Make America Great Again. Trump y las contradicciones históricas del nacionalismo norteamericano

El martes 8 de noviembre de 2016, medio mundo no se podía explicar el triunfo del magnate Donald Trump. Los medios de comunicación liberal-progresistas, buena parte del establishment de Bruselas, los estudiosos de la demoscopia electoral, e incluso las figuras del «star system» de Hollywood (llorando muchas de ellas en las redes sociales), se frotaban los ojos ante un resultado totalmente inesperado e indeseado. Un empresario mediático acusado de misógino y xenófobo, tras ganar la nominación de un fragmentado Partido Republicano (el GOP o Great Old Party) y aparentemente sin ninguna opción en la contienda contra la candidata demócrata Hillary Clinton, se había convertido en el 45º Presidente de los Estados Unidos de América.Todos fallaron en la predicción, porque nadie advirtió del fenómeno global, y contagioso, de la «reacción identitaria». Un proceso reactivo más sentimental que política, más cultural que ideológico, más potente de lo que se pensaba, como se pudo contemplar meses antes con el también sorprendente Brexit inglés. Pero Trump y su equipo parece que si lo habían advertido. Por ello su lema de campaña, viral durante meses, apelaba directamente a una «identidad americana» perdida entre la nostalgia del American way of life y la esperada «venganza» de un sector sociodemográfico, movilizado y compacto, siempre adverso universo cosmopolita del yes we can popularizado por Barack Hussein Obama.

A la campaña de Trump no le interesaban las grandes ciudades ni los estados tradicionalmente «azules», ni las minorías raciales ni los grupos étnicos, ni las estrellas del deporte ni las elites culturales-artísticas; su campaña iba dirigida a otra serie de personas, sus potenciales votantes eran otros. No pretendía ganar el voto popular (como no lo hizo), sino el voto electoral, apostando por regiones (los swing-states o «estados pendulares») donde millones de ciudadanos, casi nunca de pasado republicano, vivían como amenaza los cambios de la globalización en suelo norteamericano: Iowa e Indiana en el Corn Belt (cinturón de maíz), Pennsylvania y Ohio en el Rust Belt (cinturón de óxido), Michigan en la vieja América industrial, y Florida en el sur hispano y residencial.

En ellos se movilizaron a dos grandes grupos, sociológicamente hablando: en primer lugar, hombres (y también mujeres, casi un 44% del total de votantes) que consideraban que el proyecto de modernización institucional y desarrollo económico planteado durante los 8 años de gobierno Obama les había afectado de manera negativa, real o percibidamente, en su estatus de bienestar o de oportunidades (en el meritocrático sistema useño) en zonas geográficas tradicionalmente obreras o en estratos socioeconómicos de clase media; y en segundo lugar, ciudadanos de origen anglosajón (o europeo), de profundas convicciones religiosas, de mediana cultura académica y de zonas rurales o suburbanas, autoconsiderados extraños en su propio país ante el cambio demográfico y cultural (y también caricaturizados en los medios de comunicación liberal-progresistas como el racista WAPS, el Redneck sureño, el peligroso Craker, el Hillbilly de los Apalaches, el Poor White o el Angry white male de las películas de Clint Eatswood) tras el anunciado como inevitable triunfo del modelo globalizador y multicultural de las grandes urbes de la costa este (de la «ciudad que nunca duerme», Nueva York, a la hispana Miami) y de la Costa oeste (de la multiétnica California a la siempre moderna Seattle)

El 20 de enero de 2017, el nuevo Presidente ha tomado posesión (con la siempre peligrosa Rusia de fondo, por la sospechosa relación amistosa con Putin o por la intromisión de hackers eslavos en las mismas elecciones a su favor). Sus ideas, que para muchos analistas solo eran promesas vagas, aunque amenazantes de campaña, comienzan a concretarse: el proteccionismo económico frente a la deslocalización (en especial en México) y la competencia desleal (básicamente China); el nacionalismo sociocultural, tanto liberal (libertad de negocios) como conservador (libertad religiosa), frente al mundo progresista (que destruía los valores sacrosantos de la patria), del mundo migrante hispano (que traía delincuencia y mano de obra excesivamente barata), del mundo islámico en expansión (que era una potencial amenaza a su modo de vida) y del mundo europeo en decadencia (que ya estaba en la hora de defenderse solo); y sobre todo la figura incolume del líder carismático, del empresario triunfador, del ciudadano políticamente incorrecto, del patriarca del clan (desde su Trump Tower, sede del gobierno de transición).

Así, sus primeros nombramientos corroboran esta línea. Empresarios como su propio yerno Jared Kuscher en el puesto de «asesor principal» o como Andrew Puzder en la dirección del Departamento de Empleo; políticos conservadores y religiosos muy ligados a la llamada «América profunda», como su vicepresidente Mike Pence, gobernador de Indiana, el congresista Tom Price al frente del Departamento de Salud, el gobernador de Texas Rick Perry como Secretario de Estado de Energía, la activista profamilia Betsy DeVos como secretaria de Educación, el jurista Scott Pruitt, fiscal general de Oklahoma como administrador de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA), y el veterano senador por Alabama Jeff Sessions como Fiscal General. E incluso con la elección de Steve Bannon, uno de los ideólogos del movimiento «alt-right» (nueva derecha norteamericana) como su jefe de estrategia (director del popular portal Breitbart).

Volver a hacer grande a América. De nuevo el excepcionalismo norteamericano (American exceptionalism), narrado por primer vez en su viaje por Alexis de Tocqueville: el liberalismo («la sagrada libertad»), el utilitarismo («hazlo por ti mismo»), el providencialismo («la nación elegida»), el mérito («el empresario de éxito»). Ideas, como dogmas inquebrantables, difundidos desde el escenario por Donald Trump, en coexistencia pacífica con su denunciado y turbio pasado; valores que desafiaban, supuestamente, la lógica de la razón, de una economía en auge, de un candidato despreciable para muchos, de una candidata que no podía perder.

Pero el nacionalismo siempre tiene sus caminos inescrutables. Y los EEUU, paradigma contemporáneo de los procesos naciones de construcción y cambio (véase el famoso debate sobre el concepto de «nación» entre Strauss y Renan) lo demuestra: el origen europeo o mezcolanza étnica (melting pot), la segregación racial o la exclusión socioeconómica, el aislacionismo interno o el imperialismo militar y cultural. Así encontramos, historiográficamente, hitos de este proceso no siempre singular: los pioneros puritanos y sus trece colonias frente al dominador inglés, la expansión hacia el Oeste y las reservas indias, el sur confederado frente al norte unionista, la limpieza de lo hispano (la Guerra contra México) y la influencia en Latinoamérica (su «patio trasero»), la «caza de brujas» anticomunista y la dialéctica de la Guerra fría; y actualmente, grosso modo, el movimiento neo-con frente al emergente Tea party en las filas republicanas y el socialismo «a la europea» de Sanders frente al liberalismo social, y de partido, de Clinton frente en las filas demócratas.

Hitos que en la era de la globalización, en la época del conocimiento fugaz e inmediato y de identidades moldeables por las elites mediáticas, parecían hechos de un pasado de comunidades y filiaciones, de naciones y venganzas, que nunca regresaría. Pero en una madrugada de noviembre, Trump ganó.

Acerca de Sergio Fernandez Riquelme

Historiador y doctor en Política social, es profesor de la Universidad de Murcia. Director del IPS (Instituto de Política social) y de la Revista La Razón histórica, centra sus estudios en las claves ideológicas e identitarias del pensamiento político-social contemporáneo, desde una perspectiva histórica.