Las relaciones poder-ciudadanía a lo largo de nuestra historia se han caracterizado por una dominación y poder magnánimo de quien ha ostentado la más alta dirección estatal. Lo hemos observado en los imperios y tiranías de la Era Clásica, en las monarquías absolutas del Antiguo Régimen y en las dictaduras militares del Siglo XX. Ese dominio omnipresente era justificado en la proveniencia de la divinidad o bien en las percepciones autocráticas de los sujetos de poder. A todas ellas las caracterizó una misma gestión de la res pública basada en la privación de la libertad individual, de negativa al reconocimiento de la dignidad personal y de ausencia de igualdad ciudadana en la esfera pública y privada.
La llegada y consolidación del sistema democrático en España va a suponer una ruptura con la visión clásica de atribuir el término dominación al poder público y político. El nuevo espacio, que ya defendió Pericles (Destaca el Discurso fúnebre de Pericles tal y como recogió Tucídides II, 35-46.) en la Grecia clásica, va a introducir la voluntad de la ciudadanía como la primordial justificación a la ostentación del poder político y su toma de decisiones.
Con tal filosofía, hemos sido capaces de iniciar el mejor periodo de nuestra historia, o el menos malo, si nos atenemos a que la voluntad de cada cual, en suma, ha hecho posible la convivencia cívica y pacífica, con un marco de garantías legales y constitucionales y una democratización de la vida social, pública y política.
Y hemos demostrado ser capaces de efectuarlo a pesar de la eterna dualidad ideológica y política de «izquierdas y derechas», «rojos y azules», o «los de arriba y los de abajo», -llámese como quiera-, que ha caracterizado tradicionalmente a las dos Españas. Precisamente lo que siempre ha sido un punto de disensión entre ciudadanos, pudo ser trasladado al sistema de partidos español con normalidad y respeto, perdurando hasta prácticamente la actualidad. De esta manera, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, han sido las dos formaciones aglutinadoras del electorado de centro izquierda y centro derecha español respectivamente, desde la consolidación democrática en los ochenta.
Ciertamente estamos observando tras los últimos comicios celebrados en nuestro país, un nuevo patrón de comportamiento electoral. Los nuevos votantes comienzan a apostar por formaciones emergentes (fundamentalmente Ciudadanos y Podemos), en detrimento de los llamados partidos tradicionales (PP y PSOE), que no obstante siguen siendo la opción principal para el electorado más adulto. Apreciamos por consiguiente una transición en nuestro sistema de partidos que vira desde un bipartidismo imperfecto a un pluripartidismo moderado, donde cuatro formaciones copan similares porcentajes de voto y/o escaños.
Sin embargo, la circunstancia existencial de dos potentes partidos políticos en la joven democracia española, nunca ha eximido de la irrupción de fuerzas políticas de diversa índole, que han intentado romper con el orden bipartito ofreciendo terceras vías, aunque sin el éxito cosechado por las fuerzas que emergen en estos momentos. La voluntad ciudadana durante muchos años ha sido la apuesta alternativa por las dos grandes formaciones políticas, que ahora se segmentan en cuatro: dos que abarcan el espectro del centro izquierda y otras dos que encajarían en el centro derecha.
Este nuevo acontecimiento transitorio está permitiendo abrir el debate en el seno de los partidos políticos, que comienzan a vislumbrar entre sus objetivos la democratización de sus estructuras, la definición de sus políticas y líneas ideológicas, así como la introducción de la cultura de la negociación para la formalización de gobiernos. Parece ser que, gracias al aumento de la competición democrática, vamos a asistir a una posible mejora de la calidad del sistema, o cuanto menos de los propios partidos políticos y su funcionamiento.
El nuevo contexto partidista al que evolucionamos no es una anomalía ni tampoco un peligro para el orden democrático. Es la libre voluntad de la ciudadanía que comienza a contemplar las nuevas ofertas políticas con interés y confianza hacia una nueva etapa política. Ahora bien, todas las formaciones en liza deben seguir fortaleciendo el sistema de derechos y garantías por el que nos regimos, para que la democracia siga caminando hacia adelante, y la ciudadanía recupere su confianza hacia los gestores públicos. La pluralidad debe seguir conexa a la gobernabilidad.
Se vislumbra una ardua tarea por delante por realizar a fin de superar la crisis de valores que impera en la colectividad. Resulta imprescindible que la ciudadanía vuelva a asumir como propia la tarea de proteger la democracia y promover sus valores, con un ejercicio de memoria histórica y con una reflexión futura: toda política que no hagamos nosotros será hecha contra nosotros. A su vez los partidos deben interiorizar que el diálogo y el consenso son las nuevas herramientas que garantizan el acceso al poder y el desarrollo de las políticas públicas. De algún modo, es presumible estimar que todo ello comienza a ser hoy una realidad.
Los seres humanos tendemos a progresar per se, así nos lo ha demostrado al evolución de la Historia. Este nuevo escenario político no es más que la manifestación de la voluntad del pueblo español en un momento concreto. Desconocemos si asistimos a una tendencia de sustitución de un bipartidismo por otro, o bien a la llegada de un periodo de fragmentación política y diálogo multipartito como nunca antes habíamos conocido. En cualquier caso, somos testigos de un nuevo contexto pluripartidista que supone un desafío añadido para nuestra joven democracia.
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