Una Jefatura de Estado monárquica y, por ello, independiente, dificulta estas propuestas emergentes o insurgentes en cuanto es una institución que garantiza la aplicación de la ley sin estar condicionada por intrigas ocasionales de intereses partidistas y arbitra desde una preminencia inmutable. Manuel Azaña, presidente de aquella efímera República solo fue una guinda sobre la tarta mal cocinada por el confuso izquierdismo republicano y no el titular del conjunto de la soberanía popular de toda la nación. Las elecciones sobre las que se intentó legitimar el proceso revolucionario iniciado a principios de 1936 no estuvieron garantizadas por un funcionariado correcto y unas fuerzas de orden público disciplinadas, sino que fueron manipuladas y extorsionadas con la defección y acobardamiento de quienes debían controlarlas. La violencia tolerada amparó todos los fraudes y la repetición de algunas elecciones significó la supresión por las bravas de los resultados en varias provincias. Hoy no se ha producido deterioro de la ley y el orden más que en algún escalón de la política municipal donde se ha instalado el populismo gracias a la irresponsabilidad de un liderazgo socialista que debemos considerar como una enfermedad temporal. La debilidad del gobierno Azaña-Casares para mantener la ley y el orden y su sectarismo al perseguir a la oposición arbitrariamente destruyó el sector político moderado y empujó a gran parte de la población hacia posiciones de autodefensa que condujeron a un extremismo contrapuesto al del gobierno. Tales cosas no se producen en nuestros días porque el gobierno no ha alterado su moderación ni ha cambiado de manos atropelladamente, permitiendo un clima de serenidad para que el pueblo pueda reconsiderar la compleja situación provocada por el primer fracaso de una investidura para la presidencia de gobierno.
No estamos por tanto en una situación prerrevolucionaria como aquella, pero se están produciendo algunos planteamientos teóricos de asalto al sistema desde grupos incapaces de regenerarlo legalmente por procedimientos democráticos, al carecer de respaldo popular suficiente para ello. En aquella vieja situación exaltada los gobernantes sectarios rechazaban cualquier entendimiento con los partidos de orden. Hoy el gobierno no rechaza el dialogo con el socialismo, pero es esta izquierda constitucional la que rechaza dialogar con el gobierno en funciones y el partido que lo respalda. Es de suponer que esta negativa, inspirada por la actitud personal de un dirigente socialista de poco arraigo en sus propias filas es difícil que pueda sobrevivir a nuevos fracasos. Ni a izquierda ni a derecha, a pesar de estas actitudes presuntamente inexorables, no se ha llegado al punto de organizar milicias revolucionarias ni el socialismo ha accedido a fusionarse con los elementos antisistemáticos.
Todos los errores que han llevado a la ausencia de un nuevo gobierno y a la disolución de una legislatura estéril provienen de circunstancias de las que son culpables, en distinto grado, todos los partidos políticos en escena, pero no dejan de ser, por el momento, de carácter superficial y episódico y no de fondo. Los polos que extreman la antítesis revolución-contrarrevolución no han ejercido su atracción como para dividir en dos partes radicalmente enfrentadas a la sociedad real. La España constitucional es paciente y flexible y los españoles como pueblo son capaces de soportar un bache en su ruta sin alterar el reglamento.
No hay que alarmarse, por ello, prematuramente pero sí reflexionar al escuchar lecciones tan sabias como las pronunciadas por Stanley Payne y tomar buena nota de lo que ahora no sucede, pero puede llegar a suceder. Porque, aunque el abismo esté muy lejano, los intentos frustrados de formar un frentepopulismo por acumulación de las añoranzas de los fracasos republicanos y los incautos de las generaciones desconocedoras del pasado y disgustadas por la crisis o aburridas por la mediocridad son terreno cultivado e indicativo de que todo error puede repetirse, aunque no sea inexorable que se repita el proceso de desorden que condujo a una situación límite. Ochenta años de distancia son suficientes para que los niveles de vida de un pueblo hayan mejorado de tal manera que no permitan planteamientos tan simplistas como aquellos que el populismo ha intentado introducir demagógicamente en nuestro país sin encontrar una respuesta incondicional porque no se daban en el auditorio las circunstancias penosas que se daban durante la II República. Inclusive los indicios de algún apoyo económico exterior de regímenes desprestigiados no han podido justificarse con la aureola mítica que adornaba como paraíso del proletariado al sovietismo de los años 30 que instigaba al cambio de modelo de sociedad en España.
Por lo pronto, sin que los españoles se alterasen por ello, se ha dado un frenazo a las propuestas irracionales de cambio radical que habrá que agradecerle a un gobierno en funciones y a dos partidos constitucionalistas. Un partido popular fundado por Manuel Fraga con unas características unitarias que nada tienen que ver, mientras no se suicide, con las débiles estructuras de aquella Confederación de Derechas Autónomas que no fue capaz de aportar a aquella República la serenidad que hubiese necesitado para confirmarse como sistema equilibrado y estable y un partido socialista que, a pesar de las apariencias y coqueteos, no traspasó las líneas de seguridad que impedían que se entregase, como un componente más, al confuso aluvión que pretendía agruparse bajo la marca de Podemos con el nombre de «gobierno a la valenciana». Con el funcionamiento de los mecanismos previstos y la convocatoria de unas nuevas elecciones firmada por el Rey, se ha superado una composición improductiva de los órganos parlamentarios y se abre una posibilidad de revisión que permita corregir errores y continuar la vida nacional dentro de los compromisos internacionales de España y teniendo en cuenta los equilibrios internos necesarios para mantener la convivencia armónica de su compleja pluralidad interna. En la responsabilidad del electorado queda la opción de que unas nuevas elecciones no sean exactamente lo mismo, aunque se parezcan mucho. Es cuestión de grados y matices. Inclusive lo mismo no será lo mismo cuando haya que resolver definitiva y meditadamente sus consecuencias sin exclusiones ni caprichos personales.
(Diario crítico 04 de Mayo de 2016)
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