Reivindicación del Humanismo

España es la prueba final de un experimento fallido, ¿cómo hacer funcionar una democracia en ausencia total de ciudadanos democráticos? La libertad no puede germinar allí donde solo hay vasallos, sino que reclama una ciudadanía plena, que ejerza sus derechos, sí, pero que asuma al mismo tiempo sus deberes. Durante muchos años nuestros políticos nos han hablado de los primeros, conscientes de que al no exigirnos los segundos aumentaban su poder, mientras, nosotros les hemos creído y en nuestra inocencia hemos actuado irresponsablemente, delegando el ejercicio democrático en unas élites cada día más corrompidas por la impunidad de sus actos. Recuperar el humanismo cívico es esencial para revertir nuestra degeneración, asumiendo nuestras responsabilidades como ciudadanos, no cediendo su ejercicio al primero que nos promete la tranquilidad del plebeyo.
Son tantas las críticas que reciben nuestros políticos que aún sorprenden los datos de participación electoral, sin ir más lejos, en 2015, en las elecciones locales del 24 de mayo hubo una participación de casi el 65% (1,9 puntos menos que en las anteriores) con 22,7 millones de votantes, y en las generales del 20 de diciembre pasado un más que digno 73,2% de los votantes acudió a su cita con las urnas (6 puntos por encima de las anteriores, 25,34 millones votaron a parlamentarios y 24,86 millones a senadores).
De todos modos, las dos formaciones dominantes sí que sufrieron en la práctica las consecuencias del malestar general hacia la clase dirigente, perdiendo la mayoría absoluta y el 33,9% de sus diputados el Partido Popular, mientras que el Partido Socialista Obrero Español bajaba por primera vez de los 100 escaños para quedarse en 90, tras una reducción del 18%. El cambio se produjo por la irrupción de dos fuerzas nuevas en el Congreso, Podemos (y sus confluencias) con 69 diputados y Ciudadanos con 40.
Hasta aquí todo correcto, la gente está harta de corrupción e ineptitud política y vota a formaciones emergentes que llevan la regeneración en su programa, acabando de paso con un bipartidismo que ha venido lastrando a nuestra democracia con todo tipo de irregularidades. Pero, ¿de verdad es suficiente con haber votado a nuevos políticos con la esperanza de que hagan ahora lo que los anteriores no han sabido hacer en 35 años? Soy hombre de poca fe, y me temo que no, al final la indignación sólo sirve para aupar a quienes en nombre de la revolución quieren imponer otro tipo de sometimiento.
Aún así, todos actuamos como cuando despertamos de un mal sueño, como si nos hubiésemos dado cuenta de repente de lo mal que están las cosas, y dando un puñetazo en la mesa hemos dicho ¡tenemos suficiente, basta ya, nunca más! Y aquí está clave de este asunto, que cuanto hoy nos preocupa no ha pasado de un día para otro, ni siquiera es el resultado de unas elecciones, sino la lógica conclusión de una larga y profunda degeneración que tiene su raíz en el déficit democrático de la sociedad española, como no podía ser menos tras vivir cuarenta años bajo una dictadura y encontrarse de repente con el maná europeo (que cual oro americano ha pasado por estas tierras sin que supiéramos tomar las decisiones adecuadas).
La culpa no es de nuestros dirigentes, ni siquiera de sus partidos políticos, nosotros mismos somos quienes más hemos contribuido a la actual crisis, al haber abdicado de nuestras responsabilidades y pensar que nuestros deberes democráticos se reducen a votar cada cuatro años. Nunca un bien tan preciado como la libertad se ha podido mantener con tan poco.
Cuando el actor José Sacristán advirtió que las elecciones municipales del pasado mayo servirían para conocer la salud de nuestro sistema, quizá el pequeño pueblo leonés de Cuadros le dio el parte médico más acertado. De dicha localidad había salido como concejal la asesinada Presidenta de la Diputación, Isabel Carrasco, y de ahí salió su sustituto, el alcalde de un pueblo que no llega a los 2.000 habitantes, que aun así tiene una capacidad extraordinaria para producir políticos que dominan una provincia de más de medio millón de habitantes. Tras la detención de éste último, por su presunta participación en la trama Púnica y su expulsión del Partido Popular, él mismo no dudó en formar su propio partido con la corporación que había dimitido del Partido Popular y presentarse con unas nuevas siglas a las elecciones de mayo. No importó ni su paso por la cárcel ni la gravedad de los cargos que sobre él recaen y que están pendientes de juicio, su partido obtuvo el 46,55% de los votos y la mayoría absoluta con 9 concejales.
Señor Sacristán, la democracia española está en fase terminal, y la enferma España está afectada por innumerables Cuadros. De la Cataluña del 3% a la Andalucía de los ERE, pasando por la Valencia de… (aquí hay dónde elegir caso) al Orense del señor Baltar o el León de Carrasco (cuyo asesinato parece haber corrido un oportuno y tupido velo sobre su gestión). Lo que llama la atención es la escasa voluntad popular para evitar tales hechos, a pesar de las constantes quejas al respecto. Tal circunstancia no es nueva ni debiera sorprendernos, en los albores de la Revolución Francesa, el rechazo a los injustos privilegios de la nobleza y los altos cargos políticos fue una de las principales causas del levantamiento del Estado Llano, cansado de soportar las cargas de un sistema que en nada les beneficiaba y en todo les perjudicaba.
La aristocracia estaba exenta de la mayoría de los impuestos, y cuando un burgués rico compraba a la Corona un cargo político, aparte del mismo también accedía a las exenciones fiscales que disfrutaba el noble, además de controlar parte de la recaudación, lo que le confería un nuevo estatus muy por encima de la clase que le vio nacer (algo que podemos observar a diario en nuestras queridas Diputaciones Provinciales, verdaderos agujeros negros de nuestra democracia). Dicha situación llevó al abate Emmanuel-Joseph Sieyès a escribir en 1788 su Ensayo sobre los privilegios, uno de los panfletos más famosos que precedieron a la Toma de la Bastilla. En él, Sieyès describe a los privilegiados como una clase que aspira menos «a ser distinguidos por vuestros conciudadanos que a ser distinguidos de vuestros conciudadanos», pues el privilegiado «se considera, con sus colegas, como formando un orden aparte, una nación escogida […] ya no es el país un cuerpo del que él era miembro, sino el pueblo, ese pueblo que muy pronto en su lenguaje y en su corazón no será más que… una clase de hombres creada expresamente para servir, mientras que él fue hecho para mandar. Sí, los privilegiados acaban realmente por considerarse como hombres de otra especie» (no dijo Yolanda Barcina, expresidenta de Navarra ahora en Telefónica, que si un albañil cobraba 3.000 euros al mes, cómo no iban a cobrar ellos como consejeros de una Caja 5.000 en una sola jornada…).
De hecho, «si un privilegiado tropieza con la menor dificultad por parte de la clase que desprecia, se irrita, se siente herido en sus prerrogativas, cree ser atacado en sus bienes, en su propiedad y muy pronto él excita, inflama a todos sus co-privilegiados y forma una confederación terrible presta a sacrificarlo todo para mantener, y después aumentar, su odiosa prerrogativa. Es así como el orden político se trastorna y no deja ver más que un detestable espíritu aristocrático». No en vano, el privilegiado acaba por rechazar todo camino honesto para mantener su fortuna, recurriendo a la intriga y la mendicidad para acrecentarla, sobre todo merced a su acceso a los cargos públicos, donde «pronto termina por considerar estos empleos como puestos de dinero establecidos no para llenar funciones que exijan talentos, sino para asegurar una situación conveniente a las familias privilegiadas», bajo «la pretensión de vivir en la ociosidad a expensas de la cosa pública». Para Sieyès «es así como se consagra el Estado a los principios más destructores de toda economía pública», apartando de la administración al talento a favor del privilegio, en un sistema «que se empareja tan bien con el despotismo».
Sieyès se sorprendía de que el pueblo francés, consintiendo tal orden de cosas, hubiese desdeñado «durante tan largo tiempo, los derechos de los ciudadanos libres por los vanos privilegios de la servidumbre», ¡qué no diría hoy en día de nosotros y nuestros cargos públicos al contemplar nuestra realidad diaria!
Pero si los de arriba han renunciado a acabar con la corrupción, ¿por qué los de abajo ni siquiera lo han intentado? Unas veces por complicidad, me imagino, pero sobre todo por ignorancia, pues ignoran que en cada uno de nosotros reside la esencia de nuestro sistema, la libertad individual, y en nuestro conjunto la fuerza del mismo, la voluntad general. Pero a los españoles les cuesta ser libres, tomar sus propias decisiones y vivir en soledad, siempre dispuestos a vender su autonomía ante la menor promesa de seguridad, y mucho más les cuesta actuar de común acuerdo si no hay un balón de futbol de por medio (en Andalucía hubo manifestaciones cuando el anterior dirigente del Betis perdió el control del club, no recuerdo ninguna por el caso de los ERE, y cuántas manifestaciones no se producen por todo el país cuando el equipo de tu ciudad baja de categoría, pero pocas, muy pocas por casos de corrupción).
La condición de ciudadano tiene aparejada derechos y deberes, somos muy conscientes de los primeros, pero hemos prescindido de los segundos. Conviene recordarlo, si renunciamos a nuestros deberes será imposible defender nuestros derechos. Es así de simple.
No basta con indignarse un día y callar el resto, no haremos nada si criticamos la corrupción ajena mientras amparamos la propia, es nuestro deber denunciarla siempre y en todo lugar. Si nuestro partido nombra a personas que sabemos no son dignas de tal responsabilidad, acudamos a su sede a pedir cambios, pero en lugar de ello hemos consentido porque en otros partidos era igual o peor, y al fin y al cabo se trata de los nuestros. ¡Cuándo nos daremos cuenta que tales personajes no son de nadie, pues sólo responden a sus ambiciones!
Durante demasiados años hemos permitido que nuestros gobernantes administren el dinero público como si fuese el suyo, hemos consentido que conviertan las instituciones en su cortijo particular, dándoles las gracias cada vez que nos concedían lo que ya era nuestro, mendigando por lo que nos pertenece. Todo por no tener que controlar, creyendo que delegar es abdicar y representar equivale a ordenar.
La relación de los españoles hacia sus representantes me recuerda a cuanto dijera Shakespeare sobre el amor en sus Sonetos, cuando se preguntaba «de qué poder te viene esa maravillosa facultad para gobernar mi corazón a fuerza de defectos» y «¿de dónde te viene ese arte de adornar lo malo, para que en tus acciones más reprobables se encuentre tal fortaleza y garantía de habilidad, que, siendo a mis ojos tus peores faltas, excedan a tus mejores cualidades?». Como la lealtad política ahora, entonces «el amor es un loco tan leal, que en todo cuanto hagáis, sea lo que fuere, no halla mal alguno», pues la obediencia se encuentra asegurada ya que honramos sin dudar al «Señor de mi corazón, a quien en vasallaje tu mérito ha enlazado tan fuertemente mi fidelidad». Y como única defensa a nuestro alcance, parecemos rogarles que «si tu indignidad ha crecido en mí el amor, más digno soy de que tú me ames».
Pero Roma no paga traidores, y al haber renunciado a nuestra dignidad no somos respetados por nuestros dirigentes, tan acostumbrados a hacer y deshacer a su voluntad en menoscabo del interés general. Al haber dejado en sus manos la administración de nuestras vidas les hemos dado todo el poder sobre ellas, como pequeños que no saben vivir sin la tutela de sus mayores. Debemos, pues, madurar, asumir nuestras responsabilidades, o nuestra democracia seguirá languideciendo hasta convertirse en un leve recuerdo de un sueño apenas concebido.
¿Cuál es entonces la solución? Que cada uno de nosotros recupere la dimensión ética de nuestra ciudadanía, todo cuanto hemos olvidado en pos de un desarrollo artificial y efímero y que resulta ser la clave de nuestra libertad. El humanismo cívico que nos ha de reconciliar con ese bien común que hemos despreciado en nombre del beneficio privado. Solo cuando entendamos que cuanto perjudica al conjunto de la sociedad es imposible que nos pueda favorecer individualmente, solo entonces pondremos fin a la corrupción de nuestro sistema. Solo entonces los políticos volverán a respetarnos, pues sabrán que en frente tienen una ciudadanía responsable incapaz de perdonar ya más fechorías, y quizá entonces empecemos a elegir a quienes de verdad nos han de representar, y no a las medianías que nos sonrojan cada vez que salen de la Moncloa. La solución no está fuera, no depende de ningún mesías, ni siquiera hay que asaltar los cielos, se encuentra mucho más cerca, en el interior de cada uno de nosotros. Ya no habrá más renuncias ni coartadas, pues el ciudadano responsable no inventa excusas, cumple con sus deberes, podrá equivocarse, claro, pero lo hará actuando, no en la pasividad de su docilidad como hasta ahora.
Si deseamos mantener nuestro sistema democrático debemos vivir democráticamente, y ello exige por nuestra parte una vigilancia constante e imparcial de la actividad pública, donde el partidismo no nos impida censurar los desmanes vengan de donde vengan. La responsabilidad cívica nos hará menos dependientes, más libres, sin duda exigirá más de nosotros, pero a cambio de nuestro esfuerzo nos convertirá en dueños de nuestro destino. Cuando así nos demos cuenta de nuestro poder, no volveremos a renunciar a él jamás, solo entonces seremos capaces de instaurar y mantener un sistema verdaderamente democrático.
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    Acerca de Pedro Ramos Josa

    Doctor en Paz y Seguridad Internacional por el Instituto General Gutiérrez Mellado Licenciado en Ciencias Políticas por la UNED.Temas principales de investigación: historia y política de Estados Unidos, la debilidad Estatal, ideologías políticas