«Fuller Mountain Road, Kent, Conneticutt 06757, July 26, 1981. Dear Professor Pastor, your letter of May 18 has been here for quite a while and I am sorry not to have answered before. My husband James Burnham suffered a severe stroke in November 1978. Unfortunately for such a brilliant man it affected his brain. His physical health remain very good (…) He had plans for one book on Totalitarianism vs Authoritarianism but it was not to be (…) We have enjoyed a number of stays and trips through Spain, the last one in 1975 to Majorca. Did you know that your King Juan Carlos is a Burnham admirer? At one time Jim went to see him at the Zarzuela Palace to talk. Best regards, Marcia Burnham.»
James Burnham era y sigue siendo, en mi opinión, el más importante filósofo político americano desde la generación de los Padres Fundadores en el siglo XVIII (la de John Adams, Alexander Hamilton, Thomas Jefferson, James Madison, etc.). No solo como pensador, teórico y estratega político, sino también como filósofo en un sentido estrictamente académico, por tanto en un nivel comparable a sus coetáneos los europeos Carl Schmitt, Leo Strauss y Michael Oakeshot. Desde su muerte en 1987 solo algunos filósofos políticos públicos o «mundanos» como Irving Kristol o Thomas Sowell, y académicos -curiosamente todos procedentes de departamentos de Ciencia Política- como Allan Bloom, Harry Jaffa, Harvey Mansfield, Samuel Huntington y James Q. Wilson, en Estados Unidos, se le han aproximado a una discreta distancia. En Europa, desde la desaparición de Strauss en 1973, de Schmitt en 1985 y de Oakeshott en 1990, no hay filósofos políticos de talla como los mencionados. Podría hacer una excepción quizás con Isaiah Berlin, Julián Marías, Raymond Aron y Jean-Francoise Revel (también ya desaparecidos, como los americanos Bloom, Huntington, Wilson y Kristol), pero un Jürgen Habermas y la interminable recua de marxistas y neomarxistas, asi como, las celebrities en los medios de comunicación españoles, tipo Eugenio Trías o Fernando Savater, o los innumerables posmodernos, nihilistas, relativistas, «multi-culti», de género e identitarios, me parecen mero entretenimiento intelectual, casi siempre para la «progresía»(dicho sin menoscabo de sus particulares méritos y el de los filósofos anónimos o menos conocidos por el gran público, que trabajan discreta y rigurosamente en sus propios ámbitos de la enseñanza o la investigación).
Burnham se inició como profesor de filosofía y estética en 1929, en la New York University, siendo coautor de una Introduction to Philosophical Analysis (1932) y coeditor de la revista filosófica Symposium (1930-1933), pero en la segunda mitad de los años treinta sería cautivado por el marxismo-leninismo. Políticamente apoyó a Trotsky frente a Stalin (fué uno de los fundadores del más importante partido trotskista en el mundo, el todavía existente Socialist Worker Party de Estados Unidos, en 1937), pero poco después se enfrentó dialécticamente al mismísimo Trotsky en un célebre debate ideológico que culminó en 1939-40, en que el veterano líder bolchevique, entonces exiliado en México donde pronto sería asesinado, quedó intelectualmente derrotado de forma abrumadora (véase el magnífico ensayo del americano, Science and Style. A Reply to Comrade Trotsky, Febrero de 1940). A partir de entonces, y tras su ruptura definitiva con el marxismo, se extingue el Burnham ideológo y resurge el filósofo, liberal-conservador, aunque seguirá en la primera línea del debate político, como consejero aúlico, editorialista y columnista de National Review desde su fundación en 1955.
Cuando era estudiante universitario, a finales de los años sesenta, tuve noticia por primera vez, aunque bastante distorsionada, de nuestro personaje. Entre los profesores de aquella época, los pocos que le conocían lo consideraban un pensador de extrema derecha, un neofascista, defensor de la tecnocracia autoritaria. A mi juicio, ni Léon Blum en Francia, ni Orwell en Inglaterra, ni Ortega en España, habían hecho una interpretación correcta de su famosa obra The Managerial Revolution (1941), la primera que tuve oportunidad de leer (junto a un folleto con los escritos de su polémica con Trotsky) en una edición sudamericana. Muchos años más tarde dirigí una tesis doctoral bien documentada sobre su pensamiento político en paralelo al de Max Eastman-creo que la primera y todavía única en España- cuya autora, Susana García Cereceda, publicaría con el título de Herejes arrepentidos (2000).
Aparte de su libro sobre de los managers y varias obras esenciales acerca de la Guerra Fría, de la que fue uno de sus principales estrategas occidentales, Burnham publicará también tres libros fundamentales de filosofía política: The Machiavellians: Defenders of Freedom (1943), Congress and the American Tradition (1959), y Suicide of the West: An Essay on the Meaning and Destiny of Liberalism (1964). Congress and the American Tradition, dedicado precisamente a su esposa Marcia, es como las otras dos una obra de plena madurez y que obviamente ha inspirado este modesto ensayo mío.
El Congreso en la tradición americana.
El Congreso es la primera institución histórica resultante de la Revolución Americana. Como narra Charles Dickens en su famosa novela A Tale of Two Cities, insinuando el nacimiento de dos culturas políticas diferentes, mientras los franceses en su Revolución inventarían el Terror, los americanos creaban algo menos sangriento y más constructivo, «a Congress of British subjects in America». Concretamente, el denominado Primer Congreso Continental, reunido en Septiembre de 1774, tras el proceso de rebelión desencadenado a partir del Boston Tea Party en Diciembre de 1773. Es significativo que casi nadie recuerde, salvo los historiadores del período, quién fué el primer Presidente de los Estados Unidos, presidente político, pre-constitucional, de la nueva Nación: Peyton Randolph, de Virginia. Todo el mundo, convencionalmente, nombra a George Washington, primer Presidente según la Constitución federal de 1787, pero entre Randolph y Washington (durante los años 1774-1789) hubo una quincena de Presidencias de los Estados Unidos con trece Presidentes (dos de ellos tuvieron un segundo mandato), igualmente ignorados hoy por la mayoría de la gente.
En efecto, presidieron los Estados Unidos durante el Primer Congreso Continental (1774): Peyton Randolph y Henry Middleton. Asimismo presidieron los Estados Unidos durante el Segundo Congreso Continental (1775-1781): Peyton Randolph (segundo mandato), John Hancock, Henry Laurens, John Jay, y Samuel Huntington. Finalmente presidieron los Estados Unidos durante los Congresos bajo los Artículos de la Confederación (1781-1787): Samuel Huntington (continuando su mandato), Thomas McKean, John Hanson, Elias Boudinot, Thomas Mifflin, Richard Henry Lee, John Hancock (segundo mandato), Nathaniel Gorham, Arthur St. Clair y Cyrus Griffin.
Es ilustrativo de la escasa importancia de los Presidentes de los sucesivos Congresos pre- constitucionales que, por ejemplo, uno de ellos y de cierta notabilidad, el neoyorquino John Jay, que ejerció su mandato en 1779 (el cargo presidencial era de un tiempo máximo anual), al término del cual fue nombrado por el mismo Congreso embajador en España, con el objeto de negociar una alianza y acuerdos de los rebeldes americanos contra Gran Bretaña. Jay llegó a Cádiz, pero no se le permitió desplazarse a la Corte durante algún tiempo, y después, ya establecido en Madrid, se le siguió ninguneando por las máximas autoridades del gobierno de Carlos III.
En una obra reciente del historiador Ray Raphael, Mr. President. How and Why the Founders Created a Chief Executive (A. A. Knopf, New York, 2012), se documentan muy bien los recelos iniciales que, con algunas excepciones (como Alexander Hamilton y los Nacionalistas Robert Morris, Gouverneur Morris, John Jay, James Duane, James Wilson, John Dickinson…) los creadores del sistema político americano tenían respecto a la figura de un Presidente excesivamente poderoso e independiente respecto al Congreso. En la práctica, como ha investigado detalladamente Charles Rappleye (Robert Morris. Financier of the American Revolution, Simon & Schuster, New York, 2010), por recomendación de Hamilton y Duane, Robert Morris se convierte en el más alto ejecutivo civil del gobierno americano, como director de la Oficina Financiera durante la Guerra de Independencia (Superintendent of the Office of Finance), que aparte de obtener préstamos de Francia, Holanda y España, fija el dólar de plata español -de ocho reales- como modelo de la nueva unidad monetaria de los Estados Unidos. El cargo de Morris prefiguraría lo que iba a ser la futura Presidencia, como poder ejecutivo y administrativo autónomo o separado del Congreso.
En todo caso esta institución seguirá ocupando una posición preeminente, como destacaría el eminente constitucionalista y fundador de la especialidad en la Universidad de Harvard Joseph Story, desde la Declaration of Rights of the Continental Congress, October 14, 1774, y en la misma Declaración de Independencia, cuyo enunciado reza: «Action of the Second Continental Congress, July 4, 1776. The unanimous Declaration of the thirteen United States of America». Y al término del texto, precediendo a la lista de personalidades que lo subscriben, vuelve a referirse al mismo: «We, therefore, the Representatives of the United States of America, in General Congress,…etc.» Entre los cincuenta y seis firmantes figuran seis presidentes, cuatro del Congreso Continental confederal (Hancock, Lee, McKean, y Huntington) y dos del posterior sistema político bajo la Constitución federal (John Adams y Thomas Jefferson), que habían sido destacados autores del texto de la Declaración, y serían los primeros presidentes después de George Washington, respectivamente, de los dos grandes partidos políticos, el Federalista y el Demócrata-Republicano, antecedentes históricos de los actuales partidos Republicano y Demócrata.
Asimismo, la preeminencia del Congreso quedaba definitivamente establecida bajo los Artículos de la Confederación de 1778 (ratificados en 1781), y en los resultados finales de la Convención constitucional de Filadelfia.
El artículo I del texto de la Confederación reza: «The style of this confederacy shall be THE UNITED STATES OF AMERICA.» Y el artículo II: «Each State retains its sovereignty, freedom, and independence, and every power, jurisdiction, and right, which is not by this Confederation, expressly delegated to THE UNITED STATES IN CONGRESS ASSEMBLED.»
La expresión
«THE UNITED STATES IN CONGRESS ASSEMBLED» se repetirá casi una veintena de veces en los artículos sucesivos (V, VI, VIII, IX, X, XII, y XIII). Y en el último, se precisará: «And we do further solemnly plight and engage the faith of our respective constituents, that they shall abide by the determinations of THE UNITED STATES IN CONGRESS ASSEMBLED, on all questions, by the said Confederation, are submitted to them; and that the articles thereof shall be inviolably observed by the States we respectively represent; and that the Union shall be perpetual…etc.»
Finalmente, la Convención de Filadelfia creó el texto definitivo y todavía vigente del sistema político norteamericano. El Artículo Primero de la Constitución federal de 1787, efectivamente, se dedicará al Congreso de los Estados Unidos y en su Section 1 se determina que «All legislative Powers herein granted shall be vested in a Congress of the United States, which shall consist of a Senate and House of Representatives.» Y la Section 7, de manera significativa, establece que «All Bills for raising Revenue shall originate in the House of Representatives; but the Senate may propose or concur with Amendments as on other Bills…etc.»
El decano de los estudios monográficos contemporáneos sobre el Congreso es el politólogo y político Woodrow Wilson (1856-1924), vigésimo-octavo presidente de los Estados Unidos, líder del partido Demócrata, que fue elegido y reelegido para dos mandatos entre 1913 y 1921. El entonces profesor Wilson de la John Hopkins University publicaría en 1885 su famoso libro Congresional Government. A Study in American Politics, que gozaría de un gran éxito editorial en su época (quince ediciones solo hasta 1900). En 1956 la editora Meridian Books de New York publicaría una enésima edición con la interesante introducción del reputado analista político y consejero presidencial (de los demócratas Wilson, Roosevelt y Truman) Walter Lippmann. En la segunda posguerra mundial proliferan ya los estudios monográficos y de notable calidad sobre el Congreso, antes y después de la publicación de la obra de James Burnham en 1959. Desde Dahl (1950), Galloway (1953) y Young (1956), hasta Harris (1964), Koenig (1965),Truman (1965), Vinyard (1968), Hinckley (1971), Fenno (1973), Mayhew (1974), Chelf (1977), Deering & Smith (1984), Davidson & Oleszek (1985), Bailey (1989), Kingdon (1989), etc. y los más recientes de Arnold (1990), Krehbiel (1991), Mayhew (1991), Cox (1993), Dodd & Oppenheimer (1993),Rieselbach (1995), Fiorina (1996), Foley (1996), Hall (1996),Fenno (1997), McSweeney & Owens (1998), Smith (1999), y English (2003).
Es sabido que en España, como resultado de un rancio anti-americanismo heredado de la generación del 98 y del «arielismo» (con las notables excepciones quizás de Azorín y Unamuno: el primero con su ensayo «Los norteamericanos» de 1918, y el segundo con su conocida admiración por el pensamiento de los Federalistas, por el presidente Lincoln y por el escritor Ralph Emerson; y por supuesto el precedente más lejano de Juan Valera, el primer americanista contemporáneo con sus notables ensayos sobre los Estados Unidos desde los años 1870s), han sido escasísimos los especialistas en el sistema político norteamericano hasta tiempos muy recientes. Entre los pocos autores en la primera mitad del siglo XX que han escrito con cierto conocimiento de aquella gran nación cabe recordar a Manuel Conrotte (1920), Juan Yela Utrilla (1925), Luis de Izaga (1929), Camilo Barcia Trelles (1931), Miguel Gómez Campillo (1946), Julián Marías (1956) y Manuel Fraga Iribarne. Especialmente este último es autor de dos ensayos pertinentes al tema que aquí nos ocupa: La Reforma del Congreso de los Estados Unidos (Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1951) y El Congreso y la política exterior de los Estados Unidos (Ediciones Escuela Diplomática, Madrid, 1952). El primero, en concreto, es un volumen de 608 páginas, bien documentado, en el que el profesor Fraga Iribarne hace una exhibición de erudición histórica y de política comparada que todavía sorprende hoy al que se aventure en su lectura.
Sobre la Convención y la Constitución federal escribe acertadamente el profesor Fraga Iribarne: «Surgió un Congreso fuerte, con poderes totales en lo legislativo y financiero, y además intervenciones frecuentes en materias ejecutivas (en particular, la competencia del Senado, representante de los Estados, en materia internacional y de nombramientos); un Presidente ejecutivo, menos dócil que los primeros Gobernadores de los Estados, pero en segundo plano.» Y en nota pié de página añade: «Como veremos, en principio, prevaleció la idea federalista (un Presidente fuerte); pero la letra de la Constitución era decididamente congresional» (1951, p. 83).
De toda la literatura producida a partir de los años cincuenta, el libro de James Burnham (Congress and American Tradition, Regnery, Chicago, 1959) sigue siendo una fuente inagotable de ideas políticas y el estudio en profundidad más eficaz, desde una perspectiva histórica y filosófica (y añadiría: liberal-conservadora), de la democracia americana.El nuevo movimiento Tea Party y el Congreso desde 2010.
De la misma forma que el Boston Tea Party de 1773 tuvo cierta influencia en la génesis del primer Congreso Continental, el nuevo movimiento Tea Party desarrollado espontáneamente en Estados Unidos a partir de 2009 (casualmente soy testigo de su nacimiento: en Septiembre de 2009 asistí a un mítin-picnic en St. Cloud, Minnesota, liderado por la congresista Michele Bachmann, que resultó ser el acto fundacional del Tea Party en este Estado) como reacción popular y populista –de un populismo individualista, anti-elitista y anti-estatista: menos impuestos y menos Estado- frente al régimen Obama, influirá en la toma de conciencia de un Congreso (y en especial la House o Cámara de Representantes, desde 2010) que en los últimos tiempos había sido relegado a un papel secundario en el presidencialismo americano. La denominada presidencia imperial que comienza a desarrollarse con Franklin D. Roosevelt, alcanza su máxima expresión tras la victoria de Barack Obama en 2008, conquistando la Casa Blanca y la mayoría demócrata en ambas cámaras del Congreso, en el contexto de una crisis financiera internacional, y con un programa obamita de «cambio» en una dirección inequívocamente social-demócrata.
Existe ya una amplia bibliografía –aparte de la literatura basura injuriosa de izquierdas- sobre el movimiento Tea Party, aunque me permito recomendar en especial dos libros muy recientes y bastante clarificadores frente a la maraña de mentiras y descalificaciones del partido Demócrata y de los medios de comunicación progresistas, el de Elizabeth Price Foley, The Tea Party (Cambridge University Press, New York, 2012), y el de David Brody, The Teavangelicals (Zondervan, Grand Rapids, Michigan, 2012). El primero me parece una obra estándar, objetiva e intelectualmente rigurosa; el segundo es interesante por resaltar las importantes conexiones religiosas –especialmente evangélicas, según el autor- del movimiento. Son asimismo interesantes las obras sobre las experiencias de dos de los nuevos líderes del Tea Party en el Senado: Rand Paul, The Tea Party Goes To Washington (Center Street, Nashville/New York, 2011) y Manuel Roig- Franzia, The Rise of Marco Rubio (Simon & Schuster, New York, 2012). Todavía no hay una biografía de la nueva estrella del movimiento, el junior senador de Texas, Rafael «Ted» Cruz, que en las elecciones primarias (runoff, Julio 2012) derrotó a su competidor republicano con un porcentaje de votos (56.80 % vs. 43.20 %) que se proyectaría en las elecciones generales (midterm, Noviembre 2012), dándole la victoria frente al candidato demócrata (56. 45 % vs. 40.62 %).
Personalmente he hecho una modesta aportación al tema mediante varios artículos: «Sarah Palin» (Semanario Atlántico y Libertad Digital, 2010), «La segunda mujer más odiada» (SA, 2010), «Las elecciones del 2-N-2010» (LD, 2010), «El mítin del reverendo Glenn Beck» (The Americano, y LD, 2010), «Michele Bachmann y el Tea Party» (LD, 2010), «Primarias USA: democracia versus partitocracia» (The Americano, 2012), y en particular «A propósito del Tea Party» (LD, 2012). También he analizado las conexiones ideológicas del Tea Party con el neoconservadurismo en mi ensayo «El Sexenio Leo Strauss (2003-2009). Neoconservadurismo americano y paranoia anti- neocon» (en el libro homenaje al profesor Amando de Miguel, CIS, Madrid, 2013).
La dualidad americana: las otras elecciones de 2012.
Todo el mundo quedó fascinado por el grandioso espectáculo global de las elecciones presidenciales americanas el pasado 6 de noviembre, y me atrevo a decir que, al menos en España, una mayoría asimismo se sintió encantada con la reelección del progresista presidente Obama. Muy pocos, sin embargo, saben que en la misma fecha se celebraron otras elecciones: la totalidad de la Cámara de Representantes (House) y un tercio del Senado, en el Congreso federal; once gobernadores estatales y de otros territorios asociados (entre ellos, el de Puerto Rico); millares de legisladores de los Estados, e infinidad de cargos locales. Los electores americanos, a diferencia de los europeos, pueden elegir separadamente al presidente y a los miembros del Congreso, escogiendo incluso a candidatos de diferentes partidos.
La dualidad americana consiste, precisamente, en el hecho de que los resultados generales en el sistema político reflejan un equilibrio muy sofisticado entre los dos partidos, el Demócrata y el Republicano: el primero controla la Presidencia y el Senado (éste sin supermayoría: 53 vs. 45, y 2 independientes); el segundo controla la Cámara de Representantes (234 vs. 201) y la mayoría de los gobiernos estatales (30 vs. 19, y 1 independiente). Ciertamente, el voto popular en esta ocasión ha favorecido a los demócratas en las dos elecciones nacionales (50.9 % vs. 47.3 % en la elección presidencial; más igualado en la elección a la Cámara de Representantes: 49.1 % vs. 48.1%), pero las elecciones americanas, en rigor, hay que comprenderlas dinámicamente como parte de un ciclo con las elecciones intermedias, a la mitad de dos presidenciales, en las que se eligen de nuevo la totalidad de la Cámara de Representantes, un tercio del Senado, un número de gobernadores, etc. (en las elecciones de 2010, por ejemplo, el partido Republicano obtuvo una mayoría considerable del voto popular para la Cámara de Representantes: 51.4 % vs. 44.8 %, un auténtico referendum contra el presidente Obama).
Otro ejemplo curioso y particular de esta dualidad son los resultados del voto popular en el Estado de Wisconsin en el mismo año 2012, con pocos meses de diferencia, en el recall del gobernador y en la elección presidencial, respectivamente: en el primer caso el Republicano Scott Walker ganó frente al Demócrata Tom Barrett (53.1 % vs. 46.3 %); el el segundo caso el resultado es casi el inverso, con la victoria de Obama frente a Romney (52.7 % vs. 45.9 %), que en esta ocasión empujó ligeramente la mayoría Demócrata del voto popular en las elecciones para la Cámara de Representantes (50.7 % vs. 49.2 %), aunque al ser por distritos, al final, los resultados en escaños favorecerían al partido Republicano (5 vs. 3).
El politólogo de Harvard y consejero del presidente JFK, Richard Neustadt, en su clásica obra Presidential Power (1960), analizando la evolución progresiva del split ticket, auguró que en el futuro sería considerado poco americano que los electores votaran al mismo partido para el Ejecutivo y para el Legislativo. El aumento de los independientes (según una encuesta reciente cerca del 45 % del electorado) y la debilidad de los partidos, en efecto, ha contribuido a este fenómeno del voto dividido y el equilibrio de poderes resultante (en el sistema americano, a diferencia de los parlamentarismos europeos, hay una auténtica separación de poderes). Newt Gingrich rápidamente declaró el día después de las elecciones que el pueblo americano se había manifestado por un split mandate. Otro politólogo de Harvard, el neoconservador straussiano Harvey Mansfield, ha sido más sarcástico declarando que Estados Unidos tiene ahora dos partidos: uno americano y capitalista (el Republicano), y otro europeo y socialista (el Demócrata). ¿Dualidad o esquizofrenia?
Las victorias presidenciales suelen empujar a su partido en las elecciones legislativas (tal como ocurrió con Obama en 2009, y en muy menor medida en 2012), pero las elecciones intermedias pueden y suelen ser un correctivo al partido que ocupa la Casa Blanca (tal como ocurrió en 2010, cuando los republicanos ganaron la mayoría en la Cámara y redujeron las distancias en el Senado, suprimiendo la supermayoría demócrata). Las últimas elecciones generales prácticamente no han modificado el statu quo de 2010. Obama y los demócratas mantienen el poder Ejecutivo; los republicanos controlan el Legislativo, con mayoría en la cámara baja y capacidad de bloqueo –con el «filibusteo», que sospechosamente los demócratas querían suprimir (P.S.- consiguiéndolo finalmente en 2013)- en la cámara alta (un factor político añadido es el control republicano en la mayoría de los gobiernos estatales, que en lógica federalista condicionan el comportamiento de los senadores en cuanto representantes de los Estados). El ciclo histórico del régimen Obama no se completará hasta las próximas elecciones intermedias en 2014, en una coyuntura menos favorable para el partido de un presidente lame duck, amortizado, ante una astronómica crisis financiera (deuda y déficit) y un precipicio fiscal (fiscal cliff) de casi imposible solución. Por si ello fuera poco, las perspectivas de un colapso en la política exterior (la amenaza de Irán, la degeneración de la primavera árabe en invierno islamista, el conflicto de Israel y los palestinos… con la guinda del Benghazi-Gate), no auguran un segundo mandato cómodo para el presidente Obama.
Cuando el 21 de enero inició su andadura la renovada Administración demócrata del que algunos ya denominan con ironía, tendría en frente al nuevo Congreso con una Cámara de Representantes de mayoría republicana ratificada, y sus dirigentes sólidamente legitimados por el voto popular en sus respectivos distritos: el Speaker John Boehner (100%), el Leader Eric Cantor (58.6%), el Whip Kevin McCarthy (73.8%), el Chairman de la Comisión de Presupuesto Paul Ryan (54.9%)… Como una vez señalara el senador demócrata (y también politólogo de Harvard) Daniel Patrick Moynihan, el Congreso de los Estados Unidos es la única cámara legislativa realmente independiente en las democracias occidentales. Es su honor y su responsabilidad.
Finalmente, un pequeño secreto: con la excepción del Speaker, casi todos los dirigentes de la Cámara son miembros o simpatizantes del Tea Party (mi admirada Michele Bachmann, reelegida por cuarta vez en su distrito de Minnesota, seguirá liderando el Tea Party Caucus, aunque ha anunciado su retiro del Congreso para 2014), junto a las estrellas republicanas en el Senado: Marco Rubio (Florida), Ted Cruz (Texas), Rand Paul (Kentucky), Kelly Ayotte (New Hampshire), Mike Lee (Utah), y Jim De Mint (South Carolina) –patrón éste del Tea Party, que aunque deja el Senado para presidir la Heritage Foundation, desde donde librará la batalla de las ideas, ha contribuído activamente a la elección de nuevos senadores: además de Ted Cruz, Ron Johnson (Wisconsin), Jeff Flake (Arizona) y Deb Fischer (Nebraska)… y la designación de Tim Scott (South Carolina). Si el presidente Obama se empecina en mantener su política de aumentar sin control el gasto público y subir los impuestos, exacerbando el precipicio fiscal, en 2014 presenciará una inevitable y contundente reacción en las elecciones intermedias al Congreso por obra del Tea Party (segunda parte).
El sistema político americano es más complejo de lo que parece a simple vista desde Europa. Los fundadores, sin duda, concedieron al Congreso –dentro del esquema general de separación de poderes- un papel dominante, al ser la más genuina representación de la soberanía popular, y así lo refleja la obra clásica de W. Wilson, Congressional Government (1885). Tras la Guerra hispano-norteamericana de 1898 y la progresiva asunción por parte de los Estados Unidos de un rol imperial, la Presidencia (con T. Roosevelt y, paradójicamente, con el propio W. Wilson) se convertirá en la institución predominante hasta el final de la I Guerra Mundial. Durante el periodo de entreguerras 1919-1939, no obstante, el Congreso volverá a ser hegemónico (como subrayó W. Lippmann), pero con Franklin D. Roosevelt y la II Guerra Mundial; con la Guerra Fría y la presente Guerra Global contra el Terrorismo -que algunos consideran, respectivamente, III y IV Guerras Mundiales-, el Ejecutivo se transformará ineluctablemente en la presidencia imperial (como la definió A. Schlesinger Jr.) que hoy conocemos. No obstante, la perspectiva liberal- conservadora y originalista de la Constitución que, como había insinuado Walter Lippmann a mitad del siglo XX, podría reaparecer y asimismo ilustraría el análisis del gran pensador político James Burnham en Congress and the American Tradition (1959), en efecto no está olvidada, y en el presente ha sido restaurada y representada vigorosamente por el citado movimiento del Tea Party, confiriendo al Congreso durante la Era Obama un poder compensador y de bloqueo a los excesos presidenciales, siendo al mismo tiempo la expresión más auténtica y efectiva del federalismo constitucional de los Estados Unidos de América.
Hacia las elecciones del Congreso en 2014
Con la evidente falta de liderazgo de Obama, el Congreso durante 2013 ha sido el campo de batalla del precipicio fiscal, del abismo insondable de la deuda, y del final «cierre» del gobierno, con la crisis internacional permanente de Oriente Medio (vergonzoso apaciguamiento de Irán y acuerdos con Rusia sobre Siria, fracaso de la transición en Egipto y resurgimiento del Al-Qaeda en Irak) y las inextinguibles llamas de Bengasi con sus trágicas muertes al fondo, pese a los esfuerzos del New York Times y otros medios progresistas de desinformar para allanar el camino de Hillary Clinton a la presidencia en 2016.
La última votación de la vieja Cámara de Representantes elegida en 2010, antes de constituirse la nueva elegida en 2012, como es sabido, fue sobre el plan urdido a última hora entre el vicepresidente Biden y el líder republicano en el Senado McConnell (y previamente aprobado por el Senado, con solo los votos negativos de 9 republicanos) para evitar el «fiscal cliff» y que tuvo como resultado: 257 ayes (172 demócratas y 85 republicanos) y 167 noes (151 republicanos y 16 demócratas), con 8 abstenciones (5 republicanos y 3 demócratas). Obama conseguía así una peculiar victoria política, en unas circunstancias de emergencia casi desesperada para evitar una masiva subida de impuestos, dividiendo el voto del partido republicano, incluso en su cúpula: el Speaker Boehner y el Chairman Ryan votaban sí, mientras el Leader Cantor y el Whip McCarthy (con el Tea Party Caucus en pleno) votaban no.
Desde las elecciones de 2012, con la victoria suficiente si no aplastante de Obama para un segundo mandato, y su actitud de arrogancia y prepotencia frente al Congreso (en la crisis fiscal, en el asunto de la deuda, en el nombramiento de su nuevo gobierno –con candidatos progresistas in your face: Kerry, Hagel, Lew, Brennan- y la amenaza de «executive actions» y «executive orders» en el asunto de la tenencia de armas, corrigiendo la Segunda Enmienda) ha dado pié a sus críticos de especular sobre las intenciones de un «King Obama» o de un «Presidente Imperial». Claro que también le han surgido apoyos espontáneos entre algunos republicanos RINO (republicans in name only), como el del ex senador Chuck Hagel incorporado a su equipo de gobierno; el caso más sutil del gobernador Chris Christie, abrazando al Presidente y arremetiendo contra el Congreso por las consecuencias del huracán Sandy; los eventuales soportes de los republicanos progres por la otra crisis Sandy (Sandy Hook), la tragedia de la escuela infantil en Connecticut; y para el colmo, la entrada en escena del inestable general Colin Powell, acusando al partido republicano (teóricamente su partido, aunque él públicamente ha anunciado que votó a Obama en 2008 y en 2012) de racista.
Powell ha calificado los comentarios de John Sununu (ex gobernador de New Hampshire) y de Sarah Palin (ex gobernadora de Alaska y ex candidata a vicepresidenta) sobre Obama como un «presidente perezoso» de racistas, y ha generalizado afirmando que existe en el partido Republicano una oscura corriente de intolerancia. El general no es precisamente el más indicado para hacer tales manifestaciones. Personalmente fue promocionado en su carrera militar durante las administraciones republicanas de Reagan y Bush Sr. hasta las más altas posiciones en las Fuerzas Armadas, y finalmente sería designado Secretario de Estado (el primer negro en la historia americana) por Bush Jr. A Powell le sucedería en ese alto cargo, cuando él presentó su dimisión, Condoleeza Rice (una mujer también negra y, hay que decirlo, mejor cualificada intelectualmente que Powell). Menos conocida es la responsabilidad del general Powell, siendo Secretario de Estado, de encubrir a su adjunto Richard Armitage, en el complejo asunto del caso Valerie Plame, que aparte del coste político de un largo proceso de investigación judicial y ciertas injusticias, claramente evidenció un comportamiento de deslealtad próximo a la traición de Estado por parte de Armitage y Powell hacia el presidente G. W. Bush. Para curarse en salud, a continuación el «heroico» general avaló la candidatura de Barack H. Obama, al que efectivamente votaría, según sus propias declaraciones, en 2008 y en 2012.
El añorado Irving Kristol en 2008, poco antes de su muerte, comentó irónicamente que su hijo William Kristol era muy inteligente pero se había equivocado políticamente dos veces apoyando a dos potenciales candidatos presidenciales (Dan Quaye y Colin Powell), y esperaba que acertara a la tercera (Sarah Palin). Efectivamente, quizás Bill Kristol pueda explicarnos las motivaciones del ex general Powell en su reciente ataque, sin nombrarlos, a los ex gobernadores Sununu y Palin, y al partido Republicano en general. Para mí está claro que, en el enfrentamiento entre Obama y el Congreso, Powell se ha posicionado con el primero, y Palin con los representantes en la House y los senadores con una notable influencia del Tea Party, al que los progresistas de todos los colores consideran absurda y mendazmente la fuente del racismo.
El 7 de enero de 2013, en sendos testimonies ante comisiones de investigación y confirmación del Senado, hemos vuelto a presenciar la perplejidad e indignación contenida de algunos senadores republicanos (McCain, Graham, Chybliss, Rubio…) por las explicaciones confusas y falaces ofrecidas por el ex secretario de Defensa Leon Panetta, el jefe de la Junta de Jefes General Dempsey, y el designado para próximo director de la CIA, el ex consejero de antiterrorismo de la Casa Blanca John Brennan, sobre el asunto de Bengasi. El senador Lindsay Graham de South Carolina, en concreto, en el programa Hannity de la cadena FOX la misma noche del 7 hizo una promesa pública de continuar hasta el fondo en la investigación y depuración de las responsabilidades, indicando expresamente que todas apuntan a la ex secretaria de Estado Clinton y al presidente Obama. A ello hay que añadir el evidente fracaso de la política exterior y estratégica en todo Oriente Medio, por la injerencia de criterios políticos puramente electoralistas (ver las recientes memorias del ex secretario de Defensa Robert Gates, aunque también hay que preguntarse por qué éste aceptó continuar en el gobierno).
El año 2013 ha sido también, en general, el del deterioro progresivo si no «descarrilamiento» del Obamacare, y el continuado enfrentamiento entre Obama y el partido republicano en el Congreso. Su escenificación dramática han sido los episodios de filibusteo protagonizados por los senadores de Kentucky, Rand Paul, y de Texas, Ted Cruz, y el teatral y breve cierre final del gobierno decretado por el presidente. Este, tras sus vacaciones navideñas en Hawaii dedicadas principalmente al golf, ha regresado envalentonado a Washington DC a principios de enero, anunciando que su agenda para el año 2014 y el resto de su mandato va a ser la lucha contra la desigualdad económica y social (que durante su mandato, por cierto, se ha incrementado espectacularmente; por ejemplo, se ha duplicado la población vinculada a los cupones de alimentos, que alcanza ya casi 50 millones) y para ello continuará la estrategia de descalificación de sus críticos y de confrontración con el partido de la oposición, que en las elecciones intermedias de noviembre de 2014 va a tener una oportunidad –como ocurriera en las de 2010, con el impulso del Tea Party y el descontento popular- de ratificar una mayoría sólida en la Cámara de Representantes e, incluso (hay encuestas que lo pronostican, como aseguran expertos tan rigurosos como Larry Sabato y Karl Rove en el momento de escribir esto), conseguirla en el Senado, lo que significaría prácticamente el fin del régimen Obama. Durante sus dos últimos años de presidente, más que un lame duck, sería un dead duck.
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