La trampa de la democracia directa: portal de la tiranía (III)

La trampa de la democracia directa: portal de la tiranía (III)
Con el presente artículo cierro la serie dedicada a la democracia directa haciendo un breve resumen de sus consecuencias prácticas en nuestras democracias modernas. Como ya se ha señalado en anteriores entregas (1), la democracia directa no es un mal recurso en sí mismo, y en algunas ocasiones puede convertirse en el último instrumento en manos de los ciudadanos para luchar contra la injusticia de los gobernantes. Además, la revolución tecnológica a la que venimos asistiendo desde hace lustros facilita la democracia directa, poniendo al alcance de un solo click el ejercicio de nuestra soberanía, como si esta se tratase de dar un «me gusta» o contestar a una encuesta. La banalización que tal concepción de la democracia directa implica, acaba por reducir la misma soberanía popular que invoca para justificarse, sobre todo cuando su uso es profusamente utilizado por unas élites que tratan de disfrazar sus ansias de dominación bajo el manto democrático.
Así utilizada, la democracia directa, ya sea en forma de referéndum, consulta a las bases o simple votación popular, atenta contra las tres grandes novedades que la moderna ciencia política ha aportado al pensamiento democrático, a saber: la representación, los partidos políticos y la separación de poderes.
Representación: surgida de la necesidad de conjugar el sistema democrático con el aumento y extensión de la ciudadanía, tanto en número como en su expansión geográfica. Si la democracia clásica se circunscribía a la ciudad, la polis griega, es el ejemplo más claro, la moderna no puede entenderse sin su marco nacional. Con la democracia moderna se amplió la ciudadanía a todas las personas naturales del país, siendo los derechos políticos su manifestación más clara. En la actualidad, ya no existen más requisitos que la nacionalidad y la mayoría de edad para poder ejercer el derecho al voto, habiéndose eliminado las barreras censitarias que antaño lo restringían, desde criterios económicos o culturales a la burda discriminación de género. En dicha evolución ha tenido un papel destacado el desarrollo y liberalización de la economía. En las antiguas democracias se consideraba que solo ciertos ciudadanos podían ocuparse y decidir sobre los asuntos públicos, compuestos por la élite o aristocracia de turno, su posición económica y su educación les permitía dedicarse por entero a la ciudad, mientras que el resto, dedicados a sus vidas privadas o reducidos a la esclavitud, estaban demasiado ocupados y tan poco instruidos que no podían pensar más allá de sí mismos. Pero la irrupción de la modernidad y el fin del régimen feudal, junto con la revolución industrial después, resquebrajaron el orden social clásico. De estamentos pasamos a clases sociales, y en la actualidad, al menos en las economías más avanzadas, la terciarización y tecnologización de nuestros sistemas nos conduce a una nueva era hiperindividualista. Con cada avance, con cada cambio, el ciudadano ha ido adquiriendo más derechos políticos, pues las divisiones sociales tradicionales iban perdiendo sentido. A medida que todos, incluidas las élites, nos hemos dedicado a nuestros asuntos privados, se ha hecho necesaria la selección de representantes políticos que, dedicados en exclusiva a ello, se ocupen de los asuntos públicos. En las democracias modernas la democracia directa no es posible porque en primer lugar somos muchos y mal repartidos (mundos rural y urbano, por ejemplo), pero sobre todo porque nuestras vidas privadas adsorben tal cantidad de tiempo que es imposible dedicarse a la vez a todos y a uno mismo. Examinar los cientos de folios de cada propuesta de ley, los miles de folios a favor y en contra de la misma y decidir su aprobación o no, simplemente está fuera del alcance de la mayoría de ciudadanos. La representación viene a paliar esa incapacidad, votamos para que otros hagan lo que la mayoría no puede, de ahí que se les pague un sueldo por ello. Es decir, la representación hace posible la democracia moderna, gracias a ella, la mayoría y las minorías tienen el mismo derecho a ser tenidas en cuenta. Sin la representación, las segundas quedarían a merced de la primera, instaurando una tiranía de corte popular, pero tiranía al fin y al cabo. Volveremos más adelante sobre el asunto.

Partidos políticos: el que en nuestro país en algunas regiones y localidades los partidos políticos se hayan convertido en verdaderas franquicias de corrupción, no debe impedirnos admitir su trascendental papel en las democracias modernas. En la democracia clásica no existían partidos políticos tal y como hoy los entendemos, lo que tenían entonces eran facciones, grupos de ciudadanos que se enfrentaban entre sí por intereses contrapuestos o liderazgos enfrentados. Eran uniones efímeras y cambiantes que muchas veces no respondían más que a la ambición de sus líderes. De ahí que las facciones fuesen criticadas y aborrecidas por todos los teóricos políticos clásicos, pues ponían en peligro la armonía de la ciudad o la república al sacrificar el bien común a favor de intereses privados. Por el contrario, los partidos políticos son formaciones estables que, unidas en torno a unos principios recogidos en un programa, pugnan entre sí por lograr el voto ciudadano y alcanzar así cargos públicos desde los cuales llevar a la práctica su ideario. Por tanto, representación y partidos políticos están íntimamente relacionados, formando parte de la columna vertebral de nuestras democracias. Gracias a los partidos políticos el juego democrático se desarrolla de forma pacífica, los cambios de poder se suceden sin mayor sobresalto, pues se entiende que es la ciudadanía la que con sus votos pone y quita del poder a sus gobernantes. De hecho, los partidos políticos son fundamentales a la hora de seleccionar las élites políticas que gobernarán nuestros destinos, el que lo hagan mejor o peor no solo depende de ellos, si el ciudadano no ejerce con responsabilidad sus derechos políticos es solo cuestión de tiempo que estos acaben corrompidos. Una última consideración, los partidos políticos se han legitimado porque nuestras sociedades son plurales, no responden a la homogeneidad clásica, es imposible reducir nuestros intereses a un único objetivo más allá de una existencia digna, allá donde hay partidos existe democracia, sin ellos es pura impostura.
: a diferencia de los anteriores, que buscaban hacer realidad y practicable el concepto de soberanía popular, éste último instrumento lo que intenta es controlar el poder inherente a toda institución Estatal. Desligando las funciones Ejecutiva, Legislativa y Judicial se impide que, como ocurría en las monarquías absolutas, una misma instancia las controle a la vez, lo que convierte en inviable la democracia. En nuestro país podemos ver claramente las disfunciones que se derivan de una defectuosa división de poderes, fruto de un mal diseño constitucional, una ciudadanía irresponsable y unos partidos políticos todopoderosos. Bajo nuestro sistema, un partido político con mayoría absoluta controla directamente dos poderes (Ejecutivo y Legislativo) y el otro (el Judicial) indirectamente, al depender muchos nombramientos de las mayorías parlamentarias de turno. De ese modo, ni el Legislativo controla ni el Ejecutivo rinde cuentas, mientras el Judicial ni juzga ni condena. Es cierto que la división de poderes absoluta solo existe en la teoría, al fin y al cabo los famosos checks and balances no representan más que la confirmación de la intromisión de todos los poderes en las esferas que no les corresponden. En esa división de poderes, el Parlamento es el fiel de la balanza en nuestras democracias, pues debería ser la manifestación de la voluntad popular ejercida a través de la representación y los partidos políticos. En el régimen feudal eran los distintos tribunales, llamados en algunos casos parlamentos, los únicos capaces de controlar el poder omnímodo del rey. Dicha función de control, aunque en la actualidad sea ejercida también por el poder Judicial, debe ser realizada principalmente por el Legislativo, quien no solo ha de tener la iniciativa legislativa, también la capacidad de controlar la acción del gobierno para que se adecue a sus decisiones. Como vemos, sin división de poderes la representación se anula y los partidos políticos pueden acaparar tanto poder como para poner en cuestión el ordenamiento democrático. En nuestra actual situación, donde se han trastocado todos los controles y equilibrios, los partidos tradicionales han pavimentado el camino para la llegada al poder del partido que, ya sin escrúpulos, se adueñe del Estado aprovechándose de esa merma de la división de poderes.
Pero, ¿cómo podría suceder en nuestros días que un partido político acabe con nuestra democracia, que creemos perfecta y a toda prueba? Pues como ha sucedido siempre en todo acaparamiento ilícito del poder en una democracia, apelando directamente al pueblo. No es extraño que la democracia directa sea utilizada por igual por regímenes autoritarios de derechas y por totalitarios de izquierdas, su fin es el mismo, legitimar la tiranía popularizándola.

Vayamos con un poco de teoría del Estado para entender dicho proceso. El Estado es la encarnación del poder, sus instituciones son la materialización de una necesidad y una imposibilidad, la primera, que toda sociedad requiere una dirección y la segunda, que todos no podemos dirigir al mismo tiempo. Así las cosas, resulta que la sociedad, para su propia supervivencia, consiente crear una estructura por encima de ella, donde depositar, concentrar y mantener bajo control el poder que por sí misma posee, pero que sin esa estructura estaría desperdigado y descontrolado. Al menos ocurre así en las democracias, en las monarquías una persona, el rey, poseía el poder por derecho divino y por herencia, mientras que en las aristocracias eran las élites las que detentaban el poder por derechos de nacimiento o simple ascenso social. Por tanto, la característica principal de las democracias reside en el reconocimiento de que el poder está en manos del pueblo en su conjunto, que decide confinarlo en unas instituciones y unos reglamentos en aras de una racionalización de su uso, todo por el bien común, se entiende. Es decir, el poder es el mismo en una monarquía absoluta, en una aristocracia discriminatoria y en una democracia popular, no desaparece, tan solo cambia el modo en que es ejercido. En consecuencia, el poder puede ser igual de despótico en una monarquía, que en una aristocracia o una democracia. Para evitar que eso suceda en democracia se inventaron precisamente instrumentos como la división de poderes o la representación, jugando un papel esencial en ambos los partidos políticos.
Ahora bien, si un grupo de personas decide en un momento dado acabar con la democracia, ¿qué pasos debe seguir, toda vez que queda descartada la vía violenta (asonada militar o revuelta popular)? La respuesta es clara y sencilla, desata al poder de sus corsés. Dile al pueblo que no necesita más controles, que es soberano y que su voluntad ha de ser ley. Sedúcelo con promesas de autogobierno, prométele que todos seremos reinas y reyes, que ya no habrá más gobernantes y gobernados porque todos seremos lo mismo. Diluye su voluntad individual en la sacrosanta voluntad general. El pueblo no se equivoca dirán, el pueblo ha hablado. Pero, ¿cómo convencerle de que puede hacerlo, de que puede ser el dueño de su propio destino? Más aún, ¿cómo demostrarle qué es posible?
Aquí es donde se cuela la trampa de la democracia directa. Al dirigirse directamente al pueblo, los dirigentes que recurren a la democracia directa acaban de un plumazo con los principios de representación y división de poderes, además de convertir en superflua la existencia de partidos políticos. Queda así abierta de par en par la puerta de la tiranía. Si el pueblo decide sin intermediarios ya no necesita que le representen, y, por consiguiente, los partidos políticos ya no tienen razón de ser. El pueblo, como masa, legisla y gobierna, quedando así anulada la división de poderes. El principal damnificado es el Parlamento, sus principales funciones de control y legislativa ya no son necesarias. Ahora el pueblo es soberano, o eso cree.
Como ya he comentado en los anteriores artículos dedicados al tema, la democracia directa en nuestras sociedades no puede convertirse en norma y menos aún en instrumento legislativo. Ya he señalado cómo en realidad enmascara las decisiones de unas cúpulas irresponsables que se parapetan en un falso radicalismo democrático con el fin de legitimarse (dentro de los partidos políticos es más fácil de comprobar, siempre que un líder recurre a la consulta a las bases lo hace para saltarse el control de su ejecutiva y las normas internas de su formación). Además, como hemos comprobado en la consulta sobre el Brexit, determinar a través de referéndums asuntos tan complejos como la salida de la Unión Europea o el rechazo a sus medidas económicas (como en el caso griego), en realidad conduce a procesos plagados de desinformación y tergiversaciones donde la principal víctima suele ser la verdad, todo con el objeto de conducir al pueblo, cual rebaño, a la decisión acertada. Y es que aquí reside la penúltima mentira de la democracia directa. Cuando es planteada desde las élites se trata de un falso dilema, pues estas tienen muy clara cuál es la única respuesta posible, y harán todo cuanto esté en sus manos para que salga victoriosa, todo menos informar adecuadamente sobre el tema. Es un fraude obligar a decidir a un pueblo sin poner a su disposición todos los datos que la cuestión a debatir contiene, más aún cuando se ocultan las verdaderas consecuencias que entraña.
Además, con la democracia directa se pierde la flexibilidad que el proceso legislativo comporta. Cuando una ley se negocia en sede Parlamentaria cabe la negociación, rara vez se aprueba tal y como fue presentada, existe un tira y afloja que acaba por la aprobación de una ley que contiene un poco de todos. En cambio, la dicotomía intrínseca de la democracia directa la convierte en un juego de suma cero, el ganador, en este caso la mayoría, se lo lleva todo, y los perdedores, las minorías, se quedan sin voz ni voto. Es de ese modo cómo la tiranía se justifica en nombre del pueblo, de la voluntad general o del bien común. Sucedió en esa aberración llamada Revolución Francesa, donde la todopoderosa Asamblea, representante del pueblo, reunía todos los poderes y donde los radicales de turno se sucedían unos a otros en el poder, a cada cual más sanguinario y corrupto. No es extraño, pues, que dicha anomalía histórica sea reivindicada por los heraldos de la democracia directa como ejemplo a seguir (la Revolución Soviética lo es menos ya que sus líderes apelaron a una clase en concreto, no al conjunto de la sociedad, para hacerse con las riendas del Estado, si bien fue mucho más exitosa a la hora de controlar el poder, de ahí la vigencia de su atractivo y, por derivación, los elogios de todo antidemócrata al modelo chino, presunta República Popular).

En resumen, haciendo todopoderoso al pueblo, desatando su poder y rompiendo los frenos que lo mantenían bajo control, será mucho más sencillo hacerse con él. La democracia directa acaba siendo todo menos democrática, pues las consultas y procesos se van falseando hasta perder cualquier parecido con una decisión racional y popular. Al final, como ha ocurrido siempre, la participación se va reduciendo a la minoría fiel a los gobernantes de turno, la más radical y predispuesta a seguir sus dictados (como hemos visto en las recientes consultas a las bases en distintos partidos de izquierda y antisistema, y si aun así no se consiguen los resultados esperados, se adulteran y listo).
El poder, como el hombre, es siempre el mismo, da igual el atuendo con que lo vistamos, será igual de cruel si lleva una corona, un escudo o una bandera. Lo esencial es mantenerlo sometido bajo mil candados. La democracia directa lo que hace es todo lo contrario, abre cada una de las cerraduras que lo mantenían amarrado, el pueblo le deja libre sin percatarse de que continúa igual de indefenso ante él. Así es cómo la tiranía acaba siempre con la democracia.
(1) http://www.kosmos-polis.com/politica/opinion-politica/item/369-consulta-a-las-bases-y-populismo-la-trampa-de-la-democracia-directa-iihttp://www.kosmos-polis.com/relaciones-internacionales/opinion-relaciones/item/300-referendum-y-populismo-la-trampa-de-la-democracia-directa

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    Acerca de Pedro Ramos Josa

    Doctor en Paz y Seguridad Internacional por el Instituto General Gutiérrez Mellado Licenciado en Ciencias Políticas por la UNED.Temas principales de investigación: historia y política de Estados Unidos, la debilidad Estatal, ideologías políticas