Sobre la distinción entre patriotismo y nacionalismo

Sobre la distinción entre patriotismo y nacionalismo
En su libro «Por amor a la patria» Maurizio Virolli, profesor de Teoría Política de la Universidad de Princeton, recuerda que el lenguaje del patriotismo moderno fue construido sobre el legado de los clásicos. Los filósofos, historiadores y poetas modernos tomaron de las fuentes griegas y romanas tanto el contenido religioso como el político del patriotismo. Como diversos autores han señalado, el patriotismo clásico tiene una profunda veta religiosa. La patria de los clásicos es la tierra, los templos y las instituciones de los padres, un ámbito sacralizado por los Dioses, vinculado a los héroes y los sabios, regulado por las leyes y santificado por la adoración. Por esta razón «el patriotismo clásico es un sentimiento enérgico, la suprema virtud» en la que las demás virtudes convergen. «Lo que el Hombre considera más precioso está relacionado con la idea de patria, porque a ella están ligados su propiedad, su seguridad, sus leyes, sus valores y sus Dioses. Perderla significa perderlo todo». Tal patriotismo religioso une a los clásicos y a su patria –a la vez generosa y severa- con un vínculo sagrado. Implica un amor exigente, sin condiciones ni distinciones entre unos ciudadanos y otros. Como consecuencia de ese elemento religioso del patriotismo clásico, la tradición grecorromana reserva la gloria perenne y la beatitud eterna, no sólo a los filósofos que han logrado la iluminación, sino también a los héroes civiles. En el mundo clásico la divinización está ligada a la sabiduría y al heroísmo. Así pues, a los buenos gobernantes y a los ciudadanos excelentes les aguarda un destino solar.
Sobre este fondo sagrado se desarrolla el vector propiamente político del patriotismo clásico, basado en la identificación de la república con la libertad y el bien comunes. Cicerón, por ejemplo, relaciona la patria con la libertad y con las leyes. Salustio presenta a la patria y a la libertad como contraposición al gobierno oligárquico. Quintiliano distingue entre la natio, el aspecto etnográfico de un pueblo, y la patria, entendida como las leyes y las instituciones de su Estado. Dicha patria entendida como res publica exalta la pietas y la caritas, el respeto y la benevolencia, dirigidos a la propia patria y a los compatriotas. Esta concepción del patriotismo quebrará con el hundimiento del mundo clásico y no volverá a aparecer hasta el resurgimiento de ese mundo en las ciudades-estado italianas del Renacimiento. En la Edad Media cristiana la sacralidad del Estado y el consiguiente carácter religioso del patriotismo desaparecieron. La sacralidad se transfirió a la institución eclesiástica y el orden político se convirtió en un brazo secular servidor de la Iglesia o tutelado por ella. Caballeros y vasallos se sacrificaban pro domino, por un señor (un noble, un monarca, la propia Iglesia), no pro patria, no por un Estado cuyas leyes e instituciones fueran garantes de un bien común fundamentado en la justicia y la libertad. La Edad Media cristiana honraba un vínculo de fidelidad o fe con un dominus, no la virtus cívica.
Fue en el contexto intelectual de las repúblicas italianas y del Renacimiento donde el significado clásico de la patria y el patriotismo fue recuperado de nuevo. Virolli hace en su libro un repaso por los filósofos políticos más significativos del periodo. En el «Tractatus de bono común» (1304) Remigio de Girolami señala que el fundamento más preciado de la vida civil es «vivir juntamente en concordia y bajo la protección de leyes justas». El amor a la patria impone sobre aquellos que gobiernan la república la obligación de buscar el bien de toda la comunidad. «El bien común es la fuente del honor y la gloria de los ciudadanos, pues no hay nada más noble ni glorioso que ser ciudadanos de una patria libre donde se satisface el bien común». La corrupción política empobrece y lesiona la propia vida del individuo. La destrucción de la patria, y la consiguiente pérdida de la cualidad de ciudadano, destruye al propio Hombre, pues «no se puede vivir una vida humana propiamente dicha sin ser ciudadano». Por esta razón un ciudadano no puede permanecer pasivo ante la corrupción o las amenazas de destrucción que pongan en peligro la salud o la vida de la república.
La moral civil fue especialmente analizada por Matteo Palmieri en su «Vita civile» (1435-40), donde se subraya que las obligaciones para con la patria están por encima de las obligaciones para con los familiares. El vínculo civil tiene una cualidad espiritual que lo dota de una calidad superior a los meros vínculos naturales. Palmieri recupera en toda su extensión el elemento religioso del patriotismo clásico: defiende para los buenos gobernantes y los ciudadanos excelentes un más allá bienaventurado. Alamo Rinuccini, en su «Dialogus de libertate» (1479), analiza por su parte el tema de la obediencia y la ciudadanía. La libertad –intelectual, personal o política- es patrimonio de los espíritus fuertes y estos espíritus no están obligados a obedecer a otros «salvo que sus órdenes sean justas y legítimas y sirvan a un propósito útil para la comunidad». Así pues, sólo aquellos que posean fortaleza interior y ecuanimidad pueden ser gobernantes legítimos y ciudadanos dignos para la república. Rinuccini denuncia «la falta de fortaleza y la vil ambición» de quienes no se atreven a enfrentarse a los gobernantes tiránicos y sus partidos permitiendo, de ese modo, la servidumbre y el quebranto de la patria.

Para los filósofos del Quattrocento –y éste es un mensaje que hoy conserva toda su fuerza y validez- «lo opuesto al patriota que sirve a la libertad y al bien común es el ciudadano corrupto que sólo favorece sus intereses particulares o los de su partido». Leone-Battista Alberti remarca que «el ciudadano sensato sabe que el buen orden de la república no se puede preservar si los ciudadanos sólo se preocupan de sus intereses privados». Por lo tanto, incita al buen ciudadano a que se comprometa en el servicio a la república «para evitar que ésta caiga en manos de ambiciosos que usarían la fuerza del poder para corromper tanto la vida pública como la privada».
En la Florencia del siglo XV, como señala Virolli, este patriotismo de raíz clásica incorporaba, además del compromiso con la república, con la libertad y con el bien común, otros elementos del mundo grecorromano como «la celebración de la superioridad militar y cultural de la ciudad, la nobleza de los antepasados y la pureza del lenguaje». En su «Laudatio florentinae urbis» (1403-04), Lorenzo Bruni, además de exaltar el esplendor y la distinción de Florencia y de recordar que sin justicia y sin libertad «no merece la pena vivir», remarca dos elementos importantes. El primero, el de la igualdad cívica que no tolera «la arrogancia o el menosprecio a los otros» y el segundo, el de la acogida a aquellas personas de mérito y amantes de la libertad que han sido maltratadas en sus patrias de origen. Todos aquellos que han sido condenados al exilio por conjuras, envidias o poderes despóticos pueden encontrar una nueva patria en Florencia. «Mientras Florencia siga existiendo, a nadie le faltará de verdad una patria», dice Bruni. En su «Discurso para el funeral de Nanni Strozzi», un noble florentino caído en combate contra las fuerzas del Duque de Milán, Bruni exalta la forma de gobierno de Florencia frente a los regímenes tiránicos. «Por patria se refiere –en completo acuerdo con los republicanos romanos- a la república libre. Florencia, señala, tiene una constitución popular pensada para proteger la libertad y la igualdad cívica de todos los ciudadanos. Se merece, por tanto, la devoción de sus ciudadanos porque les permite a todos y a cada uno de ellos ‘vivir libres del miedo de los hombres’ y optar a los más altos honores públicos». A los florentinos reunidos en el funeral de Strozzi Bruni quiere inculcarles, no sólo el amor por la libertad común, sino también el orgullo de ser ciudadanos y artífices de una república excepcional.
Pero incluso una gran república necesita un ojo crítico que señale sus puntuales injusticias e imprudencias. Florencia lo encontró en Nicolás Maquiavelo, quien sirvió a su patria «con todas sus energías y con una honestidad impecable», sin por ello dejar de denunciar las faltas que veía. Su ideal patriótico está enraizado, una vez más, en la república de Roma, cuyas virtudes cívicas debían ser inculcadas a la juventud florentina. La falta de virtud cívica da paso a la corrupción y ésta a la decadencia y la pérdida de la libertad. Maquiavelo consideraba el establecimiento de leyes justas y la guarda escrupulosa de éstas como la piedra angular de todo el edificio político: es allí donde descansaba la diferencia entre el «vivere libero» y el «vivere servo». «Fue primordialmente por su amor a la república por lo que el pueblo de Roma consiguió ser libre durante siglos. Las muchas y buenas leyes a favor de la libertad pública que fueron aprobadas durante la república se debieron a la voluntad de los plebeyos de no ser oprimidos y a su determinación de resistirse a la insolencia de un sector de los patricios. El bien común (o la patria), como recalca Maquiavelo, al que las gentes de antaño eran tan devotas, era su libertad individual para perseguir sus propios intereses sin verse obstaculizados o que sus derechos fueran infringidos por hombres poderosos y arrogantes». Maquiavelo también remarca el tema ciceroniano de que servir a la patria es la obligación moral más importante del hombre honrado. El amor a la patria da fuerzas para llevar a cabo hechos heroicos en momentos excepcionales y, a la vez, alimenta la civilidad en circunstancias ordinarias. Maquiavelo afirma que el patriotismo estimula el orden civil y el orden de las costumbres. El debilitamiento del patriotismo no sólo conlleva la pérdida de la cohesión y de la libertad, sino que también provoca la decadencia moral de una sociedad. El filósofo florentino, en fin, se adhiere al tema clásico de la beatitud celeste que está reservada para el héroe cívico. «Alguien que ha salvado a su patria merece a su vez ser salvado. Su acción fue extraordinaria y la recompensa debe serlo igualmente. Durante sus vidas en la tierra los héroes patrióticos hicieron a su patria noble y feliz. Cuando mueren, les está permitido disfrutar de la beatitud perenne por intervención especial de la Divinidad».
Todas estas voces hablan de una concepción de la patria y del patriotismo que no tiene nada que ver con el nacionalismo. Virolli comienza su ensayo denunciando que en el lenguaje corriente de hoy, e incluso en cierta literatura académica, patriotismo y nacionalismo son utilizados erróneamente como sinónimos. «La transformación del patriotismo en nacionalismo», cita a M.G. Dietz, «o incluso el reconocimiento del nacionalismo como una ‘especie’ de patriotismo, revela que hemos perdido literalmente el contacto con la historia, con un pasado muy real en el que los verdaderos patriotas se atenían a una serie particular de principios políticos y a su práctica, esto es, a una concepción de ciudadanía que tiene escaso parecido con el nacionalismo moderno». El propósito de Virolli es demostrar que patriotismo y nacionalismo «pueden y deben ser diferenciados». El lenguaje del patriotismo es el de la libertad común: invoca y fortalece «el amor hacia las instituciones políticas y defiende la libertad común de los ciudadanos, es decir, el amor a la república». El lenguaje del nacionalismo es, en cambio, el de la exclusión y el de la singularidad y la homogeneidad grupales: «se fraguó en la Europa de finales del XVIII con la pretensión de fomentar la homogeneidad cultural, lingüística, étnica e ideológica» de una colectividad. La idea de ‘nación’ que patriotismo y nacionalismo tienen es, en consecuencia, opuesta. El patriotismo identifica a la nación con la ciudadanía; el nacionalismo con el terruño y sus particularidades, ficticias o reales.
Así pues, los enemigos de ambos también serán distintos. «Mientras que los enemigos del patriotismo republicano son la tiranía, el despotismo y la corrupción, los enemigos del nacionalismo son la contaminación cultural, la heterogeneidad ideológica, la impureza étnica y la pluralidad social, política e intelectual». Esto no quiere decir que el patriota pase por alto o desprecie la cultura, el origen étnico, la lengua o las tradiciones populares, sino que para él «el valor principal es la República (entiéndase la Res publica, el Estado que es garante de un sistema de libertades políticas y personales y de un estatus de igualdad entre sus ciudadanos) y la forma de vida libre que ésta permite». Para el nacionalista, en cambio, los valores primordiales son la unidad espiritual, ideológica y etnológica de su colectividad: «la República es rechazada o considerada como un hecho de importancia secundaria». Estos valores diferentes determinan que patriotismo y nacionalismo inculquen o fortalezcan en el plano de lo colectivo dos tipos muy distintos de amor: «un amor solidario y generoso, en el caso del patriotismo; una lealtad acrítica e incondicional y una adhesión exclusivista en el caso de los nacionalistas». El patriotismo promueve el bien de todos los que integran una comunidad política, independientemente de sus particularidades. El nacionalismo intenta satisfacer sólo el interés de sus particulares.

Como señala Virolli, además de ser una equivocación histórica, la confusión entre patriotismo y nacionalismo tiene efectos prácticos perniciosos. «Entendido debidamente, el lenguaje del patriotismo republicano podría servir como un fuerte antídoto contra el nacionalismo. Como el lenguaje del nacionalismo, es esencialmente retórico: busca resucitar, fortalecer y dirigir las pasiones de un pueblo con una identidad específica, más que obtener la aceptación por parte de agentes racionales impersonales». La identidad específica que el patriotismo se esfuerza por reforzar es la basada en el amor a las libertades y a las gestas comunes de un pueblo, algo tan directamente propio como puedan ser la etnología o el terruño que exalta el nacionalismo. Precisamente porque compite con el nacionalismo en el mismo terreno de las pasiones y de la identidad colectiva, y porque usa más los argumentos retóricos que los puramente racionales, «el patriotismo es un contendiente formidable para el nacionalismo. Trabaja sobre los vínculos de la solidaridad y de la fraternidad que intenta convertir en fuerzas que sostienen la libertad en lugar de fomentar la exclusión o la agresión». El patriotismo no les dice a los españoles que quieren seguir siéndolo que deberían pensar y actuar como ciudadanos del mundo, o como amantes de una libertad y una justicia anónimas. Les dice que deben convertirse en ciudadanos españoles «comprometidos en la defensa y el mejoramiento de su propia res publica, y que vivan libremente a su aire, y lo dice usando conmovedoras imágenes que se refieren a memorias compartidas y a historias llenas de significado que dan color y calor al ideal de la república». El patriotismo republicano recuerda que tenemos una obligación moral con nuestra patria porque estamos en deuda con ella. «Le debemos nuestra vida, nuestra educación, nuestras lenguas y, en los casos más afortunados, nuestra libertad. Si queremos ser personas con moral, debemos devolver lo que se nos ha dado, por lo menos en parte, sirviendo al bien común». Y puesto que el patriotismo es la defensa del bien y de la libertad comunes, exige «luchar contra cualquiera que intente imponer el interés particular sobre el bien común». Eso significa que el patriotismo debe luchar contra el totalitarismo, contra el despotismo, contra la arbitrariedad y contra la corrupción. Significa que si nuestro país no es libre, debemos luchar por hacerlo libre en vez de abandonarlo y buscar la libertad en otro lugar. Pero también significa que el patriotismo debe luchar activamente en el terreno de las pasiones políticas contra el nacionalismo.
Dura como es, dice Virolli, no se puede menospreciar la tarea de trabajar para alentar el patriotismo. El patriotismo no es posible sin la virtud cívica, esto es, sin el compromiso con las libertades y los derechos comunes y la disposición a sacrificarse en su defensa. Sin embargo, muchos filósofos políticos contemporáneos ven la virtud cívica como «un vestigio irrecuperable y obsoleto» del mundo clásico y sus diversos renacimientos o como «un mito político» que sólo los nostálgicos están interesados en recuperar. Para ellos el ciudadano moderno –sin una vocación política clara, sin lazos significativos de comunalidad y absorbido por entero en los placeres de la vida privada- no es sensible al atractivo de un ideal como el de la virtud cívica. Los modernos, usando una distinción de Benjamin Constant, quieren una libertad a lo moderno, no la libertad de los clásicos. «El ejercicio directo y colectivo de varias partes de la soberanía completa, que los antiguos veían como la más alta expresión de la virtud cívica y la parte más ennoblecedora de la vida del ciudadano, es de poco interés para los modernos». Sin embargo, «una república decente necesita ciudadanos que sean capaces de amar y de vincularse». De vincularse no a peculiaridades folclóricas o étnicas, o un particularismo ideológico o religioso que pretenden identificarse como ‘propios’ de un pueblo, sino de amar a la libertad común y a las instituciones y el modo de vida que las sustentan y de vincularse con los compatriotas en su defensa. Virolli propone una recuperación del ideal de virtud cívica basado en la defensa de la libertad igualitaria, ésa que hace posible que «todos los ciudadanos de la república puedan vivir sus vidas como ciudadanos sin ser oprimidos al denegárseles el ejercicio de los derechos políticos, cívicos o sociales». Virolli recalca que la república de la que habla no es un ente impersonal basado en los valores universales de libertad y justicia. Se trata, muy al contrario, de «una república en particular con su forma particular de vivir en libertad.
Una república puramente política podría conseguir el consentimiento filosófico, pero no generaría ninguna vinculación, ningún amor, ningún compromiso. Para generar y sustentar este tipo de pasiones se debe apelar a la cultura común, a la memoria compartida. Si esta apelación tiene la libertad como objetivo, se debe recurrir a la cultura que emana de la práctica de la ciudadanía y que se sustenta en las memorias compartidas del compromiso con la libertad, el criticismo social y la resistencia contra la opresión y la corrupción». Los proyectos de reforma social y política inspirados por este ideal de república requieren «el compromiso, la solidaridad y el trabajo en común de muchos hombres y mujeres durante un largo periodo. Debe haber algún tipo de sentimiento de pertenencia o de ser miembro: para que uno realice su parte, debe sentirse parte de algo. El lenguaje del patriotismo republicano ofrece la retórica adecuada para ayudar a crear o reforzar el tipo de compromiso que un proyecto de reforma política y social inspirado por el ideal de la ciudad de todos requiere… Apela a sentimientos compartidos, que a menudo se encuentran en estado letárgico, para trabajar juntos con miras a propósitos que son comunes a todos y a la vez cercanos a cada individuo. Hablar de patria acerca la republica a los corazones y las almas de los ciudadanos y da a los ideales de libertad igualitaria y justicia, que están comprendidos en el concepto de república, los colores y el calor que motivan la acción y el compromiso».
Señala Virolli que la historia demuestra que cuando una nación se encuentra ante una grave crisis moral y política, son los lenguajes del patriotismo o del nacionalismo los que consiguen en último término la hegemonía intelectual. «Estos lenguajes parecen poseer una fuerza unificadora y movilizadora que falta a otros». Este punto resulta especialmente pertinente para la España actual, amenazada como nación y como res publica por unos nacionalismos periféricos de corte secesionista y por un poder central en manos de una casta política empeñada en una deconstrucción suicida del Estado.

Virolli remarca la importancia de que la izquierda genuinamente democrática asuma los valores del patriotismo. «La retórica nacionalista ha sido y aún es muy influyente con respecto a los pobres, los desempleados, los intelectuales frustrados o las clases medias en declive. Las personas socialmente humilladas o descontentas encuentran en el nacionalismo un nuevo sentido del orgullo, una nueva dignidad». Con ciertas excepciones loables, es muy poco lo que desde una perspectiva socialdemócrata o marxista se ha hecho para construir un patriotismo que combata eficazmente al nacionalismo. En España la contribución de la izquierda a este particular es prácticamente inexistente. Aunque en honor a la verdad, lo mismo hay que decir de la derecha.
A lo largo de los siglos, concluye Virolli, el lenguaje del patriotismo político ha sido utilizado para motivar a los ciudadanos para que trabajen unidos en la consecución de repúblicas en las que todos y cada uno puedan vivir según su voluntad y como ciudadanos libres e iguales. A veces, el lenguaje del patriotismo ha sido usado como reclamo para unir a todos aquellos que quieren vivir como ciudadanos libres frente a aquellos que encuentran insoportable la igualdad política y civil.
En otras circunstancias, ha sido invocado por los excluidos para denunciar la opresión política y social o para unir a todo un pueblo frente a un invasor opresor. «Si se utiliza debidamente, el lenguaje del patriotismo centrado en el ideal de una república protectora de la libertad y la igualdad aún puede sostener diferentes formas de acción política emancipadora.
Puede funcionar como una poderosa herramienta intelectual para redescubrir y aprender a practicar la política de la mejor manera posible». El patriotismo puede ser el medio virtuoso, a la vez racional y pasional, entre los dos extremos de (a) una política anti-nacional, desgajada del tronco cultural propio y sostenida por un sectarismo ideológico frío y (b) una política nacionalista, falsamente homogeneizadora de la realidad, basada en sectarismos prepolíticos pertenecientes a lo étnico, lo sentimental y lo religioso. Entre ambos extremos hay un espacio «para una política posible de la república». La tarea del lenguaje del patriotismo es «mantener franco ese espacio».

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    Acerca de Lydia Morales

    Licenciada en Filología. Profesora de Lengua y Literatura Española. Escribe artículos de opinión de temática política.