El plan de autonomía hecho público por Marruecos ante el Consejo de Seguridad de la ONU y ante la opinión pública internacional en abril de 2007, la Iniciativa marroquí para la negociación de un estatuto de autonomía de la región del Sahara , proponía aspectos novedosos como que «las poblaciones del Sahara gestionarían por sí mismas y democráticamente sus asuntos a través de órganos legislativo, ejecutivo y judicial dotados de competencias exclusivas». Naturalmente, un plan de autonomía no era el sueño al que aspiraban los dirigentes del Polisario ni tantos saharauis que soñaban con la independencia del Sahara. Y, naturalmente también, un verdadero plan de autonomía exige, para ser creíble, un marco democrático descentralizado que lo encuadre.
La Iniciativa, y ahí radicaba su interés, no era un documento cerrado, sino una propuesta para la negociación de un estatuto de autonomía consensuado entre las partes que pudiera posteriormente ser sometido a referéndum a las poblaciones concernidas. La pretensión del documento era que el estatuto de autonomía resultante tras las negociaciones entre las partes pudiera constituir «el libre ejercicio del derecho a la autodeterminación», conforme a la legalidad internacional, a la Carta de Naciones Unidas y a las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad.
En este carácter de «iniciativa como base y no como una finalidad de la negociación», radicaba la posibilidad de llegar a un pacto entre las partes. Negociar una verdadera autonomía con garantías democráticas no era desde luego la independencia en la que soñó la RASD cuando fue imaginada y creada por los jóvenes saharauis de 1973. Pero en 2007 constituía una posibilidad de desbloquear un proceso que iba a cumplir por entonces treinta años. Treinta años que llevaban esperando decenas de millares de saharauis en condiciones infrahumanas, apoyados, eso sí, por movimientos solidarios y por algunos gobiernos empezando por el argelino que era –y es- el que acoge los campamentos de refugiados.
En los años transcurridos desde abril de 2007 es verdad que Marruecos no sólo no dio ningún paso para avanzar hacia esa autonomía propuesta, sino que torpedeó el proceso con episodios dramáticos como la expulsión de Aminetu Haidar en 2009, o el desmantelamiento violento del campo de Gdym Izik en 2010. Además, con motivo del proceso constituyente que se abrió en Marruecos en los días de la llamada primavera árabe, se perdió una oportunidad de oro para abrir un gran debate nacional sobre una cuestión que se considera clave para el futuro del país, pero que sigue constituyendo un verdadero tabú.
La nueva constitución promulgada el 1º de julio de 2011, tras las manifestaciones del movimiento del 20 de febrero y el discurso real del 9 de marzo de 2011, que instauró una comisión para la reforma constitucional, dio un modesto paso al reconocer la componente identitaria saharo-hassaní, como parte integrante de la identidad cultural marroquí, y al proponer la preservación de la lengua hassanía como uno de los elementos constituyentes del patrimonio lingüístico de Marruecos. Pero siguió definiendo el sistema político imperante como una «monarquía ejecutiva», rechazando las demandas de una monarquía parlamentaria, que en los primeros meses de 2011 se habían expresado en manifestaciones populares en las calles de más de cien ciudades del país. Ninguna otra
referencia al Sahara ni al estatuto de autonomía fue consignada en el texto, desaprovechando lo que se proponía en la Iniciativa de 2007.
Ni desde la sociedad civil marroquí, ni desde los partidos políticos, ni desde el poder real, el Sahara estuvo presente en los cien días que duró el debate constitucional. La constitución de 2011 hubiera sido la gran oportunidad para ofrecer garantías a la otra parte del conflicto de una descentralización efectiva del país, limitando la tutela omnipresente de los walis o gobernadores dependientes directamente de la autoridad real, dibujando una nueva estructura territorial que diera encaje a la posibilidad de establecer una genuina y auténtica autonomía para una región como el Sahara. Es más, la prohibición expresa de constituir partidos políticos de carácter regional cerraba el paso a la canalización democrática de las corrientes políticas con diferentes propuestas para solucionar el problema, incluida la opción a la independencia. La ley orgánica para la Regionalización avanzada, promulgada en los primeros meses de 2015, volvía a repetir la división del Sahara en tres regiones, con los mismos escasos márgenes de descentralización que el resto de las otras nueve regiones de Marruecos. Un escasísimo avance con respecto a la ley de la regionalización de tiempos de Hassan II, 18 años antes.
Pero tampoco el Polisario ha movido un ápice en esta casi década su posición expresada en su documento de abril de 2007, titulado «Proposición para una solución política mutuamente aceptable que asegure la autodeterminación del pueblo del Sáhara Occidental». En este documento se afirmaba que la solución del conflicto seguía pasando por la celebración de un referéndum de autodeterminación, ya que se trata de una cuestión de descolonización, en línea con lo propuesto por el Plan de arreglo de 1990, los acuerdos de Houston de 1997 y el Plan Baker II de 2003. El Polisario se declaraba dispuesto a negociar con Marruecos las modalidades de la celebración del referéndum, comprometiéndose a aceptar los resultados, así como a negociar las garantías para las poblaciones marroquíes que habitaban en la región desde hacía 10 años, incluyendo la concesión de la nacionalidad saharaui, si triunfase la opción de la independencia. En este mismo supuesto, el Polisario proponía fórmulas de cooperación económica y securitaria con Marruecos, incluida la renuncia, que debía ser recíproca, «a toda compensación por las destrucciones materiales» producidas por el conflicto.
Las conversaciones que desde entonces han tenido lugar bajo los auspicios del responsable de la ONU, Cristopher Ross, no han servido para avanzar en las posiciones respectivas. Pero tampoco se ha profundizado en explorar cómo llenar de un contenido aceptable la autonomía ofrecida por Marruecos. Es a esto a lo que llamo «pactar realidades». El Polisario ha rechazado por principio discutir sobre esta iniciativa marroquí para no reconocer implícitamente la soberanía del reino de Marruecos.
Con el inmovilismo de ambas partes se elude que hay un problema acuciante que se mantiene ya desde hace 40 años y es el destino de más de un centenar de miles de almas que viven en condiciones poco humanas en los campamentos de Tinduf. Las imprevistas inundaciones que han tenido lugar en 2015, aun cuando se trate de un hecho ocasional y poco frecuente, han demostrado hasta qué punto es precaria la situación de estos refugiados. Esta es la razón por la que debería imponerse una salida realista pactada, que no cierre el derecho futuro a la reclamación de la independencia por quienes quieran demandarla por medios legales y pacíficos en un Marruecos democrático. Es decir, un Marruecos que reconozca el derecho a la disidencia, que anteponga la cuestión de la repatriación de los refugiados a su tierra, ofreciendo la seguridad de «una reinserción completa en el seno de la colectividad nacional, en las condiciones que garanticen su dignidad, su seguridad y la protección de sus bienes», según rezaba la citada iniciativa para la autonomía en su párrafo 30.
La vía que Marruecos intenta en los últimos años es la de desarrollar el territorio a base de inversiones, para lo cual encargó al Consejo Económico Social y Medioambiental marroquí (CESM), un estudio de la cuestión. El informe resultante, titulado «Nuevo modelo de desarrollo para las provincias del Sur» , propone apostar por una aproximación al problema del Sahara basada en el desarrollo económico de la zona y en lo que denomina una «gobernanza renovada». En su discurso conmemorativo de la Marcha Verde en noviembre de 2013, Mohamed VI aseguró optar por el desarrollo integrado de la región, sin subordinar la evolución de la cuestión sahariana a lo que pueda decidirse en la ONU. En el documento se insiste en la equiparación del Sáhara Occidental y sus regiones vecinas al resto de las regiones de Marruecos, convirtiendo la zona en un «espacio geoestratégico de referencia» para la región euro-africana, proyectando en el horizonte de los próximos diez años doblar el PIB, creando 120.000 nuevos empleos y reduciendo el paro a menos de la mitad. El CESM contempla en su informe –por primera vez en un documento público marroquí– la preparación del retorno de las poblaciones de los campos de Tinduf, permitiéndoles su integración en la vida social y económica del Reino. Para ello, dice prever la creación de un fondo interregional dedicado al sostenimiento social y a la integración de los retornados, fondo que será confiado a una Agencia especial. El nuevo modelo no se propone como una alternativa a las negociaciones que seguirán en el marco de la ONU en torno al plan de autonomía, sino que, se dice, se realizará en el marco de la regionalización avanzada, lo que por el momento significa poco, dado que la Ley Orgánica de la regionalización de 2015, como se ha visto más arriba, no contempla fórmulas de participación en la gobernanza que abran paso a una descentralización real (fuera de una retórica referencia al papel consultivo de los jeques de las principales tribus de la región), siempre bajo la vigilancia de los walis y el pilotaje de una Alta Autoridad encargada de la coordinación del desarrollo de la zona, siempre desde Rabat.
No ofrecerá este proyecto, sin duda, una solución a un problema de cuatro décadas, pero es hora por ambas partes contendientes de pensar en las poblaciones recluidas en su refugio de Tinduf, y en su necesidad urgente de negociar un pacto en las mejores condiciones para un retorno a su tierra en la dignidad, que les asegure un futuro en paz y libertad. Las garantías que Marruecos debe ofrecer no son sólo económicas, de techo y trabajo (¿por qué no reservar para los refugiados de Tinduf los 120.000 puestos de trabajo prometidos por el CESM, compensando así los padecimientos de cuatro décadas?), sino de una democracia que reconozca su particular identidad y una autonomía plena para la gestión de sus asuntos.
Se lograría así pactar realidades sin prohibir sueños. Ciertamente, no debería llamarse sueños a lo que según la doctrina de Naciones Unidas es un derecho de los pueblos sometidos a colonización a decidir su futuro. Pero visto el encallamiento de las posiciones de principio de ambas partes sería hora ya de centrarse en la realidad de los problemas tangibles de las verdaderas víctimas del conflicto.
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