LA DECADENCIA DE LOS NACIONALISMOS

LA DECADENCIA DE LOS NACIONALISMOS
1.- DESPUÉS DE UN PLEBISCITO TRAMPAConvertir en plebiscito unas elecciones autonómicas fue la trampa de Artur Mas en la que cayó no sabemos si por inocencia o por incompetencia el heterogéneo conjunto de candidaturas no independentistas y el propio gobierno de la nación. La consecuencia de este error estratégico no fue, sin embargo, un éxito para Artur Mas y sus acompañantes sino el fracaso de su hoja de ruta. La «plebe» o masa crítica del plebiscito, estimulada y presionada desde meses y meses por las instituciones de autogobierno de Cataluña y desde una trama de entidades socio-culturales y medios informativos subvencionados, respondió acudiendo a las urnas en número mayor al previsible, pero no para decir sí al aglomerado compactado bajo el título de «Junts pel sí» sino para dispersarse en torno a las diversas candidaturas que, con diferentes y ambiguos matices, coincidían en una sola cosa: el desacuerdo con ese «sí» que significaba separarse de hecho de España por procedimientos ilegales y al dictado de la vanidad y ambición de un círculo traicionero.
Las cuentas no pueden estar más claras y los cuentos resultar más falsos. El «Junts pel sí» obtuvo 62 diputados de 135, sin posibilidad de gobernar por sí mismo ni de modificar una sola línea de su actual Estatuto de Autonomía, para lo que necesitaría 90 escaños, o sea tres tercios de la asamblea parlamentaria. Evidentemente se quedó sin ninguna legitimación electoral para atreverse a insinuar una proclamación unilateral de independencia o para soñar cualquier quimera de reforma constitucional. Pero, a su vez, Artur Mas dinamitó los cimientos del nacionalismo catalán tradicional, rompiendo la coalición «Convergencia y Unió» de donde emanaba su cargo y enterrándose en una mezcla programáticamente indefinida de personajes de varia procedencia –predominantemente más a la izquierda de lo que significaba el nacionalismo catalán hasta la fecha de tal manera que hoy es imposible saber cuántos votos populares le apoyan a él y cuales a cada uno de los integrantes de ese confuso triunvirato formado por el traicionero representante del Estado constitucional en Cataluña, los republicanos de Esquerra o los indefinibles seguidores del excomunista madrileño Raúl Romeva.
¿Significa este resultado que el problema político planteado en Cataluña se ha desvanecido? En absoluto. Significa que se ha trasladado a los órganos de soberanía y al gobierno del Estado que, a partir de ahora no puede justificar ausencias ni debilidades ni establecer líneas de negociación con esa significativa pero insuficiente mayoría que pretende asumir la representación de Cataluña sin título para ello. El señor Mas en funciones no es Cataluña ni representa a la mayoría de los catalanes. Ningún gobierno de la nación, sea cual sea su color, puede, de ahora en adelante, engañarse a sí mismo y engañar a los demás, apoyando los planteamientos de una causa sin mayoría social en una coalición decadente que ha perdido 9 escaños en relación con anteriores comicios. Inexorablemente, el independentismo catalán ha construido el muro que le inhabilita para cualquier pretensión de bilateralidad.
¿Supone esta nueva situación que Cataluña ha pasado a ser una comunidad autónoma igual a cualquier otra? No se puede suponer tal cosa, porque no existen comunidades iguales entre sí en el sistema libérrimo llamado Estado de las Autonomías. La fórmula, humorísticamente calificada durante la Transición como «café para todos» no supuso nunca el mismo café para cada uno. La negociación de los estatutos de autonomía en forma singularizada y con iniciativas propias de cada territorio, propiciaba una diferenciación original que permitía elegir entre café solo, café cortado y café con leche. Al admitir el propio sistema diferencias formales y legales, es evidente que admitía tratamientos acomodados a diversas circunstancias y realidades sociales y culturales. Pero la diferencial netamente política no procede de una comparación entre normas estatutarias sino de un inevitable tratamiento condicionado por situaciones concretas. No puede ser lo mismo para los órganos comunes del Estado relacionarse con un gobierno autonómico de su misma estirpe, de la estirpe de su oposición o de un paisaje regional donde existe una tercera fuerza de carácter nacionalista con opción de gobierno. Esta última situación se ha dado en Cataluña y en el País Vasco, con distintos grados de intensidad y diferentes modales. Nos encontramos ante un tema de sensibilidad política que se corresponde con el tan mencionado comentario de Ortega y Gasset sobre la necesidad de «conllevarse» con el problema catalán. El problema es que hay que contar con la existencia de un sector político nacionalista que, aún sin capacidad de promover un desafío independentista tiene, sin embargo, envergadura suficiente para ser tenido en cuenta como un ingrediente en las relaciones de poder entre los órganos de soberanía nacional y los órganos de autogobierno territorial. El pulso para mantener las relaciones contando con este factor distorsionante es el problema que queda en manos de los depositarios de la soberanía nacional.

2.- EL MARCO ETNO-CULTURAL DE LOS NACIONALISMOS
¿Cuál es el origen de la parcialidad nacionalista? No se puede reducir a los errores recientes cometidos por los gobiernos de Rodríguez Zapatero y Rajoy por su laxitud con los comportamientos abusivos de Artur Mas como presidente de la Generalitat. El fenómeno nacionalista, sintomático en diferentes grados y versiones en Cataluña, País Vasco y Galicia, no es cosa de un día, como tampoco lo es en otras tendencias parecidas subyacentes en otras naciones europeas –Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y tiene sus raíces en movimientos románticos al borde del Siglo XX esponsorizados por burguesías territoriales deseosas de ejercer poderes locales sin limitaciones pero evitando la mala imagen de subsistir como residuos feudales o simples caciquismos de intermediación. Conscientes de la inanidad de hipotéticos antecedentes históricos, patrocinaron unos resurgimientos sentimentales basados en factores raciales, lingüísticos, culturales o folklóricos que aún conservaban gran vigor en unas sociedades rezagadas de predominio rural en cuyos valles predominaban usos y costumbres ancestrales, donde no impactaban los minoritarios medios informativos impresos y las lenguas vernáculas eran la exclusiva forma de entenderse entre el paisanaje, muy alejado de los conceptos de bilingüismo y utilización de lenguas francas de las sociedades actuales. Para decorar sus propuestas socioculturales con antecedentes históricos fomentaron una mitología épica, como una nueva paganidad o una vieja religiosidad, envolviendo en papeles de eruditos locales las fantasías deformadas de un pasado imaginario. Lo demás no era sino explotar las naturales tensiones centro-periferia, distancia o cercanía y «los de casa» y «los de fuera». La simpatía ambiental por los valores estéticos del pluralismo, la estimación positiva del empeño en evitar la pérdida de los grandes idiomas sin capacidad de expansión internacional, el cariño hacia las viejas costumbres familiares, hicieron que los nacionalismos etno culturales gozasen del aprecio político conservador y su coincidencia con la industrialización de ciertos territorios hiciese comprenderlos como un factor de compensación para evitar la desnaturalización de las tradiciones alteradas por la incorporación de mano de obra procedente de otros territorios.
En el caso de España, los nacionalismos no consideraron suficiente la romanización del substrato ibérico que había configurado una Hispania que se prolongaría como romano cristiana y cristiano visigótica que sería fragmentada en su esencia de vanguardia europea por una exótica invasión musulmana que llegaría hasta el sur de Francia. La recuperación de lo hispano europeo desde los focos de resistencia norteños sería larga y costosa y sobre los recuerdos caprichosos y selectivos de sus núcleos guerreros, enfrentados a su vez a las taifas musulmanas, reescribirían fantasías legendarias unas comunidades que nunca llegaron a ser naciones en términos políticos de referencia actual. Por ello, en cuanto el pretexto bélico desapareció, la unidad nacional se produjo casi espontáneamente, no tanto por la política matrimonial de las monarquías sino porque esta respondía a la conveniencia de reestablecer las relaciones de unidad de Reino sobre la realidad de un concepto de pertenencia a una comunidad social. Las relaciones regias serían coordinadas con criterios imperiales hasta el tiempo en que los lazos excesivamente dilatados de los imperios dieron lugar a los conceptos liberales de soberanía popular basada en acuerdos constitucionales.

3.- NACIMIENTO Y DECADENCIA DE LOS NACIONALISMOS
Es entonces, cuando los mosaicos imperiales comienzan a ser sustituidos por los Estados Nación, cuando los micronacionalismos nacen como reacción dispersiva contra el poder popular, con la creencia de que la crisis de los imperios suponía la debilidad o la muerte de los poderes soberanos y la disociación de las bases históricas unitarias. La pérdida de las últimas posesiones ultramarinas provocó el pesimismo de la generación del 98 del Siglo XIX y la tentación de separar una Cataluña rica de una España pobre. El nacionalismo absorbió y asimiló las frustraciones absolutistas del carlismo, la insolidaridad de la nueva burguesía industrial y las vanidades de las elites locales, patrocinando como su partido preferente aquel que exaltaba los valores de cercanía y vecindad compatibles con un concepto plutocrático de la política. Pero, a pesar de las circunstancias favorables que suponía la desaparición de la economía colonial y la desmoralización provocada por las derrotas militares, dicho nacionalismo no encontró base popular suficiente para movilizar una fuerza insurreccional capaz de romper la legitimidad del Estado unitario. No existe independentismo triunfante sin violencia subversiva o pasión colectiva abrumadora. No se concibe una insurrección rompedora sin insurrectos. Las independencias no se logran tocando la gaita ni escribiendo lamentos sino luchando a brazo partido. El nacionalismo catalán considerado, con dudoso análisis, como moderado, se conformó con obtener beneficios económicos para su territorio manteniendo el independentismo como una meta ideal, prácticamente inalcanzable y solo válida como referencia lejana. La razón residía en que aquellos nacionalistas catalanes aburguesados sabían que no tenían al pueblo detrás y que, en el peor de los casos, aquel pueblo derivaba hacia las reivindicaciones sociales revolucionarias emergentes en el Siglo XX y hasta los excesos del anarquismo caótico antes que hacia su retórica folklórica de juegos florales. La «Renaixença» sabía que era poco más que el amable decorado de una oligarquía.
Consciente de su incapacidad insurreccional propia, el nacionalismo esperó momentos en que su fuerza relativa creciese, pero no por acumulación de respaldo popular sino por la debilidad o apatía del poder central. Así la declaración de la República Catalana por Maciá en 1931 no fue sino una traición a la naciente II República Española en los meses en que esta aún no había conseguido aprobar su Constitución ni consolidar electoralmente sus bases, tratando de imponerse por sorpresa y fracasando, a pesar de su oportunismo traicionero. Igual sucedió con el Estado Catalán de Companys en 1934 desbaratado por la República con el elemental procedimiento de emplazar un cañoncito frente al Palacio de la Generalitat en momentos en que los separatistas catalanes creían asediada y neutralizada la República por la subversión revolucionaria izquierdista. En esta estirpe sediciosa hay que situar el intento de plebiscito trampa, precedido de falso referéndum, de Artur Mas en este año 2015. Un año en que el desleal presidente de la Generalitat creyó que la desafección política creada por una crisis socioeconómica con paro y rebaja del nivel de vida de las clases medias favorecía un ambiente hostil hacia el poder establecido «en Madrid», dejando a salvo sus propias responsabilidades como gestor de un autogobierno ejercido con abuso y con ineficiencia. La amplitud del sistema democrático vigente permitió al presidente de la Generalitat y representante del Estado en Cataluña utilizar en beneficio de una causa constitucionalmente ilegal las facultades que le fueron concedidas por la Constitución que trató de dinamitar. Pero, esta vez, la presión oficiosa, la educación sectaria y la pobreza de la respuesta ideológica del poder central no fueron, todos juntos, factores suficientes para embarcar a la mayoría del pueblo catalán en una deriva catastrófica. La mayoría del pueblo catalán ha dado la espalda, con distintas motivaciones y matices, al conglomerado del «Junts pel sí» sin necesidad de pronunciamiento republicano ni de cañoncito.
Si buscamos una explicación habrá que tener en cuenta la corriente del río de la historia. Lejanos los tiempos nostálgicos de los valles dormidos en sus costumbres ancestrales, hoy vivimos un mundo de simultaneidad informativa, economía globalizada y mercado de trabajo libre, donde los rasgos sentimentales del nacionalismo decimonónico han perdido gran parte de su capacidad de seducción. Un trabajador de Barcelona no es hoy distinto de un trabajador de Valladolid y un bilingüe de Lérida no es distinto de un bilingüe de Pontevedra. El pretexto etno cultural no solo ha perdido sentido político sino que carece del enemigo contra el que combatir, pues el esfuerzo por mantener el valor pluralista de los factores diferenciales es aceptado por todos, sin distinciones partidistas, dejándole fuera de servicio como arma de contradicción al convertirse en un bien de interés general. Desprovisto de su aparato folklórico, el independentismo se enfrenta a las dificultades nacionales y supranacionales que encuentra cualquier camino hacia la insolidaridad en un mundo que marcha, trabajosa pero eficazmente, hacia un cosmopolitismo de sociedades homologables en las que los recursos financieros, la seguridad internacional, la salud y la información se están constituyendo en patrimonio común de la humanidad o, cuando menos, de la humanidad integrada en procesos democráticos. En tal ambiente, los nacionalismos constituyen reliquias de un tiempo sobrepasado en el que tampoco fue capaz de triunfar. Hoy solo le queda constatar su lento proceso de decadencia, escaño a escaño, como lo estamos viendo en Cataluña, a pesar de la irracional y desorbitada presión oficiosa consentida durante décadas por un déficit de formación educativa en el patriotismo constitucional. Afortunadamente, la corriente de la historia no soporta que la embalsen con presas artificiales construidas con materiales de ocasión como son hoy las astucias y disfraces de los independentistas de oficio y beneficio dispuestos a prorrogar indefinidamente sus querellas.

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    Acerca de Gabriel Elorriaga Fernández

    Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Ex diputado y senador