Es indudable que durante todo este reinado, Juan Carlos I ha tenido una importancia determinante en el desarrollo de lo que ha sido nuestra vida política. Su llegada a la Jefatura del Estado no fue normal ni fácil. Nombrado a dedo por el general Franco, encarnaba la instauración de una monarquía en un Reino que no había tenido rey ni regente, durante casi cuarenta años, sino que había estado dominado por un dictador militar.
Cualquiera sabía, incluso Franco, que las premisas que habían servido para conservar el poder durante la dictadura no eran validas para dar continuidad y legitimidad al nuevo régimen político que iba a instaurarse. Para comenzar, las Leyes Fundamentales que habían sustentado la democracia orgánica no eran válidas para articular una democracia inorgánica y no por que fueran malas, sino porque habían sido aprobadas en el marco de un sistema autoritario y no representativo. Para edificar un nuevo edificio político era necesario hacerlo con unos cimientos nuevos. La dificultad residía una vez que se opta por el camino de la reforma y se descarta la ruptura política con el régimen anterior, en hacerlo sin violentar la legalidad. Torcuato Fernández Miranda que pilotaría el cambio político durante los primeros tiempos lo sintetizaría con la frase «de la ley a la ley». Ello implicaba una voluntad firme de cambio por parte de los políticos del régimen y un posibilismo pragmático por aquellos que habían estado en la oposición al general.
Por otro lado, era bastante esperpéntico que la nueva monarquía española tuviera en el trono al hijo de aquel a quien las casas reinantes europeas consideraban que era el que tenía los derechos legítimos para ocuparlo. Esa situación no podía prolongarse más de un tiempo prudencial si no era a costa de correr el riesgo evidente de caer en la deslegitimación dinástica.
Los dos objetivos prioritarios de la Casa Real serian, pues, conseguir variar esos dos factores políticos para poder encarar su asentamiento y continuidad con ciertas garantías de éxito. En su logro es de justicia reconocer la habilidad del rey y la de sus asesores iniciales.
Con el harakiri institucional llevado a cabo por las últimas Cortes franquistas muestra del patriotismo y colaboración, más o menos obligado, de los privilegiados del anterior régimen se logró el primer objetivo. Con la abdicación a sus derechos por parte del conde de Barcelona, el rey lograba restablecer la legitimidad dinástica y alcanzar el segundo. Logrados ambos ya podía encararse con ciertas garantías el nuevo momento político. Fueron tiempos en los que la habilidad de Palacio y la generosidad de la clase política dominante marcharon de la mano y llenaron de esperanza a muchas personas deseosas de un cambio profundo. Ello permitió, en poco tiempo, culminar una transición política sin traumas por la que los españoles creyeron que al fin podrían recobrar su libertad política y la soberanía nacional. Que el resultado final no fuera el deseado es otra historia, como diría Rudyard Kipling, pero en aquellos momentos sí fue posible pensar que la meta estaba a nuestro alcance.
Juan Carlos I, a quien Santiago Carrillo en un alarde de prospectiva política equivocada apodó «el Breve», fue consciente de que además de contar con el apoyo militar del testamento de Franco, necesitaba otros apoyos tanto en el interior del país como entre las principales naciones aliadas para apuntalar y estabilizar su reinado. EEUU y Francia eran las dos naciones que podían allanar las enormes dificultades con las que se iba a encontrar en el ámbito internacional durante los primeros tiempos.
Ambas naciones representaban a nivel mundial y regional, respectivamente, el respaldo diplomático decisivo para apadrinar los primeros pasos de un rey cuyos apoyos no eran incondicionales y que, además, era mirado con gran escepticismo o abierta desconfianza, por unos y otros, de ser capaz de liderar un proceso político tan complejo. Sobre todo, cuando la opinión dominante sobre él, existente en las cancillerías extranjeras, era de «no estar especialmente dotado intelectualmente». El respaldo del Vaticano, gracias sobre todo a la influencia del Opus Dei, sería el tercer factor exterior que apuntalaría el apoyo interno a la Corona, entonces tan necesitada. Es un hecho que la habilidad del rey superó todas las expectativas iniciales y consiguió afianzar el trono. Es también evidente que hubo que pagar un precio, pero de ello hablaré en otro apartado.
LA CORONA Y LAS FUERZAS ARMADAS
Los tres Ejércitos, fueron desde el primer momento de la transición, el principal apoyo que tuvo el nuevo Jefe de Estado para comenzar su reinado. Por los poderes heredados de Franco el trono estaba más cerca de una monarquía absoluta que de la deseada monarquía parlamentaria.
A la muerte del general eran las Fuerzas Armadas el principal poder fáctico que había en España. Sus cuadros de mando estaban formados por profesionales que habían desarrollado sus carreras en los años de paz que siguieron a la guerra civil, a excepción del alto mando que estaba constituido por aquellos que en 1939 habían terminado la guerra como oficiales vencedores. Los militares, en su gran mayoría, eran franquistas, aunque esa mayoría también pensaba que el caudillismo del general terminaría cuando él desapareciera. Franco también debía saberlo pues, en el testamento de Estado que dictó a su hija Carmen, les pidió a todos la misma lealtad para con el nuevo rey que la que le habían dado a él durante todos esos años. Los soldados aceptaron el último deseo de su jefe moribundo como su última orden. Quien conozca el sentido del honor y el respeto a la palabra dada que se profesa en la carrera de las armas, comprenderá la fuerza y el vigor que tenía esta última voluntad para el porvenir político del nuevo rey.
La aceptación literal de esta orden fue muy útil para Juan Carlos, pues acalló las voces o las dudas que podían oírse en las salas de banderas. Aunque generaba un problema, residenciaba la lealtad de las Fuerzas Armadas en el rey en lugar de hacerlo en el pueblo español. Era volver a la concepción de Canovas del Castillo, durante la Restauración alfonsina, de considerar al Ejército como el último baluarte en la defensa de la monarquía frente a la agitación social que amenazaba, en aquellos tiempos, a las casas reinantes europeas. Era también volver ideológicamente al siglo XVIII, a la concepción monárquica del despotismo ilustrado del «el Estado soy yo» y donde el Ejército era propiedad de la Corona en su sentido más amplio.
En resumen era primar la idea del rey soberano antes que la del rey constitucional. Era vincular a las FFAA con la Casa Real antes que con la nación, que es en donde debe encontrarse residenciada la soberanía nacional en una monarquía constitucional y verdaderamente democrática. Es este extremo una de las principales causas del distanciamiento, nunca superado, existente entre la sociedad civil y los militares. Hoy, es francamente difícil identificar a nuestros soldados como la nación en armas y por esa razón la Defensa Nacional no es un tema prioritario en el ánimo del ciudadano pero, y lo que es más grave, tampoco preocupa a sus señorías, pues deben pensar que afrontar el problema sólo puede dar quebraderos de cabeza sin ningún rédito electoral.
De esta manera se produce durante la transición una disonancia legal entre aquello que el rey hereda del régimen anterior, en el ámbito militar, y lo que tiene que ser legislado para que la Constitución de 1978 pueda homologarse con las existentes en otras naciones libres. Es evidente que a estas alturas ni Carlos III ni Canovas del Castillo, por muy buenos que resultaran en sus respectivas épocas, pueden constituir un modelo a seguir para organizar un Estado moderno y estable. Se impone una reflexión sobre las atribuciones y sobre el papel que debe tener el Jefe del Estado en relación con las Fuerzas Armadas. Actuar dentro de ese marco político proporciona estabilidad a la Corona, prestigio a los ejércitos y seguridad a la nación. Salirse de él nos lleva a la situación que estamos viviendo.
El artículo 62, de la Constitución, es el que habilita al Rey para ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Es bastante frecuente oír, incluso a políticos en ejercicio, que el Rey ostenta el mando de las Fuerzas Armadas lo que es cierto en su vertiente simbólica y representativa, aunque no en el sentido categórico que comporta el mando militar y que intenta dársele. Según el mismo texto legal, su persona no está sujeta a responsabilidad y sus actos para ser válidos han de estar refrendados, salvo para los asuntos de la Casa Real. Dicho de otro modo no tiene capacidad para decidir pues la responsabilidad de una acción política del Rey recae en la persona que la ha refrendado, por eso el Rey en nuestro sistema reina pero no gobierna. Rasgo que caracteriza a cualquier monarquía parlamentaria, por ejemplo la británica.
La condición esencial para ejercer el mando, según señalan las Reales Ordenanzas, es precisamente la capacidad de decisión y el amor a la responsabilidad, que no es compartible ni renunciable. Es el corolario indispensable para el buen ejercicio del mismo. En resumen, el Rey no puede ejercitar el mando supremo de los ejércitos, al carecer de ambos requisitos, aunque sí tiene la más alta representación de los mismos. De la misma manera que ostenta, también, el nivel representativo más elevado del Estado pero no puede adoptar decisiones sobre el mismo como elegir a los altos cargos. Por los mismos motivos, el comandante supremo de los ejércitos que tiene capacidad de decisión y es responsable de sus órdenes, tampoco podría ser rey de España con arreglo a nuestra Constitución.
En la persona de Juan Carlos I, se da una circunstancia única en la historia al ser entronizado como rey absoluto, sucesor a título de rey de un dictador militar, y convertirse en breve plazo en un monarca constitucional. Así su legitimidad original provenía del llamado régimen del 18 de julio. La rápida recuperación de las legitimidades dinástica, con la renuncia del conde de Barcelona, y popular, con la aprobación de la Carta Magna, permitió que de una manera nada traumática el régimen político pudiera cambiar en España sin producirse la tan temida confrontación social. Es también evidente, que el mando supremo de los ejércitos recibido del general Franco deja de pertenecer al jefe del Estado una vez que el pueblo recupera su soberanía y es aprobada la Constitución de 1978.
En las Fuerzas Armadas la obediencia al Rey estaba fundamentada, y todavía lo está en algunos círculos, en el cumplimiento del testamento del anterior Jefe del Estado que así se lo demandaba a todos los miembros de los tres ejércitos. El general Franco no podía saber la evolución de los acontecimientos políticos después de su muerte, por eso la preocupación más acuciante respecto al sucesor sólo podía centrarse en que su reinado fuera duradero y esa idea es la razón esencial de por qué en su última voluntad se dirige sobre todo a los militares.
La entrada en vigor de la Constitución es a todos los efectos el inicio de un tiempo nuevo y también la fecha que señala el cumplimiento por los militares de la última orden de Franco. A partir de ese momento, el nuevo Jefe de las Fuerzas Armadas es la persona elegida por el pueblo, en las elecciones generales, pues de él emanan todos los poderes del Estado y en él reside la soberanía nacional. El Rey, nada más y nada menos, ocupa la jefatura del Estado y simboliza su unidad y permanencia. Seguir empeñados en hacer disfrutar a la Corona de prerrogativas que no le corresponden supone un esfuerzo cortesano digno de mejor causa y que sólo debilita el papel institucional del Rey, al proceder su legitimidad del pacto constitucional y no de otra circunstancia.
La celebración en el Palacio Real de la Pascua Militar, que es como acto simbólico el más importante, todavía tiene lugar a pesar de ser una reminiscencia de tiempos pasados que debían ya estar suficientemente superados. Se instaura durante el reinado de Carlos III, rey absoluto, y se recupera con el generalísimo Franco, dictador militar. Es la plasmación solemne de la lealtad de los ejércitos hacia su soberano, sea rey o general, así como el reconocimiento de la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas que ostenta el Jefe del Estado. En España la monarquía absoluta y la dictadura militar, al menos teóricamente, parece que por el momento deberían de estar ya superadas.
La ceremonia de la Pascua militar tiene una gran carga simbólica, gracias en gran medida a la cobertura que recibe de los medios de comunicación social, y por lo tanto una importancia política de primer orden, que nos lleva a la época del despotismo ilustrado, primero, y al autoritarismo militar surgido al final de la guerra civil después. En el primer caso, por razones evidentes, no es un tipo de monarquía que interese a España en el siglo XXI. El segundo caso el régimen fue consecuencia de una división nacional traumática y cuya provisionalidad venía dada por la duración de la vida del general. La conservación del simbolismo político franquista en la España actual no tiene sentido si lo que se pretende es fortalecer las instituciones democráticas. No obstante, a ciertos políticos de recorrido corto les parece mucho más rentable cuestionar el emplazamiento de la tumba del caudillo, como si el mismo pudiera condicionar nuestro futuro político.
Las Fuerzas Armadas se deben a la nación española, su comandante en jefe es el que ha sido designado por el Congreso de los Diputados como Presidente del Consejo de Ministros, después de la celebración de las elecciones generales, pues es en quien la soberanía nacional ha depositado su confianza y por lo tanto la capacidad de gestionar los asuntos que afectan a la Seguridad Nacional y que, además, por ello está capacitado tanto para tomar decisiones como para responder de las mismas ante los ciudadanos. Los ejércitos no pueden constituir un mundo aparte de la sociedad ni su empleo depender de una persona, familia o partido. Su lealtad no está residenciada en el Jefe del Estado sino en la Constitución española, fuente y legitimación de toda la ley o derecho. A diferencia del despotismo ilustrado, época en la que la Constitución emanaba de la voluntad real, nuestra monarquía parlamentaria debe ser una emanación de la Constitución de 1978.
Dar apariencia de continuidad, con el anterior régimen, en lo que se refiere a la relación de los ejércitos con el Jefe del Estado, es un error. En primer lugar, al no corresponderse con la legalidad constitucional vigente es una relación que escapa al control legal y por ello pervierte y debilita el régimen político. En segundo término, distancia al mundo militar de la sociedad pues esta puede percibirlo como un poder que llegado el caso puede ser más una amenaza que una garantía de seguridad. Finalmente, también indica la debilidad de la institución monárquica si necesita para garantizar su permanencia el apoyo de las bayonetas en lugar de basarla en el respaldo de la ciudadanía.
En el ataque más serio sufrido por nuestra democracia, el 23 – F de 1981, fue patético ver como los capitanes generales se ponían a las órdenes incondicionales de su «mando supremo», mientras habían secuestrado a su verdadero jefe el presidente Suárez, y al propio Rey lanzando sus órdenes militares después de haber fracasado el golpe. Mejor hubieran hecho todos si hubieran impedido la llegada de Tejero al Congreso, como estuvo en sus manos hacerlo. El Tribunal Supremo en el recurso de casación del juicio de Campamento para deslegitimar el argumento de los acusados de «obediencia debida al monarca» manifestaba: «Con el debido respeto al Rey, y aceptando, por supuesto, la inmunidad que concede al Rey la Constitución, si tales órdenes del Rey hubieran existido, no hubieran excusado de ningún modo a los procesados, pues tales órdenes no entran dentro de las facultades de Su Majestad el Rey y siendo manifiestamente ilegales no tendrían por que haber sido obedecidas». La sentencia consagra de manera impecable hasta dónde llegan las atribuciones militares del Jefe del Estado en una monarquía parlamentaria.
No obstante, la dejadez de los sucesivos gobiernos al permitir que la Corona haya entrado en ámbitos que constitucionalmente no la corresponden o al no desarrollar adecuadamente el Título II de la Constitución, ha facilitado la debilidad institucional de la monarquía parlamentaria y ha contribuido a hacer más incierto su futuro. Entre los que considero más importantes, están:
1º La reiteración que de su condición de mando supremo de las Fuerzas Armadas se hace del Rey en el artículo segundo de las Reales Ordenanzas, ignorando la potestad que sobre aquellas tiene el poder ejecutivo.2º La presidencia que ha venido ostentando el Rey al frente de la Junta de Defensa Nacional, cuando al ser un órgano de coordinación y gestión debe ser el Presidente del Consejo de Ministros a quien le incumbe la responsabilidad en el adecuado funcionamiento de la misma.
3º La vinculación del monarca con el Servicio de Inteligencia que le mantiene al corriente de la información clasificada que dicho servicio elabora. El Rey debe tener la mejor información disponible, pero siempre proporcionada por medio del jefe de gobierno no por el servicio secreto. Esta vinculación directa sólo ha sido fuente de escándalos y de debilitación del Estado y de la Corona.
4º Los honores y distinciones que afectan al príncipe heredero y cuya falta de regulación hacen que estén sometidos a la discrecionalidad del gobierno de turno.
5º Conservar el formato tradicional de la Pascua Militar, puesto que transmite una imagen distorsionada de su verdadero papel.
La disfunción institucional de la Corona con respecto a las Fuerzas Armadas alcanzó su cenit al iniciarse los dos periodos presidenciales de José María Aznar. Nada más ganar sus primeras elecciones y acudir al palacio de la Zarzuela para presentarle al rey la lista de su nuevo gobierno. El flamante Presidente electo tuvo que quitar a Arias Salgado, que iba como ministro de Defensa, y poner en su lugar a Eduardo Serra quien se presenta como independiente aunque en realidad trabaja desde antiguo para Palacio y que será quien sustituya a Prado y Colón de Carvajal como marchante en las finanzas reales. El motivo del cambio estuvo motivado en el temor que despertó en el rey y Felipe González la promesa electoral del PP de regenerar la democracia española, para lo que era necesario desclasificar los papeles del CESID. Serra nada más ocupar el cargo declararía, sin ningún rubor, que dichos documentos jamás serían desclasificados.
De esa manera «un independiente» respaldado por el Rey desautorizaba al Presidente del gobierno y al partido gobernante y que habían logrado la victoria gracias, en una gran medida, a su promesa electoral. El propio Aznar cuando salió del palacio de la Zarzuela, con su lista de gobierno cambiada, al referirse al rey lo hizo como «el soberano». Había ganado unas elecciones y todavía no sabía que el único soberano legal era el pueblo español.
En las segundas elecciones que gano Aznar, con mayoría absoluta, fue este al parecer también un requisito insuficiente para nombrar al ministro de Defensa. El cargo para el que había sido designado previamente Álvarez Cascos lo ocupó, por impulso real, Federico Trillo militante del PP vinculado al Opus Dei y que al parecer no levantaba la desconfianza que despertaba el político asturiano en la Casa Real. Es bastante ilustrativo que ni siquiera su desafortunada gestión ministerial durante la identificación de los cadáveres del accidente del Yak – 42 le originara la dimisión de su puesto o el debilitamiento político en el seno del PP. En su lugar fue nombrado, por Rajoy, responsable de las garantías jurídicas en el seno del partido. Otra prueba que avala que en España lo importante no es la competencia que se demuestra en el cargo, sino el grupito al que perteneces, que de ser necesario ya te respaldara…
Cuando Rajoy gana las elecciones vuelve el Rey por sus falsos fueros a borrar de la lista presidencial a Ruiz Gallardón como ministro de Defensa y sustituirlo por Morenés, hombre también muy vinculado a Palacio por la venta de armas. Con ello se volvía costumbre el manejo real en el caso de una victoria electoral del partido Popular, consolidándose así el jardín privado de la Corona en el ámbito de la Defensa y todo ello sin la menor resistencia o protesta por parte de los populares.
Esta situación ha originado que después de más de treinta años sin poner solución a las lagunas iniciales de la Constitución y en concreto en lo referido a la Corona, esta se haya ido debilitando progresiva e inexorablemente, ayudada también por las amistades peligrosas, de tal manera que cada día se hace más evidente la necesidad de encarar una reforma constitucional que ponga al Rey en su lugar y sin margen para el error discrecional.
Cuando en 1876 se restauró la monarquía de los Borbones en la persona de Alfonso XII, Canovas además de idear la alternancia en el poder con Sagasta también planeó el papel que había de desempeñar el Ejército, como he apuntado más arriba, en el nuevo régimen político: último baluarte en la defensa de la monarquía. Esta idea, buscaba terminar con la tradición liberal del Ejército y acabar con los pronunciamientos militares como herramienta de cambio político. Lograría su propósito en el primer objetivo y fracasaría en el segundo, pero el Ejército a partir de ese momento estaría más vinculado al Rey que a la nación.
La relación de las Fuerzas Armadas con la Corona era durante la restauración alfonsina plenamente constitucional al ser contemplada así en su texto. En nuestra realidad política esa dependencia – vinculación de los Ejércitos al Rey no lo es. Es simplemente lo que en política denominamos «jardín privado» al no estar contemplado en la Carta Magna y que en lugar de afianzar y fortalecer a la Corona la debilitan por su carácter ilegitimo, inconstitucional y perverso para el interés general.
La idea del político andaluz resucitada un siglo después para afianzar el trono durante la transición no tiene sentido, ahora es preciso acabar con la excepcionalidad jurídica que todavía sufren las Fuerzas Armadas, como requisito para recuperar el papel que deben desarrollar las mismas en una España moderna y que no puede ser otro que ser la propia nación en armas.
EL REY Y LA POLÍTICA EXTERIOR
Es en este ámbito donde el Rey también desempeña, a veces, un papel que no le corresponde según el desarrollo constitucional. Es como si la inercia del régimen anterior no hubiera permitido ubicar a la Jefatura del Estado en el lugar adecuado y que cualquier Constitución democrática reserva a un rey. El artículo 97 de la Constitución señala taxativamente que es el Consejo de Ministros quien dirige la política exterior y ejerce la función ejecutiva de la misma. Es decir al rey corresponde la más alta representación del Estado, artículo 56, pero en ningún caso desempeñar una acción en el exterior que pueda considerarse como política, pues ello es responsabilidad del gobierno y esa función tampoco es delegable ni siquiera en la figura del Jefe del Estado.
El principal papel que debe tener asignada la Jefatura del Estado en las Relaciones Internacionales viene dado por el carácter que a la Corona se le asigna en la Constitución. Es un ámbito de representación, continuidad y permanencia. Por todo ello, el Rey debe de estar volcado en el incremento y fortalecimiento de algo tan importante como es el prestigio internacional de España, condición indispensable para que nuestra nación prevalezca y sea respetada en la comunidad internacional. La premisa básica es el que la Corona debe ser una herramienta y estar siempre subordinada a la soberanía nacional, y por lo tanto, si el interés de ambas diverge siempre debe prevalecer el interés general. El haber emprendido un camino político diferente no ha fortalecido el régimen de monarquía parlamentaria, no ha potenciado a la Corona al desviarla de su misión principal y ha debilitado al Estado y en consecuencia a la nación española al desarrollar una realidad política virtual que en su propio desarrollo es ilegítima.
En 1982 la euforia de Felipe González, motivada por la mayoría absoluta obtenida en las elecciones, unida a su inexperiencia en asuntos internacionales y a su deseo de caer bien en la Zarzuela, siguiendo el consejo del gobierno alemán y el deseo de Ronald Reagan, le llevaron a idear un papel para el rey en el exterior que en determinados casos le permitiera representar un papel más allá del que se le asignaba constitucionalmente. El modelo referido a los países árabes, sobre todo Marruecos y las monarquías del Golfo, fue Francia identificando al Rey con el Presidente de la V República francesa. Para los países Iberoamericanos, la meta era llegar a algo parecido a una Commonwealth y de ahí la idea de las Cumbres anuales de las antiguas colonias con las viejas metrópolis, España y Portugal.
Con referencia al modelo francés escogido, fue un notable error. El Presidente de Francia está elegido regularmente por el electorado, pero además la Constitución de la V República asigna al Jefe del Estado la responsabilidad en la gestión de las relaciones Exteriores, de la Defensa y de la Seguridad Nacional. El rey de España no tiene constitucionalmente ninguna capacidad de acción política en esos ámbitos sino el Consejo de Ministros. El poner al monarca español con un status internacional que no le corresponde, lo que es perfectamente conocido por las cancillerías extranjeras, debilita al Presidente del Gobierno y en consecuencia la postura negociadora de España. La Corona que aparentemente es reforzada lo es sólo aparentemente, pues en cualquier momento la otra parte puede colocar a nuestro Jefe del Estado en su sitio y en definitiva, como en el caso marroquí, se le esta admitiendo a la otra parte que imponga el interlocutor para negociar los diferendos, pero además el Rey está prestándose voluntariamente a incumplir la Constitución sin que ello comporte ninguna ventaja a la nación sino todo lo contrario.
Con los países de America se actúa de manera tímida y acomplejada, al no contar con la mayoría de los estados de los EEUU, que en su día también fueron colonias de la monarquía hispánica o al no querer utilizar un discurso que pareciera «demasiado político» cuando todo aquello que se refiere a las relaciones multilaterales ha de ser a la fuerza muy político. El gran capital de relación con las naciones del hemisferio occidental la constituye sobre todo la cultura común. Es difícil por no decir imposible exportar aquello en lo que no crees o lo que se cuestiona de manera sistemática por la política interior que desarrolla el propio Estado. El paradigma de lo anterior es el trato que se da al idioma español en algunas Comunidades Autónomas. Nuestro idioma además de ser uno de los principales del mundo, ni siquiera hemos conseguido en Europa ponerlo a un nivel equivalente al que tienen el inglés, el francés, el alemán o el italiano. De esa manera nuestro principal caudal de exportación para conseguir solidez internacional que es la cultura, no resulta utilizable por nuestra propia insidia, localismo y complejo.
El Rey indudablemente puede desempeñar un papel importante en esa comunidad Iberoamericana de naciones como representante de nuestra unidad, permanencia y cultura comunes, aunque no en el plano político. Las similitudes que algunas veces han intentado sacarse con el imperio británico o con la Corona inglesa se ajustan más al deseo que a la realidad, por varias razones las más evidentes las encontramos en las diferentes maneras de descolonizar y de entender la identidad nacional. En ambas el resultado final es claramente favorable al Reino Unido. El prestigio exterior de España ha de nacer en el interior de la nación y para ello es condición inexcusable que la Corona adopte el papel que le asigna la Constitución, salirse por vanidad o cortesanía debilita en gran manera al país.
La solidez y fortaleza de nuestro país depende en gran medida de la imagen que en el exterior se tiene el monarca, no sólo entre los regímenes monárquicos sino también entre los republicanos. El prestigio nacional se compone de un conjunto de factores interrelacionados que actúan como vasos comunicantes, el aumento o disminución en uno de ellos tiene su impacto en los demás. Por esta razón cuando hablamos de política interior o exterior estamos efectuando una división de carácter administrativo y que facilita la aplicación de la gestión política, pero no porque ambos ámbitos sean compartimentos estancos. No es factible desarrollar una política exterior coherente si el mismo gobierno aplica una política interior errática. En ese conjunto armonizado para el éxito o el fracaso que es la imagen de la nación es donde la Corona tiene un papel primordial como símbolo del Estado.
La imagen actual es ambivalente, por un lado Juan Carlos I es reconocido mundialmente como un estadista al haber sido capaz de llegar a un sistema al menos formalmente democrático partiendo de una dictadura coronada y sin que casi nadie fuera entonces capaz de apostar por él. Por el otro, su participación en la descolonización inconclusa del Sahara, el 23 –F y en su complicidad para el ocultamiento a la opinión pública del GAL y del 11 – M; hacen pensar que su paso por los libros de historia va a tener numerosos claroscuros.
Respecto al Sahara puede entenderse, aunque no compartirse, que en 1975 fuera para el rey de España más prioritario afianzar el trono que proteger a unos nómadas del desierto. Hoy no tiene pase que nuestro monarca siga respaldando la invasión marroquí en el Sahara y proporcione cobertura a un sultán teocrático y feudal que utiliza el terrorismo de Estado y la violación de los Derechos Humanos como principal arma política, sin que hasta la fecha un solo país del mundo haya reconocido la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental.
Por su vulneración sistemática del Derecho Internacional, Marruecos es un verdadero Estado gamberro. El Rey por su actitud de entonces está obligado a trabajar para que esos antiguos ciudadanos españoles, a los que España abandono a su suerte por afianzarle a él en el trono, puedan elegir su futuro. No hacerlo, como hasta la fecha, supone el descrédito internacional de la antigua metrópoli y del Rey de España. Con sus apoyos personales a Mohamed VI y sus viajes al país vecino, sin ir acompañado de un ministro responsable, y antes de hacerlo a Suiza, está colaborando decisivamente a ese desprestigio. Puede decirse que en este caso concreto los intereses de la Casa Real divergen de los intereses de España en 180º.
Respecto al 23 –F quedan en evidencia las consecuencias que tiene el fracaso de una operación política ilegítima que alienta y dirige un rey constitucional cuando asume un papel para el que no le capacita la Constitución, a pesar de contar con el respaldo de la clase dirigente. Como el quid de la cuestión estriba en no reconocer el error y mucho menos la responsabilidad del acto fallido, es preciso buscar un chivo expiatorio que pague todas las culpas ante la opinión pública y poder así reiniciar el proceso político en base a una gran mentira: gracias al Rey se salvó la democracia…y así de paso los que pudimos evitarlo nos salvamos también.
El Ejército franquista haría honor a la última orden recibida de Franco en su testamento y se inmolaría en beneficio de la Corona que era la responsable fáctica del fracasado golpe de Estado. La no asunción personal del «impulso real» de la asonada evidencia, con la fuerza de los hechos, que el Rey se protegía detrás de unos artículos de la Constitución que había soslayado unos meses antes. Durante todo el tiempo que duró el planeamiento y la organización del golpe contra el poder legítimamente constituido del Presidente Suárez. La consecuencia social inmediata sería la desconfianza generalizada hacía lo militar, lo que a su vez tendría unos efectos devastadores en la necesaria formulación de la política de Seguridad Nacional que nuestra nación necesitaba. En definitiva, otra vez los intereses de la Real Casa divergían de los que el país necesitaba pues su Fuerzas Armadas iniciaban un largo proceso de desprestigio y ostracismo social.
Desde el punto de vista de la imagen internacional, la contemplación de un monarca escudado detrás de su ejército para eludir su responsabilidad, ofrece escasas garantías de fiabilidad y sí muestra caminos fácilmente transitables para influir en el ocupante del trono. También el intento de golpe de Estado visto desde fuera hacía sospechar de cuales eran las verdaderas intenciones de la élite política española en consolidar y profundizar la democracia.
El papel jugado por Juan Carlos I respecto al GAL, sirvió para que González pudiera eludir sus responsabilidades de la guerra sucia y saqueo de los fondos reservados. Se materializó al comienzo de las dos legislaturas de Aznar al impedir que este ubicara en el Ministerio de Defensa a un hombre de su confianza, Arias Salgado en la primera y Álvarez Cascos en la segunda. Fueron sustituidos, gracias a la indicación real, por Eduardo Serra y por Federico Trillo respectivamente, ambos muy vinculados a la Zarzuela.
Serra nada más tomar posesión declaró sin ambages que los papeles del CESID, en cuya desclasificación se había fundamentado gran parte de la campaña electoral del PP «no se desclasificarían nunca», con Trillo ni siquiera llegó a plantearse el tema. En este desafortunado episodio de los GAL, los intereses de la Corona se alinean con los del PSOE, mientras que el PP representa el papel de cooperador necesario. El perjudicado el pueblo «soberano» que se queda sin conocer todos los detalles de la chapuza antiterrorista y cuyo principal responsable escapa de sus responsabilidades y de responder ante la justicia. La deslegitimación internacional a raíz de los GAL fue importante y no por la guerra sucia en sí sino por el miedo gubernamental en asumir su responsabilidad, en aquellos tiempos se comparaba la valiente actitud de la Primer Ministro británica en los Comunes, con la mantenida cobardemente por González en el Congreso de los Diputados. La errónea política antiterrorista del gobierno socialista español debilitaba a nuestro país en todos los foros internacionales de Seguridad y el encubrimiento directo de la Corona a la corrupción policial y política era motivo de los análisis de Inteligencia de nuestros principales aliados.
Es indudable que el 23 – F y el GAL, a pesar de pertenecer al ámbito de la política interior tuvieron un impacto muy negativo en la imagen exterior de España. A la vulneración de principios democráticos que nunca deberían ser violados se unía la chapuza en la ejecución, lo que señalaba la incompetencia de aquellos que jugaban a estadistas, la falta de asunción de responsabilidades ante el fracaso, lo que indicaba el talante cobardón de los inspiradores o lo que es lo mismo su falta de fiabilidad, y por último la apropiación indebida y masiva de los fondos del Estado, lo que no dejaba lugar a dudas sobre la verdadera catadura moral de la mayor parte de la clase política que se aprovechaba de los fallos del sistema político e instalaba la filosofía, a derecha e izquierda, de no tocar ni revisar la Constitución pues ello permitía entrar a saco en los fondos del Estado y poder sacar beneficio material inmediato.
De manera simultánea y a lo largo de todo el tiempo de su reinado, el mundo ha asistido al irresistible enriquecimiento del monarca español sin que hasta el momento se sepa de donde provienen la mayor parte de sus ingresos anuales, ni si la mayor parte de su capital lo tiene en bancos españoles o en paraísos fiscales. Me parece evidente que un Jefe de Estado, sobre todo si es permanente y no está sujeto a unas elecciones, debe tener sus intereses más vinculados a la suerte del país que representa de lo que Juan Carlos I se vincula financieramente con España.
Los regalos de todo tipo aceptados por la Corona, ya sea por particulares, jeques u otros Jefes de Estado y del que en mayor o menor medida han participado la familia real, deja un tufo de favores y privilegios que para nada se compadece con la imagen que debe tener la Jefatura de un Estado que quiere ser respetable y respetado. Es conocido que en política todo lo que se recibe debe devolverse de una u otra forma. Si el Rey necesita un barco, deben ser los presupuestos quienes corran con el gasto una vez debatido en el lugar oportuno si el gasto procede o si bien es mejor que navegue 15 nudos más lento y aplicar el gasto a otras medidas más urgentes. Aunque siempre se encontrará un cortesano tonto, y dispuesto en convencer al común en que la aceptación del regalo enriquece el patrimonio nacional. Hasta la fecha a mi no me han comunicado que día me toca navegar y sin embargo sí puedo cuando yo quiera contemplar una pintura de Goya que también pertenece al Patrimonio.
Es obsceno que el Rey acepte regalos de potencias extranjeras, comerciantes, fabricantes o particulares. La obscenidad está en relación directa con el valor material del regalo. Nuestro Jefe del Estado no es responsable judicial de sus actos, pero evidentemente sí es criticable por los mismos. Es evidente, que el mayor símbolo y representante del Estado no debe presentar una vulnerabilidad tan nefasta para el interés nacional. También es un hecho que las hojas del calendario no pueden ir hacia atrás, pero si es deseable que en este aspecto el heredero a la Corona no siga el ejemplo paterno.
Esa deriva frívola ha tenido su guinda en el comportamiento delictivo de una hija del Rey y su cónyuge, Cristina e Iñaki, que han entrado a saco en los fondos públicos utilizando la cobertura de una empresa «sin ánimo de lucro» y que contando con la Hacienda Pública y con la Fiscalía, como colaboradores necesarios, para disimular el delito e incluso la imputación de la Infanta. Para esta gente de alta cuna y de baja cama vuelve a ser prioritario quedarse con un dinero que no es suyo aunque con ello quede herido de muerte el Estado de Derecho. Con semejante panorama es ridículo ni siquiera plantearse en que consiste el prestigio nacional y mucho más como puede la Casa real y el Rey impulsarlo.
Esta moral de aceptación de regalos por favores para alcanzar un enriquecimiento rápido ha transcendido a la sociedad y ha llevado, incluso, a una ministra a declarar que el dinero público no es de nadie. Filosofía muy útil para todos aquellos que aspiran desde el servicio público hacer un capitalito en poco tiempo. Creo que si en este campo la Corona hubiera actuado de manera cuidadosa y ejemplar el problema no hubiera alcanzado las proporciones que hoy tiene. Internacionalmente el asunto es aún más grave si se considera desde un gobierno, aliado o no, que la Jefatura del Estado de un país objetivo esta a priori interesada en aceptar presentes cuanto más costosos mejor.
En definitiva, la ejemplaridad de la Corona unida a la armonización de los intereses de la Casa Real con los de la nación deberían ser las prioridades personales e institucionales de todos sus miembros. Otra cosa deja a la Jefatura del Estado vacía de contenido y presa fácil de la frivolidad, mal endémico de las clases acomodadas. En la primavera del año 2011, el mundo contempló la boda en Londres del hijo del príncipe de Gales. Enlace al que asistieron los príncipes de Asturias, mientras los barcos de la marina británica violaban repetidamente las aguas territoriales en Gibraltar e impedían a las lanchas de la Guardia Civil detener a los contrabandistas. La boda familiar a la que asiste el heredero al trono de España constituye una frivolidad cuando prima su presencia en un acto a cualquier otra consideración política, como es el caso. El prestigio nacional no debe estar, en ningún caso, subordinado a un interés particular, aunque este último esté vinculado con la Zarzuela.
Encuadrar el papel de la Corona en la letra y el espíritu de la Constitución es la intención del anterior análisis. El camino político hacia otros derroteros aparentemente más complacientes para la vanidad humana, llevará inevitablemente al fracaso político una vez más. Juan Carlos I para afianzarse en el trono, además de los apoyos mencionados ha contado con el favor de la mayor parte de los ciudadanos que a veces han mirado para otra parte para protegerlo, sobre todo de él mismo, en los agujeros negros de nuestra historia reciente. Para terminar podría decirse que, desde Fernando VII, nunca en España uno ha debido tanto a tantos.
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