezca interpretaciones varias.
3. La Comisión de Actas
Según el art. 57 de la Constitución de 1931, el Congreso de los Diputados tendrá facultad para resolver sobre la validez de la elección y la capacidad de sus miembros electos. La llamada «Comisión de Actas» revisaba pues los resultados electorales y determinaba si, en algún distrito, debían cancelarse o invertirse, debido a la existencia de fraude o de otras irregularidades. De hecho esto significaba que los ganadores en cada elección tenían el poder de juzgar a los perdedores y determinar si su representación parlamentaria debía reducirse todavía más. Esta Comisión se había estrenado con las elecciones generales para las Cortes constituyentes. Reunido el Congreso el 10 de julio de 1931 como cámara única, prefigurando ya lo que saldría en el texto definitivo y elegido su presidente Julián Besteiro, la primera medida fue privar de su escaño a José Calvo Sotelo, exiliado en París y declarar nulos los resultados de Salamanca, pero la intervención muy bien fundada de José Mª Gil Robles hizo rectificar a la Comisión. Aún quedaba un ápice de objetividad. Tampoco la derecha, triunfante en las elecciones de noviembre de 1933, se ensañó con los perdedores y ejerció este poder con moderación. Los historiadores no registran nada memorable ni incidentes significativos en las sesiones de aquella Comisión de Actas. Otro fue el comportamiento de la siguiente.

Las que iban a ser las últimas Cortes de la República se abrieron el 15 de marzo con una sesión pro forma presidida por el «presidente de edad». Estaban presentes treinta y tres partidos políticos, con un gran movimiento de diputados, como en 1931 y 1933, y un excesivo elenco de recién llegados. Incluso entre los socialistas, cuyo grupo parlamentario, junto al de la CEDA, disfrutaba de la mayor continuidad, casi la mitad de sus diputados eran nuevos en el Parlamento. De todos los partidos representados, la CEDA era el más numeroso. Los grupos republicanos burgueses, Izquierda Republicana de Azaña y Unión Republicana de Martínez Barrio se fusionaron en un solo grupo parlamentario, el más numeroso, base de la mayoría gubernamental. Las Cortes aprobaron el mantenimiento de la vigencia del «estado de alarma» por otros treinta días (aunque de hecho, sería permanente hasta el comienzo de la guerra civil) y al día siguiente se eligió a Martínez Barrio presidente. Siguieron nuevos incidentes y el 20 de marzo hubo de impedirse que varios diputados izquierdistas atacasen físicamente a un miembro de la derecha.
Pues bien, las elecciones parlamentarias del 16 de febrero de 1936 y la victoria clara pero relativa del Frente Popular fueron correctas, aunque se desarrollaran en un clima de gran tensión y no poca violencia, como resultado de «un sistema electoral absurdo», según lo califica Alcalá Zamora. Los contemporáneos, quienes vivieron aquellos días y fueron protagonistas de los acontecimientos, coinciden con rara unanimidad en el análisis y su valoración. Así Josep Pla explica que «las elecciones de febrero crearon una Cámara cuya característica fue el equilibrio acusadísimo entre las fuerzas de derecha y el Frente Popular. Este equilibrio fue roto al socaire de la anarquía creada por la huida de Portela (17-20 de febrero), que permitió que en cuatro o cinco provincias se apoderaran las masas de los organismos provinciales y se realizaran pucherazos de una envergadura nunca vista en España. Hubo que fabricar, en una palabra, la composición de las Cortes» llegando a la conclusión de que «el Frente Popular tenía mayoría en la nueva Cámara, pero no mayoría suficiente para enfrentarse con el quorum legislativo exigido por el reglamento de la Cámara . De la perentoria constitución del Parlamento se deduce el hecho de que ni las derechas han perdido tantos puestos como se quiere, por la prensa izquierdista, dar a entender ni los elementos del Frente Popular han ganado tantos que puedan encararse con la nueva Cámara sin inquietud de ninguna clase» .Por su parte Alejandro Lerroux insiste en que «aun admitiendo como legal expresión de la soberanía el escrutinio provincial, si el Gobierno de Portela, incapaz y cómplice del Frente Popular, hubiese cumplido su deber amparando a los electores de derecha en las elecciones generales y en las repetidas defendiendo la legitimidad de las actas que abusivamente se anularon en el Congreso, la mayoría parlamentaria hubiese resultado indecisa o tan precaria para cualquiera de las partes que la hubiese obtenido que, en tal situación de empate, habría sido imposible gobernar y el poder moderador hubiera tenido admirable, justificada e incontrovertible razón para haber hecho nueva apelación al país, confiando el poder a otro gobernante y disolviendo aquellas Cortes inmediatamente de reunidas .
Con esta visión se alinea quien era a la sazón Presidente de la República, Alcalá Zamora recuerda que: «la hueste parlamentaria del Frente Popular, si bien cercana a la mayoría absoluta, y desde luego superior a doscientos diputados, no alcanzaba aquélla con los resultados del 16 de febrero aun cuando explique que llegó a esa mayoría absoluta, y aun a la aplastante, en las etapas del sobreparto electoral, todas de ilicitud y violencias manifiestas, tal como las pedían y echaban de menos hombres decididos y prácticos en 1933…» «La fuga de los gobernadores y su reemplazo tumultuario por irresponsables y aun anónimos, permitió que la documentación electoral quedase en poder de subalternos, carteros, peones camineros o sencillamente audaces asaltantes y con ello todo fue posible.. .Ya las elecciones de segunda vuelta del 1 de marzo, aunque afectaron a muy pocos escaños, fueron resultado de coacciones y pasó lo que el gobierno quiso. ¿Cuántas actas falsificaron?… Lo de Cáceres no podía negarse… En cuanto a La Coruña ya toda Galicia, como también pasa desgraciadamente en Almería, a causa de incurables males endémicos todas las elecciones deben reputarse nulas aunque documentalmente aparezcan válidas. El cálculo más generalizado de las alteraciones postelectorales podría ser de ochenta actas; pero de ese número hay que deducir, por no haber sido todas las alteraciones en provecho del Frente Popular, ya que como precio de su complicidad se adjudicaron deslealmente actas a hombres de las oposiciones.. .
Veamos lo que ocurrió. El 17 de marzo se votaron los miembros de la Comisión, con una amplia mayoría izquierdista. En el curso de las sesiones, el presidente de la Comisión, Indalecio Prieto, dimitió, no porque se opusiera a la descalificación de los Votos derechistas en principio, sino porque era de la opinión de que la mayoría frentepopulista estaba yendo demasiado lejos. También hubiera preferido ver una investigación menos partidista del proceso electoral en Galicia, aunque allí Alcalá Zamora al principio parecía tan preocupado por proteger las maquinaciones del Gobierno de Portela como el Frente Popular lo estaba por hacer lo mismo con suyas. El Frente Popular, coherente con su intención de eliminar en lo posible toda oposición política, trató de llevar a cabo una revisión general de todos los distritos en los que, habían ganado el centro y la derecha. La extrema izquierda exigió la cancelación de casi todas las victorias derechistas, juzgando, como lo expresó El Socialista el 20 de marzo, que «ni un solo diputado de derechas puede afirmar que alcanzó limpiamente su escaño».
La Comisión de Actas, en una de sus primeras decisiones, anuló el 24 de marzo la elección de los candidatos derechistas de Burgos y Salamanca. Giménez Fernández exigió una investigación de la mínima victoria izquierdista en Valencia y del triunfo del Frente Popular en Cáceres, así como que todos los resultados se juzgasen con los mismos criterios, y como estas peticiones fueran ignoradas, el 31 de marzo los diputados «cedistas» se retiraron de la Comisión. Ésta terminó su trabajo el 3 de abril.
Lo más cercano a un claro ejemplo de fraude y coerción pudo haber sido la votación en Granada. Como apunta Macarro Vera, «conociendo los resultados de todas las elecciones anteriores en esta provincia, el falseamiento tenía todos los visos de haber sido cierto». Desde el cambio de Gobierno se habían confiscado en la provincia un total de 10.298 armas de fuego, casi todas pertenecientes a la derecha que en el momento de las elecciones emplearon a todos los notarios de Granada, de manera que la izquierda tuvo que confiar en las «habilitaciones notariales de funcionarios» para verificar la votación. Se obtuvieron setenta declaraciones juradas de ciudadanos granadinos atestiguando las amenazas de empleo de la fuerza, las presiones económicas y el fraude electoral; en varios pueblos pobres no se escrutó ningún voto para la izquierda mientras que en el pueblo montañés de Huéscar la totalidad de los dos mil votos fueron para la derecha. En conjunto, la izquierda alegó la existencia de 55.000 votos falsos. La derecha adujo que no hubo más de 3.000, y que la izquierda estaba intentando invalidar todos los votos en ciertos distritos, mientras que las pruebas presentadas por esta última, incluso aunque fueran exactas, sólo daban pie a cuestionar 16.000, lo que todavía no era suficiente para otorgarles la victoria. Aunque nunca se llevó a cabo un examen total y cuidadoso de todas las pruebas, se anularon los resultados y se ordenó la celebración de nuevas elecciones. En la provincia de Cuenca se obtuvo un veredicto en forma similar, considerando que si se invalidaran todos los votos fraudulentos la derecha ganadora obtendría menos del 40 por ciento requerido, aunque en este caso las pruebas resultaban más dudosas y los nacionalistas vascos se negaron a votar con la mayoría como habían hecho con anterioridad.
Galicia obtuvo el peor récord por manipulación electoral, pero los radicales, que habían ganado en minoría en Pontevedra, no lograron obtener un nuevo examen de los votos a la mayoría del Frente Popular. El triunfo izquierdista en La Coruña era procedimentalmente dudoso, pero Azaña no quiso considerar la anulación porque hubiera dejado sin escaño a su compinche Santiago Casares Quiroga. Había mucho más interés en anular el voto derechista en Orense, con lo que se privaría a Calvo Sotelo de su acta. El discurso en extremo incendiario y zafio de Ibárruri, animando a la Comisión a invalidar esta votación, demostró estar demasiado sobrecalentado y fue contraproducente. También se permitió hablar al propio Calvo Sotelo que pronunció una eficaz alocución. Señaló la improbabilidad de que hubieran existido 106.000 votos fraudulentos, como alegaban los comunistas y se explayó en las contradicciones del proceso de revisión. Si España fuera a tener una dictadura marxista o totalitaria las elecciones no tendrían importancia, dijo, pero si tenía que continuar una República democrática, sólo podría ser sobre la base del respeto a los resultados electorales. Concluyó comparando la actual purga con la eliminación hitleriana de los diputados comunistas una vez que llegó a la Cancillería y esto pareció dar a los republicanos de izquierda un cierto respiro. La mayoría lo reconsideró, para irritación de la extrema izquierda, permitiendo que Calvo Sotelo conservase su escaño.
El resultado final fue la total anulación de las elecciones en Cuenca y en Granada, donde la derecha había ganado, y anulaciones parciales que afectaron a uno o más escaños en Albacete, Burgos, Ciudad Real, Jaén, Orense, Oviedo, Salamanca y Tenerife. En las dos primeras provincias se celebrarían nuevas elecciones y en el resto, los escaños simplemente se reasignaron de forma arbitraria a la mayoría del Frente Popular, aunque también el centro obtuvo algunos y en Jaén un puesto que perdieron los radicales se adjudicó a la CEDA, para no parecer del todo partidistas. No existió indicio alguno de fraude claro y abierto salvo en Granada y quizá en parte de Galicia. Aquí las irregularidades fueron ignoradas en su mayoría dado que beneficiaron más al Frente Popular que a la derecha. No es necesario decir que en ningún caso se arrebató un escaño a la izquierda. La derecha presentó la acusación de que la izquierda había robado las elecciones en cuatro o cinco provincias donde los desórdenes del 17-20 de febrero hicieron posible la falsificación de los resultados, parecer que compartía Alcalá Zamora. Los diputados frentepopulistas de la Comisión lo negaron categóricamente y las acusaciones nunca fueron investigadas. En conjunto, 32 puestos cambiaron de manos, en su mayoría para favorecer a la izquierda. La minúscula Unión Republicana de Martínez Barrio se benefició más que ningún otro partido. Tras todas estas reasignaciones la composición definitiva de las Cortes fue 227 escaños para la izquierda, 60 para el centro y 131 para la derecha. En la historia del parlamentarismo español el fraude electoral fue frecuente, pero este tejemaneje explícito no tenía precedente. Conviene recordar para poner a cada cual en su sitio, que toda la descarada falsificación de las elecciones se verificó siendo Azaña Presidente del Gobierno .
En conclusión, Salvador de Madariaga comenta que «conquistada la mayoría, fue fácil hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió una Comisión de Actas y ésta procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsó de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; se trataba de la ejecución de un plan deliberado y de gran envergadura. Se perseguían dos fines: hacer de la Cámara una convención, aplastar a la oposición y asegurar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Reunidas las Cortes, la coalición triunfante se dispuso a revisar estas cifras de un modo que el propio presidente de la República, a quien nadie recusará como favorable a la CEDA, iba a condenar más tarde en términos severos por su carencia de imparcialidad Estos son los hechos, y a los hombres de la izquierda se les impone el deber de la verdad, sobre todo cuando los que yerran son los hombres de la izquierda.
Los historiadores, pasados los años, coincidirán con los protagonistas. Carlos Seco Serrano opina que «la superioridad izquierdista no era tan absoluta que proporcionase el quórum reglamentariamente preciso para la aprobación de las leyes. A corregir esta circunstancia se aplicaría, en breve, la Comisión de Actas, acudiendo a tal número… que para lograr el «desempate», hubo que batir todas las marcas del antiguo régimen en cuanto a manipulación. «Las mayores y más patentes audacias las llevó a cabo la Comisión de Actas del Congreso… En la historia parlamentaria de España, no muy escrupulosa, no hay memoria de nada comparable a la Comisión de Actas de 1936. A su vez, en el más detallado estudio acerca de las elecciones de 1936 Tusell llega a la misma conclusión «si las irregularidades no afectan a la suma total de sufragios obtenidos por ambas fuerzas políticas, en cambio el número de diputados, aparte de las modificaciones producidas por la ley electoral, se vio gravemente afectado por su discusión de las actas en las Cortes, a la que merecidamente se puede calificar de penosa. Con la técnica o la táctica de aparentar objetividad, equilibrio, cabe acusar a las izquierdas, de que teniendo más a la vista los beneficios momentáneos que los de a largo plazo, actuó con sentido absolutamente partidista en la determinación de actas válidas y no válidas. La izquierda debería haber comprendido que, a largo plazo, le resultaba incluso más rentable el consolidar el sistema democrático que, creándose una mayoría absolutamente momentánea, lanzar a la derecha por el camino de la subversión. De esta discusión de las actas hay, además, que hacer especialmente responsable a la izquierda burguesa, pues buena parte del socialismo y del comunismo se colocaban ya al margen del sistema democrático. Es la izquierda republicana, que teóricamente constituía el puntal más firme y la base de la República, la que se beneficia más de las modificaciones en las actas de manera directa. Es ella, finalmente, la que, ante la intervención personal de Azaña para evitar que se impidiera el acceso a las Cortes de Calvo Sotelo, recurre a afirmar, como hemos visto que hace un diputado, la «necesidad de sacrificio».y esa frase es suficientemente expresiva de su olvido de las esencias democráticas
Fruto de tan deplorable experiencia sería la decisión consensuada de expropiar a las Cortes tal prerrogativa, judicializándola por completo desde el primer tramo de la mutación constitucional. Así, el Decreto-Ley 20/1977, de 18 de marzo, que contenía las nuevas normas reguladoras del procedimiento electoral encomendó a los Jueces y Tribunales de la jurisdicción ordinaria velar por la pureza del procedimiento electoral en sus dos fases, desde su principio a su final, con la intervención reforzada del Ministerio Público. Así pues, los acuerdos de las Juntas Electorales Provinciales sobre proclamación de candidaturas y los de proclamación de Diputados y Senadores electos podían ser objeto de recurso contencioso-electoral. Conocerían de los recursos que tuvieran por objeto la impugnación de los acuerdos sobre proclamación de candidaturas la Sala de lo Contencioso-administrativo de la Audiencia Territorial correspondiente o, si hubiere varias, la que designare la Sala de Gobierno. Para los recursos que tuvieren por objeto la impugnación de la validez de Diputados y Senadores electos era competente la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo de Justicia (había tres, 3ª, 4ª y 5ª) que designe la Sala de Gobierno.
Esta solución sería ratificada luego por la Constitución cuyo art. 70 insiste en que la validez de las actas y credenciales de los miembros de ambas Cámaras estará sometida al control judicial, en los términos que establezca la ley electoral. La Ley Orgánica 5/1985 ha respetado la construcción bifásica del procedimiento electoral -formulación de candidaturas y aprobación del resultado de las votaciones- así como la vía de impugnación, el proceso «contencioso-electoral», aspecto particular del contencioso-administrativo. En tal sentido, será impugnable la Sentencia dictada en un recurso contencioso-electoral contra los acuerdos de proclamación de candidaturas de las Juntas Electorales ante el Juez de lo Contencioso-administrativo, contra cuya resolución, inapelable, sólo cabe el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, a cuyo efecto se entiende así cumplido el presupuesto procesal de agotamiento de la vía judicial. El recurso podrá interponerse en el plazo de dos días y en los tres siguientes dará su respuesta la Sala a la que por turno corresponda (art. 49). A su vez, contra la Sentencia sobre la validez de la elección y proclamación de electos dictada, según los casos, por las Salas de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo o del Superior de Justicia respectivo, no procederá recurso contencioso alguno, ordinario o extraordinario, salvo el de aclaración y sin perjuicio del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, que deberá «solicitarse en el plazo de tres días y será resuelto» en los quince siguientes (art. 114.2). Sobre el art. 21 de la Ley Electoral STC 149/2000. Para su tramitación el Pleno estableció las reglas adecuadas en el Acuerdo de 20 de enero de 2000.
4. Suspensión y disolución del Congreso
En virtud del art. 81 de la Constitución el Presidente de la República no sólo podía convocar el Congreso con carácter extraordinario siempre que lo estimase oportuno sino que podía suspender las sesiones ordinarias del Congreso en cada legislatura sólo por un mes en el primer período y por quince días en el segundo, siempre que no dejara de cumplirse lo preceptuado en el art. 58. La interrupción del funcionamiento de la Cámara cuando no supone clausura de sesiones representa una de las interferencias más intensas del Jefe del Estado en el Poder legislativo. No siempre aparecen diferenciadas estas modalidades, cierre y suspensión. El interés de ésta, ya que el texto constitucional de 1931 no distinguía entre ambas, estaba en la vinculación del art. 58 con el 81. Consignaba el primero la obligación de que las Cortes funcionaran durante un plazo mínimo, en dos períodos anuales. Sin embargo, el último de los preceptos mencionados. No quedaba claro la utilidad de la ingerencia presidencial en el funcionamiento de las Cortes precisamente en un régimen parlamentario, salvo para el cambalache. Esto es lo que ocurrió.
El Presidente de la República inició unilateralmente las consultas el 10 de diciembre de 1935 para formar un nuevo Gobierno que nadie le había pedido, primero con Martínez de Velasco, en ningún caso con Gil Robles a quien vetó definitivamente, luego con Miguel Maura y finalmente con Manuel Portela Valladares, sin escaño en las Cortes ni respaldo de partido alguno. El así llamado formó un gabinete con el propósito de convocar elecciones y obtener en ellas 150 diputados «centristas». La suspensión de las Cortes, medida muy cercana al golpe de Estado, que había sido decretada por Alcalá Zamora para facilitar la manipulación fue prorrogada el 2 de enero para otros treinta días. En fin, el año siguiente que pasaría a la Historia por la puerta grande se abrió con unas instrucciones del Gobierno que encabezaba Portela Valladares, marioneta del Presidente de la República, ordenando a la censura gubernativa previa tachar implacablemente todos los comentarios periodísticos sobre tales suspensiones de las sesiones parlamentarias durante mes y medio, hasta el 31 de enero. En la misma fecha 46 diputados de la Ceda, junto con un cierto número de radicales y monárquicos, pidieron al presidente del Congreso la reunión inmediata de la Diputación Permanente para exigir a Portela y sus ministros la responsabilidad política por actos de naturaleza penal, derivados de la prórroga ilegal de los presupuestos y de la misma suspensión «inconstitucional» de la Cámara. La sesión fue convocada para el 7 de enero pero ese mismo día La Gaceta publicó el Decreto presidencial con la disolución del Congreso y el anuncio de elecciones generales para el 16 de febrero en primera vuelta. «Esto es veinte veces peor que la monarquía y no tiene nada que ver ni de cerca ni de lejos con la República», sentenció Miguel Maura.
El caso es que con antelación a la apertura de la nueva legislatura el Frente Popular había presentado la moción de censura contra el Presidente de la República, al amparo de los arts 81 y 82 de la Constitución, en cuya virtud el Congreso elegido a consecuencia de una segunda disolución durante el mismo mandato presidencial podía revisar tal actuación y, de encontrarla injustificada, proceder a votar la destitución del Presidente, siempre que la moción contara con el refrendo de un centenar de diputados, se anunciara el debate con tres días de antelación y se aprobara por los tres quintos de la Cámara. El argumento principal sostenía que la disolución de 1933 había de ser calificada como «ordinaria» sin que le afectara el hecho de que en dicha legislatura se aprobara la Constitución. La figura de las Cortes «constituyentes» era meramente retórica sin consistencia jurídica y sin que influyera tampoco la circunstancia de que los dos años siguientes se hubieran aprobado las leyes complementarias. Por otra parte, la disolución de 1936 había sido innecesaria, habiéndose hecho para manipular el resultado. En realidad ésta era una cuestión que hubiera debido encomendarse al Tribunal de Garantías Constitucionales y no a las propias Cortes. El 7 de abril la moción de censura fue aprobada y Niceto Alcalá Zamora depuesto por el voto de 238 diputados con 5 discrepantes y la abstención de los no frentepopulistas. Unos días después salió de España con su familia en un viaje marítimo de placer y en su curso le sorprendió la sublevación militar. «Los militares no mataron a la República, que había muerto apuñalada por sus partidarios» escribiría más tarde sin llegar a reconocer que la pregunta «¿tu quoque?» de César a Bruto en el Capitolio le venía como anillo al dedo al Presidente de la República apuñalada. Nunca pisaría de nuevo tierra española, proscrito por ambos bandos. El 10 de mayo, don Manuel Azaña resultó elegido Presidente de la República por una mayoría aplastante en la asamblea de compromisarios reunida en el Palacio de Cristal del Retiro.5.- La inviolabilidad y la inmunidad parlamentarias.
La Constitución republicana de 1931, dentro de una tradición ininterrumpida, proclamaba en su art. 56 que los Diputados son inviolables por los votos y opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo. Ello no impidió que desde los escaños de los adversarios políticos los diputados comunistas, José Díaz y La Pasionaria, anunciaran a José María Gil Robles, interrumpiendo su discurso en el hemiciclo, «S. Sª morirá con la botas puestas» «o al menos con los zapatos» y que el propio presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, en vez de rebatir datos y argumentaciones amenazara de muerte al diputado Calvo Sotelo. A su vez, el art. 56 empezaba con una prohibición: Los Diputados sólo podrán ser detenidos en caso e flagrante delito, concepto jurídico muy bien perfilado por la Ley de Enjuiciamiento Criminal. La detención será comunicada inmediatamente a la Cámara o a la Diputación Permanente. Ello no evitó tampoco lo sucedido en la madrugada del 13 de julio de 1936. La Constitución de 1978 se expresa con mayor precisión conceptual pero dice lo mismo en su art. 71: 1. Los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. 2. Durante el período de su mandato los Diputados y Senadores gozarán así mismo de inmunidad y sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. Las palabras de ambos textos vienen a coincidir. El ambiente, sin embargo, era muy distinto.
No interesan aquí y ahora los pormenores del magnicidio que deflagró la guerra civil sino su significado constitucional. No fue un impulso repentino fruto de la indignación, que tampoco se puede permitir una fuerza disciplinada que porta armas para defender la ley. Los futuros ejecutores tenían de antemano en el Cementerio del Este dos cómplices, dos enterradores que se harían cargo del cuerpo y lo mezclarían con otros en una fosa común para que no fuera hallado. Pues bien, como parte de una «redada de fascistas» autorizada personalmente por el ministro de la Gobernación, Moles, las camionetas disponibles en las cocheras se desparramaron por Madrid y una de ellas, la 17, con un pelotón de ocho guardias de asalto uniformados y cuatro pistoleros de la «motorizada», escolta de Prieto, uno de ellos precisamente quien disparó, bajo la jefatura de un capitán de la Guardia Civil, se dirigió a la calle de Velázquez nº 89 del domicilio del diputado don José Calvo Sotelo en el que entró a las dos y media de la madrugada sin mandamiento judicial y arrancando los cables telefónicos. Le amparaba la inmunidad parlamentaria garantizada por la Constitución, que de nada sirvió. Le hicieron cambiar el pijama por el traje, le bajaron hasta la calle y le metieron en el vehículo, haciéndole sentar en la cuarta bancada. En la primera se colocaron el conductor y el jefe del grupo, capitán Condes, en la segunda unos cuantos, la tercera quedó vacía –ya se verá por y para qué- y en la quinta, el pistolero, que a poco de arrancar descerrajó dos tiros en la nuca al detenido. Luego, se dirigieron al Cementerio, sin encontrar allí a sus cómplices, que se habían atemorizado y abandonaron de mala manera el cadáver a las puertas del depósito. El asesino, Victoriano Cuenca, fue a contárselo a Julián Zugazagoitia y el capitán a Simeón Vidarte, diputado socialista por Badajoz, que en vez de ponerles a disposición del Juez de guardia los encubrieron, como haría luego el Gobierno . El Presidente de la República ni siquiera anotó el episodio en su «Diario» y guardó un silencio ominoso.
No deja de resultar sorprendente que incluso hoy en día este crimen procure eludirse o se cuente con sordina por quienes comparten la ideología de los quienes lo cometieron o encubrieron. Suele edulcorarse la versión de lo sucedido como un equivalente político de la muerte de un teniente de la Guardia de Asalto a manos de extremistas de la derecha quizá carlistas. Por condenable que sea el atentado en la calle a un agente de la autoridad, el secuestro en su domicilio y asesinato de un diputado que además ninguna relación tenía con el hecho precedente, tensó al máximo la situación e hizo crujir las cuadernas del sistema. Desde una perspectiva constitucional, «todo lo sucedido… fue realmente monstruoso, según Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, la voz del partido, lo calificó en sus memorias poco después . Transcurridos tres cuartas partes de un siglo, Payne coincidirá en el calificativo y lo extiende no sólo a «los términos monstruosos de este asesinato» sino «a la respuesta grosera del Gobierno». El 15 de julio, cuando se reunió la Diputación Permanente de las Cortes, el Gobierno, que no se sentó en el banco azul, conocía y ocultaba lo sucedido con todos sus pormenores: cuándo, cómo y por qué, pero sobre todo quiénes, a los cuales se encubrió desde arriba y desde abajo, haciéndole «luz de gas» al juez instructor.
6.- La consulta al pueblo
La Constitución de 1931 optó por la democracia «representativa», alejándose lo más posible de la directa o pura, aun cuando con algún elemento residual de ésta. La República se pone en manos de los partidos políticos, pero no de todos sino de los republicanos o con más exactitud, de los que formaban la izquierda del hemiciclo, muchos de los cuales eran republicanos –como opuestos a la monarquía- pero no eran demócratas, entre ellos el ala caballerista del socialismo y los comunistas. No obstante, como señalaba en su día Pérez Serrano, existían «manifestaciones de democracia directa: así, v.gr., el plebiscito del que trata el art. 12, b), aun cuando no se refiera propiamente al orden nacional, sino al regional. El «referéndum», como explica más adelante Pérez Serrano no figuraba en el proyecto parlamentario», «Propuesto y defendido por la minoría progresista, fue rechazado en 28 de octubre. Pero la Comisión, recogiendo el sentir de la Cámara, propuso «el art. 66, «siendo de notar como dato curioso que en pro de aquella institución se habían manifestado el grupo radical-socialista, y en cambio lo miraba con visible repugnancia el socialismo, y quizá también la Agrupación al Servicio de la República…»En el art. 66, se consagran el derecho de iniciativa popular y el referéndum. Es más, en el art. 82 se establece (probablemente por influjo germánico) un caso de recall o revocación, que es al propio tiempo un medio de resolver popularmente un conflicto entre dos órganos de origen desigualmente popular. Échase de menos –añadía el comentarista- la iniciativa en materia constituyente: adviértese, en cambio, la preocupación por organizar un sufragio amplísimo (art. 36), que sirve, a veces, para nombrar autoridades locales como el Alcalde (art. 9º), resolviendo con ello una cuestión batallona en nuestro Derecho (en el que llegó a producir el levantamiento de 1840).
El comentarista lo califica como «potestativo, no constituyente y antitributario», ya que se excluían la Constitución, sus leyes complementarias, los Estatutos regionales y las leyes tributarias. que recibió la ratificación plebiscitaria fue la de Sucesión en la Jefatura del Estado en 1947, como también se sometieron preceptos frente a este trámite 1967, la octava Ley Fundamental para la reforma política en 1976 y la propia Constitución dos años después.
El Nuevo Estado nacido como consecuencia de la guerra civil instauró al terminar la segunda guerra mundial el «cesarismo plebiscitario». La Ley de 22 de octubre de 1945, que luego adquiriría rango de Fundamental, en uso de la prerrogativa legiferante del Jefe del Estado, estableció el referéndum al que «podrían someterse las leyes elaboradas por las Cortes, cuando su trascendencia lo aconsejare o el interés público lo demande», para evitar que «la voluntad de la nación pública pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios», frase que parece tomada de Alexander Hamilton, uno de los padres de la Constitución americana . Era en realidad una operación de «cosmética constitucional», como lo había sido la Ley de Cortes en 1942 ante la victoria de los aliados, las democracias y la totalitaria Unión Soviética, sobre las potencias del Eje Berlín-Roma-Tokio. La ratificación plebiscitaria se pediría para la Ley Orgánica del Estado en 1967 pero no para la Ley de Principios del Movimiento (1953) y, en la Transición, por su lema «de la ley a la ley pasando por la ley», con la Ley para la reforma política (1976) y para la propia Constitución el 6 de diciembre de 1976.
La Constitución Española de 1978 prevé que «las decisiones políticas de especial trascendencia», puedan «ser sometidas a referéndum consultivo a todos los ciudadanos» que será «convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno previamente autorizada por el Congreso de los Diputados» (art. 92). Ésta autoriza que «las decisiones políticas de especial trascendencia» puedan «ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos», que será «convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno previamente autorizada por el Congreso de los Diputados» (art.92 CE). Las reformas constitucionales en general, aprobadas por las Cortes Generales ratificación, cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquier Cámara» (art. 167.3 CE)». «Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o uno parcial que afecte» a los derechos fundamentales y libertades públicas o a la Corona, una vez aprobada la reforma por las Cortes Generales, el referéndum para su ratificación, o no, será preceptivo (art. 168 CE). También lo será cuando se trate de los Estatutos de Autonomía, aun cuando el «cuerpo electoral» quede constreñido al de «las provincias comprendidas» en su «ámbito territorial» (art. 151,3 CE). Como se ve, la solución opuesta a la que adoptó la Constitución republicana. En esta larga etapa se ha utilizado la consulta plebiscitaria para la entrada de España en la Organización del Tratado del Atántico Norte (198 ) y para la frustrada Constitución Europea (200 ), pero no en cambio para la concreta enmienda introducida en el art…… de la Constitución. El referéndum de los habitantes de una Comunidad Autónoma se exige también para la aprobación de sus Estatutos.
V
LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA Y EL SISTEMA PARLAMENTARIO
1.- La doble confianza del Congreso y del Presidente de la República.
La nueva Constitución configuraba un Poder ejecutivo bicéfalo dentro de un sistema parlamentario. El Presidente de la República como Jefe del Estado, según era denominado también, disfrutaba de una panoplia de poderes más nutrida que la de los demás sistemas semejantes europeos con arreglo al art. 75 casi calcado sobre las prerrogativas de la Corona de la Constitución de 1876. El desdoblamiento y las características indicadas hizo que el Presidente del Gobierno fuera «un Canciller a la alemana más que un leader político a la inglesa» en palabras del profesor Pérez Serrano , y tal diseño no parecía apartarse mucho del modelo monárquico precedente. Ostentaba, entre otros, la potestad de nombrar y deponer al Presidente del Gobierno así como a los ministros a propuesta de éste y, por otra parte, estaba obligado a disolver cualquier Gabinete al que las Cortes le hubieran negado su confianza, aun cuando tal facultad no estaba necesaria y únicamente vinculada por tal situación. De tal guisa, la segunda República instauró un sistema «semipresidencial» donde el Presidente gozaba de libertad casi absoluta para nombrar y deponer los del Consejo de Ministros sin atender a la aprobación parlamentaria al menos en principio, aun cuando ninguno de ellos pudiera subsistir durante largo tiempo sin dicha aquiesciencia. Esta prerrogativa presidencial se convertiría en el factor dominante del sistema entre el otoño de 1932 y el invierno de 1935/36 y su utilización arbitraria pero no arbitral por Alcalá Zamora lo dañaría irreparablemente, al permitirle cortocircuitar los procesos políticos . El Presidente se creía con derecho a manipular los Gobiernos a su antojo y, con mentalidad de cacique pueblerino, nunca llegó a comprender que un sistema democrático auténtico dependiera de la más rigurosa y objetiva observancia de las reglas del juego. Su permanente manipulación y sus constantes interferencias hicieron imposible el normal funcionamiento parlamentario,
Uno de los rasgos sorprendentes del nuevo régimen fue la forma en que reprodujo con rapidez las debilidades evidentes del sistema constitucional de la Restauración, poniendo de manifiesto que, en realidad, el problema no era la opción entre monarquía y república, sino la cultura política española a principios del siglo XX, escasa y deformada por el caciquismo, convirtiéndose en un obstáculo insalvable. Por otra parte, la izquierda revolucionaria que había hostigado sin piedad a la monarquía, intentaría luego múltiples insurrecciones violentas contra la República. Tal y como la antigua «izquierda dinástica» había pretendido apaciguar a aquellos republicanos que no aceptaban el régimen establecido en 1876, la izquierda republicana prefirió en 1931 gobernar con los socialistas, no conformes con una república democrática burguesa como su modelo definitivo. Mientras que el régimen derrocado se había visto agredido por la extrema izquierda, el nuevo lo estaba siendo, mediante la subversión y la violencia, tanto por ésta como por la extrema derecha, ambas violentas y subversivas. Si los partidos monárquicos en el primer tercio del siglo habían estado demasiado divididos internamente para gobernar, éste parecía ser ahora el caso de los partidos republicanos. En 1917 los socialistas plantearon una huelga general revolucionaria contra la Monarquía, pero en 1934 intentarían lo mismo contra la República que ellos habían ayudado a implantar, como paso previo para la «dictadura del proletariado».
Por cualesquiera razones, algunas de ellas con fundamento objetivo en el temor a la fortaleza de las fuerzas antidemocráticas de la izquierda y de la derecha, Alcalá Zamora llegó a percibir su papel como el de un «poder moderador» independiente, casi de una forma monárquica, pero sin la altura de miras de un hombre de Estado, favorecido por la defectuosa Constitución republicana que había creado un sistema de «doble confianza» en el que el jefe del gobierno y su Consejo de Ministros debían contar con el respaldo tanto del presidente de la República como de las Cortes. Así, él mismo llegó a interferir de modo más abierto en el normal funcionamiento del régimen constitucional que Alfonso XIII y hacerlo más veces en menos tiempo. Tan pronto como la inicial fortaleza de la coalición de Azaña comenzaba apenas a dar señales de debilidad, el presidente se aprestó a la tarea, aliviándole a su pesar del peso de la púpura incluso antes de que hubiese desaparecido la mayoría parlamentaria que le sostenía y aún así, esta intromisión fue mucho menos arbitraria y contundente que su actuación en las Cortes siguientes durante cuyo mandato se movió permanentemente para desbaratar la posibilidad de un normal gobierno mayoritario, haciendo y deshaciendo a voluntad gabinetes minoritarios, o no del todo representativos, un juego en el que, inevitablemente, se ganó el odio de unos y de otros por igual, pero sobre todo haciéndose responsable de poner a la República en la pendiente por la que terminaría despeñándose.
2.- El final del Gobierno de Azaña y las elecciones de 1933.
La alianza entre el partido socialista, dividido a su vez en tres facciones y la izquierda republicana capitaneada por Manuel Azaña venía gobernando desde el 14 de abril de 1931 y, sobre todo, una vez aprobada la Constitución el 9 de diciembre, cuyo art. 26 –el de la «cuestión religiosa»- había provocado la dimisión del Presidente del Gobierno Provisional, Alcalá Zamora, católico acendrado, que sin embargo pasó a ser el primer Presidente de la República con Azaña en la cabecera del banco azul. Pues bien, no había transcurrido aún la mitad del mandato de cuatro años, cuando se produjo la primera interferencia tras la promulgación de la Ley de Congregaciones Religiosas, con ocasión de la necesidad de sustituir a Jaime Carner, Ministro de Hacienda y como tal, introductor del impuesto sobre la renta, enfermo de un cáncer en su fase terminal. El presidente del Gobierno instalado en la mayoría parlamentaria, y sin que hubiera amago de crisis en su equipo ministerial vivía tranquilo sin saber lo que le esperaba. En efecto, inesperadamente Alcalá Zamora impidió que se nombrara al sustituto del cesado y aprovechó esa vacante para abrir una ronda de consultas con el fin de formar un nuevo Gobierno que nadie había pedido y a nadie aprovechaba. El propósito del Jefe del Estado era «centrar la República» y aun cuando pudiera parecer positivo para la estabilidad del nuevo régimen, el medio resultó arbitrario y desproporcionado, con una evidente desviación o exceso de poder en detrimento de la pureza del régimen parlamentario, mediante una manipulación continua que empezó entonces y desembocaría en las elecciones de 1936, las últimas durante medio siglo. Azaña, cuyo valor físico y fortaleza de ánimo no eran sus cualidades predominantes, se sometió de mala gana al capricho presidencial, -ambos se detestaban- forzando la dimisión del gabinete completo. Sin atreverse de momento a disolver las Cortes y aunque pareciera no existir una alternativa a Azaña en la lógica del sistema, el Jefe del Estado intentó conseguir que Indalecio Prieto encabezara una extensa coalición de las fuerzas políticas republicanas, con la colaboración del caído, solución que hizo inviable el doble y recíproco veto de los partidos radical y socialista. Por otra parte, en las votaciones de los Vocales electivos del Tribunal de Garantías Constitucionales los conservadores habían arrollado a los candidatos de la izquierda, como luego se expondrá. A pesar de ello, el Gobierno planteó la cuestión de confianza al Congreso, que se la dio, contando pues, con una mayoría parlamentaria más que suficiente, aunque paradójicamente la supervivencia del reorganizado Gobierno dependiera cada vez más del apoyo menguante de los radical socialistas. Aquí se produjo por primera vez una de las muchas situaciones extravagantes e inverosímiles que por repetidas condujeron no ya al naufragio constitucional sino al desastre e implosión del sistema.
Puestas así las cosas, Alcalá Zamora pide el 7 de septiembre la dimisión del Gobierno, entrando en el Congreso con más estrépito que Pavía sobre su caballo y autoriza simultáneamente al jefe del partido radical, Alejandro Lerroux, para formar una coalición exclusivamente republicana, lo que consiguió en cinco días, provocando la ruptura del partido socialista con los demás fundadores del régimen. El nuevo Gobierno duró tan sólo tres semanas y a principios de octubre, tras su caída, el Jefe del Estado encargó formar otro a Diego Martínez Barrio. Si se hubiese permitido a las Cortes de 1933 culminar su mandato constitucional, celebrándose las elecciones generales a finales de 1937, podrían haberse aprobado nuevas reformas significativas y, en cierta medida se hubiese reducido la polarización, con un resultado electoral quizá diferente, que podría haber evitado la Guerra Civil, una predicción del pasado desde el futuro bastante verosímil.
3. El triunfo de la derecha.
Como solución al galimatías que él mismo había creado el Presidente de la República convocó finalmente las elecciones con arreglo a la ley electoral implantada por Azaña para perpetuarse en el poder pero que se convirtiría en un bumerang. La campaña, muy violenta por parte de los socialistas y destemplada en su lenguaje, con más de un muerto en las calles, finalizó entre el 19 de noviembre y el 3 de diciembre de 1933, con el triunfo arrollador de la derecha. De 473 escaños la Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA, con José María Gil Robles a la cabeza, consiguió 115 diputados a los que se añadieron 75 radicales, 29 agrarios, 26 de la «Lliga» y 21 tradicionalistas (en total 261), mientras que el socialismo bajaba a 55, los azañistas de Acción Republicana se reducían a 5 y desaparecía la extravagante Agrupación al Servicio de la República. No hubo comunistas en ese Congreso y a duras penas consiguió un puesto José Antonio Primo de Rivera, fundador y jefe de Falange Española. Con estos resultados electorales tan claros, Alcalá Zamora optó por torpedear una vez más el régimen parlamentario, ignorando deliberadamente la clara voluntad del electorado expresada democráticamente. El partido más votado y con más asientos en la Cámara hubiera debido tener la oportunidad de formar Gobierno, en coalición con otros más o menos afines. No pudo ser así. El Presidente de la República consideró que tenía el deber moral y político de mantener al partido mayoritario fuera del poder, sin importar que tal veto subvirtiera el sistema constitucional y la normal práctica democrática, suprimiendo la sana alternancia y desequilibrando la República . Sólo con la incorporación de la derecha, en principio no republicana pero tampoco netamente monárquica y más bien «posibilista», hubiera podido consolidarse la República como ocurrió con la incorporación de Sagasta y la «izquierda dinástica» en la coyuntura histórica de la Restauración y sucedería luego durante el reinado de Juan Carlos I que ha entregado la gobernación a más de un Presidente del Gobierno discretamente republicano mal disfrazado de «juancarlista» y alguno incluso no tan discreto. Pues bien, con la cobardía táctica de la Ceda que cometió un error garrafal de largo alcance, el supremo árbitro más caciquil que hombre de Estado encargó la formación de Gobierno al jefe del partido radical, Alejandro Lerroux, con 75 escaños, que lo presentó al Congreso el 19 de diciembre sin ningún ministro siquiera de la minoría mayoritaria, el partido católico.4. El veto presidencial a la ley de amnistía.
Con ocasión del veto presidencial a la ley de amnistía, aprobada por el Congreso el 20 de abril siguiente, Alcalá Zamora provocó otra crisis artificial, forzando la dimisión de Lerroux, que la presentó el 25 a pesar de que Gil Robles le había prometido su apoyo. Al día siguiente, don Niceto entregaba el poder a Ricardo Samper, segundo de a bordo de los radicales, que pasó a encabezar –según se dijo a la sazón- un Gobierno de nulidades manipulado por el Presidente de la República. Como explica Stanley G. Payne, «la crisis sacó a la luz el que sería el mayor problema del Gobierno de la República en los dos años siguientes: el rechazo general a permitir que el sistema constitucional y parlamentario funcionara con normalidad. Una vez más, se trataba de una crisis artificial y personal, creada por el Presidente, quien había vetado el acceso a la Jefatura del Gobierno a los líderes de los dos partidos mayoritarios en el Parlamento». En este punto, su interferencia y manipulación fue más extrema que la que se imputó en su día a Alfonso XIII, quien pocas veces intentó sortear el liderazgo establecido de los principales partidos. Es probable que la España de 1934 hubiera disfrutado de un gobierno parlamentario más regular si hubiera continuado reinando». «En los dos años siguientes, Alcalá Zamora repitió estas maniobras cuantas veces pudo, en cada ocasión para mayor descrédito y debilitamiento del sistema parlamentario, hasta que, al final, consiguió exactamente lo contrario a lo que se había propuesto y se vio enfrentado a la total polarización del Estado». Su coartada era «centrarlo» pero ese pretexto encubría malamente su propósito de crear un partido político propio a costa del radical, desbancando a Lerroux mediante la «interferencia y manipulación del normal proceso gubernativo. Con ello sólo consiguió dinamitar la República desde dentro hasta que un cartucho le estalló en sus manos.
4. El primer «glorioso movimiento».
Así estaban ya las cosas cuando un poco antes de la reapertura de las sesiones del Congreso prevista para el 1º de octubre, Gil Robles anunció que su partido no continuaría respaldando a un Gobierno minoritario como lo había hecho durante los nueve meses precedentes sino que exigiría formar parte de una nueva coalición, a pesar de las amenazas explícitas de insurrección lanzadas por los socialistas y la izquierda republicana. Por su parte, la cúpula del Partido Radical acordó el 29 de septiembre no doblegarse a más presiones del Presidente de la República ni al chantaje de la izquierda para mantener a Lerroux fuera de la cabecera del banco azul. Alcalá Zamora sólo podía elegir entre aceptar la coalición «cedorradical» o disolver las Cortes, operación arriesgada, sobre todo para él como se demostró año y medio después, así que de mala gana encargó a Lerroux la formación de Gobierno que incluyó a tres ministros cedistas, aun cuando en su torpe zascandileo constitucional se permitió vetar a Salazar Alonso propuesto para Gobernación. Gil Robles había anunciado su renuncia no sólo a presidirlo sino a participar personalmente en la remodelación ministerial, muestra de prudencia que para nada sirvió. Los socialistas dieron la orden de huelga revolucionaria en todo el país que comenzó en Asturias el 8 de octubre con brotes de menor intensidad en otras zonas, al tiempo que en Barcelona Lluys Companys proclamaba el «Estat Catalá dentro de la República Federal española», ahogado en la cuna por la tropas leales al mando del general Batet, Jefe de la División Orgánica. En la cornisa cantábrica, en cambio, no se jugaba con las palabras, se luchaba, se mataba y se moría durante casi dos semanas al nuevo grito de UHP. Treinta mil mineros pertenecientes en su mayoría al sindicato socialista, aunque también los hubiera anarquistas, resistieron con denuedo a las tropas traídas de África por el general Franco, asesor especial del Ministro de la Guerra, algunos de cuyos jefes eran Yagüe o Aranda, bajo el mando del general López Ochoa. El 18 de octubre se agotaría la trágica insurrección con un saldo total de 1.200 muertos en acción de guerra y 200 asesinados. Se ha dicho y con razón, que la revolución de octubre fue un ensayo general de la guerra civil por venir, o su primer acto e incluso su origen inmediato y con ella la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936 . No sería aventurado concluir que la República como tal se suicidó en ese momento y lo que permaneció en pie fue pura tramoya sin apenas sustancia democrática que ya a nadie parecía interesar. La reacción sería surrealista, muy propia de ese movimiento estético de la época o quizá esperpéntica, pues se pudieron ver entre barrotes a los prohombres del régimen como Azaña, Largo Caballero, Companys, Teodomiro Menéndez, González Peña y Pérez Farras, mientras Indalecio Prieto, más espabilado, se exiliaba, aunque luego sería el único en reconocer el error que significó la sublevación .
Manuel Grossi, un minero asturiano a pesar del apellido quizá de origen italiano, «un revolucionario», y por tanto un insurgente, escribió un libro en la cárcel, como tantos en España, no sólo Cervantes, «La insurrección en Asturias», que se publicó en la segunda mitad del año 1935, obra valiente y sincera. El autor había sido delegado del Bloque Obrero y Campesino para el Comité Regional de la Alianza Obrera creada el año 1934 en Asturias y de la que formaban parte además el Partido Socialista Obrero Español, la Unión General de Trabajadores, la Izquierda Comunista, el Sindicato Minero Asturiano y la Confederación Regional del Trabajo de Asturias, León y Palencia. «Socialistas, comunistas, anarquistas y obreros sin partido, empuñamos las armas para luchar contra el capitalismo el 5 de octubre, fecha memorable para el proletariado, contra el Ejército y el Gobierno de la burguesía». Es curioso que Belarmino Tomás, al dirigirse desde el balcón del Ayuntamiento de Sama, a sus «camaradas, soldados rojos» para darles cuenta de la derrota, lo calificara como «nuestro glorioso movimiento insurreccional», vencido por el «ejército enemigo», el de la República.
6. Otra vez el derecho de gracia como pretexto.
Pues bien, el 18 de octubre Alcalá Zamora, ampliando unilateralmente sus prerrogativas una vez más, hizo una de sus prolijas exposiciones al Consejo de Ministros, invocando el art. 102 de la Constitución, en cuya virtud «en los delitos de extrema gravedad podrá indultar el Presidente de la República, previo informe del Tribunal Supremo y a propuesta del Gobierno responsable», dejando claro que insistiría en hacer uso de su autoridad incluso si el Gobierno se negaba a formular tal propuesta, conducta anticonstitucional desde cualquiera de sus aspectos. El 31 de ese mes y el 1 de noviembre se celebraron cuatro reuniones del Consejo de Ministros en los que amenazó directamente con retirarle la confianza (la suya, teniendo la del Congreso) y forzar una reorganización o convocar nuevas elecciones. Aunque el Tribunal Supremo no recomendaba la conmutación de las penas de muerte impuestas por los consejos de guerra, Lerroux transigió para no forzar una crisis constitucional y el 5 de noviembre anunció que de las primeras 23 sentencias, 21 se beneficiarían del indulto. Unos días después, el 16, Samper e Hidalgo, acusados en el Congreso por no haber sido capaces de prevenir la insurrección, presentaron la dimisión y el Gobierno fue remodelado, esta vez sin interferencia presidencial.
En la mayor parte del país se puso fin al «estado de guerra», aunque subsistiera en las provincias de Madrid, Barcelona y otras seis provincias del norte. En los cuatro años transcurridos desde el inicio de la República, sólo 23 días habían sido normales y gozado de «plenitud constitucional» sin cortapisas de los derechos individuales. La justicia militar siguió funcionando y con ocasión del indulto de Ramón González Peña, el más importante dirigente socialista de Asturias, con el respaldo del Tribunal Supremo, hubo división de opiniones dentro del Gobierno en su reunión del 29 de marzo, venciendo la que propugnaba la misericordia por 7 a 5, lo que dio pretexto a Alcalá Zamora para crear por su cuenta una nueva crisis con el fin de formar una nueva coalición, que no pudo ser. El Presidente seguiría en sus trece de excluir a los cedistas en cualquier puesto de poder que pudiera corresponderles por su fortaleza parlamentaria, según Payne y se aferró a la solución improvisada de invocar el art. 81 de la Constitución que le otorgaba la facultad de suspender las sesiones parlamentarias durante 30 días y nombrar un Gobierno interino y así lo hizo, encomendándole la tarea a Lerroux que lo formó en su mayor parte con radicales, poniendo fin al estado de guerra el 9 de abril. Sin embargo, el 6 de mayo se conseguiría una nueva coalición que Alcalá Zamora no tuvo más remedio que aceptar. Bajo la presidencia de don Alejandro, entraron en la nueva situación cinco ministros «cedistas», uno de ellos, Gil Robles en Guerra y otro, Federico Salmón en Trabajo. El mayor logro de Alcalá Zamora aparte el de que su protegido Portela Valladares continuara en Gobernación, fue excluir una vez más de la jefatura del Consejo al prohombre del partido mayoritario, aspiración que por otra parte, el interesado había desistido de alcanzar al menos de momento, sin saber que era para la eternidad.
7. No a una República conservadora.
El nuevo ministro de Hacienda, Joaquín Chapaprieta planteó un programa de reformas para reducir el gasto público que, aprobado el 19 de septiembre, dio lugar a la dimisión de los dos ministros agrarios, sin afectar a los dos principales partidos de la coalición y, aunque el Gobierno, siguiendo precedentes, presentó su renuncia formal como paso previo a una reorganización del mismo tipo, Alcalá Zamora tenía otra idea y estaba dispuesto a frenar en seco la tendencia hacia una República conservadora, manipulando el sistema con el fin de forzar un nuevo giro hacia la izquierda, a pesar de su debilidad parlamentaria. Siendo viable cubrir los dos puestos vacantes sin dificultad, el Presidente aprovechó la oportunidad para un nuevo cortocircuíto con el propósito de dinamitar la coalición «cedorradical». Como venía siendo su costumbre, en vez de conducirse con normalidad constitucional y autorizar la continuación o la refacción de la coalición de los dos partidos mayoritarios, como hubiera sucedido en cualquier país realmente democrático, abrió una ronda de consultas para explorar otras alternativas. «Estamos en un manicomio» estalló el diputado radical Rafael Guerra del Río. A otro, Santiago Alba, presidente de las Cortes, le encargó conseguir una nueva coalición con los republicanos de izquierda y el grupo socialista de Besteiro, pero desistió ante el rechazo de Gil Robles. Negándose a llamar a cualquiera de los prohombres de los partidos mayoritarios como era de ley –nunca mejor dicho- el Presidente de la República entregó el poder a Chapaprieta, independiente, sin partido alguno para respaldarle, que el 1º de octubre presentó el nuevo Gobierno, respuesta a una «crisis patológica» en frase de Calvo Sotelo, la décimocuarta en algo más de cuatro años, con 70 ministros diferentes y algún Departamento que había padecido 10 titulares distintos. Alcalá Zamora no sólo se arrogó la potestad de seleccionar arbitrariamente a los presidentes de Gobierno sin atender a las reglas del juego parlamentario sino que incluso se entrometió en el nombramiento de los ministros, actitudes ambas contrarias a la Constitución. El nuevo Gabinete obtuvo la confianza por 211 votos a favor y 15 en contra, con el beneplácito de la «Ceda».
En estos meses finales del año, último que terminaría republicano con cierta normalidad, el Presidente de la República se superó a sí mismo y bajo la carpa constitucional trabajó en varias pistas simultáneamente. Una vez investido Chapaprieta el 1 de octubre, le dio traslado de la denuncia de David Strauss por un pequeño caso de corrupción, el «straperlo», que llevaba tiempo en su poder sin que la hubiera encauzado judicialmente como correspondía. Con ello y luego el caso Nombela, también del mismo tipo, consiguió diezmar el partido radical y eliminar de la acción política a Lerroux, su principal rival en los proyectos de futuro de Alcalá Zamora. No eran asuntos de gran trascendencia pero fueron utilizados como granadas de mano que consiguieron su objetivo destructor. Este escándalo, montado a tres bandas por Prieto, Azaña y Alcalá Zamora, que desintegraría el partido radical, destruyó así el último amortiguador entre una izquierda y una derecha configuradas como dos bloques enfrentados a muerte. Esa función quería cumplirla el partido que proyectaba el Jefe del Estado con 150 diputados, que la realidad rebajó a un tercio . Despejado así el camino por la dimisión del jefe radical como ministro de Estado, Chapaprieta reorganizó el Gobierno, cubriendo las vacantes producidas. El asunto del estraperlo, cuidadosamente elaborado por la izquierda en el exilio dirigida por Prieto, no hubiera tenido apenas importancia de no haber sido explotado por el Presidente de la República aprovechando la debilidad política de Chapaprieta, que el 9 de diciembre dimitió carente de respaldo ante el ataque de la «Ceda». Parecía haber quedado libre el camino para una coalición encabezada por Gil Robles como única alternativa. Sin embargo, a pesar de conocer sus mañas no contaron con don Niceto que se había negado contumazmente a que los jefes de los dos partidos mayoritarios presidieran con normalidad un Gobierno y, en el caso de Gil Robles, le había negado sin más la posibilidad legítima de presidirlo. El veto presidencial era absoluto y «sine díe». Por otra parte, el Jefe del Estado estaba impaciente por celebrar nuevas elecciones, a pesar del riesgo que para él suponía. Como los dioses ciegan a quienes quieren perder, el Presidente comenzó las consultas el 10 de diciembre, sin lograr convencer a Martínez de Velasco por la oposición cerrada de la Ceda, cuyo jefe se ofreció al día siguiente sufriendo el desaire definitivo. El rechazo arbitrario de dar cancha a la Ceda significó la pérdida del equilibrio sociológico, escorando la Constitución. En suma, una vez que en diciembre de 1935 Alcalá Zamora rechazó la posibilidad de un Gobierno con el respaldo de la mayoría parlamentaria, la República no volvería a tener otro y, como le advirtió Gil Robles en su entrevista, se estaban fermentando las soluciones violentas. Se abría así una de las esclusas de la guerra civil.
Los dos errores garrafales fueron no sólo éste sino insistir temerariamente en convocar nuevas elecciones en una situación tan peligrosamente polarizada. En ese momento todavía le quedaban dos años de vida al Congreso que contaba con una mayoría suficiente y con una agenda legislativa completa. Destruir sin motivo alguno esa oportunidad alcanzó la máxima cota de la irresponsabilidad. Alcalá Zamora no tenía ninguna posibilidad seria de crear en unas nuevas elecciones un nuevo centro artificial que pudiera mantener el equilibrio de poder. En su lugar, la pugna electoral se convirtió en un plebiscito entre el proceso revolucionario abierto en 1934 y la contrarrevolución. Ganó aquel por un estrecho pero decisivo margen, conforme el galeón del Estado escoraba sin control a la izquierda desde el centro-derecha. El resultado era del todo previsible y llevaba el germen de la autodestrucción.
8. La traca final
El hecho es que Santiago Portela Valladares formó Gobierno con las Cortes cerradas por el Presidente, pero en su reunión de 30 de diciembre se produjo tal trifulca que dimitiría la totalidad de sus miembros. A las 7 de la tarde estaban ya sustituídos por otros, compinches de los dos presidentes sin cohesión política. Sería éste el último y más catastrófico esfuerzo de Alcalá Zamora para circunvalar el régimen parlamentario, suspendiendo además las sesiones del Congreso por segunda vez. En estos momentos los procedimientos políticos de la República española habían empezado a imitar los peores aspectos de la República de Weimar en su etapa final bajo el mariscal Hindenburg. En ambos países, la autoridad presidencial había suplantado el normal funcionamiento del Reichstag o de las Cortes, aunque el fenómeno estaba más justificado en Alemania donde la fragmentación partidista había llegado a desintegrar el mapa político. En España había una coalición conservadora dispuesta a ejercer el poder y enfrente un bloque de la izquierda revolucionaria dispuesta a ocuparlo por la fuerza si necesario fuere. Aquella coalición que los españoles habían votado en 1933 con un resultado electoral muy claro, fue vetada sistemáticamente por un Presidente de la República que cerró el paso al partido mayoritario e impidió a su jefe ocupar la cabecera del banco azul. No menos cierto es que las trapacerías presidenciales no fueron respondidas con la gallardía necesaria. Así se comprobó una vez más que sólo los cobardes mueren dos veces y en este caso no como metáfora. El capricho y la arbitrariedad de Alcalá Zamora, nombrando Gobiernos de corta duración sin apoyo parlamentario, fomentó el comportamiento irresponsable de los partidos de la oposición.
El 2 de enero, 46 diputados de la «Ceda» más otros radicales y algunos monárquicos, pidieron al Presidente de las Cortes una reunión inmediata de la Diputación Permanente con la finalidad de exigir responsabilidad al Gobierno y a su jefe por la prórroga ilegal de los presupuestos y la suspensión «inconstitucional» del Congreso. Fijada la sesión para el 7, la víspera se publicó un Decreto del Presidente de la República con la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones generales para el 16 de febrero en primera vuelta y el 1º de marzo en segunda. «Esto es veinte veces peor que la monarquía y no tiene nada que ver ni de cerca ni de lejos con la República» dijo Miguel Maura. Para concurrir a la cita electoral los partidos de izquierda formaron lo que ha pasado a la Historia como «Frente Popular» en el que cupieron desde el minúsculo Partido Comunista a la raquítica Izquierda Republicana de Azaña y, por supuesto, las tres fracciones del Partido Socialista. Aun cuando numéricamente equilibrados en votos los dos bloques, con no más de dos puntos de diferencia relativa, el «Frente Popular» consiguió 263 diputados y el resto 210 en la primera vuelta a los cuales se añadieron los confiscados por la Comisión de Actas, como más atrás quedó expuesto. Portela huyó, más que dimitió, precipitadamente y Azaña formó el 20 de febrero un Gobierno minoritario de Izquierda Republicana más algunos afines. Alcalá Zamora, abrumado por el desastre que habían originado sus manipulaciones, no se atrevió sin embargo a torpedear este Gobierno como le aconsejó Chapaprieta en dos ocasiones y nombrar otro más moderado.

Una vez que consiguió la remoción de Alcalá Zamora, Manuel Azaña resultó elegido el 10 de mayo Presidente de la República por una mayoría aplastante en la asamblea de compromisarios reunida en el Palacio de Cristal del Retiro. Su primera decisión fue encargar la formación de Gobierno a Indalecio Prieto, cabeza de la tendencia moderada del socialismo, entre el reformista Besteiro y el «bolchevique». Largo Caballero vetó tal solución, la más apropiada por lo demás para el sistema parlamentario pues su partido era a la sazón la minoría más numerosa en el Congreso. Visto el fracaso de la propuesta se dirigió a Santiago Casares Quiroga, correligionario de Izquierda Republicana, partido mínimo y de su confianza personal «con devoción rayana en la idolatría». Era como si las dos jefaturas, la del Estado y la del Gobierno, se hubieran reunido en una misma persona. Azaña en sus «Memorias» le elogia exclusivamente por su amistad y lealtad, sin hablar para nada de sus méritos y de su capacidad para el puesto. Fue don Manuel el único Presidente que residió en el Palacio Nacional y un cierto tiempo provisionalmente en el Palacio de La Quinta en El Pardo, dedicado a la literatura, a la decoración y a las limusinas. Así perdía el tiempo, mientras España ardía, comenta Payne , más interesado en su comodidad y seguridad personal que en el bienestar de su país. Nada tiene de extraño, pues, que se convirtiera en un «valor político amortizado» desde el 18 de julio y, a partir de noviembre, un «Presidente desposeído», como él mismo se calificaría más tarde.
En la Constitución de 1978 se niega al Jefe del Estado cualquier prerrogativa o coparticipación en el nombramiento de presidente del Gobierno y de sus ministros. El art. 99 dice así:
1.- Después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey, previa consulta con los representantes de los Grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la presidencia del Gobierno.2.- El candidato propuesto conforme a lo previsto en el apartado anterior expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara.3.- Si el Congreso de los Diputados, por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros otorgare su confianza a dicho candidato, el Rey le nombrará Presidente. De no alcanzarse dicha mayoría, se someterá la misma propuesta a nueva votación cuarenta y ocho horas después de la anterior, y la confianza se entenderá otorgada si obtuviere la mayoría simple.4.- Si efectuadas las citadas votaciones no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma prevista en los apartados anteriores.5.- Si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso».En sentido inverso, el art. 101 dispone que en los casos previstos en la Constitución de pérdida de la confianza parlamentaria, implica el cese del Gobierno, aun cuando continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo, arts 112 CE (sobre la cuestión de confianza y la moción de censura) son los dos instrumentos de control del Gobierno con sanción directa pues implican su dimisión y cese obligados (arts 112, 113 y 114 CE).
A su vez, el artículo 100 deja bien claro que
Los demás miembros del Gobierno serán nombrados y separados por el Rey, a propuesta de su Presidente
Y el Rey, a lo largo de estos treinta y un años, ha observado escrupulosamente estos preceptos constitucionales sin haber pretendido intervenir o influir en la formación de los gobiernos ni en su duración. Los mandatos cuatrienales ejercidos por quienes han ido consiguiendo uno tras otro la mayoría absoluta de los escaños o eran la «minoría mayoritaria», o sea el partido más votado, se han sucedido inexorablemente en la Moncloa, con el automatismo de un genuino régimen parlamentario, sin manipulaciones o tergiversaciones .
VI
LA JUSTICIA
1. Administración de Justicia vs. Poder Judicial
No estará de más aludir como preámbulo a la notoria tensión dialéctica existente entre estos dos conceptos a lo largo del siglo XIX, tensión reflejada en los distintos textos constitucionales con una esgrima aparentemente verbal. Si el Estatuto de Bayona hablaba del «orden judicial», con una terminología claramente más que afrancesada, francesa, la Constitución de Cádiz se refiere a «los tribunales» y a la «administración de justicia en lo civil y en lo criminal», aun cuando esta actividad se califique como «potestad» y también como función . El «poder judicial» hace su primera aparición en la Constitución progresista de 1837 que, sin embargo, no utilizaba las denominaciones simétricas para los órganos legislativos y ejecutivos, como ocurre con la actual. En cambio, la carta política «moderada» de 1845 encuadra las instituciones judiciales dentro de la «administración de justicia». La constitución no promulgada de 1856 insistía en la calificación de «poder», expresión que retorna en 1869. El proyecto de Constitución federal de la República española, presentado a las Cortes Constituyentes el 17 de julio de 1873, es el primer texto político español donde se declara explícitamente que «el poder de la Federación se divide en poder legislativo, poder ejecutivo, poder judicial y poder de relación entre estos poderes» (art. 45), mientras que la Constitución de 1876 vuelve de nuevo a la Administración de Justicia. En nuestro siglo el anteproyecto de Constitución de la Monarquía española, presentado a la Asamblea Nacional el 6 de julio de 1929, mencionaba los tres poderes clásicos, con una «función moderadora» y de «armonía» de todos ellos encomendada al Rey (art. 43).
Ahora bien, por debajo de las distintas normas se había consolidado la calificación de «poder judicial» desde 1869 a nuestros días, por obra y gracia de esa Constitución y de su posterior Ley Orgánica, no obstante la sucesión de sistemas políticos muy diversos —Restauración, Dictadura, República y Nuevo Estado— cuyas leyes fundamentales coincidieron en prescindir de aquella denominación, revestida hoy de la serena nobleza que le fue proporcionando el transcurso del tiempo.
La Constitución de la Segunda República evitó deliberadamente el decantarse por el poder o la administración y, para ello, utilizó un rótulo aséptico, la Justicia , como encabezamiento del Titulo correspondiente. Sin embargo, en el discurso pronunciado ante las Cortes por don Luis Jiménez de Asúa, Presidente de la Comisión redactora del proyecto, se aludía con reiteración al poder judicial, mientras que en el texto se habla de la Administración de Justicia (art. 95). En esta coyuntura terminológica no fue desdeñable la influencia de Manuel Azaña, cuyo pensamiento se movía en el ámbito de la cultura francesa y que hasta su irrupción en la política había sido funcionario del Ministerio de Justicia, para quien: «Va mucha e importantísima diferencia de decir Poder Judicial a decir administración de justicia, va todo un mundo en el concepto de Estado». «Yo no sé lo que es el Poder Judicial» rotunda negación y tan sincera como peligrosa si se une a su desconocimiento también declarado espontáneamente de lo que fuere la independencia judicial.
Pues bien, la Constitución añadía que «la Administración de Justicia comprenderá todas las jurisdicciones existentes». La contencioso-administrativa aparece sin nombrarla con un ámbito objetivo precursor de su desarrollo posterior, pues no sólo se configura contra «actos o disposiciones emanadas de la Administración en el ejercicio de su potestad reglamentaria» sino contra sus actos discrecionales «constitutivos de exceso o desviación de poder» (art. 101). En la jurisdicción penal se restablece la participación del pueblo en a Administración de Justicia mediante la institución del Jurado y por otra parte se prevé la organización de Tribunales de urgencia para hacer efectivo el derecho de amparo de las garantías individuales. A su vez, la militar había quedado limitada a los delitos de tal índole, a los servicios de armas y a la disciplina de todos los Institutos armados, sin que pudiera establecerse fuero alguno por razón de las personas ni de los lugares, salvo en estado de guerra, quedando abolidos los Tribunales de honor tanto civiles como militares como se había hecho, creándose una Sala de lo Militar en el Tribunal Supremo, donde se estableció otra para lo Social de nuevo cuño. Al Ministerio Fiscal, constituido por un sólo Cuerpo con las mismas garantías de independencia que los jueces, a cuya cabeza estaría el Fiscal de la República, llamado también Fiscal General se le encomendaba el velar por el exacto cumplimiento de las leyes y por el interés social (art. 104). Las jurisdicciones ordinarias y la constitucional se articulaban por medio de la «consulta», en cuya virtud el Tribunal de Justicia que hubiera de aplicar una ley que estimare contraria a la Constitución debía suspender el procedimiento y dirigirse a tal efecto al Tribunal de Garantías Constitucionales (art. 100).El Presidente del Tribunal Supremo había de ser designado por el Jefe del Estado a propuesta de una Asamblea de juristas por un periodo de diez años siempre que fuera español, mayor de cuarenta años y licenciado en Derecho. Además de las funciones propias de su cargo tenía tres más muy importantes, una prelegislativa, preparar y proponer al Ministro y a la Comisión Parlamentaria de Justicia, las leyes de reforma judicial y de los Códigos de Procedimiento. La otra, proponer al Ministro, de acuerdo con la Sala de Gobierno y los asesores jurídicos que la ley designare entre elementos que no ejercieran la Abogacía, los ascensos y traslados de jueces, magistrados y funcionarios fiscales. También ejercía la prerrogativa del derecho de gracia en el caso de los indultos individuales, quedando prohibidos los generales aun cuando en los delitos de extrema gravedad podía indultar el Presidente de la República, previo informe del Supremo y a propuesta del Gobierno responsable. Las amnistías sólo podían ser acordadas por el Parlamento. La responsabilidad criminal del Presidente y los magistrados del Tribunal Supremo y del Fiscal General de la República había de ser exigida por el Tribunal de Garantías Constitucionales. La responsabilidad civil y criminal en que pudieran incurrir los jueces, magistrados y fiscales pertenecientes a las carreras respectivas, incluidos por tanto los municipales, en el ejercicio de sus funciones o con ocasión de ellas, sería exigible ante el Tribunal Supremo con intervención de un jurado especial. El Presidente del Tribunal Supremo y el Fiscal de la República quedaban agregados de modo permanente, con voz y voto, a la Comisión parlamentaria de Justicia, sin que ello implicara asiento en la Cámara. Una Ley de 8 de octubre de 1932 había configurado la Asamblea para elegir al Presidente del Tribunal Supremo, pero con una solapada mutación constitucional, ya que la propuesta implícita de un sólo nombre se convirtió en una terna de los más votados, a cualquiera de los cuales podía nombrar discrecionalmente el Presidente de la República. En la etapa del Frente Popular un Decreto de 13 de junio de 1936, con el refrendo de Manuel Blasco Garzón, Ministro de Justicia, reformó la composición del colegio electoral para «reforzar el control» político en palabras de Payne .
Tres días después de la promulgación de la Ley de Defensa de la República, es decir, el 24 de octubre, el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, cursó al presidente del Tribunal Supremo una circular, en la que principalmente le decía:
«Los magistrados, jueces y fiscales cuya posición de conciencia no les permita esta actitud de eficaz y decidido apoyo a la nueva legalidad facilitarían la serena renovación del órgano judicial si espontáneamente solicitasen su separación. En todo caso, este Ministerio, velando, por lo que concierne a los funcionarios dependientes de él, de hacer efectivo el cumplimiento de la Ley votada por las Cortes Constituyentes, desea se advierta a las Salas de Gobierno de las Audiencias Territoriales, para que a su vez lo comuniquen a las Provinciales y Juzgados, la inmediata sanción de que será objeto toda lenidad o flaqueza en la leal ejecución de la voluntad de las Cortes Constituyentes expresada en la Ley de 21 de octubre último.»
En opinión de Payne » el poder judicial constituyó un elemento de fortaleza ya que permaneció en gran medida libre de la abierta politización, lo que le atrajo las críticas tanto de la izquierda como de la derecha. No discriminó injustamente a favor de aquellos culpables de delitos violentos ya fueran izquierdistas (como en la Alemania de Weimar) o derechistas. La apremiante preocupación de la izquierda en 1936 por aprobar nuevas leyes que permitiesen la purga política del poder judicial indicaba que este último había permanecido en su mayoría libre de la nueva hegemonía partidista de la izquierda» .
2.- La independencia judicial.
El tercero y último párrafo del art. 94 de la Constitución de 1931, decía que «los jueces son independientes en su función. Sólo están sometidos a la ley». «No podrán ser jubilados, separados o suspendidos en sus funciones ni trasladados de sus puestos –añadía el art. 98- sino con sujeción a las leyes que contendrán las garantías necesarias para que sea efectiva la independencia de los Tribunales». La inamovilidad se ha proclamado siempre como salvaguarda de esa independencia. Poco más o menos lo mismo decían las Leyes Fundamentales del Régimen nacido de la guerra civil, pero en éste como en aquella república ¿se respetaban realmente?. La respuesta ha de ser rotundamente negativa. ¿Cómo funcionaba en la práctica? Dejando muchos costados sin cubrir. La inamovilidad no ha sido la cualidad más respetada en este siglo XIX por los distintos sistemas políticos que los españoles han padecido la mayor parte de su atormentado acontecer o han disfrutado las menos veces. En la Dictadura de los «felices años veinte» se hizo famoso el caso de la trigueña, el general y el juez, de cuyo triángulo saltó en pedazos el último . Una vez declarado el estado de guerra en las dos zonas, en republicana o roja, nacional o fascista, quedaron los jueces, «afectos» a cada bando, siendo expulsados o asesinados, eliminados en definitiva, los «desafectos». El Nuevo Estado a su vez depuró las Carreras Judicial y Fiscal.
Ahora bien, volviendo a 1931, quizá no haya proemio más expresivo para esta cuestión que el debate parlamentario sobre el proyecto de Ley de Defensa de la República, en cuyo curso se produjo el diálogo siguiente, recogido en el Diario de las Sesiones del Congreso:
Azaña: «Independencia del Poder Judicial, ¿de qué?»Gil Robles: «De las intromisiones del Gobierno»A.: «Pues yo no creo en la independencia del Poder Judicial»G.R.: «Pero lo impone la Constitución»A.: «!Que imponga lo que quiera la Constitución!… El Régimen tiene que arrepentirse de su generosidad en los primeros momentos…»
No se achaque este exabrupto a un acaloramiento del Presidente del Gobierno o/y Ministro de la Guerra, cuya frialdad de ánimo sólo encuentra equivalente en la de su contrafigura histórica. Ni se piense que fue producto de su talante literario. Manuel Azaña era licenciado y Doctor en Derecho y a los 29 años había ingresado por oposición en el Cuerpo de Letrados de la Dirección General de los Registros y del Notariado del Ministerio de Justicia. Sus palabras son un eco de algunas de Clemenceau y en buena parte también obra de su frivolidad, un rasgo de su personalidad poco estudiado. Sin embargo, y muy a su pesar por lo que se ve, la Constitución aprobada unos meses después, proclamaría en su art. 94 que «los jueces son independientes en su función. Sólo están sometidos a la ley». Pero aun cuando la música sonara afinada, la letra resultaría discordante porque esa independencia se quedó en una declaración de principios vacía de contenido como puso de manifiesto la realidad, esa compañera de la política tan fisgona y tan incómoda. «¿para qué necesitamos jueces profesionales si cualquier obrero puede hacer la justicia del pueblo?, preguntaba Margarita Nelken tiempo después, no mucho.
La Ley de Defensa de la República hizo añicos cualquier garantía de la independencia judicial respaldada por Azaña en apología de sus desafueros cuando a no tardar se produjeron, coherente, eso sí, con el diálogo parlamentario arriba transcrito. Pues bien, pasemos a los hechos, tan tenaces. Víctima de esa Ley de Defensa fue Luis Amado, juez de Madrid en el distrito del Centro. A la salida del madrileño bar Flor fue detenido un tal Lahoz Burillo el 13 de abril de 1932 por la policía como portador de una pistola sin licencia y 950 pesetas. Puesto a su disposición, lo mantuvo detenido y a las setenta y dos horas dictó auto de procesamiento con libertad provisional sin fianza. Enterado del caso el ministro de la Gobernación Casares Quiroga, ordenó por telégrafo desde Sevilla donde se hallaba, la aplicación al juez Amado de la Ley de la Defensa de la República, imponiéndole el día 19 la sanción gubernativa de tres meses de suspensión de empleo y sueldo, sin expediente ni haber sido oído. Recurre, pero el Gobierno desestima la alzada. ¿Razones del castigo? Las explicaría Casares Quiroga el 26 de abril de 1932, en el Congreso: Habiendo sido Amado Gobernador Civil de Valencia en 1930 y ser el procesado un obrero del diario El Debate, perteneciente al Sindicato Libre, no debió el juez ponerlo en libertad, sino mantenerlo en la cárcel.
Por otra parte, la independencia hay que interiorizarla como segunda piel del juez. No parece ociosa al respecto una significativa anécdota que el Presidente del Gobierno cuenta en su «Diario»: «Romero Crisantos, magistrado de la Sala 6ª del Supremo, tuvo el otro día la ocurrencia, ya en curso el proceso de Sanjurjo, de ir a visitar al Presidente en La Granja. Don Niceto, espantado de la indiscreción de Romero, le tuvo siempre delante de gentes mientras duró la visita. Y hoy mismo, Mariano Gómez, presidente de la dicha Sala que juzga a Sanjurjo, ha comunicado al Presidente de la República, que tiene un teléfono para hablar con él sin ser oídos, porque quería consultarle ciertas dudas. Don Niceto ha contestado que las resuelva el solo, y no ha querido saber ni el número del teléfono.» En la anotación del día siguiente don Manuel escribe que «Esta tarde he recibido vagas noticias de la vista del proceso Sanjurjo. Me dicen que la defensa de Bergamín ha sido muy mala. Este viejo señor ha dicho ayer a los periodistas una impertinencia: «Quizás algún día tenga que defender a Azaña». El día 24 no puede refrenar su ácido humor: «Pasadas las cuatro, aún no hay sentencia. Los señores siguen deliberando. Se conoce que han comenzado a estudiar de nuevo la carrera de derecho. Me voy a acostar». Por fin el 25 de agosto «A las ocho y media me despierta el teléfono. Habla Mariano Gómez, Presidente de la Sala 6ª, y me comunica la sentencia que acaban de firmar. Me llama mucho la atención que absuelvan al hijo de Sanjurjo, pero no digo nada, y me reservo mi opinión para cuando conozca el texto de los considerandos, que serán sin duda muy buenos. -¿Quiere usted que vaya a verle? —me pregunta Gómez. -No, no es menester -le respondo-. Que ustedes descansen. Pocos minutos después me llama Albornoz y me cuenta lo mismo. Entonces he llamado yo al Presidente de la República y le informo del suceso. Me dice que, para todo evento, debemos tener el informe del Supremo, que pide la Constitución. Le he hecho saber que antes de ir a palacio, el Gobierno se reunirá en Consejo, para deliberar, solo. Como es natural, lo encuentra bien. Traté de dormir otra vez, pero ya el sueño había volado. Un poco más tarde llamé a Mariano Gómez y le pedí que me enviase el consabido informe. -¡Me quita usted un peso de encima! -respondió, muy emocionado-. Enseguida lo mando. ¡Que tenga usted un acierto! He citado a los ministros para las diez y media. Examinaremos nosotros el caso y tomaremos un acuerdo, que llevaremos después al Presidente, como propuesta. No podríamos discutir delante de él.»
Tres años después, la ley catalana de cultivos, que había propiciado el enfrentamiento de la Generalidad y el Gobierno de la Nación con fanfarrias de guerra civil, como tendremos ocasión de ver más abajo, dejó un ambiente electrizado por motines y algaradas continuas cualesquiera que fueren el lugar o la ocasión. Sirva lo que sigue como muestra. En la Audiencia Provincial de Barcelona se estaba viendo, ante el Tribunal de Urgencia constituído, competente a tenor de la Ley de Orden Público, la causa contra el abogado José María Xammar, acusado de desobediencia grave al Presidente del Tribunal que pocas semanas antes había juzgado al director del semanario La Nació Catalana. El 9 de septiembre de 1934 el juicio, en el cual el procesado había actuado defendiéndose a sí mismo, se desarrolló con toda normalidad, aun cuando con el ruido de fondo del griterío de la multitud de simpatizantes reunida en las cercanías. Cuando el magistrado señor Emperador, una vez oído el informe del Fiscal don Manuel Sancho, se retiró a deliberar por breve tiempo con sus compañeros para, hacer pública después, la sentencia, donde se condenaba al acusado a una multa de mil pesetas o a un mes de arresto sustitutorio en caso de impago, estalló el alboroto que pronto degeneró en motín. Alguien lanzó un pisapapeles contra el presidente. «Escamots» (milicianos) a las órdenes de Badía, jefe de los servicios de orden público de la Generalidad, invadieron el estrado, maltratando a los magistrados, destrozaron los muebles y rasgaron la bandera tricolor republicana. El Fiscal se alzó para protestar con voces de indignación contra el atropello «incivil y salvaje» y entonces se produjo lo increíble. Una alteración de la paz pública puede producirse en cualquier momento pero que la protagonice quien tiene que guardarla y luego haga detener al representante de la Ley, supera lo imaginable. Badía ordenó a sus esbirros que detuvieran al Fiscal en el ejercicio de sus funciones y que lo llevaran a la Comisaría General de Policía, mientras las turbas apedreaban el edificio judicial, pisoteaban el banderín tricolor arrancado de un automóvil oficial y sacaba en hombros al condenado, como si de un torero en su tarde de gloria se tratase, con mueras a España y a su Justicia. El Fiscal de la Audiencia pidió al de la República «la suspensión en Barcelona de todos los juicios orales, mientras no se garantice el orden público y la seguridad personal de los funcionarios nacionales». Sólo pasadas seis horas pudo obtenerse la libertad del Fiscal Sancho y tras ser calificado el incidente como «gravísimo» por el ministro de la Gobernación, la Junta de Seguridad tuvo sobre la mesa la propuesta de reintegrar al Estado las competencias sobre seguridad ciudadana, ante ello lo cual se replegaron los de la «Ezquerra», dimitiendo Badía. Sin embargo, las cosas seguían igual. El Consejero de Justicia, Lluhí, comunicó por escrito al Presidente de la Audiencia que «los magistrados don Antonio Iturriaga, don Mariano González Andía, don Jovino Fernández Pena, don Laureano Villacastín, don Enrique Cerezo y don Agustín Altés no cuentan con la confianza de la Generalidad y ésta no podrá lamentar que dejen de prestar servicio». Su delito había sido enviar un telegrama al Ministro de Justicia protestando por las injurias de que fueron víctimas otros colegas. Dencás rubricaba, que «el orden público está boicoteado por los encargados de administrar justicia». Tres magistrados del Tribunal Supremo se desplazaron a Barcelona para esclarecer lo sucedido y los de Barcelona, que habían abandonado sus puestos, se reintegraron a ellos. El comentario de L’Opinió, diario del Consejero de Justicia, remachaba: «Los magistrados han de decir con su actitud si son bastante caballeros y qué estimación les merece su honor, advirtiendo que aunque admitamos que ahora han procedido con tozudez, y el quedarse por el momento donde están, suponga que han ganado una batalla, muy pronto habrán de marcharse, y cuanto más tarde peor quedarán» (15 de septiembre) .
No fueron éstos los únicos incidentes creados con el fin de doblegar la independencia de los tribunales. Cualquier asunto se aprovechaba para atizar la turbulencia callejera y la agitación contra España. Un gentío vociferante que entonaba Els Segadors se apiñaba en la mañana del 16 de julio ante la Cárcel Modelo de Barcelona para protestar contra las detenciones del abogado Camilo Bofill y de José Aymá, director, éste, de La Nació Catalana, procesados como autores de unos artículos injuriosos para el Gobierno de la República y la Magistratura. En unas hojas repartidas a los congregados, decían aquéllos. «Deseamos salir a la calle para matar. Lo esperamos con impaciencia, porque sabemos que inexorablemente esa hora ha de llegar. Somos separatistas. Queremos la República catalana». A poco de iniciarse la vista de la causa el 21 de julio, hubo de ser suspendida ante la irrupción de un tropel de jóvenes, aleccionados para producir escándalo y libertar a los procesados, cosa que hubiesen logrado de no impedirlo la Guardia Civil. La causa contra José Aymá se vió a puerta cerrada tres días después y fallada con una condena a tres años, ocho meses y veintiún días de prisión. También a puerta cerrada se vió el 26 otra causa contra el abogado Bofill. Grupos de nacionalistas estacionados en los alrededores intentaron asaltar el Palacio de Justicia y al fracasar en su propósito, lo prendieron fuego por tres puntos a la vez, aunque las llamas fueron dominadas con rapidez. El presidente del Tribunal ordenó la detención del abogado defensor José María Xammar por el lenguaje agresivo e injurioso empleado al dirigirse a los componentes del Tribunal. Entretanto, en Barcelona se reproducían las manifestaciones contra los magistrados a la salida de la cárcel del escritor Granier Barrera, que había cumplido dos meses de encierro por injurias al jefe del Gobierno. Ninguno de los miembros del Tribunal de Urgencia que lo condenó, destacaba L’Humanitat, «tenía apellido catalán».
3.- La responsabilidad de Jueces y Magistrados
El primer párrafo del art. 99 de la Constitución republicana decía así:
La responsabilidad civil y criminal en que puedan incurrir los jueces, magistrados y fiscales en el ejercicio de sus funciones o con ocasión de ellas, será exigible ante el Tribunal Supremo con intervención de un Jurado especial, cuya designación, capacidad e independencia regulará la ley.
Una de las diferencias más ostensibles entre ambas Constituciones en materia jurisdiccional radica en un tema crucial. La responsabilidad criminal del Presidente y de los Magistrados del Tribunal Supremo y del Fiscal General de la República había de ser exigida por el Tribunal de Garantías Constitucionales, según indicaba el art. 99 de la Constitución de la República. En 1978 se invierte la solución, respetando las competencias propias de ambos Tribunales, Supremo y Constitucional que se limita a su función natural de ejercer la justicia constitucional, incluso enjuiciando la constitucionalidad de las Sentencias del Supremo y éste conserva intacta su potestad de juzgar, en cuyo ámbito quedan los componentes del otro a los efectos de su responsabilidad penal y civil o la fiscalización de su actuación no jurisdiccional mediante el recurso contencioso-administrativo. Se dio con una solución que hubieran aplaudido los padres de la Constitución norteamericana porque corresponde fielmente al sistema de frenos y contrapesos, esencia de una efectiva división de poderes y, por tanto, de una auténtica democracia. El guardián de la Constitución fiscaliza la aplicación de ésta por el Poder Judicial y éste controla a su vez el comportamiento de aquel ante la Ley.
La llegada a la Plaza de Oriente de Manuel Azaña con un Presidente de Gobierno sumiso, Casares Quiroga, provocó que la política en vez de centrarse en la economía que marchaba de mal en peor, dirigiera sus focos y algo más a las fobias sempiternas del Jefe del Estado, la Iglesia, la enseñanza y la justicia. El Gobierno se mostraba «beligerante» no sólo contra el «fascismo» y los colegios católicos sino también contra la independencia judicial. La ley de 13 de junio de 1936, en desarrollo del art. 99 de la Constitución, resolvió el enigma que tanto había intrigado a Fernando de los Ríos durante el debate del Tribunal de Garantías Constitucionales, «Custodem ipsum ¿quis custodes?». En ella se establecían las «bases» para exigir la responsabilidad civil y criminal en que pudieran incurrir los Magistrados, Jueces y Fiscales en el ejercicio de sus funciones. A tal efecto se anunciaba la creación de un Tribunal especial compuesto por cinco Magistrados de las Salas Primera o Segunda del Tribunal Supremo, según los casos, como Jueces de Derecho y de doce jurados como jueces de hecho, elegidos a la suerte y por mitad de dos listas, una de quienes poseyeran título facultativo oficial y otra de quienes fueran presidentes de cualesquiera de las Asociaciones inscritas en el Censo Electoral Social. En las causas criminales se mantenía el «antejuicio» de la querella ante ese mismo Tribunal, aún cuando en caso de admitirse hubiera que actuar un jurado distinto. Si los inculpados o demandados fueran jueces, Magistrados o Fiscales al servicio de las Regiones autónomas «en materias de su exclusiva competencia» los juzgadores procederían del más alto Tribunal de la región respectiva sin distinción de Sala y los jurados habrían de tener residencia en la capital. Contra las Sentencias dictadas en estos procesos podría interponerse por las partes recurso de casación ante la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo constituida en Sala de Justicia. La Ley, que se declaraba retroactiva, excluía de su ámbito no sólo al Presidente del Tribunal Supremo, a sus Presidentes de Sala y a sus Magistrados así como al Fiscal General de la República según mandaba la Constitución, sino extensivamente a los homólogos de los Tribunales de Casación regionales, por corresponder su enjuiciamiento al Tribunal de Garantías Constitucionales. Esta ley parecía desear su aplicación directa, aunque en su interior autorizaba al Ministro de Justicia para desarrollar sus Bases.
4.- El sumario imposible
El día 13 de julio de 1936, lunes, había en Madrid un juez de guardia, don Ursicino Gómez Carbajo a quien el destino le reservaba una insólita experiencia profesional. Había desaparecido de su domiciloio, secuestrado al parecer por no se sabía quién, el diputado Calvo Sotelo. Nada más haberse corrido el rumor, el Jefe de la Brigada de Investigación Criminal, Antonio Lino, había iniciado por su cuenta una investigación en la propia Dirección General de Seguridad , de la que no llegó a dar cuenta al Juez de guardia que inició las diligencias adecuadas y prácticamente tuvo que repetir todas las practicadas por el comisario y, por lo tanto, interrogó a los dos vigilantes de la casa de Calvo Sotelo. Llegó a la misma conclusión que Lino: las fuerzas de Asalto estaban encubriendo descaradamente el crimen. De las declaraciones de los guardias dedujo que «cualquier organismo policial de mediana solvencia profesional y ética» hubiera esclarecido el delito y detenido a sus autores en «cuestión de horas». Entre una actuación y otra, el juez recibió el aviso de que en el depósito del cementerio del Este había un cadáver que, por las trazas, pudiera ser el de Calvo Sotelo. Lo era y presentaba «señales de violencia» como escribió el «Ya». Tenía dos disparos en la nuca.
Los primeros en identificar el cadáver fueron tres periodistas: Alcocer, el fotógrafo Yubero y Barrado. Los dos primeros del diario de la noche Ya, de derechas, y el tercero, de un periódico anarquista. Alcocer, que era redactor de sucesos, estaba esperando en el despacho del comisario Aparicio cuando sonó el teléfono. Llamaban desde el cementerio preguntando por la filiación de un cadáver dejado allí durante la madrugada. El interlocutor afirmaba que los guardias de Asalto le habían prometido llevar la documentación por la mañana. Alcocer dejó una nota escrita al comisario Aparicio y salió disparado con Yubero hacia el cementerio. Barrado, sospechando que «algo sabían», les siguió, Pero su periódico no se editaba hasta la mañana siguiente, mientras que la información, con las preciadas fotografías de Calvo Sotelo muerto sobre la mesa de mármol del depósito, pudo publicarlas el Ya esa misma noche, en una edición especial. Era tan completa que dejaba poco margen a las maniobras de la Dirección para ganar tiempo y disimular las características del crimen.
Porque en Pontejos don Ursicino seguía luchando contra un imposible. Había localizado la furgoneta, «era la que estaba mas limpia, como recién lavada», y descubierto en ella rastros de «sangre viva» y de «sangre muerta» en el suelo del vehículo. Ahora, se disponía a celebrar ruedas de reconocimiento de sospechosos para que la familia de Calvo Sotelo, el portero, los guardias de la puerta y el servicio domestico identificaran a los guardias de Asalto que habían allanado el domicilio y ocupado la furgoneta. Pero al juez le hicieron uno de los trucos mas viejos del oficio. El comandante Burillo y los tenientes Barbeta y Moreno se presentaron con 150 agentes en el Juzgado, ninguno de los cuales, salvo el chofer de la plataforma, que ya había sido interrogado, había tenido nada que ver con el asunto. Varios de ellos, incluso, pertenecían a la guarnición de Toledo Es evidente que la intención de Burillo y sus oficiales era alargar la rueda de reconocimiento y buscar el inevitable error de los testigos. Y lo consiguieron. Uno de ellos reconoció a un guardia de Toledo que se había pasado la noche en la puerta de la Embajada de los Estados Unidos. Le detienen y le encarcelan junto con el chófer. Unos días después, ese guardia toledano, Andrés Pérez Molero, se encerraría en el Alcázar y se convertiría en coprotagonista de uno de los episodios más famosos de la guerra civil .
La investigación judicial, por supuesto, no llegó a puerto alguno ni bueno ni malo. A finales de julio, se presentó en el Juzgado una patrulla de milicianos socialistas que se llevó el sumario. En él figuraban las órdenes de busca y captura del capitán Condés y del pistolero Cuenca. Para entonces, ambos habían muerto en el frente de Somosierra. El teniente Moreno, que con toda probabilidad organizó las expediciones de Calvo Sotelo y Lerroux (Gil Robles estaba en Biarritz), les siguió a los pocos meses. Su avión se estrelló y prefirió pegarse un tiro antes que dejarse capturar. Los principales testigos del magnicidio se habían llevado sus secretos a la tumba, aunque alguno quedó para contar al menos cómo se había producido el asesinato.
6. El estado de guerra.
El 18 de agosto de 1936 el Palacio de Justicia de Madrid fue incautado por la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados con la ayuda de los «Águilas de la Libertad», organización anarquista. Levantó acta y dio fe don Luis Cornide, Secretario de Gobierno, en presencia del Presidente, don Diego Medina García , de varios Magistrados, del Decano del Colegio, Francisco López de Goicoechea más dos Diputados, y de los Milicianos. Nada más expresivo para mostrar que el Estado se había esfumado y con él la República, desde entonces un nombre sin contenido, «flatus vocis» que dicen los latinicultos. El terror ya se había apoderado de Madrid con las checas, los «paseos» y las sacas de presos. Azaña nos dejó un testimonio estremecedor por muchos conceptos: «Una noche a fines de agosto -el 22-, mientras de codos en la ventana de mi cuarto tomaba el fresco, sonaron en el cementerio tres descargas», un alarido, intermitente, desgarrador. Pasó el tiempo. ¡Tic tac! Dos tiros en el cementerio». A esa misma hora en una de las «sacas» de la Cárcel Modelo, su primer jefe político, Melquíades Álvarez era asesinado por un grupo de milicianos.
Conviene destacar que el ciudadano desvelado por el calor del verano madrileño era el Presidente de la República, que en vez de actuar con decisión y energía para cortar esa oleada de terror, hacía literatura. Escribe pero no habla. Tampoco había hecho ni lo uno ni lo otro cuando se cometió el crimen más atroz que puede imaginarse en un sistema democrático: la ejecución del jefe de la oposición en el Congreso por guardias de asalto uniformados al mando de un capitán de la guardia civil salido de las cocheras de Gobernación en la fatídica camioneta 17, sin respetar la inmunidad parlamentaria que le garantizaba la Constitución. Pero ya hemos visto lo que de ella pensaba el «hombre de la República». No sólo queda de manifiesto la cobardía física de Azaña sino su reflejo moral. «¿Por qué un hombre que tenía grandes dotes oratorias no intervino tras el asesinato de Calvo Sotelo?» se pregunta Malefakis. Podría escribirse un libro con los silencios de Azaña, clamorosos precisamente por tratarse de un hombre cuyo instrumento mayor fue la palabra. Parece que no compartía la misma fuente de inspiración de Cicerón que confesaba no haber debido sus mayores triunfos al talento sino a la sensibilidad, a su capacidad de compartir el dolor ajeno: «In quo ut viderer excellere non ingenio sed dolores asequebar». Contrasta su pasividad culpable, porque saber sabía, con la conducta ejemplar del anarquista Melchor Rodríguez, nombrado Delegado especial de Prisiones en el Madrid sitiado de 1936. Frenó inmediatamente las «sacas» de presos por los milicianos socialistas y comunistas que terminaban con el tiro en la nuca, salvando a unas 30.000 personas de tan trágico final, y lo hizo enfrentándose con Santiago Carrillo y José Cazorla, así como a pecho descubierto con la multitud. «Donde primero se defiende a la República es en las cárceles… ¡los fusiles al frente, para matar fascistas, no para asesinar a presos» – arenga con una pistola descargada en la mano y cuando amenazaban con disparar contra él, contesta: «!Antes de asesinarlos me tendréis que matar a mí!» Salió vivo del trance porque el valor personal, reflejo del valor moral, se impuso. ¡Qué no hubiera podido conseguir una palabra a tiempo del que tanto habló en su vida!
Como consecuencia de las sacas de presos de la Cárcel Modelo, que levantaron un escándalo mundial, dos Decretos de 23 y 26 de agosto de 1936 crearon los Tribunales Populares, uno de ellos en Madrid con sede en el Palacio de Justicia, incautado, «para juzgar los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado por cualquier medio», «con plena jurisdicción», tribunal especial compuesto por tres «Jueces de Derecho» (nombrados por el Ministerio de Justicia) y «14 jurados» (elegidos por los partidos del Frente Popular) que decidirán sobre los hechos de la causa». El procedimiento era libre pero sumarísimo. Fueron llamados «consejos de guerra» por sus creadores. El de Alicante juzgó a José Antonio Primo de Rivera, condenándolo a muerte, aunque absolvió a su hermano Miguel y a la esposa de éste. También se instauraron Jurados de Urgencia, por Decreto de 11 de octubre, siguiente, «para conocer de los hechos de hostilidad y desafección al Régimen que no sean constitutivos de los delitos previstos y sancionados por el Código penal común y las leyes penales especiales», tipificándose tres nuevas conductas, entre ellas: el derrotismo, con una cláusula abierta por analogía. También se enumeraban las medidas de seguridad, ocho, privativas y restrictivas de libertad o de derechos, pecuniarias y cautelares. El Jurado lo presidía un Juez de Derecho con dos de hecho, también seleccionados por los partidos de izquierda. Un periodista francés, Armand Henri Flash, publicó el reportaje de uno de tales juicios que en veinte minutos condenó a cinco hombres a muerte y el sexto a veinte años, aunque también fue fusilado inmediatamente en el cementerio de San Isidro, para no «perder el tiempo de llevarlo a la cárcel».
Un proceso que se haría famoso, entre los muchos de los que ha quedado testimonio, fue el de Rafael Salazar Alonso, ministro de la Gobernación en el Gabinete presidido por Ricardo Samper, perteneciente al partido republicano radical de Alejandro Lerroux. El 31 de agosto de 1936, Mariano Gómez , presidente del Tribunal Supremo y que presidía también el que funcionaba dentro de la Prisión Celular de Madrid, la «Cárcel Modelo», comunicó a la prensa la detención del ex Ministro por el grupo de la F.A.I. denominado «Los libertos» , y al hacer el anuncio tuvo frases de elogio para los milicianos por el servicio prestado y por la forma de hacerlo, palabras reveladoras claramente de la imparcialidad que podía esperar el reo de tal juzgador . El detenido fue llevado al cuartel central de la F.A.I., en las cercanías del Ministerio de la Gobernación, donde el Director General de Seguridad, Muñoz, se hizo cargo de él, entregándole personalmente en la Cárcel Modelo, sobre cuyo portalón de entrada campeaba la leyenda «odia el delito y compadece al delincuente» de Concepción Arenal. En este centro penitenciario estuvo incomunicado hasta el 8 de septiembre. Diez días después se constituyó en la prisión o recinto carcelario el Tribunal Popular Especial creado por Decreto de 23 de agosto, cuya sección de Derecho estaba formada por Mariano Gómez y los magistrados Alberto Paz y Fernando González, actuando como fedatario el Secretario de Sala del Supremo Ricardo Calderón y Serrano. Abierto el juicio oral derivado del sumarisimo por rebelión militar, llevó la acusación José Pallés, Fiscal General de la República, defendiéndose personalmente el procesado, abogado de profesión, con un suplente, Ramón Riancho, santanderino, compañero del partido radical en un día no lejano y a la sazón afiliado a la CNT. El día 20, el jurado de sindicalistas pronunció un veredicto de culpabilidad y al siguiente día, siendo las cinco menos cuarto de la tarde, la sección de Derecho firmó la Sentencia condenatoria de Salazar Alonso, imponiéndole la pena de muerte, como explicaba el diario madrileño Informaciones el 22. «Se dio de la sentencia cuenta al jurado, –añadía- por si estimaba que debía solicitarse la conmutación de la pena impuesta. Por unanimidad, los jueces del pueblo acordaron la no procedencia». La Sentencia se comunicó inmediatamente al Gobierno, que presidía Francisco Largo Caballero. Lo que sucedió a partir de ese momento resulta tan insólito e increíble, que obliga a utilizar el testimonio de Prieto, a la sazón Ministro de Marina . Helo aquí:
«…Cuando en septiembre de 1936, entré a formar parte del Gobierno, llevaba varias semanas Mariano Gómez presidiendo el tribunal popular, cuyas sentencias de muerte pasaban al Consejo de ministros, siendo éste, en consecuencia, el verdadero responsable de su ejecución.
«Un día —lo tengo relatado anteriormente— nos tocó examinar el fallo que condenaba a pena capital al ex ministro Rafael Salazar Alonso. Las opiniones manifestáronse divididas. Yo expuse la mía en los siguientes términos: «Es probable que entre ustedes no haya nadie que sienta tan invencible aversión como la mía hacia Salazar Alonso, quien, luego de extremar predicaciones demagógicas, sintióse atraído por halagos de las derechas y se pasó a ellas descaradamente, ofreciéndoles como mérito las sañudas persecuciones realizadas contra nosotros desde el Ministerio de la Gobernación; pero en los autos no aparece prueba plena de que haya participado en la insurrección objeto del sumario, y por eso me pronuncio a favor del indulto». Mi actitud resultó decisiva. El Gobierno, por siete votos contra seis, resolvió indultar a Salazar Alonso, y el acuerdo fue participado en seguida al presidente del tribunal popular.
«Poco después llegó al Ministerio de la Guerra, donde el Gobierno seguía deliberando sobre otras cuestiones, Mariano Gómez. Sin duda por conocerme más que a los restantes ministros, me llamó a mí para exponerme la situación: «Acabo de recibir, devuelto, el expediente de Salazar Alonso conmutando la pena de muerte por la de cadena perpetua. No he dado cuenta a nadie de esta resolución, seguro de que apenas sea conocida se producirá un motín terrible, que se iniciará con el fusilamiento del reo. El Gobierno, falto de medios suficientes para hacerse respetar, no podrá salvarle la vida y, al ser derrotado, su autoridad rodará por los suelos; pero no será eso lo peor. El tribunal popular, estoy segurísimo, se negará a seguir actuando y tras Salazar Alonso caerán acribillados a tiros, quizás esta misma noche, todos los presos politicos.»
«Mariano Gómez desconocía lo ocurrido en el seno del Consejo de ministros. Se lo relaté diciéndole cómo y por qué había sido yo quien había decidido el indulto. «Pienso como usted —me dijo—, pero repare que esa decisión puede costar más de cien vidas.» Rogué a Mariano Gómez que esperase. Volví a la sala de consejos y, pidiendo la venia del presidente Largo Caballero para interrumpir la discusión de otro asunto, expuse cuanto acababa de oír y añadí que, en vista de ello, rectificaba mi voto. Y anulándose la conmutación de pena, el jefe del Gobierno estampó al pie de la sentencia el trágico conforme….»
Al siguiente día, 23 de septiembre, miércoles, la prensa comunicaba: «Se ha hecho justicia. La sentencia quedó cumplida, a las seis de la mañana de hoy, en el recinto de la Cárcel contiguo a los lavaderos. Después de la ejecución desfilaron ante el cadáver Fuerzas de la Guardia Republicana, Asalto y Milicias.» No fue verdad tanta gentileza. La triste realidad es que Rafael Salazar Alonso fue fusilado ante una multitud de más de 200 personas, la mayoría pertenecientes a la Casa del Pueblo, y que su cadáver fue vejado tras la ejecución con repetidas descargas, entre burlas, gritos e insultos. Pudo ser trasladado por un familiar al cementerio del Este, donde se le enterró con el hábito franciscano en la fosa preparado para recibirlo. Sus familiares y amigos hubieron de esperar al final de la Guerra Civil para honrarle con un funeral al que asistió Alejandro Lerroux, autorizado por el Gobierno para asistir al acto. En definitiva, garrote y prensa también aquí.
En la zona dominada por los rebeldes corrió también la sangre en abundancia y también las togas se mancharon de sangre e ignominia. No faltaron las «escuadras negras», los fusilamientos por represalias de bombardeos aéreos, los «paseos» y otras lindezas, pero pronto se institucionalizó tan macabra actividad. Los Consejos de Guerra Permanentes actuaron sin descanso una vez declarado el estado de guerra por la Junta de Defensa Nacional el 22 de julio de 1936, habiéndose creado un Alto Tribunal de Justicia Militar de Oficiales Generales por Decreto 42/1936, de 24 de octubre. Otro Decreto, el nº 70/1936, de 8 de noviembre, autorizó el nombramiento de Capitanes Honoríficos de Complemento del Cuerpo Jurídico Militar, durante el tiempo que desempeñaren funciones judiciales militares de los jueces y fiscales de la jurisdicción ordinaria destinados a formar parte de aquellos Consejos de Guerra y Alféreces Provisionales, a los Aspirantes y en 1937 se adjudicó el mismo empleo honorífico de Capitán de los Cuerpos Jurídicos Militar y de la Armada a los Catedráticos de las Facultades de Derecho, Jueces, Fiscales y Abogados del Estado, y el de Tenientes a Notarios y Registradores de la Propiedad. Las cuestiones de competencia que se suscitaran entre las jurisdicciones ordinaria y castrense eran decididas por una Sala compuesta del Presidente y un Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y un miembro del Alto Tribunal. Una vez terminada la guerra civil la población reclusa alcanzó la cifra de 270.000 internos que fue disminuyendo hasta quedarse en nada el año 1944. Se impusieron unas 50.000 condenas a la pena capital, de las cuales fueron ejecutadas la mitad. Demasiadas incluso en un mundo como aquel en el que la vida no tenía valor en ninguno de los continentes. Faltó también la magnanimidad. Pero lo que sucedió allí y entonces se sale del tema propio de esta investigación porque los rebeldes se habían alzado precisamente contra la Constitución de 1931 y rechazaban explícitamente cualquier semejanza con un sistema democrático.
7.- La Constitución de 1978
La Constitución de 1978 encabeza el Título con la mancheta de «Poder Judicial», expresión ciertamente hipócrita que no utiliza para el Legislativo ni para el poder por antonomasia, el Ejecutivo, que tiene en una mano la bolsa y con la otra la espada en la metáfora de Hamilton o que, según Quevedo, tiene facultad de dar o quitar. El poder se construye sobre el pilar de la unidad de jurisdicción, la unidad de fueros que predicaba la Constitución de 1812 y consiguió efímeramente la de 1869. La potestad jurisdiccional que consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, según expresión tradicional, se entrega a jueces y magistrados independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, que formarán un Cuerpo único, la Carrera judicial. A su lado, el Ministerio Fiscal, guardián del interés general, había de funcionar con arreglo a los principios de legalidad e imparcialidad, unidad de actuación y dependencia jerárquica (arts. 117, 122 y 124 CE) este diseño ha de ponerse en relación con el derecho fundamental a la tutela efectiva sin indefensión (art. 24 CE) donde adquiere rango constitucional la Abogacía a través del derecho a la defensa y a la asistencia de letrado en un juicio con todas las garantías Lo más sobresaliente en este análisis es la creación de nueva planta del Consejo General del Poder Judicial que «estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por, veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión.
El Consejo, que entró en coma al parecer irreversible apenas nacido, la única institución constitucional frustrada, ha actuado sin el norte del interés general, forzado por su composición politizada que reproduce a escala menor la cartografía de los partidos en las Cortes .
No son asuntos menores que la Ley Orgánica del Poder Judicial se haya configurado como única y codificada, según ha reconocido el Tribunal Constitucional, ni que éste se haya sacado de la manga de la toga el singular concepto de la «Administración de la Administración de Justicia» para perpetuar la interferencia de los Gobiernos a quienes se permite una potestad reglamentaria en este ámbito. Lo cierto es que, hoy en día, no hay asunto suficientemente grande o suficientemente pequeño capaz de escapar del alcance de los jueces, cuya politización por otra parte es notoria y resulta preocupante.
Sin embargo, aunque la situación de la justicia no sea la misma ahora que en el período republicano, hoy como ayer siguen siendo válidas las palabras acusadoras de Wenceslao Fernández Flórez, uno de los observadores más lúcidos y críticos de su tiempo, cuando puso de manifiesto que «los Gobiernos, los políticos que defienden teóricamente la independencia de los juzgadores, no se resisten muchas veces a imponerles una opinión… la sentencia es inmoral siempre. Hasta ahora la Justicia va cogida del brazo del fuerte. Siempre encontrarán los Estados pretextos magníficos para que la justicia sea, a sus órdenes, un guardia de asalto más.
VII
LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL
1. Cuando la justicia constitucional llegó a España
La justicia constitucional, consistente en «la revisión judicial de las leyes», nació en Estados Unidos de la mano de su Tribunal Supremo en el caso Marbury v. Madison (1802) y mas de un siglo después se produjo su adaptación a la circunstancia europea por obra de Hans Kelsen que consiguió crear el primer Tribunal Constitucional en su patria, Austria, el año 1920, aunque coexistiendo con el Tribunal Supremo . Entre ambos modelos, la República Federal en 1873 había preferido el judicialista, único existente a la sazón pero la Constitución de 1931 se decantó por el «austriaco», aún cuando mezclado con otros: el Tribunal de Conflictos francés y el Tribunal de Estado alemán, contra la opinión de Adolfo Posada, el maestro del Derecho Político en esa época, que propuso el establecimiento de una Sala Constitucional en el Tribunal Supremo. En definitiva el art. 121 de la Constitución republicana preveía el establecimiento de un Tribunal de Garantías Constitucionales «con jurisdicción en todo el territorio de la República» y competencia para conocer de :
a) El recurso de inconstitucionalidad de las leyes.b) El recurso de amparo de garantías individuales, cuando hubiere sido ineficaz la reclamación ante otras autoridades.c) Los conflictos de competencia legislativa y cuantos otros surjan ente el Estado y las regiones autónomas y los de éstas entre sí.d) El examen y aprobación de los poderes de los compromisarios que juntamente con las Cortes eligen al Presidente de la República».
Para ponerlo en pie era necesaria una Ley Orgánica según el artículo 124 calificativo que traía causa de la nomenclatura tradicional durante el siglo XIX para aquellas normas que, por su contenido, afectaban a las más importantes instituciones del Estado (el Poder Judicial, el Ejército, el Tribunal de Cuentas o el Consejo de Estado, por ejemplo). No tenían un objeto específico ni exigían un «quórum» reforzado para su aprobación como tampoco gozaban de un rango o peso específico mayores que los de las ordinarias . Tal titulo era meramente honorífico, sin transcendencia jurídica, aun cuando algunos autores las denominaran también «constitucionales».
Una vez aprobado el proyecto de Ley Orgánica en el Congreso, el Presidente del Gobierno, Manuel Azaña, la llevó a la firma o sanción del Presidente de la Republica, Alcalá Zamora, a quien cedo la palabra para que explique lo sucedido en aquella entrevista . «La Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales había sido votada con desatinos tales que la hacían de imposible aplicación y además del todo inconstitucional. Por la habitual inhibición de Azaña había quedado la representación del gobierno dejada a las distracciones de Albornoz y éste, al acoplar varias enmiendas, hizo por un lado impracticable la renovación del tribunal y por otro mezcló y confundió bajo el aspecto de la acción para ser parte cuestiones tan diferentes como la responsabilidad del jefe del Estado, la de los ministros, la de las autoridades regionales, el recurso contra las leyes ordinarias, las dudas acerca de estas y el amparo ciudadano. En virtud de tamaño embrollo resultó que estando reservadas constitucionalmente, cual es la tradición y uso en todos los países, la acusación por el Congreso contra el presidente de la Republica y los ministros, pasaba esa peculiar e intransmisible prerrogativa a la Generalidad de Cataluña, al parlamento catalán y a todos los fiscales de España: Mostré a Azaña, que no había advertido esos dislates, y reconoció, de acuerdo conmigo, que ni se podían consentir ni se debía dar un escándalo, regocijado para las oposiciones, devolviendo con mensaje de veto e inconstitucional la ley de garantía de la Constitución, máxime cuando el autor de los despropósitos era el ministro de Justicia. Aceptó, pues, Azaña, mi solución, que fue promulgar la ley, pero en el mismo día presentar un proyecto que la remediara, el cual, votado con urgencia, se publicaría antes de que aquella pudiese entrar en vigor; así se hizo», pero no exactamente así. Una Orden de 3 de julio, publicada en «La Gaceta de Madrid» del 10, publicó una «fe de erratas», coincidiendo con el dictamen de la Comisión de Justicia del Congreso que contenía un proyecto de ley donde se modificaban los arts. 12, 13, 15, 19 y 22 de la Ley Orgánica. Como el duende de la linotipia no descansaba aquellos días, otra ley posterior de 1º de septiembre redactaba de nuevo los arts. 5º y 27 de su predecesora del 24, en vez de 14, de junio, en cuyas primeras líneas se invocaba el art. 122 , no el 121 de la Constitución.
Pues bien, según su Ley Orgánica configurada de manera tan complicada, el Tribunal se compondría de dos Vocales natos, uno el presidente del Tribunal de Cuentas y otro el del Alto Cuerpo Consultivo mencionado en el art. 93 de la Constitución, vale decir el Consejo de Estado, introducido en el texto tras un tenaz forcejeo, contado con su ingenio peculiar por Wenceslao Fernández Flórez , en el que salió vencedor don Niceto, Letrado de tal institución. Ninguno de ellos tenía garantizada la inamovilidad puesto que su cese en los cargos respectivos acarreaba la separación de los afectados en el Tribunal. Los demás Vocales serían electivos: dos Diputados, designados por el Congreso por el término de la legislatura; uno por cada región autónoma una vez aprobado su estatuto, léase por la Generalidad de Cataluña, pues el País Vasco no lo obtuvo hasta que en plena guerra civil le fue concedido sin Guipúzcoa ni Álava en la última sesión de unas Cortes más que diezmadas, con un quinto de sus diputados, en la última sesión celebrada el 1º de octubre de 1936; 13 por las regiones no autónomas , elegidos por los Ayuntamientos, es decir, los Concejales; 2 por todos los Colegios de Abogados y por todas las Facultades de Derecho en las Universidades del Estado. En total 20, con escasa estabilidad, salvo para el Presidente al que se le garantizaba un mandato de 10 años. El de los Diputados, cuatro y los demás se renovaban bianualmente. Esta singular composición anunciaba ya su suerte o más bien su mala fortuna, su «fatum».
Las condiciones para ser presidente o vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales eran mínimas y entre ellas no se contaba la de ser jurista, exigible sólo e implícitamente a los Abogados y Profesores de Derecho. Habían de estar en posesión de la ciudadanía española y de sus derechos civiles y políticos y tener más de 30 años, 40 el presidente. (art. 2.1 y 6 LO). Mención aparte merece la exclusión en bloque de los componentes de la Carrera Judicial, jueces y magistrados profesionales, la institución menos politizada en aquella época atormentada, más que convulsa, epiléptica. Como vamos a comprobar, las razones o más bien los motivos, de una tal decisión irracional e irracionable, visceral obra de los prejuicios, podían haber convenido a cualquier otro tipo de vocales y eran sólo pretextos para enmascarar sin éxito y con poca gracia la desconfianza política , todo un honor dado lo que luego vino
La eliminación del Presidente y de dos Magistrados del Tribunal Supremo se debió a una intervención en el debate del Ministro de Justicia, Fernando de los Ríos: «y ahora una sugestión sobre la composición de este Tribunal de Garantías Constitucionales. Yo me permito llamar la atención del Parlamento sobre la conveniencia de que en ese Tribunal, que va a conocer de la posible responsabilidad del Presidente y de los Magistrados del Supremo, no estén siempre el Presidente y Magistrados del Supremo. Es evidente que el viejo aforismo romano: «Custodem ipsum ¿quis custodet?»: Al mismo que custodia, ¿quién lo custodia? Pero si en el proceso procesal jurídico (sic) llegamos a un último término inapelable, este último término dentro de la arquitectura procesal penal, va a ser el Tribunal Supremo de Garantías; y yo propongo a la Comisión y al Parlamento que en vez de ser el Presidente del Supremo el que presida, sea un Presidente designado por el Parlamento. El resto de la representación quedaría igual, pero en lugar de los dos Magistrados del Tribunal Supremo, y para que haya una competencia fundamental en estos Jueces, propongo cuatro profesores de las Facultades de Derecho, designados por el mismo procedimiento, entre todos los de España, o sea, nombrados electívamente, lo mismo que los dos representantes de los Colegios de Abogados», Frente a esta argumentación el señor Ossorio y Gallardo sugería una reconsideración del tema, «… hacer una categoría especial de los Magistrados del Tribunal Supremo, para decir que el Parlamento desconfía de ellos, especialmente sólo porque en un caso pueden encontrarse en posición de incompatibilidad, me parece, repito, una determinación demasiado severa, que quizá tuviéramos que rectificar después»
Con motivo de esta cuestión se planteó un pintoresco debate sobre la idoneidad de los Jueces para entender en cuestiones de Derecho público y, en especial, sobre la realidad del funcionamiento de la jurisdicción contencioso-administrativa de la época. En turno de réplica Fernando de los Ríos manifestaba: «en lo contencioso-administrativo, señor Ossorio, desgraciadamente, nuestros jueces no tienen formación de Derecho público, y aquí todos los problemas que se plantean son exclusivamente de Derecho público. De suerte que, incluso desde el punto de vista de la formación del Juez y del Magistrado, el magistrado va fundamentalmente, en su actividad hacia problemas de Derecho penal y de Derecho civil pero en todo el decurso de su carrera entiende en Derecho público, y aquí es de Derecho público constitucional de lo que ha de entender y creo que es indispensable recoger, de entre la totalidad de los organismos del Estado, representantes que estén capacitados para esta función y que, además, no se vayan a encontrar con que se enjuician a sí mismos». No merece la pena rebatir tan mediocre argumentación que pretendía racionalizar un prejuicio. Para comprender el dislate baste recordar que para la presidencia como para otros muchos vocales la mayoría, no se necesitaba la condición de jurista, ni tampoco se exigía a los profesores universitarios y abogados una especialización en Derecho público. Por otra parte, al mismo Tribunal el art. 121 de la Constitución le atribuía una parcela de la jurisdicción penal para exigir «la responsabilidad criminal del Jefe del Estado, del Presidente del Consejo y de los Ministros», así como del presidente (sic) y los magistrados del Tribunal Supremo y del Fiscal de la República» (aps. e) y f), a cuya lista añadió la Ley Orgánica por su cuenta el presidente y miembros del propio Tribunal de Garantías y el presidente y los consejeros o miembros del Gobierno de las regiones autónomas (art. 21), ampliación de un fuero configurado «ex Constitutione» más que heterodoxa pero incluso en las repúblicas vale aquello de «allá van leyes do quieren reyes»
En la coyuntura de elegir presidente del Tribunal de Garantías se propuso que el cargo recayera en un republicano integérrimo, de prestigio, apartado de las luchas políticas, a fin de que fuese reconocido por todos como juez sereno e imparcial en el desempeño de la función jurisdiccional que le correspondía. Así bosquejaban el retrato en abstracto varios diputados de diversas minorías en los discursos que en el Congreso precedieron a la votación efectuada el 13 de julio (1933). El Gobierno se abstuvo de votar en público su preferencia por algunos de los candidatos, pero se había llegado al acuerdo de que lo fuera Álvaro de Albornoz. El partido socialista lo había ofrecido a Luis Araquistain que renunció «por no ser jurista». Desde que se había abierto la carrera para el puesto, Albornoz decidió ocuparlo, alegando cansancio en el desempeño del Ministerio de Justicia. «Designar a Albornoz para la presidencia del Tribunal –escribía Azaña en su Diario tiene muchos inconvenientes; no porque sea ministro de Justicia, sino por sus condiciones personales. Es lo más probable que lo haga mal, como le ha sucedido de ministro. Su posición presentándose candidato es poco lúcida, pero sueña con el cargo y no hay manera de hacer que desista». El mismo día de la elección, Osorio y Gallardo le dijo «con mucho calor» a Azaña que «la elección de Albornoz era un caso de psiquiatría». El 13 de julio de 1933 se efectuó la votación, en la que Albornoz obtuvo 204 votos, José Ortega y Gasset 80 y los restantes se fueron a varios otros candidatos. En la misma sesión, el Congreso eligió también sus dos Vocales del Tribunal, Laureano Sánchez Gallego y Gerardo Abad Conde . «Las Cortes, sin duda por las pruebas de reflexión, acierto y dominio de la materia que acababa de dar Albornoz, resolvieron elegirle presidente. Sin duda creyeron haber hallado el hombre que el cargo reclamaba. Azaña juzgó tal designación desatinada pero no se atrevió a contrariar al grupo mas levantisco de la mayoría, que reclamaba aquella magnifica prebenda del todo laica».

El presidente del Gobierno, Manuel Azaña, dio posesión a los elegidos y a los vocales natos, los presidentes del Tribunal de Cuentas y del Consejo de Estado. Quedaban por cubrir los otros quince vocales pero la elección no había despertado gran interés porque los Ayuntamientos estaban en su mayor parte intervenidos por los Gobernadores y funcionaban con Comisiones gestoras. El 3 de septiembre se celebraron las elecciones y su resultado fue un revulsivo de la vida política. El Gobierno había sido derrotado por goleada. De los 15 electos, 5 eran gubernamentales y 10 de la oposición (4 radicales, 3 agrarios, 2 vasconavarros y uno, Juan March, preso en la cárcel de Alcalá y a quien los mallorquines le proclamaban su representante). Por votos, los primeros reunieron 17.859 votos y las oposiciones, 33.029. Éstos no eran los «burgos podridos» sino Ayuntamientos nombrados por el Gobierno quienes se revolvían contra él. Azaña se reservó el juicio que le merecía el descalabro y el ministro de la Gobernación achacó la culpa a falta de organización y de táctica, mientras Franchy Roca, también ministro, se escudó en que las elecciones no habían tenido carácter político. Era evidente que si el Gobierno no había querido darle ese carácter, se lo habían dado los electores, pasándole factura por sus desaciertos. «Si se sigue así –pronosticó Martínez Barrios- vamos hacia la catástrofe irremediable».
El Tribunal se constituyó el 20 de octubre en el Salón de Plenos del Tribunal Supremo, sito en la planta noble del Palacio de Justicia en la plaza de la Villa de París. El nuevo y bien remunerado presidente con los vocales natos se erigieron motu proprio en revisores de las actas de los restantes vocales, a modo de la «comisión» parlamentaria y con los mismos métodos. Así, anularon las elecciones de don Manuel Pedregal por Asturias y la del señor Cortés por Murcia, declarando incapacitados para el cargo a March, elegido por Baleares, a José Calvo Sotelo y Joaquín del Moral, por los Colegios de Abogados. También pretendieron anular la de Víctor Pradera, que había triunfado por más de mil votos de diferencia en Navarra, pero la valiente y decidida reacción del interesado consiguió evitarlo. Se negó a abandonar su asiento, rebelándose contra el presidente y contra la Guardia civil cuando éste ordenó su detención, aunque los vocales amigos suyos consiguieron llevarle ante el Juez de guardia, que se inhibió en el asunto. En la sesión siguiente fue proclamado vocal y «juró por Dios y por la patria administrar recta justicia», apartándose de la fórmula legal de la promesa . Esta actuación, la primera del flamante Tribunal, decía poco de la ponderación del presidente y sus domésticos. La profecía de Azaña se había cumplido.
La exclusión de la carrera judicial en bloque se «revelaría como sumamente negativa» al igual que la condición lega y no letrada de muchos de los componentes, incluso la presidencia . La traslación del enjuiciamiento de los aforados desde el Tribunal Supremo, compuesto por jueces profesionales, a uno de extracción política y sin formación, dice mucho de las intenciones de los autores y poco de su sentido del Estado. Con errores de bulto en su configuración, imperdonables en un país europeo con mil años de Historia a su espalda, no era difícil ser profeta y predecir -como lo hizo Ruiz del Castillo- que «el horizonte de la institución no ofrece muchas posibilidades a construcciones briosas de la Jurisprudencia». «Un Tribunal como este solo puede funcionar en conexión con instituciones bien establecidas y en un ambiente de estricta legalidad. No es posible que esta pieza marche bien si los demás no realizan su función y si el Derecho no satura el conjunto institucional. La vida política inaugurada con la fórmula de 1931 tenía que asfixiar(la)» .
2. Un tribunal a la deriva.
Los augurios se cumplieron. El Tribunal que había empezado a funcionar a finales de 1934 y quedó arrinconado dos años después por la violencia dictó pocas sentencias, algunas en casos difíciles, por ejemplo sobre la suspensión del Estatuto de Cataluña (S. 5 de marzo de 1936) o la que, en el ejercicio de la jurisdicción penal, condenó a Lluis Companys, su presidente y varios Consejeros por el delito de rebelión militar (S. 6 de junio de 1935) . Las Sentencias en recursos de amparo fueron algo más de cincuenta, dos o tres en curso la guerra, el 25 de septiembre y la última el 3 de julio de 1937, a partir de cuya fecha enmudeció. Inter armas silent leges. Pero la más sonada, que dio lugar a una grave e inesperada crisis constitucional, se produjo a poco de haber echado a andar.
Es el caso que el Parlamento catalán aprobó el 11 de abril de 1934 una ley de contrato de cultivos. La «Lliga Catalana» protestó inmediatamente considerándola «un atropello a la economía de Cataluña que atentaba a » los mas elementales principios del derecho contractual y destruye algunas modalidades mas características y fecundas del Derecho catalán», a cuya protesta se unió el Instituto Catalán de San Isidro. El 24 de abril varios diputados, entre ellos Cambó y Ventosa, formularon en el Congreso una proposición incidental pidiendo al Gobierno el planteamiento ante el Tribunal de Garantías Constitucionales» de la cuestión de competencia y de inconstitucionalidad de la ley de cultivos, que significaba un abuso de las facultades y derechos conferidos a la Generalidad». Aquí no estará de más un alto en el camino para explicar que el Gobierno de la Nación estaba en manos del partido radical o lerrouxista, vale decir la derecha republicana y contaba también con el respaldo parlamentario de la «Confederación española de derechas autónomas», con 105 diputados, que sin embargo no tenía ministro alguno en él. En cambio el «Govern» de Cataluña había quedado exclusivamente en manos de la Esquerra Republicana. El presidente en Madrid era Ricardo Semper y en Barcelona, Lluis Companys. Así las piezas en el tablero, el Consejo de Ministros acordó el 4 de mayo la presentación del recurso, previo informe favorable del Consejo de Estado. El mero anuncio de haberse presentado la demanda correspondiente desató una reacción desorbitada allí. Desde el principio la Esquerra consideró intolerable la decisión gubernamental y la rechazó con malas palabras y peores modos. «¡Cataluña, en pie»! clamaba L’Opinió» el 6 de mayo. «Este pueblo –decía Companys el 12 de mayo- tiene fuerza suficiente no solo para conseguir lo que ha conseguido, sino para no dejarse arrebatar ni una brizna de sus libertades».
Un talante agresivo y belicoso con tintes dramáticos fuera de tono, dominaba en discurso con aires de soflamas y en las columnas de los diarios, enrareciendo el ambiente. El consejero Dencás pedía en Granollers el 2 de mayo a los jóvenes del Estat Catalá: » Os recomiendo la máxima disciplina y decisión con vistas a nuestro principal objetivo, que ha de ser la liberación de Cataluña. Que cada uno esté en su puesto y que todo el que sienta el impulso del nacionalismo venga a alistarse en nuestras filas». Era la misma retórica belicista que luego utilizaría José Antonio Primo de Rivera para arengar a sus falangistas, también jóvenes, la dialéctica de los puños y las pistolas.
Con un ritmo cinematográfico, el Tribunal de Garantías Constitucional bajo la presidencia de don Álvaro de Albornoz se reunió en el Salón de Plenos el 1º de junio en audiencia pública para ver la cuestión de competencia. El abogado de la Generalidad don Amadeo Hurtado alegó que el recurso se había interpuesto fuera de plazo, a cuya pretensión se opuso el Fiscal de la República don Lorenzo Gallardo, siendo admitido el recurso por 18 votos contra cinco. La Sentencia que lleva fecha de 8 de junio y como característica nada frecuente, fue obra de una ponencia formada por tres Vocales de renombre: don Francisco Beceña, don Víctor Pradera y don Carlos Ruiz del Castillo. La fundamentación jurídica, extensa pero no prolija y articulada con un gran rigor lógico, era además clara en su estilo y directa, como obra de excelentes juristas. En el fallo se declaraba que el Parlamento de la Región Autónoma catalana carecía de competencia para dictar la Ley sobre Contratos de cultivo de 11 de abril de 1934, siendo en consecuencia nula y todos los actos de ejecución de la misma». La sentencia incorporaba tres votos particulares, el primero suscrito por Antonio Mª Sbert, Salvador Minguijón, Manuel Alba, Francisco Basterrechea y G.G. Taltabull. El segundo lo encabezaba el presidente, acompañándole Fernando Gasset, Basilio Álvarez, Luis Mafliole y los cinco del anterior, tres de los cuales (salvo Minguijón y Maffiole Taltabull) firmaban el tercero con Basilio Álvarez.
La reacción periodística fue fulminante y desabrida. «El Parlamento catalán que es soberano –escribía L’Opinió al día siguiente- contestará a España como contestan los pueblos que estiman su dignidad. ¡No somos más que catalanes!». Por su parte, L’ Humanitat proclamaba que «no acataremos la decisión». A su vez, los prohombres políticos no se quedaban atrás y azuzaban la rebeldía. El presidente de la Generalidad, Companys, calificó el fallo del Tribunal como un «acto de agresión» dentro de una «táctica metódica contra Cataluña», identificándola consigo mismo, «que obliga a todos a agruparse alrededor de nuestro Parlamento y a defender su prestigio, si es preciso, con la sangre de nuestras venas. Tal vez os diga: Hermanos ¡seguidme! y toda Cataluña se levantará!. El consejero de Cultura, Ventura Gassol, fue mas lejos en su ardor guerrero: «Tendréis que acudir de nuevo a Barcelona esgrimiendo las hoces», por supuesto los segadores que todavía los había entonces, no él. Rovira Virgili, en L’Humanitat recordaba que «Cataluña disfruta de posiciones políticas que la hacen inexpugnable. Es mucho mas fuerte que en el año 1640, cuando la guerra dels segadors, y que en 1714, cuando la sublevación contra Felipe V».
La respuesta institucional fue coherente con este ambiente de rebeldía azuzado desde el poder. El 12 de junio se reunió el Parlamento catalán. Una muchedumbre llenó el Parque de la Ciudadela enardecida por la fogosa y arrebatada oratoria de varios Consejos de la Generalidad. Abierta la sesión, el consejero de Justicia Juan Lluhí Vallescá, de Ezquerra Republicana, leyó un proyecto de Ley sobre contratos de cultivos idéntico al declarado nulo por el Tribunal de Garantías cuatro días antes, con una disposición adicional que concedía a la nueva Ley eficacia retroactiva para su vigencia desde el día de la promulgación de la anterior. Al terminar la lectura, 51 diputados puestos en pie aprobaron por aclamación el texto. El único diputado de la «Lliga» que asistía a la sesión, Abadal, «patriarca de la catalanidad» en frase de Cambó, intentó hablar sin mucho éxito entre el griterío y el abucheo de los demás. Lluys Companys declaró que «el Gobierno catalán no tolerará que se modifique ni un solo concepto, ni una sola coma. La política de conciliación nos está dando malos resultados». Fuera, una multitud con banderas y pancartas, cantaban «Els Segadors». El mismo día, en la Carrera de San Jerónimo, el diputado Santaló leía al Congreso un escrito en nombre de la «Esquerra» y la «Unió Socialista» en el que protestaban por las «agresiones perpetradas contra la autonomía de Cataluña» y en consecuencia manifestaba su decisión de ausentarse «de estos escaños».
En ese momento empezaron a caer las caretas. Lo que se había vestido de catalanismo, aunque fuera identificando un partido, la «Esquerra, con Cataluña, resultó ser, tras un «strip tease», una pugna a nivel nacional entre dos bloques ideológicos. Los conservadores de Barcelona estaban con los de Madrid y los revolucionarios de Madrid estaban con los de Barcelona. El representante del partido nacionalista vasco, José Antonio Aguirre, que luego seria «lendakari» y apuñalaría por la espalda a la Republica con el pacto de Santoña se solidarizó no con Cataluña, como dijo, sino con quienes en ella mandaban, anunciando la retirada de sus diputados. La minoría socialista, cuya voz llevó Indalecio Prieto, se situó en las mismas coordenadas. La interposición del recurso, «acto voluntario», era extraordinariamente grave» y «el fallo del Tribunal una sentencia política ….» Las manifestaciones que ha hecho la Esquerra catalana las suscribimos, nos solidarizamos con ella en sus quejas, son también las nuestras. Pende solamente de un hilo, quizá muy tenue, el que además de solidarizarnos con sus quejas, nos solidaricemos con su actitud». En efecto, no habían transcurrido cuatro meses cuando el 6 de octubre lo hicieron. Como no podía ser menos, «Izquierda Republicana», el partido de Azaña, se unió «cordialmente y sin reservas» a esta corriente de simpatía ideológica.
Pero aún quedaba más por ver y por oír. Los diputados de la Esquerra y los nacionalistas vascos salieron juntos hacia Barcelona, donde fueron recibidos como héroes. Companys aclaró: «cuando digo que por defender las libertades de Cataluña estoy dispuesto a jugarme la vida, no hago uso de un latiguillo, sino que expreso una realidad». En tal clima de guerra civil en ciernes, el consejero de Gobernación, José Dencás, comenzó a «organizar el ejercito catalán y un plan de defensa de la frontera, a fin de impedir el paso de las tropas españolas que pudiesen ser enviadas contra Cataluña, y, dentro de Barcelona, estudiamos la preparación de la resistencia armada y todos aquellos asuntos de índole revolucionaria susceptibles de darnos la victoria». En definitiva, se hizo un reclutamiento de 8.000 voluntarios, una mitad para la raya fronteriza y otra, para la capital, se envió a Bélgica a un diputado para comprar armas, cañones, ametralladoras y fusiles, y se disolvió el Somaten, de cuyo armamento se hizo cargo el consejero. La guerra civil se consideraba como el desenlace inevitable de una política que deliberadamente conducía a la ruptura. «Patriotas –escribía Nosaltres Sols el 25 de junio- preparaos para la hora inevitable de la guerra contra España. Se impone la lucha sangrienta» «y dos días después, La Nació Catalana llamaba «¡A las armas por la República Catalana».
En la capital de la Republica reinaba, permítaseme el juego de palabras, un ambiente muy tenso políticamente pero sin connotaciones belicistas. Por el contrario, el presidente del Gobierno, Samper, buscaba una solución de concordancia con el Gobierno catalán. En una reunión con los jefes de las minorías parlamentarias donde estuvieron presentes Cambó, Azaña, Calvo Sotelo, Gil Robles, Martínez de Velasco y Maura, entre otros, se debatió ampliamente el conflicto desde todas las perspectivas y liquidado así el tema en el Congreso, continuó su marcha entre bastidores. El Consejo de Ministros celebrado el 26 de junio tomó el acuerdo de «considerar nula la ley de cultivos votada por el Parlamento catalán el 12 de junio, por estar comprendida por razón de identidad en el fallo anulatorio de la sentencia pronunciada por el Tribunal de Garantías Constitucionales». Este y los demás acuerdos, recogidos en un proyecto de ley, fueron leídos por Samper al día siguiente en el Congreso. En él se autorizaba al Gobierno para legislar por decreto de conformidad con el art. 61 de la Constitución, en la parte que se refiere a la adopción de las disposiciones conducentes a la efectividad de la delimitación y regulación de competencias entre el Estado y la región autónoma, a fin de que el Parlamento catalán y el Gobierno de la Generalidad puedan elaborar, promulgar y publicar una nueva ley de Contrato de Cultivos con sujeción estricta a los preceptos de la Constitución y del Estatuto.
La fórmula causó sorpresa a todos y estupor a unos cuantos, entre ellos Azaña que la calificó de «verdadero golpe de Estado» y hablaba de «retirarse con Casares y constituir en Cataluña un Gobierno provisional». La «Ceda» y los agrarios exteriorizaron también su discrepancia por considerar el proyecto una claudicación del Estado ante la Generalidad. En fin, Samper se quedó prácticamente solo y entonces cambió de táctica, sustituyendo los plenos poderes por un voto de confianza «para que el Gobierno resuelva el conflicto planteado en Cataluña, ajustándose estrictamente a los preceptos de la Constitución». El 4 de julio se debatió en una sesión tensa y tumultuosa, en la que algunos –como Prieto- llegaron a esgrimir pistolas para impedir que hablara Gil Robles, hasta el punto de que Martínez Barrio, presidente del Congreso, dejó el salón y reintegrado a su poltrona cuando los ánimos se calmaron. Por fin, la proposición se aprobó, con el apoyo cedista por 192 votos contra 62. Aún así, el horizonte no se abría. «La jurisdicción del Estado español acaba en el Ebro» se jactaba al día siguiente L’Opinió y el Consejo de la Generalidad aprobaría algo después treinta artículos del reglamento para la aplicación de la ley dos veces anulada. Los rabassaires se incautaron sin más de las cosechas. No obstante, hubo un pequeño movimiento de repliegue cuando La Publicitat, diario de Companys, admitió que «si la ley de cultivos contiene algún error que se pueda enmendar dignamente, se debe estudiar sin pasión el problema jurídico hasta encontrar la solución de Derecho que proceda». El consejero de Justicia, Lluhí, y Amadeo Hurtado, como mensajeros de la Generalidad, se entrevistaron con el Presidente del Gobierno y el de la República, alcanzándose un acuerdo que se plasmó en un oficio de Samper a Companys, el 15 de julio, en el que se le confiaba, como representante del Estado en la región autónoma «la misión de invitar a la Generalidad para que se abstenga de aplicar la ley de Cultivos mientras no se acomode fielmente a las disposiciones de la Constitución y del Estatuto». La respuesta no se hizo esperar en la forma convenida el 18 de julio. «El Gobierno ha visto con satisfacción el tono de cordialidad del oficio, así como que este haya sido tramitado por mediación del honorable presidente de la Generalidad, como representante del Estado en Cataluña, y ha tomado el acuerdo de extremar la atención y solicitud al confeccionar el reglamento que ha de regir la ley de cultivos y ha de permitir aplicarla y garantizar que se adopte fielmente a las leyes básicas de Cataluña». El reglamento que había redactado de acuerdo con un texto anticonstitucional, arrastraba por tanto, los vicios esenciales de la ley, sin respetar la Sentencia como pedía el ex Fiscal de la República José Oriol Anguera de Sojo.
A su vez, Josep Pla desde Madrid como corresponsal de La Veu de Catalunya comentaba con alguna ironía: «El señor Esteve ha llevado al señor Samper el nuevo reglamento de la Ley de Contratos de Cultivo. El señor Companys ha declarado en Barcelona, que el reglamento no modifica casi nada la ley del Parlamento Catalán. El señor Esteve ha tenido interés en hacer constar aquí, por el contrario, que el reglamento coloca la ley en el terreno de la Constitución y del Estatuto. Evidentemente, hay una contradicción entre estas dos opiniones. Y, como lo probable es que el señor Companys haya hablado con este punto de una manera más seria que el señor Esteve, uno se pregunta si el Gobierno podrá considerar este Reglamento, tras ser examinado, como la tan deseada fórmula del conflicto originado por la sentencia del Tribunal de Garantías. El señor Samper es un hombre lo bastante matizado como para que, en su pensamiento, pueda hacer intercambiables los juicios de los señores Companys y Martí Esteve». «Palabras, palabras, palabras». Cierre en falso de una profunda herida, reabierta el 6 de octubre y, como resultado, un tribunal desarbolado, a la deriva.
1. El Tribunal Constitucional
La Constitución de 1978 crea en su art. 161 un Tribunal Constitucional con jurisdicción en todo el territorio español y es competente para conocer:
a) Del recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley. La declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica con rango de ley, interpretada por la jurisprudencia, afectará a ésta, si bien la sentencia o sentencias recaídas no perderán el valor de cosa juzgada.b) Del recurso de amparo por violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53.2 de esta Constitución, en los casos y formas que la ley establezca.c) De los conflictos de competencia entre el Estado y las comunidades Autónomas o de los de éstas entre sí.d) De las demás materias que le atribuyan la Constitución o las leyes orgánicas.
y dos artículos más allá, en el 163 autoriza que.Cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional en los supuestos, en la forma y con los efectos que establezca la ley, que en ningún caso serán suspensivos.Los redactores de la Constitución de 1978 tomaron nota de las distorsiones del Tribunal de Garantías a la hora de configurar el Tribunal Constitucional, limitando sus componentes a doce, todos ellos juristas de reconocida competencia, Magistrados y Fiscales, Profesores de Universidad, funcionarios públicos y Abogados con más de quince años de ejercicio profesional. Cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos; cuatro a propuesta del Senado con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial, cuyo mandato será de nueve años, sin posibilidad de reelección- renovándose cada tres por terceras partes Los miembros del Tribunal Constitucional serán independientes e inamovibles en el ejercicio de su mandato (art. 159 CE). El Presidente será elegido por el Tribunal en pleno por un período de tres años (art. 160), aunque la realidad ha puesto de relieve que su designación viene de fuera, el Gobierno o el partido que cuenta con más adeptos en su seno. Por otra parte, se le encomienda tan sólo la justicia o jurisdicción constitucional, sin mezcolanza alguna con las jurisdicciones penal o civil que desfiguraban a su antecesor..La Constitución monta un Tribunal Constitucional como tal, integrado por juristas y, a poder ser, expertos en las diferentes disciplinas y actividades del mundo jurídico, pero además como una pieza correctamente acoplada en el engranaje del sistema. No es la cabeza del poder judicial, como el alemán, pero sí la última palabra en el ámbito jurisdiccional. Su competencia exclusiva sobre el enjuiciamiento de la constitucionalidad de las leyes no es discutible, pero la que ejerce como garante de los derechos fundamentales, compartida con los jueces y tribunales del poder judicial, es prevalente. Por otra parte, como consecuencia del principio de especialidad pero no de supremacía, queda sometido a la ley por medio de las demás jurisdicciones integrantes de la potestad de juzgar. La responsabilidad civil de sus miembros le puede ser exigida por la Sala Primera del Tribunal Supremo, la responsabilidad criminal por la Segunda y la Tercera, de lo contencioso-administrativo, ejerce el control judicial de su actuación materialmente administrativa (régimen de personal, gestión económica), contra cuyas decisiones judiciales, a su vez, para cerrar el círculo, cabe siempre y, en su caso, la vía de amparo . Aunque en algún momento del proceso de la imitación constitucional pudo haber una cierta desconfianza, muy justificada, respecto de las personas, más que en 1931, por supuesto, no se tradujo en un recelo institucional y se dejó al tiempo, irreversible cauce de la vida, la acomodación de la maquinaria. El relevo generacional se encargó de ello sin traumas ni sobresaltos, aun cuando no faltara alguna que otra «purga» mal disimulada.
En desarrollo de éstos y los demás preceptos constitucionales que lo configuran se promulgó la Ley Orgánica 2 /1979 de 5 de octubre. El primer plantel de magistrados se eligió ese año, empezando a funcionar el 1º de julio. Su primera sentencia fue dictada el 26 de enero de 1981. Bien es verdad que algo quedó del prejuicio republicano. A lo largo de estos treinta años han sido más los magistrados procedentes del profesorado respecto de los salidos de la carrera judicial y, además, aquellos han ocupado siempre la presidencia y éstos de vez en cuando la vicepresidencia, tres, si mal no recuerdo. El perfil institucional y el estilo son más académicos que judiciales. Las sentencias tienden a parecer tesis o tesinas, los debates resultan farragosos, los letrados se nombran por cooptación y en general el interior del platillo volante o el flanero de Doménico Scarlatti se parece más a una Facultad que a una Audiencia. En todo caso, vaya por delante el reconocimiento expreso, «suum cuique», de que el Tribunal Constitucional ha dado en conjunto la respuesta adecuada al reto histórico que fue su razón de ser, en la terminología que popularizó Toynbee . En verdad que la suerte del sistema democrático estaba ligada indisolublemente a su «fatum» , como lo estuvo en su principio, y lo sigue estando, a la Corona, y por fortuna para el pueblo español, ésta ha cumplido con creces su misión y aquel, a veces a trompicones, ha ido saliendo del paso aunque sin gallardía. En el ámbito de los derechos fundamentales consiguió hacerlos efectivos con presteza, aun cuando en más de un caso se haya excedido. Por el contrario, no ha sabido alzar la cartografía del Estado de las Autonomías precisamente por carecer de una idea nítida del Estado, arrastrando una doctrina zigzagueante, sin un norte o quizá con un exceso de norte y nornoreste. Nuestro Tribunal, hasta el momento, no ha sabido ser la «Supreme Court» de Estados Unidos, con una jurisprudencia valiente y a la vez prudente, adecuada al tiempo y a las circunstancias, que construyó un país, haciendo «de plúribus unum». Tampoco le ha seducido la seriedad germánica del «Bundesver ffassungsgericht». Quizá la raíz de esa impotencia esté en el sistema de selección de los magistrados, politizados pero no políticos y a veces demasiado jóvenes, en edad de merecer y en la duración de su mandato.
Comunicación presentada el 11 de mayo de 2009 al pleno de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
SUMARIO
PREÁMBULO1. Ocasión y método2. Dos actitudes ante un cambio histórico3. El estilo de un reinadoI
LA FORMA DE GOBIERNO
1. La República llegó como la primavera.2. Un Estado social y democrático de Derecho bajo la Corona
II
LOS SÍMBOLOS1. La bandera2. El escudo3. El himno
III
LOS DERECHOS Y LIBERTADES
1. La Ley de Defensa de la República y la Constitución2. La libertad religiosa.3. La enseñanza4. La libertad de prensa4.1 El Gobierno provisional4.2 El primer bienio4.3 El segundo bienio4.4 El Nuevo Estado4.5 La Constitución Española de 1978
IV
ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO DELAS CORTES
1. El sistema electoral2. Una República sin recámara.3. La Comisión de Actas4. Suspensión y disolución del Congreso5. La inviolabilidad y la inmunidad parlamentarias6. La consulta al pueblo
V
LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA Y EL SISTEMA PARLAMENTARIO.
1. La doble confianza del Congreso y del Presidente de la República2. El final del Gobierno de Azaña y las elecciones de 19333. El triunfo de la derecha.4. El veto presidencial a la ley de amnistía.5. El primer «glorioso movimiento».6. Otra vez el derecho de gracia como pretexto.7. No a una República conservadora.8. La traca final
VI
LA JUSTICIA
1. Administración de Justicia vs. Poder Judicial2. La independencia judicial3. La responsabilidad de jueces y magistrados4. El sumario imposible5. El estado de guerra.
VII
LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL
1. Cuando la justicia constitucional llegó a España2. Un tribunal a la deriva3. El Tribunal Constitucional
Por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura.
Señalo específicamente el preámbulo, y sólo él, porque bajo su retórica se introducen mercancías heterogéneas, algunas muy legítimas. Desde que el primer homínido hace tres millones y medio de años en el desfiladero de Orduvai (Tanzania) apareció sobre la faz de la tierra, ha enterrado a sus muertos con distintos ceremoniales, comportamiento éste de signo mágico o religioso que le separa del resto del censo zoológico. Por ello, nadie puede negar a nadie su derecho a exhumar los restos de sus ancestros, víctimas de la violencia, e inhumarlos de nuevo con la dignidad que parezca más adecuada en función de sus convicciones y de los usos sociales. Ese derecho tiene un reverso, el de dejar los huesos donde estén, si así lo prefieren sus descendientes. «Todas las colinas son iguales de verdes para ser enterrados en ellas» escribió un poeta chino. Justas serán cuantas indemnizaciones y reparaciones morales correspondan. Lo único que debe reprocharse a unas leyes que son obra de un parlamente democrático y se dictan tres cuartos de siglo más tarde de los acontecimientos, es su unilateralidad, su estrabismo. Una visión binocular de la cuestión muestra que todos fueron asesinos. Nada legitima el derecho a matar, ni el paraíso en los cielos ni el paraíso en la tierra. Por otra parte no se olvide que entre los desaparecidos y muertos han de contarse los anarquistas del Consejo de Aragón desmantelado a sangre y fuego por una división al mando de Enrique el imagenio de Barcelona Líster, el mayor de Barcelona y algunos más que se me escapan los partidarios del POUM con Andreu Nin a su cabeza los «casadistas» eliminados por el PCE estaliniano de la época y algunos más que se me escapan. . Está claro que faltó aquí también la magnanimidad.ÁLVAREZ (José Luis ), ABC 2 de octubre de 2006, «tercera» página.BULLÓN DE MENDOZA Y GÓMEZ DE VALUGERA (Alfonso) Presentación de «La República- la Guerra Civil setenta años después», Ed. Actas, Madrid 2008, págs 9-14, donde se recoge el desarrollo científico del II Congreso Internacional celebrado en la Universidad CEU San Pablo los días 22 y 24 de noviembre de 2006Lo dijo el día 12 de enero de 1976 en el salón de Actos del Ministerio, ante los magistrados, jueces y fiscales de Madrid que lo llenaban con ocasión de darme posesión como Director General de Justicia. Dos meses antes, la Sala Tercera del Tribunal Supremo, de la cual formaba parte yo desde 1971, había dictado de la Sentencia de 26 de noviembre de 1975, adoptada por unanimidad de la cual fui ponente, donde se reconocía la posibilidad del cambio o mutación constitucional y se anticipaba el procedimiento para ello.La Comisión, presidida por Luis Jiménez de Asúa, estaba formada por 5 socialistas, 4 radicales, 3 radical-socialistas, 2 de la minoría y 7 de otras procedencias.NAVARRO GISBERT (José Antonio), ¿Por qué fracasó la II República. Historia documentada de sus errores. Altera. Madrid 2006, pág. 106JULIÁ (Santos), Vida y tiempo de Manuel Azaña 1880-1940, Taurus-Santillana, Madrid 2008. págs. 262-263.PAYNE (Stanley), El colapso de la República, Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), La Esfera de los Libros, Madrid 2005, pág. 31JULIÁ (S.), ob. cit. pág. 349HAMILTON (Alexander), MADISON (James) y JAY (John), The Federalist, editado por Benjamín E. Wright. Metro Books, New York 2002, pág. 492.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), El art. 161 de la Constitución Española, en «Comentarios a la Constitución Española», Fundación Walters Kluwer España, Madrid 2009, págs. 2677-2678.Declaración un poco extravagante porque ésta fue precisamente la única condecoración de las monárquicas que el Gobierno de Azaña respetó. Por otra parte, la Orden que el Régimen nacido de la guerra civil había puesto bajo la invocación del Rey Sabio fue creada por Alfonso XIII y llevaba su nombre.LÓPEZ SANCHO (Lorenzo), Crónica desde Buenos Aires del 30 de noviembre de 1978 como enviado especial de ABC publicada el viernes 1 de diciembre (pág. 10).
SECO SERRANO (Carlos), Época Contemporánea (La Segunda República-La Guerra Civil-La España actual), 3ª ed, tomo VI de la «Historia de España», Gran Historia General de los Pueblos Hispanos, dirigido por PERICOT GARCíA, Luis, Instituto Gallach, Barcelona 1971, pág. 25. Del mismo autor, Alfonso XIII y la crisis de la restauración, Barcelona, Ed. Ariel, 1969.Sobre la configuración de las fuerzas políticas y sindicales: CARR (Raymond), (ed.), Estudios sobre la República y la guerra civil española, «Los partidos de la izquierda (Edward Malefakis) los de la derecha (Richard Robinson) y el Ejército (Stanley G. Payne)», Sarpe, Madrid 1985, págs. 47 y ss., 87 y ss., 131 y ss.; AVILÉS FARRÉ, (Juan), La izquierda burguesa en la II República, Prólogo de Javier TuselI, Espasa-Calpe. Madrid 1985; M. WINSTON, Colin La clase trabajadora y/a derecha en España, 1930-1936, Cátedra, Madrid, PANIAGUA (Javier), Anarquistas y Socialistas, El movimiento obrero, Historia 16, Madrid 1999, pág. 57, Sarpe, Madrid 1985MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de). El Tribunal de Cuentas en el paréntesis democrático de ña Segunda República. Suplemento al nº 1/2002 de «Actualidad Administrativa» pág. 11SEMPRÚN (Alfredo). El crimen que desató la guerra civil, Libros Libres, Madrid 2005, pág. 225.VIDAL (César)MOA (Pío), Los personajes de la RepúblicaALCALÁ-ZAMORA Y TORRES, Niceto, Memorias (Segundo texto de mis memorias), Ed. Planeta, Barcelona 1998.JACKSON (Gabriel), La República española y la guerra civil, Ed. Crítica, Grupo Grijalbo, 2ª ed., Barcelona 1976, págs. 43 a la 67.Sobre ésta y las demás consultas electorales, BECARUD (Jean), La Segunda República Española, 1931-1936, «Ensayo de interpretación», Taurus Ediciones, Madrid 1967.FERNÁNDEZ FLÓREZ (Wenceslao) Acotaciones de un oyente, Obras Completas, vol. y, Aguilar de Ediciones, Madrid 1960.El vicepresidente era el radical Emiliano Iglesias y entre otros vocales estaban Alfonso García Valdecasas, catedrático de Derecho Civil, que representaba a la Agrupación al Servicio de la República, aun cuando poco después se uniría a José Antonio Primo de Rivera para Fundar Falange Española y el catedrático de Derecho Político José Mª Gil Robles en representación del grupo agrario.ALCALÁ ZAMORA, ob.cit.,29.- Sobre este primer tramo del régimen, por orden cronológico: ARRARÁS (Joaquín), Historia de la Segunda República Española, 2ª ed., vol. III, Madrid, 1977; GARCIA ESCUDERO (José María), Historia Política de las dos Españas, 2ª ed, vol II, Madrid 1976; FERNÁNDEZ-RUA (José Luis), 1931, La Segunda República, Ediciones Giner, Tebas, Madrid, 1977. LÓPEZ MATTEO (Carlos), España una nueva República. «La caída de Alfonso XIII», en Los grandes hechos del siglo XX, págs. 73-84.PAYNE (Stanley P), ob. cit. pág. MOA (Pío), l934: Comienza la guerra civil, 2ª ed., Altera, Barcelona 2004.SECO SERRANO (Carlos) Lo que hay que recordar, en la tercera de ABC, miércoles 8 de Junio 2005. ALCALÁ ZAMORA (Niceto), Régimen político de convivencia en España. Lo que no debe ser y lo que debe ser, Claridad, Buenos Aires 1945.Anthony BEEVOR, autor de La guerra civil española, reconoce que «el mito de una República inmaculada como edad dorada que fue destruída, no existe» (Entrevista de Jesús García Calero en ABC, 21 de noviembre de 2005).GIRAUTA (Juan Carlos), La República de Azaña (y un epílogo urgente), Ciudadelalibros, Madrid 2006, págs 54-55Utilizo el resumen que ofrece Santos JULIÁ en la biografía, ya citada, pág.49MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), Códice con un juez sedente. Real Academia de Jurisprudencia y Legislación- La Ley, pág.LAMARTINE (Alphonse de), Historia de la Restauración, Tít. 4º, pág. 56. «Sólo dejaba subsistir en el nombre la dignidad real… sobrepujaba en democracia a la Constitución francesa de 1791…»HERNÁNDEZ (Eligio)Reseña en ABCMENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), La Constitución como símbolo y los símbolos en la Constitución, «Actualidad Administrativa» nº 4/2000, págs. 1197-1205SÁNCHEZ ALBORNOZ (Claudio), Anecdotario político, Ed. Planeta, Barcelona 1976, pág. 261.PÉREZ SERRANO (Nicolás); La Constitución Española (9 diciembre 1931), Antecedentes, Texto, Comentarios. Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid 1932, págs 64-65.Sirvan de ejemplo los artículos del CONDE DE GIMENO en el A B C el 29 de abril y el 2 de mayo, bajo el título «La bandera que se va» y «La bandera nueva», respectivamente.El Consejo de Ministros por acuerdo de 12 de abril de 1932 prohibió el uso de la palabra «nacional» salvo para organismos o autoridades oficiales siempre que así lo autorizara el propio Gobierno. En virtud de tal prohibición el partido fundado como «Acción Nacional» pasó llamarse «Popular» pero la Confederación Nacional del Trabajo, anarquista (CNT) siguió impávida su marcha hacia el caos. Como ha dicho George LAKOF, autor de «No pienses en un elefante» (Ed. Complutense) y «Metáforas de la vida cotidiana» (Cátedra), «el patriotismo en una democracia es un valor progresista. Los progresistas necesitan asumir el patriotismo, un patriotismo constructivo» (Entrevista en ABC, domingo 14 de octubre de 2007)El RD 441/1981, de 27 de febrero, especifica técnicamente los colores de la bandera de España. La Ley 39/1981, de 28 de octubre, regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas. Las SSTC 118/1992, de 16 de septiembre, y 119/1992, de 18 de septiembre, declararon inconstitucionales los párrafos 3.° y 2.°, respectivamente, de esta Ley porque, al contemplar previsiones penales, se precisaba Ley Orgánica según el art. 81 de la CE. Véase ahora el art. 543 del Código Penal.
GARRIDO FALLA (Fernando), Comentarios a la Constitución, Ed. Cívitas, Madrid 1985, págs. 76 y 77.»Gaceta de Madrid» del 22 de octubre, reproducida-rectificada el 28. Enciclopedia Jurídica Seix, apéndice 1934, págs 1286-1287. DÍAZ PLAJA (Fernando), La España política del siglo XX en fotografías y documentos. Plaza y Janés Barcelona 1970, pág. 259.PÉREZ SERRANO, ob. cit., págs. 338-342Estuvo vigente hasta que fue sustituida por la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933 donde se configuraba aquel como «el normal funcionamiento de las instituciones del Estado y el libre y pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales definidos en la Constitución», regulando la situación de normalidad y los estados de prevención, alarma o guerra con gran dureza y extremado rigor.FERNÁNDEZ FLÓREZ (Wenceslao), Acotaciones de un oyente (segunda serie), Obras Completas, E. V., Aguilar, Madrid 1960, pág. 974.PÉREZ SERRANO (Nicolás), ob. cit., pág. 131.Así lo dijo en las Cortes el 4 de septiembre y lo recogió luego en Rectificación de la República. Escritos Políticos III (1929-1933), Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid 1973, págs 76, 77 y 102.SÁNCHEZ ALBORNOZ (Claudio). «Mi testamento histórico-político», ed. Planeta, Barcelona 1975. Madrid , pág.38.MATORRAS, Enrique, El Comunismo en España, Ed. FAX, Madrid 1935, pág. 38MAURA (Miguel), Así cayó Alfonso XII, Ed. Ariel, 7ª ed., Barcelona 1995, págs 240 y ss. Aquello era, según Azaña, «una muestra de la Justicia Inmanente». Santos JULIÁ omite el episodio y los comentarios de Azaña en su biografía ya citada,RAMOS OLIVEIRA (Antonio), Historia de España, t. III, Compañía General de Ediciones, México 1950, pág. 128Entrevista en ABC (22.07.2007) pág. 11 al catedrático de la Universidad Complutense Octavio RUIZ MANJON, autor de una biografía de Fernando de los Ríos y, al parecer, militante del partido socialista.MALEFAKIS (E.E.), Agrarian Reform and Peasant Revolution in Spain, New Haven 1970, pág.174Entre ellas, por poner un ejemplo, las hermanas del Cónsul de la República del Uruguay, cuya sepultura –con una placa conmemorativa- puede verse en la Catedral de Montevideo. MONTERO (Antonio), Historia de la persecución religiosa en España 1936-39, Editorial Católica, Madrid 1961; ARBELOA (Víctor Manuel), Iglesia y Segunda República Española, CUENCA TORIBIO (José Manuel), Gomá en la II República y la guerra civil. VIDAL (César), Las minorías religiosas durante la Segunda República y la guerra civil, en «La República y la Guerra Civil: Setenta años después», Actas, Madrid 2008, ALBERTI (J), La Iglesia en llamas, La persecución religiosa en España durante la guerra civil, Ediciones Destino, Barcelona 2008.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de ), El Tribunal de Cuentas en el eclipse de la democracia, «Anales», de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación nº 35, Madrid 2005, pág. 128.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), The Chancellor of Liberty, A tribute, discurso pronunciado el 23 de marzo de 1977 en Amsterdan, Holanda, ante el Congreso Mundial sobre Libertad Religiosa como Subsecretario de Justicia y Presidente de la Comisión de Libertad Religiosa Liberty, nº 3, vol. 72, mayo-junio 1977MADARIAGA (Salvador de), «España», 15ª edición, Espasa Calpe, Madrid 1989 págs 340-342PLA (Josep), Historia de la Segunda República Española, Volum. II, Destino, Barcelona 1940, pág. 31ARRARÁS, (Joaquín), Historia de la República española, t. I, pág. 281MADARIAGA ob. cit. pág. 242ROBINSON (R.A.H.), The origins of Franco in Spain. Londres 1970, págs. 226-227LUZURIAGA (Lorenzo), La escuela única, Madrid 1931. Biblioteca Nueva ha publicado una nueva edición en Madrid, 2001. También WITTE (Erich) y BACKEHEUSER (Everardo), La Escuela Única, Editorial Labor, Barcelona 1933. Su contenido es significativo por sí mismo: primero el estudio que da título al libro en 136 páginas, a continuación 18 sobre las «Normas generales de la reforma escolar en Austria» del profesor brasileño Backeheuser y por último las 55 finales contienen «La Instrucción pública en la República Socialista Federativa de los Soviets de Rusia» firmada por el Comisario del Pueblo, camarada ministro luego, A. Lunatcharski.JULIÁ DÍAZ (Santos), ob. cit. págs 116-117.PLA fue quizá el primero que utilizó este calificativo en aquellos días con gran perspicacia: «Azaña ha encarnado de forma completa, de una manera mucho más acabada que cualquier otro político, el sentido totalitario de la revolución republicana triunfante». Lo escribió en La Veu de Catalunya el 14 de enero de 1933. PLA (Josep), «Don Manuel Azaña. Un ensayo de crítica política» (I), La Segunda República Española. Una crónica. 1931-1936, Ediciones Destino, Barcelona 2006.Entrevista en ABC, domingo 15 de julio de 2007, pág. 6.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), La vida efímera del Tribunal de Cuentas del Reino, «Anales» de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, nº 38, Madrid 2008 págs 343-348.GÓMEZ APARICIO (Pedro), Historia del Periodismo Español «De la Dictadura a la Guerra Civil», t. IV. Editora Nacional, Madrid 1981, págs. 248-250.RAMOS OLIVEIRA, ob. cit., tomo III, pág.128.En Pamplona, el independiente Diario de Navarra y los tradicionalistas El Pensamiento Navarro y La Tradición Navarra; en Bilbao, La Gaceta del Norte y La Tarde, el nacionalista Euzkadi y los independientes Adelante y Excelsior; en San Sebastián, el nacionalista El Día y el tradicionalista La Constancia. La medida no quedó circunscrita a las publicaciones navarras y vascas, porque también fueron suspendidos, en el mismo 20 de agosto, los diarios La Unión de Sevilla y Diario de la Rioja de Logroño, y los semanarios El Tradicionalista de Valencia y Frente Unido y La Hora de Barcelona; el 4 de septiembre, el semanario Tradición Vasca de San Sebastián; el día 10, los diarios El Siglo Futuro de Madrid y Libertad Vasca de Bilbao, nacido para reemplazar a Euzkadi, y el 25, los semanarios, igualmente bilbaínos, El Fusil y Bizkaitarra. Aún hubo otra víctima: el diario deportivo Easo de San Sebastián, no suspendido gubernativamente, pero que no pudo seguir publicándose por haber sido clausurados los talleres en que se editaba.GÓMEZ APARICIO, ob. cit., págs. 261-262GUTIÉRREZ-RAVÉ (José), España en 1931.-Anuario, Madrid, 1932; y España en 1932.-Anuario, Madrid, 1933.Tres veces estuvo indefinidamente suspendido El Debate durante la República: la primera, del 11 al 20 de mayo de 1931, a raíz de la «quema de conventos»; la segunda, del 19 de enero al 26 de marzo de 1932, al ser publicado el Decreto de disolución de la Compañía de Jesús; la tercera, del 10 de agosto al 8 de octubre del mismo año, como consecuencia de la sublevación del general Sanjurjo.GUTIÉRREZ-RAVÉ (José), España en 1932.-Anuario, Madrid, 1933. Día 9 de enero: recogida de la edición de Solidaridad Obrera de Barcelona; secuestro de La Gaceta del Norte de Bilbao. Día 12: denuncia contra El Defensor de Cuenca. Día 13: detención del director del semanario comunista Heraldo Obrero de Barcelona; recogida de la edición de Solidaridad Obrera. Día 14: multa de 200 pesetas al diario La Mañana de Sahagún (León) por la publicación de una noticia sobre las malas condiciones de un cinematógrafo. Día 20: imposición de sendas multas de 5.000 pesetas a los periódicos de Bilbao que publicaron la esquela de la muerte de don Jaime de Borbón, jefe de la Comunión Tradicionalista; denuncia contra el diario Euzkadi de Bilbao; denuncia contra El Día de Alicante; multa de 1.000 pesetas al semanario Gil Blas de Santander; denuncia y recogida de Mundo Proletario de Sevilla. Día 22: suspensión, multa de 1.000 pesetas y clausura de la imprenta del semanario Mundo Rojo de Madrid; denuncia y recogida de Euzkadi de Bilbao. Día 25: denuncia contra El Correo Catalán de Barcelona; multa de 2.000 pesetas al semanario Tradición de San Sebastián. Día 26: secuestro de la edición de Libertad de Castellón de la Plana y encarcelamiento de su director por negarse a entregar los ejemplares a falta de una comunicación escrita del gobernador civil. Día 27: suspensión por cinco días y multa de 500 pesetas al diario El Pueblo Católico de Jaén; denuncia y recogida de El Pueblo Vasco y de La Gaceta del Norte de Bilbao. Día 30: multa de 250 pesetas al semanario Tradición Catalana de Gerona; multa de 250 pesetas al semanario sindicalista Acción Social Obrera de San Feliú de Guixols, y apercibimiento de suspensión a los dos.El artículo en cuestión había sido publicado por el Heraldo Alavés el 22 de febrero bajo los títulos de «Un asunto sensacional», «Reseña oficial de la Masonería española», «En Vitoria hay un grupo ‘masónico’». Aparte de la multa impuesta por el ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, la publicación tuvo estas consecuencias: asalto del periódico por tres individuos designados como masones y agresión personal contra el director, Domingo de Arrese, y contra el redactor Venancio del Val, que sufrieron algunas lesiones; un juicio de faltas, y una querella de la Masonería, que de este modo reconoció públicamente que constituía una presunción de injuria el calificativo de «masón». Procesado y condenado Domingo de Arrese, hubo de causar baja en la dirección de Heraldo Alavés.
ARRARÁS (Joaquín), Historia de la Segunda República Española, tomo II, págGUTIÉRREZ-RAVÉ (José), España en 1932.-Anuario, Madrid, 1933: Alava: Heraldo Alavés, de Vitoria. -Albacete: El Diario de Albacete. -Alicante: El Día, de Alicante, y La Gaceta de Levante, de Alcoy. -A1mería: La Independencia, Diario de Almería y Heraldo de Almería. -Avila: El Diario de Avila. -Baleares: El Correo de Mallorca, de Palma de Mallorca. -Barcelona: El Correo Catalán. -Burgos: El Castellano. -Cáceres: Extremadura. -Cádiz: La Información, de Cádiz; Nuestro Tiempo, de La Línea; El Guadalete y Diario de Jerez, de Jerez de la Frontera, y Regeneración, de Ceuta. -Castellón: La Provincia Nueva y Diario de Castellón. – Ciudad Real: El Pueblo Manchego. -Córdoba: El Defensor de Córdoba. -Gerona: El Norte de Gerona y Diario de Gerona. -Granada: Ideal. -Guipúzcoa: La Constancia, Easo, La Prensa y La Noticia, de San Sebastián. -Huelva: Diario de Huelva. -Jaén: El Pueblo Católico y La Mañana, de Jaén; La Provincia, de Úbeda, y El Día, de Linares. -La Coruña: El Ideal Gallego, de La Coruña; El Compostelano y Diario de Galicia, de Santiago, y La Verdad, de El Ferrol. -León: El Diario de León. -Lérida: El Correo. -Logroño: Diario de la Rioja. -Lugo: La Voz de la Verdad. Madrid: ABC, EL Debate, Informaciones, Diario Universal, El Siglo Futuro y La Nación. -Murcia: La Verdad, de Murcia, y El Eco de Cartagena y Cartagena Nueva, de Cartagena. -Navarra: La Tradición Navarra, El Pensamiento Navarro y Diario de Navarra, de Pamplona. -Orense: La Región. -Oviedo: Región. -Palencia: El Día de Palencia. -Pontevedra: El Diario de Pontevedra. -Santander: El Diario Montañés. –Salamanca: La Gaceta Regional. –Segovia: El Adelantado de Segovia . –Sevilla: El Correo de Andalucía, ABC y La Unión. –Tarragona: La Cruz, de Tarragona y Correo de Tortosa, de Tortosa. –Teruel: Acción. –Toledo: EL Castellano. –Valencia: Las Provincias y Diario de Valencia. -Va1ladolid: Diario Regional. -Vizcaya: La Gaceta del Norte y El Pueblo Vasco de Bilbao. –Zamora: Heraldo de Zamora, El Ideal Agrario y El Correo de Zamora.ARRARÁS (Joaquín), Historia de la Segunda República Española, tomo 1, Pag. 524. Mariano Marfil había sido quien, como subsecretario de Gobernación hizo entrega de este Ministerio, el 14 de abril de 1931, a los representantes del Gobierno Provisional de la República.GUTIÉRREZ RAVE, ob. cit. Albacete: Vida Hellinera de Hellín. –Alicante: Patria, de Elche; El Pueblo Obrero, de Orihuela; La Voz del Pueblo, de Alcoy, y El Eco de la Marina, de Pego. – Baleares: El Luchador, de Palma de Mallorca. –Barcelona: Reacción. –Burgos: El Defensor de los labradores y ABC de Burgos, y El Eco de Aranda, de Aranda de Duero. -Cáceres: El Faro de Extremadura, de Plasencia. –Cádiz: Claridad, de Jerez de la Frontera. –Castellón: El Estado Ganquista. –Ciudad Real: El Defensor de Tomelloso, de Tomelloso. –Cuenca: El Defensor de Cuenca. –Gerona: La Tradición Catalana, de Olot. -Guadalajara: La Palanca y Lumen, de Guadalajara y El Henares, de Sigüenza. -Guipúzcoa: La Cruz, Estampa Tradicionalista y El Fuerista, de San Sebastián. Jaén: La Defensa, de Jaén, y El Guadalquivir, de Andújar. –La Coruña: Balón, Revista deportiva. –León: La Luz de Astorga y El Pensamiento Astorgano, de Astorga, y Anti, de León. –Lérida: Toca Ferro. –Logroño: Rioja Agraria. Madrid: Blanco y Negro, Gracia y Justicia, Acción Española, Aspiraciones y Marte. –Murcia: La Campaña, de Mula. –Oviedo: La Hoja Parroquial. -Salamanca: Defensa, de Salamanca y Miróbriga, de Ciudad Rodrigo. –Segovia: La Ciudad y los Campos. -Sevi1la: El Observador. –Soria: El Avisador Numantino, de Soria, y Hogar y Pueblo, de Burgo de Osma. -Tarragona: La Tradición, de Tortosa, y La Juventud, de Valls. -Teruel: El Ideal y Actualidad -Valencia: El Tradicionalista. -Valladolid: Libertad. -Zamora: Acción, de Benavente. -Zaragoza: El Regional, de Calatayud.
MADARIAGA (Salvador de), ob. cit.,15ª edición, pág. 363GIL (Alberto), La censura cinematográfica en España, Ediciones B.S.A., Barcelona 2009De todo periódico era responsable el director y sobre la Empresa recaía la responsabilidad solidaria de su actuación, por comisión u omisión y si no fuere la propietaria de la maquinaria, esa responsabilidad se extendería, con el mismo carácter, al impresor. Con independencia de los hechos que fueron constitutivos de delito o falta, el Ministerio tenía facultad para castigar gubernativamente todo escrito que tendiera directa o indirectamente a mermar el prestigio de la Nación o del Régimen, entorpeciera la labor de Gobierno o sembrare ideas perniciosas entre los intelectualmente débiles. Las sanciones previstas, según la gravedad del hecho, eran las de multa, destitución del director simple o acompañada de la cancelación de su nombre en el Registro e incautación del periódico. Contra las resoluciones del Ministro se daba apelación ante el Jefe del Gobierno, cuyas decisiones eran irrecurribles por estar excluidas de la vía contencioso-administrativa.RODRÍGUEZ (Saturnino), El NO-DO, catecismo social de una época, Ed. Complutense, Madrid 1999. TRANCHE (Rafael R.) y SÁNCHEZ BIOSCA (Vicente), NO-DO El tiempo y la memoria. Ed. Cátedra, Madrid 2001.CRESPO DE LARA (Pedro). El artículo dos . La prensa ante el Tribunal Supremo. Editorial Prensa Española, Madrid 1975.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de),Jurisprudencia constitucional en materia de información y comunicación en»Deontología, Función Social y Responsabilidad de los Profesionales de la Comunicación», donde se recoge el Ciclo de Conferencias con motivo del XXX aniversario de la creación de la Facultad de Ciencias de la Información, Consejo Social de la Universidad Complutense, Madrid 2002, págs. 95-113.RUIZ DEL CASTILLO (Carlos), Manual de Derecho Político, Instituto Editorial Reus, Madrid 1939, págs. 555-556.RUIZ DEL CASTILLO, ob. cit. pág. 568PÉREZ SERRANO (Nicolás), ob. cit. págALCALÁ ZAMORA, ob. cit., págs. 397-398El que estaba a punto de ser Presidente de la República, Manuel Azaña dirige una carta a su cuñado Cipriano Rivas Cherif, escrita entre el 16 de marzo y el 10 de abril, donde le informa de que: El triunfo electoral, que políticamente es fuerte, lo es menos numéricamente en las Cortes. Somos 268. Hay que descontar 6 o 7 catalanes que son incompatibles, como consejeros de la Generalitat, y en aquel número entran los comunistas. El resultado es que no tenemos votos para destituir a don Niceto… La gente, que habla de la victoria, se va a quedar un poco sorprendida cuando vea la fuerza que las derechas tienen en las Cortes.PLA (Josep), op. cit., IV, págs. 118 y 309.LERROUX (Alejandro), La pequeña historia., Madrid 19 , pág. 444.ALCALÁ ZAMORA (Niceto), ob, cit., Ed. Planeta, Barcelona 1998, pág 398.PAYNE, op. cit., pág. 337.
SUÁREZ VERDEGUER (Federico), op. cit., pág. 117MADARIAGA (Salvador de), op. cit., pág. 359 y 426.SECO SERRANO (Carlos), Historia de España, VI, pág. 158ALCALÁ ZAMORA (Niceto), ob. cit., pág 398TUSELL (Javier), Las elecciones del Frente Popular en España, II, Madrid 1975, pág. 190ALCALÁ ZAMORA (Niceto), Régimen político de convivencia en España. Lo que no debe ser y lo que debe ser, Claridad, Buenos Aires 1945.SEMPRÚN (Alfredo), El crimen que desató la guerra civil. «De cómo un comando policiaco socialista secuestró y asesinó a Calvo Sotelo, líder de la derecha española» LibrosLibres, Madrid 2005, pág. 175. GIBSON (Ian), La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Argos Vergara, Barcelona 1982.ZUGAZAGOITIA (Jesús), Guerra y vicisitudes de los españoles. París, Librería Española, 1968.PAYNE (Stanley G), Prólogo al libro de José Antonio NAVARRO GISBERT, ¿Por qué fracasó la II República?, Áltera, Barcelona 2006, pág 14. También, España, una historia única, Ed. Temas de Hoy, Madrid 2008, pág. 279PÉREZ SERRANO (N.), ob. cit., pág.41PÉREZ SERRANO (N), ob. cit., pág 242.HAMILTON (Alexander), MADISON (James), y JAY (John), ob. Cit., pág.492PÉREZ SERRANO, (Nicolás). ob. cit, pág. 277LINZ, J.J., JEREZ, M. y CORZO, S., Ministery Regimes in Spain: From the First to de Second Restoration, 1874-2002, en «Who governs Southern Europe? Regime, Change and Ministerial Recruitment, 1850-2000». Eds Pedro Tavares de Almeida, Antonio Costa Pinto y Nancy Bermeo, 2003, pág. 62.PAYNE (Stanley G), ob. cit., pág. 54.ALCALÁ GALVE (Ángel), Alcalá Zamora y la agonía de la República. Fundación José Manuel Lara, Sevilla 2002, pág. 247PAYNE, ob.cit., pag.BENNASSAR (Bartolomé), El infierno fuimos todos. Taurus, Madrid 2006, considera como uno de los varios «atentados antidemocráticos» cometidos por los republicanos, que Niceto Alcalá Zamora, «presionado por los socialistas y los sindicatos» impidiera que la Ceda formara parte del Gobierno Lerroux a pesar de que había ganado las elecciones.PAYNE, Ob. cit. pág 89LA CIERVA (Ricardo de), Historia Básica de la España actual (1800-1975), 5ª ed. Ed. Planeta, Barcelona 1974, pág. 336. MALEFAKIS (Edward), en R. Carr, The Republic and the Civil War in Spain,MADARIAGA (S) ob. cit., pág. 416MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), El Tribunal de Cuentas en el paréntesis democrático de la Segunda República. Actualidad AdministrativaGROSSI (Manuel). La insurrección de Asturias (Quince días de revolución socialista). Carta introducción de Ramón González Peña, prólogo y epílogo de Joaquín Maurín. Ediciones «La Batalla», Barcelona 1935, págs. 215, 233.PAYNE, ob. cit. pág. 171CHAPAPRIETA TORREGROSA (Joaquín). La paz, fue posible, «Memorias de un político», ed. Ariel, Barcelona 1972, con un estudio preliminar de Carlos Seco Serrano, págs. 202 y ss.MOA (Pío), ob. cit. pág 64PAYNE, Ob. cit. pág. 376En el párrafo XXXVI del discurso se habla de la Administración de Justicia y en el LXXIII de ésta y de la potestad judicial, a la que alude el artículo 242 del texto, mientras que el 243 se refiere a las funciones judiciales.
Desde otra perspectiva radicalmente distinta, la Ley Orgánica del Estado, promulgada como Fundamental en 1968, por y para el Régimen autocrático nacido de la guerra civil, escogió también el título «la Justicia» para esa función dentro de la «unidad de poder».Discurso en las Cortes el 23 de noviembre de 1932 con ocasión del debate sobre el proyecto de Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales. Obras Completas, vol. 2, Ediciones Oasis. México, 1966. pág. 488.
PAYNE, ob.cit. pág. 384PAYNE, ob. cit., pág 601, nota 7MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), El General y a mulata «Actualidad Administrativa» nº /200 págs . Con antelación se había publicado en «otrosí» revista del Colegio de Abogados de MadridGIRAUTA (Juan Carlos). La República de Azaña. Ciudadelalibros, Madrid 2006, pág. 74AGÚNDEZ (Antonio), Sobre esta época, el libro de RULL VILLAR (Baltasar), Memorias de un juez español. Aguilar, Madrid, 1959, que abarca el período 1927-1939 Historia de los Jueces españoles. /Historia del Poder Judicial en España, Editora Nacional, Madrid 1974, pág. 177.
AZAÑA (Manuel), Diario, págs 41-42ARRARÁS (J.), ob. cit, t.II, págs 428-430LINO PÉREZ-GONZÁLEZ (Antonio), Policía y Guardia Civil en la España Republicana, Edibeso Wells, Madrid
GIBSON, ob. cit., pág. A Gibson le contó, en 1981, que tras su detención «la sección de Toledo formó un escándalo en Pontejos. (…) Yo había estado toda la noche con mi compañero en la Embajada de Estados Unidos, ¡Toda la noche! Mis compañeros lo sabían, como es lógico. Y lo sabía perfectamente el teniente Barbeta, Salí de la cárcel hecho un veneno, un veneno, Yo no tragaba aquel régimen. (..,) Yo político no he sido nunca. He sido amante del orden, de la ley y de la justicia, Pero aquello fue un desastre, Yo me preguntaba en la cárcel: ¿pero será posible que haya gente así en el Cuerpo? ¿Es que son políticos esta gente o señores de orden público?»Ese mismo día cesó a petición propia, con el pretexto de su jubilación anticipada. Tenía algo más de 70 años y podía haber permanecido en el cargo hasta los 75 pero pudo más la dignidad. LASO GAITE (Juan Francisco), Aportación a la Historia del Tribunal Supremo de España, «Revista General de Legislación y Jurisprudencia», diciembre de 1969, ed. Reus, separata, págs. 69-70DOMINGO (Alfonso). Melchor Rodríguez, el Ángel Rojo de la guerra, Madrid 2009Mariano Gómez González (1883-1951). Catedrático de Derecho Político de la Universidad de Valencia. En 1936 fue nombrado presidente del Tribunal Supremo de la República del que ya era Presidente de la Sala de lo Militar (Sexta).Así lo publicaba el diario madrileño El Liberal correspondiente al miércoles 2 de septiembre de 1936, pág 4ª «Causa General».GARCÍA OLIVER (Juan), El eco de los pasos «El anarcosindicalismo en la calle, en el Comité de Milicias, en el Gobierno, en el exilio», Ruedo Ibérico, Barcelona, 1978, donde cuenta que advirtió Mariano Gómez del Tribunal Supremo con denunciarle «como ejecutor de la indignidad jurídica más grande que se haya cometido: la de haberse constituído, usted, como presidente, de un tribunal en la cárcel modelo de Madrid y haber juzgado a unos presos, haberlos oído y condenado a muerte, cuando llevaban ya más de veinticuatro horas ejecutados por Margarita Nelken y su grupo de jóvenes».
PRIETO (Indalecio), Convulsiones de España,»Pequeños detalles de grandes sucesos», México. Ediciones Oasis 1967/1968 págs. 313-317, obituario de Mariano Gómez con motivo de su fallecimiento en Buenos Aires publicado el 14 de abril de 1951.DÍAZ-PLAJA (Fernando), Los grandes procesos de la Guerra Civil española, Plaza y Janés, Barcelona 1997. El autor dedica «al buen jurista Rafael de Mendizábal, este triste recuerdo de la que llamaban este «hacer justicia» en la España de la Guerra Civil». ARENILLAS DE CHAVES (Ignacio), El Proceso de Besteiro, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid 1976. GIL (Pablo), La noche de los generales, Ediciones B, Barcelona 2004, BARRIONUEVO PEÑA (José), Procesos políticos en España, Tabla Rasa, Madrid 2003. NÚÑEZ (Leopoldo), Madrid Trágico, Madrid 1949.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), Códice con un Juez sedente, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación – La Ley. Madrid 1999, sobre todo págs. 191-200FERNÁNDEZ FLÓREZ , ob. cit., págs. 954-955, XL, correspondiente al 18 de noviembre de 1931.Rafael de MENDIZÁBAL ALLENDE, Pasado, presente y futuro de la justicia constitucional en «Anales» de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación nº 31, Madrid 2001, págs. 153-209El Proyecto de Constitución Federal de la República española de 17 de julio de 1873 creaba un Tribunal Supremo Federal, integrado por tres magistrados por cada Estado de la Federación (art. 73), al que corresponde «en el caso de que el Poder legislativo de alguna ley contraria a la Constitución», «la facultad de suspender los efectos de esta ley» (art. 77). Al Senado correspondía la misión de «examinar si las leyes del Congreso desconocen los derechos de la personalidad humana o de los poderes de los organismos políticos, o de las facultades de la Federación o del Código fundamental» y en el caso de que así lo entendiera se suspendiera la promulgación de la ley por espacio de tres años y concluido este plazo la ley «se promulgará en el acto por el Presidente y será ley en toda la Federación. Sin embargo, al Poder judicial, representado por el Tribunal Supremo de la Federación», le queda la facultad de declarar en su aplicación si la ley es o no constitucional» (art.70). Se le atribuye jurisdicción penal «en las causas formadas al Presidente, a los Ministros en el ejercicio de sus cargos, en los asuntos en los que la Nación sea parte». CASANOVA AGUILAR (Isabel), Las Constituciones no promulgadas de 1856 y 1873, Iustel, Madrid 2008, págs. 285-286 y 305-306, donde se indica que este sistema de control de constitucionalidad de las leyes se inspiraba en el sistema americano pero con diferencias sustanciales.PÉREZ SERRANO (N), ob. cit., pág. 324. GARCÍA ESCUDERO, , Historia política…2,pag. 1088.POSADA (Adolfo), La nouvelle Constitution espagnole, París 1932, pág 217. RUIZ DEL CASTILLO, ob. cit., pág. 713.Art. 81 de la Constitución Española de 1978ALCALÁ ZAMORA (Niceto), ob. cit., págs 279-280El dictamen lo recoge BASSOLS, ob. cit., págs 455 y ss.FERNÁNDEZ FLÓREZ(Wenceslao), Acotaciones de un oyente, (Segunda serie) en «Obras Completas», Vol. V, 5ª ed. Aguilar Madrid 1960, págs. 947-949 (12 de noviembre de 1931)Andalucía, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, las dos Castillas Nueva y Vieja, Extremadura, Galicia, León, Murcia, Navarra y Vascongadas y Valencia.MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), El Tribunal de Cuentas en el paréntesis democrático de la Segunda República, «Actualidad Administrativa» 1/2002, Suplemento en separata, pág. 33BASSOLS COMA (Martín), La Jurisprudencia del Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República Española, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1980Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 1931-1933, págs 2709, 2672-2674 y 2709.ALCALÁ ZAMORA, ob. cit., pág 281Al presidente se le asignó un sueldo de 100.000 pesetas anuales (600 €) más 25.000 (125 €) por gastos de representación. Un auxiliar ganaba 4.000 pesetas al año (240 €), 333,33 al mes (20 €).ARRARÁS (Joaquín), Historia de la Segunda República Española, Editora Nacional, Madrid 1964, t.II, págs. 198-199 y 222-223.MENDIZÁBAL ALLENDE, Rafael de, Códice con un Juez sedente, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, La Ley, Madrid 1999, págs. 100-101.RUIZ DEL CASTILLO Y CATALÁN DE OCÓN, Carlos, Manual de Derecho Político, Instituto Editorial Reus, Madrid 1936-1939, pág. 707-15.Hubo también varias excepciones de inconstitucionalidad formuladas ante los Jueces de Primera Instancia de Granollers y de Vich y la Audiencia Territorial de Barcelona en los procedimientos de ejecuciones de «sentencias de desahucio respecto de la Ley del Parlamento Catalán de 27 de junio de 1933 «para la solución de los conflictos derivados de los contratos de cultivos». El Tribunal de Garantías Constitucionales dictó tres Sentencias con una misma fecha, el 27 de noviembre de 1934 y una cuarta el 17 de enero del siguiente año, declarando «la inconstitucionalidad material de la ley» impugnada «en el caso concreto objeto de este recurso, cuyas costas se sufragarán de oficio». Un voto particular la acompañaba, suscrito por cinco vocales y otro, parcial, llevaba la firma de don Salvador Munguijón. El presidente era don Fernando Gasset Lacasaña, actuaron (ndo) como ponentes de una don Francisco Alcón Robles, de otra don Carlos Martín Álvarez, de una tercera ambos y de la última don Gonzalo Merás Navia.
PLA (Josep), La Segunda República Española, «Una crónica 1931-1936».Ediciones Destino, Barcelona 2006, pág 1130MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), El artículo 161 de la Constitución Española, en «Comentarios a la Constitución Española de 1978», ed. Tribunal Constitucional y Fundación Wolter Kluwers. Madrid 2009, págs. 2672-2691MENDIZÁBAL ALLENDE (Rafael de), La guerra de los jueces: Tribunal Supremo vs. Tribunal Constitucional, Revista de Derecho Procesal 2001.TOYNBEE (Arnold) El Mundo y el Occidente, Aguilar, Madrid 1953GARCÍA DE ENTERRÍA (Eduardo) La posición jurídica del Tribunal Constitucional en el sistema español: posibilidades y perspectivas, Revista Española de Derecho Constitucional nº 1, 1981, pág. 36

  • Constitución
  • España
  • 1978
  • transición

    Acerca de Rafael de Mendizabal Allende

    Académico Numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos