Xi-Jinping, durante un pleno del Comité Central del Partido Comunista Chino (Xinhua).

Orígenes de la Nueva Guerra Fría: China en los infiernos, 1956-1976

A lo largo del pasado año, en medio de la fatídica epidemia del coronavirus (virus comunista chino, o “virus Wuhan” según Mike Pompeo, denominaciones ahora vetadas por Joe Biden mediante una orden ejecutiva), con sus ramificaciones y riegos paranoicos, varias veces me planteé no escribir más artículos sobre China. Sin embargo, la dura realidad de los hechos y en cierto modo por ser el “tema de nuestro tiempo” –como diría Ortega- me ha obligado a pensar, leer, releer y repensar en la historia reciente y dramática de la gran nación asiática.

Curiosamente, mientras escribía esto (25 de Enero) el presidente de la China comunista Xi Jinping anunciaba “urbi et orbi” en el foro mundial Davos (y dirigiéndose en particular al nuevo gobierno estadounidense de su amigo Joe Biden), sobre el riesgo de una “Nueva Guerra Fría”. ¿No parece un anuncio que suena extrañamente a chantaje o extorsión? (véase los artículos de Elena Barberana y Federio Jiménez Losantos sobre Davos en Libertad Digital, 28 y 31 de Enero).

En realidad hace ya tiempo que estamos inmersos en una Guerra Fría Global, con China como adversario o enemigo principal, cuyos orígenes se remontan a causas y tiempos históricos de un pasado no muy lejano.

Durante las dos décadas entre 1956 y 1976 China descendió a los infiernos. Infiernos de la represión política, de la pobreza, del hambre, de la prostitución, del canibalismo y de la muerte. Infiernos sistémicos, inducidos por el régimen comunista. Junto a los años más tiránicos de Stalin, Hitler y Pol Pot, estos veinte años de la tiranía de Mao posiblemente son el periodo ininterrumpido más criminal (en cifras absolutas) de la historia de la humanidad, constituyendo el substrato real del infernal legado y la corrupta legitimidad de su régimen.

A partir del XX Congreso del Partido Comunista en la URSS (Febrero 1956), con el inicio del “deshielo” y la des-estalinización, en la China maoísta se van a desencadenar sucesivamente las campañas de las “Cien Flores”, del “Pequeño Salto Adelante”, del “Gran Salto Adelante” y de la “Gran Revolución Cultural “. Veinte años de tragedias sin parangón para el pueblo chino que solo concluirán con la muerte del dictador Mao Tse-tung el 9 de Septiembre de 1976.

La China maoísta, sostuvo el experto en “democidio” Rudolph Rummel, mereció que el siglo XX fuera llamado, según tituló una obra suya, China´s Bloody Century (1991). Solo para el periodo concreto 1958-1962 el historiador Frank Dikötter en su estudio Mao´s Great Famine (2010), sobre estimaciones de expertos chinos, propone una cifra de 55 millones de muertes.

En la biografía considerada canónica, Mao. The Unknown Story (2005), Jung Chang y Jon Halliday sugieren la cifra de más de 70 millones de muertes en tiempos de paz para toda la etapa histórica maoísta. Finalmente, Rudolph Rummel en su última obra, Statistics of Democide (1999), elevó la cifra precisa a más de 77.277.000.

Comprendo la fascinación cultural con China de muchos occidentales, y la admiración –que yo comparto-  hacia el sufrido y trabajador pueblo chino, pero no podemos cerrar los ojos a las políticas “geno-democidas” y represivas, permanentemente sostenidas, del régimen comunista (contra las comunidades islámica Uyghur y budista tibetana, contra Hong Kong y Taiwan, etc., así como la presunta responsabilidad criminal por la pandemia mundial del covid-19).

A partir de su descenso a los infiernos en los años cincuenta, el régimen de la China comunista degeneró moralmente y ha sido incapaz, pese a la modernización económica y ciertos éxitos económicos contra la pobreza, de emerger de tan singular abismo inmoral e infrahumano.

En el actual mapa mundial del Choque de Civilizaciones, Rusia, por su tradicional substrato cultural cristiano-ortodoxo, tras la trágica experiencia comunista ha logrado resucitar y regenerarse –no sin dificultades políticas evidentes aún hoy día, por las inercias autocráticas y los conflictos religiosos con la cultura judeo-cristiana occidental (poco antes de su muerte en 2008, Solzhenitsyn escribió el poema Oración por Rusia, en el que rogaba a Dios por la salvación de su pueblo sufriente y hundido en la oscuridad de los infiernos, y le pedía que sacara a Rusia “de las profundidades de la Calamidad”).

Tras la II Guerra Mundial Alemania tuvo que someterse a un proceso de des-nazificación, y Rusia asumió el propio de des-estalinización, que Mao se negó a aplicar en China. Sus herederos, pese a algún intento, también se han resistido a una necesaria y completa des-maoización. Es decir, China comunista no ha conseguido desprenderse de (o renunciar a) una ideología o mentalidad criminal, una herencia satánica legitimadora del poder y la dominación imperial, en que se sustenta la curiosa neurastenia profunda de sus dirigentes, como diagnosticó sutilmente el médico personal de Mao, el Dr. Li Zhisui.

Un antropólogo progresista  -creo que fue Eric Wolf-  concluyó que el “homo sovieticus” prototipo del “Hombre Nuevo Comunista” se caracterizaba por una “imbecilidad estructuralmente inducida”. El Dr. Li Zhisui, de manera similar, observó en Mao y en la élite maoísta una peculiar depresión “neurasténica” comunista (acompañada de insomnio, impotencia y estreñimiento crónicos): “Con el tiempo llegué a considerar la neurastenia (de Mao y su círculo más próximo) como una enfermedad peculiar comunista, resultado de estar atrapados en un sistema sin salida. Intuí el síndrome por primera vez en 1952…” (The Private Life of Chairman Mao, Random House, New York, 1994, p. 109). El propio Mao, no sin cierto sentido macabro de humor, llamaba “zombis” a sus colegas dirigentes comunistas chinos.

Esos dirigentes comunistas chinos sucesivos –con la excepción de individuos aislados y reprimidos (Peng Te-huai, Liu Shao-chi…)- nunca han reconocido su culpa y responsabilidad, individual y colectiva, en las “profundidades de la Calamidad”, el inmenso “geno-democidio” de su propio pueblo, de igual manera que ahora no reconocen su culpa y responsabilidad en el inmenso genocidio mundial de la pandemia que todos estamos sufriendo.    

El autor clásico chino Sun Tzu (El Arte de la Guerra, Siglo V a.C.), nos enseñó que la primera condición de una gran estrategia es: “Conoce al enemigo y conócete a ti mismo”. El enemigo está perfectamente identificado, pero con frecuencia el mundo occidental se ha auto-engañado. El problema radica en que ese mundo de las democracias liberales es incapaz de renunciar a ciertas empatías/simpatías ideológicas aberrantes, a ciertos beneficios económicos o comerciales cortoplacistas (aparte de la corrupción directa de algunos líderes, al estilo de la familia Biden, o de los “China´s Useful Idiots” como Anthony Fauci, Bill Gates, los responsables de la OMS y de Davos, etc.). Y a un falaz buenismo apaciguador “multilateralista” en las relaciones internacionales, acompañando a las fantasías utópicas kitsch del globalismo, que ponen en riesgo nuestra Civilización.

Acerca de Manuel Pastor

Catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional (Ciencia Política) de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido director del Departamento de Ciencia Política en la misma universidad durante casi dos décadas, y, de nuevo, entre 2010- 2014. Asimismo ha sido director del Real Colegio Complutense en la Universidad de Harvard (1998-2000), y profesor visitante en varias universidades de los Estados Unidos. Fundador y primer presidente del grupo-red Floridablanca (2012-2019)