No era para menos, pero lo ocurrido no es de extrañar. Una cosa es hacer grandes demostraciones de unanimidad independentista en festividades llenas de confraternidad y ofrendas florales, y otra enfrentarse a la situación pavorosa que suscitaría una declaración unilateral de independencia. Algo así acabamos de contemplar tras el resultado del referéndum británico que ha dado lugar al Brexit. Este era un referéndum legal, en que uno de los miembros de la Unión Europea iba a decidir si seguía en ella o la abandonaba. Gran Bretaña sí es una nación desde hace más de tres siglos y ninguna norma nacional ni internacional le impedía llevar a cabo el referéndum del pasado junio. Las expectativas eran de una victoria por estrecho margen de los partidarios de permanecer (Remain). La sorpresa fue que la victoria por estrecho margen fue para los partidarios del Brexit. El estupor fue general en ambos bandos del referéndum y en ambas orillas de Canal de la Mancha.
Las consecuencias de la victoria del Brexit fueron las previsibles: cayeron el gobierno, la Bolsa y la Libra. Se formó otro gobierno del mismo partido conservador que, al grito de «Brexit es Brexit» … lleva dos meses sin hacer nada. Esto sí que era menos previsible. Pero, bien pensado, es natural. Nadie en los círculos políticos parece haber calculado seriamente las consecuencias de la ruptura: los partidarios de ésta, porque habían dedicado su tiempo a contar mentiras sobre lo bien que le iba a ir a Reino Unido libre de las ataduras de la Unión. Los partidarios del Remain, porque veían la salida muy improbable y porque pensaban que, en el caso de que ocurriera, no iban a ser ellos los que tuvieran que llevarla a cabo. Solamente varios economistas independientes, los denostados «expertos», habían hecho cálculos y llegado a la conclusión de que la salida iba a ser un desastre económico. Una exigua mayoría prefirió dar crédito a las mentiras de los partidarios del Brexit y ahora les toca a la Sra. May y sus ministros administrar el desastre. Naturalmente, no saben qué hacer y, en la duda, no hacen nada.
Pues si esto ocurre en el Reino Unido con un referéndum totalmente legal, y en el caso de un país que siempre ha sido independiente y que tiene total reconocimiento internacional, imaginen lo que sería el resultado de un referéndum totalmente ilegal, no reconocido por nadie, en una pequeña nación que nunca lo ha sido, cuya economía está totalmente imbricada en la española y europea, más de la mitad de cuya población está en contra de la independencia y en la que el bando separatista, minoritario pero aferrado al poder, está profundamente dividido y cuyo único nexo de unión es que todos huyen en la misma dirección: hacia el abismo.
Es natural, por tanto, que, como los terroríficos gorilas machos, den muchos gritos y golpes de pecho para intimidar al contrario y animar a los de su cuadrilla, pero atacar, lo que se dice atacar, raramente lo hagan. Porque aquí, como en el caso del Brexit, los partidarios en vez de calcular fríamente, han inventado muchas mentiras con las que tranquilizar y enardecer a los de su tribu; mientras que los expertos que han hecho cálculos han coincidido en que las consecuencias económicas y sociales de la ruptura serían terribles. Y como los separatistas catalanes, al igual que los partidarios del Brexit, no están muy seguros de lo que dicen, aunque mientan con admirable aplomo, les da reparo llegar a confrontar sus cuentos con la realidad.
Es natural, por todo ello, que les ocurra lo mismo que a Aquiles en la aporía o fábula de Zenón de Elea: por más que corre, nunca alcanza a la tortuga a la que dice perseguir. Lo mismo ocurre en Cataluña: los independentistas cada vez están más cerca de la independencia. Pero les cuesta dar el paso final.
No debemos olvidar, sin embargo, que el separatismo catalán es el mayor peligro que se cierne hoy sobre la economía y la política españolas, y constituye un problema muy serio para la Unión Europea. En el caso improbable, pero no imposible, de que Aquiles finalmente atrapara a la tortuga, podría ponerse en marcha una reacción en cadena de consecuencias imprevisibles. El separatismo constituye un grave peligro político, entre otras cosas, porque podría provocar un efecto de imitación entre las demás autonomías. La prueba irrefutable de que esta posibilidad existe son las intermitentes veleidades separatistas del País Vasco, las aparentemente olvidadas de Canarias y las manifestaciones de algunos partidos que apoyan al actual gobierno valenciano, imitando servilmente a los partidos separatistas catalanes y proclamando que «Valencia is not Spain».
De modo similar a lo ocurrido con todas las antiguas metrópolis, España pasó históricamente de ser el centro de un imperio «donde no se ponía el sol» a ser una simple nación europea más. Este desmembramiento del imperio se pone a veces como ejemplo de lo que tiene que seguir sucediendo: algo así como que, si se desmembró el imperio, debe ahora desmembrarse la nación. Cierto que no es España el único país donde esto ocurre. Hemos visto recientemente que el movimiento secesionista escocés logró hace dos años la celebración de un referéndum de independencia (que afortunadamente perdió); en Francia, el movimiento de independencia corso ha perdido fuelle, pero tuvo fuerza a finales del siglo pasado. Casos parecidos mutatis mutandis se dan en Bélgica y en Italia. En el primero de estos países, la tradicional división del país entre una mitad flamenca y otra mitad valona (con la agglomération bruxelloise como tercer elemento y ejemplo de una mayor integración) constituye un grave problema que amenaza esporádicamente con la escisión del país. En Italia, la división norte-sur tiene muchos puntos en común con el caso de Bélgica y, como esta, tiene un partido, la Lega Nord, que, al igual que el Vlamse Blok belga, predica la separación.
Todos estos casos sin duda tienen una clara explicación histórica y geográfica: a causa del carácter relativamente montañoso de Europa y la formación de pequeños reinos bárbaros tras la caída del Imperio Romano, el continente es un mosaico de grupos étnicos y lingüísticos que dieron lugar a regiones de fuerte personalidad. Varias de las naciones actuales (España, Reino Unido, Francia, Italia, Bélgica) son el resultado de uniones de anteriores estados o regiones. No es de extrañar que hoy resurjan movimientos autonomistas o independentistas, sobre todo cuando se dan problemas económicos serios. Pero una cosa es explicar la tendencia centrífuga que se da en muchos países europeos (recordemos la división relativamente reciente de Checoslovaquia, no por pacífica menos lamentable, y la terrible escisión de la antigua Yugoslavia, que dio lugar a guerras civiles de una violencia y una crueldad espantosas), y otra cosa es justificarla. Europa es una de las cunas más importantes de lo que llamamos civilización, pero ha protagonizado también guerras desgarradoras a lo largo de muchos siglos. Tras la más cruenta de todas se tomó la decisión de tratar de superar las divisiones nacionales, que se estimaban la causa más importante de estos enfrentamientos bélicos, e, imitando a la Alemania del siglo XIX, iniciar una Unión Aduanera que favoreciera la integración política en una unidad supranacional que hoy conocemos como la Unión Europea. Esta Unión, motivo sin duda de orgullo para los europeos de hoy, tiene sin embargo serios problemas, en gran parte derivados de la crisis económica desatada hace unos nueve años. Esta crisis tiene muchos paralelos con la Gran Depresión de los años Treinta del siglo pasado, y, como ella, ha dado lugar a una polarización del voto hacia las izquierdas y las derechas extremas. Hoy no son el comunismo y el nazismo los que amenazan a Europa; hoy son los populismos de derechas e izquierdas, que sin embargo contienen muchos elementos que estaban presentes en el comunismo y en el nazismo: una propensión a las soluciones radicales y violentas, y un simplismo deplorable en los análisis y en las soluciones propuestas. Entre los populismos que nos aquejan, están los nacionalismos regionales que se muestran dispuestos a disgregar los estados miembros de la Unión Europea, para reforzar el poder de las élites locales. El nacionalismo regional catalán, por tanto, no es un asunto interno de Cataluña: afecta gravemente al resto de España y también al resto de Europa, porque el hombre es un animal imitador, que se deja llevar por las modas y las corrientes; el ejemplo del separatismo catalán, si tuviera éxito (algo muy improbable), tendría efectos reflejos en todos los países que antes cité, como el ejemplo del Brexit inglés puede también tener imitadores en otros países donde el populismo no es regionalista, sino nacionalista o separatista a escala europea, como ocurre con el Front National francés, y otros movimientos en Holanda y Alemania, como el Partido Holandés de la Libertad y Alternativa para Alemania. Afortunadamente, es muy probable que los descalabros que el Brexit traiga consigo tengan un efecto más disuasorio que imitativo.
Por lo demás, este resurgimiento del nacionalismo no propicia una solución a los problemas económicos, sino que, al contrario, los exacerba. Las crisis económicas tienden a retroalimentarse a través de las expectativas. Es bien sabido que la incertidumbre es letal para la economía. Esto es algo que los empresarios conocen muy bien, porque el crecimiento económico depende estrechamente de la inversión y ésta es una apuesta que se fundamenta en la confianza de que se conocen bien las condiciones económicas y que los cálculos en que se basa la asunción del riesgo que entraña el acto de invertir están bien fundados. Cuando hay incertidumbre política o económica la inversión, como es lógico, se retrae en espera de perspectivas más claras. Ello causa un parón económico, o al menos una desaceleración, con malas consecuencias para el crecimiento y el empleo. Se cae así en un círculo vicioso, porque la inestabilidad política, al favorecer las opciones populistas o separatistas, ensombrece el panorama y provoca la incertidumbre que hace caer la inversión, lo cual acentúa la crisis económica, que a su vez permite crecer al separatismo y al populismo. Esta retroalimentación negativa en el ámbito socioeconómico puede ser catastrófica, como ocurrió con la Gran Depresión del siglo pasado.
Sobre este tipo de problemas he publicado (con otros tres autores) recientemente un libro titulado Cataluña en España. Historia y mito. Como se indica en la primera página de su «Introducción», «La idea de escribir este libro está muy ligada a la campaña secesionista que el entonces president Artur Mas inició allá por 2011, tras fracasar su intento de que se concediera a Cataluña un régimen fiscal similar a los que rigen en Navarra y el País Vasco.» El libro demuestra, a nuestro juicio de modo convincente, que, pese a todas las diferencias y conflictos que se han dado a través de la historia, Cataluña ha formado parte de España desde los orígenes de esta nación, y que, además, el haber unido sus destinos a los de España ha contribuido poderosamente a la prosperidad de que goza desde hace ya varios siglos. En apoyo de este aserto puede citarse otra afirmación de dos de estos autores (Tortella y Núñez) en otra publicación de tema parecido (A favor de España, coords. Alberto G. Ibáñez y Ramón Marcos, p. 70) donde señalan que «en 1640 se separan de España Cataluña y Portugal; este para siempre, Cataluña solo por doce años.» A mediados del siglo XVII Portugal era muy rico, la metrópoli de un gran imperio (en aquel momento unido al español, pero al independizarse, Portugal se llevó consigo su imperio americano, africano y asiático). Cataluña, por contraste, era pobre: su economía estaba estancada, el bandolerismo arruinaba la agricultura y el comercio. «Pues bien, al inicio del siglo XXI la renta por habitante de Cataluña estaba un 21,8 por 100 por encima de la media española [mientras que] la de Portugal, un 24,8 por 100 por debajo.» ¿Por qué no explican el significado de estas cifras los que acusan a España de haber robado a Cataluña? Portugal, separado de España, se ha empobrecido relativamente, mientras que Cataluña, unida a España, se enriquecía relativa y, por supuesto, absolutamente.
Cataluña en España, tiene un enfoque histórico, en parte porque el nacionalismo catalán está basado en una serie de mitos históricos que no resisten un examen desapasionado y científico. Y este examen es lo que los autores hemos tratado de llevar a cabo. Ninguno de nosotros es medievalista y sin embargo el capítulo primero está dedicado a ese período por considerarlo fundamental para desentrañar el origen de la inserción de Cataluña en España a través de la Corona de Aragón. Una de nuestras constataciones, es que los primeros «españoles» fueron los futuros catalanes que cruzaron los Pirineos de sur a norte en el siglo VIII huyendo de la invasión musulmana. «Español» es el único patronímico español que termina en «ol» desinencia muy común en la lengua d’oc.
Otros mitos que no resisten un examen desapasionado son los que afirman que el 11 de septiembre de 1714 pereció la «nación catalana», que los fueros catalanes fueran democráticos, que Cataluña estaba en camino de imitar a Inglaterra y los Países Bajos en el desarrollo de un sistema representativo, y que la Nueva Planta de Felipe V, que abolió los fueros en todo el Reino de Aragón, expoliara a Cataluña. La realidad es que no existía tal «nación catalana»; incluso es dudoso que existiese entonces la «nación española»; que los fueros eran un obstáculo a la modernización de la sociedad catalana; y que, tras la entrada en vigor de la Nueva Planta, Cataluña inició un proceso de desarrollo económico que la colocó a la cabeza de España. El desfase entre la economía catalana y la española no dejó de crecer desde entonces hasta, aproximadamente, 1930. A partir de entonces se inicia un suave proceso de convergencia que las políticas de los gobiernos nacionalistas de Pujol y Mas no hicieron nada por contrarrestar. Esta convergencia también ha contribuido a desarrollar ese sentimiento de expolio al que han apelado los nacionalistas para justificar los mediocres resultados de una política económica más enfocada a la propaganda interior y exterior que a estimular el desarrollo económico.
En el libro no nos olvidamos de las cuestiones del presente, ni mucho menos. Ya la frase liminar que antes citábamos indica que los problemas de hoy están en primer término dentro de las preocupaciones que subyacen la escritura del libro. Baste señalar, que más del 40 por 100 del texto está dedicado al período que va desde la Transición hasta hoy, y que otro 15 por 100 está dedicado al siglo XX.
Quizá sea debido a la especialización de los autores, pero el caso es que el libro concede bastante peso a los problemas económicos. Nosotros opinamos que los factores económicos han sido determinantes en la formación del moderno nacionalismo catalanista y, más en concreto, consideramos que el gran factor diferencial ha sido el acusado desfase económico que ha existido desde el siglo XVIII entre Cataluña y el resto de España. Cataluña se industrializó primero, y su población se modernizó antes (es decir, sus tasas de mortalidad y de natalidad cayeron primero, su nivel de urbanización fue siempre por delante), todo lo cual contribuyó a la conciencia de ese fet diferencial de que hablaba Cambó, que hacía que una parte de la población catalana se sintiera distinta y, por qué no decirlo, superior, e irritada porque fueran los «mesetarios», más atrasados, los que controlaran las palancas del poder político. Se daba así la paradoja, de que esa situación destacada de la economía catalana estuviera, sin embargo, basada en la sujeción de Cataluña al mercado español, que, gracias a una formidable barrera arancelaria, compraba casi en exclusiva los productos de la industria catalana, en especial, pero no exclusivamente, productos textiles de algodón y lana a precios muy superiores de los que regían en el mercado internacional.
La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue un golpe muy duro a la economía industrial catalana, que había hallado en esas islas unos pingües mercados cautivos. La burguesía catalana tuvo entonces el desahogo de echar la culpa a «Espanya», cuando el esfuerzo bélico que acabó con las derrotas de Santiago y Cavite se hizo a instancias de esa misma burguesía, que se sentía intensamente españolista cuando se trataba de mantener el mercado colonial, y anti-españolista cuando esos mercados se perdieron.
En el libro identificamos la causa principal del aumento del sentimiento separatista en Cataluña, sentimiento que era insignificante cuando Jordi Pujol llegó al poder en 1980. La propaganda incesante, la educación en los valores nacionalistas y anti-españoles, el victimismo sempiterno, el control de los medios de comunicación, han moldeado a una población sometida al martilleo continuo de todas estas consignas. Esto ha hecho que los nacionalistas controlen la política catalana y se perpetúen en el poder. Pero, aunque toda esta propaganda ha tenido sus efectos indudables, no ha conseguido convencer a la mayoría de la población, habiendo sin embargo logrado acorralar e intimidar a los no nacionalistas, que se comportan como una minoría perseguida en su propio país. Cataluña se encuentra así en una difícil encrucijada a donde la ha llevado la política nacionalista, una encrucijada de la que ya advirtió el primer president de la Generalitat en carta al periódico La Vanguardia en 16 abril 1981 y de la que sus sucesores no hicieron el menor caso. Decía Josep Tarradellas: «… teniendo presentes las campañas políticas y excesivamente partidistas que había llevado a cabo el Partido que iba a gobernar [CiU…,] representado por su secretario general desde la presidencia de la Generalitat, era inevitable la ruptura de la unidad de nuestro pueblo.» En ello estamos ahora.
La actual situación de impasse tiene mucho de común con el infernal círculo vicioso de los populismos: sus políticas deprimen la economía, y esa depresión irrita a la población, irritación que los populistas canalizan contra su enemigo favorito: Espanya, la casta, los inmigrantes (lean ustedes a Jordi Pujol sobre los inmigrantes andaluces en Cataluña para ver lo que es desprecio). El caso es dividir y sembrar el odio para mejor dominar la situación. El panorama se completa con los gobiernos de Madrid, que tratan de aplacar al nacionalismo y no se atreven a hacerle frente por temor a que se enfade más. Más de media Cataluña, el resto de España y Europa tienen razón para estar muy alarmados. También lo están los separatistas por haber puesto en marcha un proceso cuyo final ni ellos mismos ven claro. Por eso está Aquiles tan remolón en su persecución de la tortuga.
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