Serrano Súñer y la Historia

Serrano Súñer y la Historia
Cuando se me invitó a pronunciar la conferencia final de un ciclo dedicado a Ramón Serrano Súñer sentí una inicial sensación de distancia que lo situaba en una época distinta a aquella en que yo había desarrollado mis propias actividades políticas. Pensé que me comprometía a diseñar una interpretación remota de un personaje que no había conocido personalmente y que dormía en los archivos de la historia de España.
Pero, en cuanto removí mis recuerdos, comprendí que la historia de nuestro siglo XX estaba entrelazada, como los hilos de distintos colores de un tapiz, de tal manera que no era posible una visión panorámica del conjunto sin contar con todos los matices de la trama. El siglo XX está enmarcado en unas fechas que coinciden con la larga vida de Serrano Súñer, de tal manera que repasar su biografía nos da la perspectiva completa de una época dividida en dos fases de la vida de España y de Europa, casi simétricas. Un medio siglo convulsivo y otro medio siglo evolutivo. La vida de las generaciones inmersas en las convulsiones de la primera mitad del siglo fue mucho más dramática y conflictiva que las de las generaciones de España y de Europa en paz de los que tuvimos una mejor suerte vital. Pero no porque nosotros fuésemos radicalmente distintos, sino porque lo eran unas circunstancias que no se eligen por simple voluntarismo, sino que son consecuencia de las corrientes de la historia que fluyen, como el curso de un gran rio, por el que corre una humanidad parecida a través de distintos paisajes. En todas las circunstancias es posible servir a España positivamente pero, unas veces, el rio pasa por cauces desbordados, por relieves torrenciales y por superficies enfangadas y otras sigue cauces regulares y riega tierras fértiles.
Empecé a comprender las circunstancias humanas de la vida de Ramón Serrano Súñer cuando encabecé una campaña electoral en Castellón donde yo resultaría elegido y, como consecuencia, me correspondería representar a aquella provincia en las Cortes Generales durante siete legislaturas consecutivas. Allí, en el Instituto de Castellón, había estudiado Serrano Súñer el bachillerato, mientras su padre, como ingeniero, dirigía las obras de construcción del puerto. Siempre recordó con especial afecto a aquella tierra a la que se sentía vinculado. Pero, allí, también, tendría su primer encuentro con el drama de la política. Allí, en 1.912, cuando terminadas las clases regresaba a su casa, le llegó la noticia del asesinato de Canalejas, que impresionó profundamente al joven estudiante, a su familia y al ambiente de la región valenciana donde José Canalejas era especialmente querido y admirado. De Canalejas pensaba Serrano, en sus escritos de madurez, que «el hombre, el político, era Canalejas, quien a su gran formación intelectual unía un mayor sentido realista, como lo demuestra las anticipaciones que tuvo como Jefe de Gobierno en la cuestión social, en el problema religioso, en su idea de la autoridad y de la dignidad del poder».
Yo coincidiría con la opinión de Serrano cuando el Congreso de los Diputados me encargó la redacción de la biografía y la ordenación de los trabajos parlamentarios de Canalejas, un siglo después del magnicidio. Entonces pude sumergirme en la vida breve de Canalejas como un ejemplo de vocación política. Pero Serrano, de niño, sintió con sensibilidad juvenil como, con aquel crimen, se desmoronaban las esperanzas de regeneración y estabilidad del equilibrio político que parecía haber logrado España con la Restauración, superando la traumática pérdida en el año 98 del siglo pasado de las últimas posesiones ultramarinas. La amargura de la generación del 98 que, desde otro punto de vista produjo la edad de plata de la cultura española, sería una herencia de patriotismo crítico e insatisfecho que asumiría la generación de Serrano Súñer.
Yo conocí un Castellón tranquilo y amable, donde por siete veces consecutivas ganaba mis elecciones sin problemas, que conservaba un recuerdo cariñoso de don Ramón, donde junto a la tradicional agricultura naranjera, prosperaba la industria cerámica y crecía el turismo. Pero aquel apacible Castellón no era como aquel que conoció Serrano, cuando el anarquismo segaba la vida de los presidentes de gobierno –Cánovas, Canalejas, Dato- ni aquel donde las tropas nacionales se abrirían camino hacia el Mediterráneo, por Vinaroz, para emprender la campaña final contra el obstinado gobierno del doctor Negrín, refugiado en Valencia, que alentado exclusivamente por la Unión Soviética estalinista, pagada con las reservas de oro del Banco de España, encontrarían, en su marcha hacia el sur a una catedral de Castellón destruida, pero no por turbas incontroladas sino por acuerdo oficial del Ayuntamiento republicano, que decretó utilizar sus piedras, una a una, para construir un matadero. Aquellas tropas terminarían su marcha en Alicante, donde había sido fusilado el amigo de siempre de Ramón Serrano Súñer, José Antonio Primo de Rivera y, un poco más hacia el sur, hacia la ciudad natal de Serrano, la marinera Cartagena, donde los barcos de la Marina amotinada de la República harían su última singladura hacia la Argelia, entonces francesa, donde el gobierno francés los devolvería al gobierno de Franco, ante el que estaba representado a título de embajador por el Mariscal Pétain. Menciono esta ruta bélica por el litoral levantino para explicar cuan distintos escenarios encontramos unas y otras generaciones, lo que explica, a su vez, las diferentes actitudes con que unos y otros pudimos enfrentarnos a la vida política de España y de una Europa que Serrano conocería desangrándose como campo de batalla de dos guerras mundiales.
Serrano, con vocación jurídica, preparó sus oposiciones a Abogado del Estado y estando destinado como tal en Zaragoza, conoció a un hombre de vocación militar, el general Franco, entonces director-fundador de la Academia General Militar donde, tras sus brillantes servicios en la guerra de África, estaba aplicando su experiencia a la formación de un centro de enseñanza modélico. Ambos estaban muy lejos de los partidismos políticos y eran eficaces servidores del Estado. El pesimismo de la tragedia del 98, y las heridas abiertas en la guerra del Rif, con el desastre de Annual, parecían cicatrices curadas con el victorioso desembarco de Alhucemas. Una cierta apariencia de tranquilidad, prorrogada a la vez que condicionada por la dictadura del general Primo de Rivera, encubría el agotamiento de una política afectada por una crisis económica internacional de negativas repercusiones sociales en Europa.
Sobre este fondo convulsivo nacería una II República, a través de unas elecciones municipales interpretadas abusivamente como palanca de un golpe de estado civil e incruento que fue acogido, sin resistencia, por sectores sociales que hasta entonces se consideraban compatibles con la monarquía, cuyo primer presidente, Alcalá Zamora, sería un exministro de la Corona y que, en la calle, provocaría, como decía José Antonio Primo de Rivera, «la alegría del 14 de Abril». Los periódicos de todo el mundo señalaban, como hecho singular, que en España se había hecho un cambio de régimen pacífico. Esta apariencia duraría pocas semanas y el humo de más de doscientas iglesias, conventos e instituciones religiosas daría un olor talibánico a las jornadas preconstitucionales.
A las Cortes de la República llegarían personajes de varia procedencia unidos por lo que percibían instintivamente como un proceso de renovación y modernización del Estado en el que había que integrarse y compartirlo desde distintas posiciones. Allí se encontrarían políticos como Serrano Súñer, Gil Robles o José Antonio Primo de Rivera y maestros del pensamiento como Ortega y Gasset. La pronta desilusión de Ortega sería la típica de un intelectual que choca con la dura realidad de la vida política, pero su influencia y su empeño en moderar el perfil agrio de la República influiría en todos los que no habían confundido un proyecto regeneracionista con un sectarismo revolucionario o un delirio ácrata. La idea de Ortega de «un proyecto de futuro común que uniese a todos los españoles» influyó en diversas propuestas pero no en la mentalidad de que la República era solo para los republicanos con carnet de legitimidad expedido por un sanedrín sectario. Serrano Súñer llegaría a las Cortes representando a Zaragoza, apoyado por una «Unión de Derechas» de origen agrario que agrupaba un conjunto plural e improvisado de fuerzas conservadoras y democristianas. También llegaría José Antonio Primo de Rivera, como diputado por Cádiz, preferentemente motivado por reivindicar la figura de su padre. Ni uno ni otro tenían, en aquellos días, una definición partidista definitivamente delimitada. Quizá, en el caso de Serrano Súñer, había una preocupación especial por la cuestión religiosa que facilitó su integración en el grupo parlamentario de Gil Robles y su Confederación Española de Derechas Autónomas, dándole un perfil de lo que en la actualidad llamaríamos en Europa un político democristiano. La boda de Serrano Súñer con la hermana de la esposa de Franco, Zita Polo, sería el momento en que se encontrarían, por razones puramente familiares y amistosas, Franco y José Antonio. El general permanecía en activo y, durante los breves años de normalidad republicana, prestaría importantes servicios a sucesivos gobiernos, como asesor del ministro de la Guerra –entonces se llamaba así al ministro de Defensa- durante la sublevación revolucionaria de Asturias y, posteriormente, como Jefe del Estado Mayor del Ejército. Hago esta referencia para destacar que tanto estos protagonistas como una gran mayoría de españoles, aun manteniendo ideas distintas al izquierdismo revolucionario, habían asumido la realidad institucional de la República y estaban en disposición de participar, desde sus diferentes modos de pensar, en un sistema formalmente democrático. Pero no fue esta la actitud de quienes se consideraban con derecho patrimonial sobre la República y, especialmente, la de las minorías burguesas y culturales que conscientes de su precaria base popular, se apoyaron exclusivamente en la capacidad de movilización de los partidos socialista y comunista y de las organizaciones sindicales afines, que los utilizaron como elementos decorativos temporales, mientras se preparaban para unos objetivos subversivos destinados a desbordar, en la práctica, el marco formal de la legalidad republicana.

Esto sucedía en España, mientras en la Europa de aquellos años se vivía una época de crisis del parlamentarismo y crecían como potencias totalitarias en expansión irresistible la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y el Nacionalsocialismo racista alemán. La tensión europea tuvo sus reflejos en España y sus imitadores superficiales, si bien sin configurar unos bloques compactos, hasta que las últimas elecciones republicanas dieron lugar a un Frente Popular decididamente revolucionario en el que la presidencia de la República de Manuel Azaña, tras la destitución, de legalismo discutible, de Alcalá Zamora, pasó a ser una apariencia escenográfica de democratismo, mientras toda la oposición no izquierdista era acorralada, perseguida y, en muchos casos, masacrada, incluidas muchas personalidades moderadas originariamente comprometidas con aquel régimen, pero no con las pasiones liberticidas que se habían desatado. El alzamiento militar de Julio de 1936 intentó forzar de hecho la anárquica situación con un golpe autoritario que no consiguió los objetivos previstos, quedando España dividida en dos zonas, en cada una de las cuales sufrieron su calvario quienes tuvieron la mala suerte de caer en el lado que no les convenía.
Este fue el caso de la familia Serrano Súñer, con sus hermanos José y Fernando asesinados y Ramón protagonista de una fuga rocambolesca, después de su traslado como enfermo a una clínica donde estaba vigilado como preso preventivo y donde contó con la ayuda del doctor Gregorio Marañón, de la Embajada de Holanda y del Gobierno argentino que lo embarcó en el torpedero «Tucumán». Tras esta odisea, llegaría a Salamanca en 1937, donde encontraría a su cuñado Francisco Franco, ya convertido en Generalísimo, instalado con su Cuartel General, en el Palacio Episcopal de aquella ciudad. Es entonces cuando conocería a Dionisio Ridruejo, un joven poeta, devoto de José Antonio, más por la línea literaria que por la estrategia política, que estaba adquiriendo protagonismo por la escasez de figuras falangistas, en su mayoría encarceladas o fusiladas en la zona republicana. Porque es el hecho que una de las características de aquella zona, que algunos pretenden presentar como democrática, fue la desaparición de la vida pública, cuando no de la vida misma, de todo representante político que significase derechismo, centrismo, liberalismo, democracia cristiana o cualquier categoría profesional o religiosa independiente del poder exclusivo de la izquierda revolucionaria.
Es entonces cuando un Serrano Súñer, horrorizado por los días vividos en la zona republicana, dolido por la tragedia de su familia y angustiado por la suerte de su amigo predilecto José Antonio, inicia su colaboración con su cuñado, ya titulado «Jefe del Gobierno del Estado». Como jurista, como Abogado del Estado y como parlamentario tenía la experiencia que a Franco le faltaba para reconstruir las estructuras de un Estado administrativamente desbaratado y civilmente desguarnecido. Convencido, como la opinión nacional e internacional, de que la unidad de mando era el principio básico para ganar la guerra, se entregó al servicio público en sus condiciones familiares que le facilitaron un contacto directo con el mando militar. Habiendo rechazado la Secretaría General de la Falange unificada y convertida en Movimiento Nacional, desempeñó el Ministerio de Interior, posteriormente de Gobernación. Sus planteamientos no eran la simple adaptación a una situación de hecho, sino que estaban influidos, frente al caos republicano que había vivido, por su anticomunismo radical y por las tendencias autoritarias que, en aquellos años, se ofrecían como una fórmula actual y potente en Europa. Ello le llevaría a asimilar las ideas organicistas de Salvador de Madariaga en su libro «Jerarquía y anarquía», a quien admiraba y, también, la influencia póstuma de José Antonio, con el que le había unido una gran amistad pero no una identificación política pero que, mitificado por el martirio, le hacía sentirse su albacea político y no solo el albacea testamentario. Fue bajo su tutela cuando Dionisio Ridruejo, apoyado en un cargo de Director General de Propaganda, dependiente de su Ministerio, capitanearía el grupo al que llamó José Luis Aranguren «Falangismo Liberal» que procuraría rescatar los valores de la generación del 98 y de la generación del 27, a través de la revista «Escorial» y activar una vida cultural a través de la Radio Nacional de España, el Instituto de España, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y el Instituto de Estudios Políticos, entidades creadas en una retaguardia campamental con ambiciones de Nuevo Estado. Pero el protagonismo nacional e internacional de Serrano Súñer llegaría con su nombramiento, después de la Guerra Civil, como ministro de Asuntos Exteriores en Octubre de 1.940, cargo que desempeñaría hasta 1.942. Fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores en una Europa en plena convulsión, con la II Guerra Mundial en la fase de expansión de los ejércitos del III Reich, Italia comprometida, Francia y Polonia invadidas y una cierta germanofilia extendida por España como agradecimiento a la posición de las potencias del llamado Eje durante nuestro conflicto interior.
En aquellos días, la España desangrada y empobrecida, no tenía otro objetivo que su reconstrucción en orden. Pero la figura de un ministro cuya tarea inmediata era mantener relaciones con quien dominaba el Continente, entonces Adolf Hitler, a la vez que evitar interferencias que mezclasen a España en la apocalíptica confrontación que estremecía a Europa, hacía inevitable una imagen intensamente reproducida en la prensa y los noticiarios de la época. Era el visitante espectacular de Hitler y Mussolini, vestido con los vistosos uniformes capaces de competir con la aparatosa parafernalia de nazis y fascistas, al menos en apariencia. Aquella Guerra Mundial fue el apogeo de la propaganda plástica superior a cuanto se había hecho en contiendas anteriores, con un alarde de publicaciones, radiotransmisiones, fotografías y películas que no tenían precedentes, tanto por unos mejores equipos mediáticos como por el talento sin escrúpulos de los funcionarios de unos y otros bandos que habían aprendido la lección de lo que se llamaría, desde entonces, guerra sicológica. Por ello, Serrano Súñer, no era dueño de su imagen, aunque lo fuera de sus negociaciones. Su perfil quedó grabado como cercano al totalitarismo, dispuesto a estrechar vínculos y comprometer a España en un nuevo conflicto. Siendo esto absolutamente falso, es casi inútil luchar con la pluma contra la fuerza de las imágenes. Así fue como, a pesar de su gran libro «Entre Hendaya y Gibraltar», y sus servicios a España, tendentes a evitar las presiones de la Alemania nazi, sus relaciones diplomáticas fuesen interpretadas en sentido contrario, como si fuese el promotor de una incorporación de España a la guerra y su cese, en 1.942 fue interpretado como el triunfo del neutralismo. El testimonio escrito del Jefe del Estado Mayor de la Fuerzas Armadas de Alemania, general Jodl fue que: «La resistencia del ministro español de Asuntos Exteriores, señor Serrano Súñer, ha desbaratado y anulado el plan de Alemania para hacer entrar a España en la guerra a su lado y apoderarnos de Gibraltar». «Ese jesuítico ministro de España –diría el general en un sonado discurso- fue el que nos engañó».
Gibraltar era entonces, como siempre lo es, un grave problema para nuestra estrategia y nuestra geopolítica. Lo mismo lo sería en poder de los alemanes que de los ingleses, porque el problema proviene de que un pequeño enclave pueda jugar un papel contaminante al servicio de intereses ajenos a los de la soberanía integral del territorio español. En aquel caso, la táctica de la Alemania nazi era estimular el sentimiento patriótico español impulsando una reivindicación que, en aquellos momentos, no era el objetivo prioritario para España, mucho más interesada en reconstruirse en paz que en la reconquista del Peñón que, en cambio, interesaba mucho a los alemanes para controlar el acceso al Mediterráneo. Igual podríamos pensar hoy, cuando vemos repostar en el arsenal de Gibraltar a submarinos nucleares, interfiriendo, bajo el pretexto de protección de los intereses de unos pobladores sobrevenidos, la política de no nuclearización del territorio que mantiene la diplomacia española. En aquel tiempo, con Europa ocupada hasta la línea de los Pirineos y doscientas divisiones alemanas inactivas, la resistencia era difícil y arriesgada y los argumentos de Serrano, estrechamente compenetrado con Franco en aquellos días, tuvo que basarse en ganar tiempo, mes a mes, tanto presentando la precaria situación militar de España, recién terminada la Guerra Civil, como haciendo patente la dificultad de suministros de alimentación y combustible que se requerían de una Alemania con una economía limitada y, sobre todo, con la dificultad de garantizar los suministros por tierra, a través de los Pirineos, cuando, en ningún caso, Alemania había conseguido el dominio del mar, aunque la guerra submarina entorpeciese el tráfico trasatlántico sin conseguir interrumpirlo nunca. La equivocada estrategia de guerra terrestre, sin asegurarse los caminos del mar, era el condicionante que hacía imposible la victoria final, como le sucedió en su tiempo a Napoleón. Ni Hitler ni Napoleón tuvieron nunca capacidad efectiva para desembarcar su fuerza en Gran Bretaña. Franco, nacido en Ferrol, la principal base naval atlántica española, siempre supo que lo vital para España no era cerrar la puerta del Mediterráneo sino mantener abiertas las comunicaciones por el Océano Atlántico, el lago anglonorteamericano, desde donde tendrían que llegar los suministros vitales para España, como le llegaron en la Guerra Civil, durante la Guerra Mundial y, en la actualidad, bajo la alianza llamada OTAN, durante la Guerra Fría. Todo lo demás no era sino un escenario teatral. Y Serrano Súñer fue el mejor actor en aquellos delicados contactos con un autócrata endiosado, impulsivo y engreído como era Hitler, al que no era fácil contener sin una fuerza real que oponerle y que demostró su capacidad de comprometerse en aventuras enloquecidas cuando abrió un frente en Rusia sin tener la menor capacidad ni de desembarcar en Inglaterra ni de rematar al gigante soviético.
La entrevista de Hitler con Franco en Hendaya, en Octubre de 1940, fue el intento de presionar desde lo más alto y se saldó con extraordinaria habilidad, con el compromiso de entrar en la guerra en una fecha indefinida que fijaría España unilateralmente. Como esta fecha no llegaba nunca, el imaginario ataque a Gibraltar volvió a plantearse, más ásperamente, como una exigencia de los intereses de la estrategia alemana antes que para satisfacer una reivindicación española, pero los fracasos en el norte de África y las frías estepas de Rusia hicieron perder firmeza a esta amenaza, que se iba alejando mes a mes, mientras Serrano evocaba ante los nazis el fantasma de Napoleón, perdido en dos frentes y por la mente de Hitler pasaba no solo la sombra de nuestros guerrilleros, complicando la vida al ejército napoleónico, sino el recuerdo de que, detrás de los guerrilleros, habían estado los británicos de Wellington desembarcados en Portugal con su costa siempre abierta y que lo que podría pasar era un adelanto de la invasión de Europa sin tener que esperar al desembarco de Normandía. De todas aquellas discusiones y negociaciones fueron testigos, por parte española, el diplomático Barón de las Torres y el profesor Antonio Tovar, que acompañaban como intérpretes a Serrano en todos los contactos y también quedó constancia, por parte alemana, en los juicios de Núremberg.
La dureza inseparable de la vida política, especialmente en tiempos convulsos, hizo que Franco sacrificase una presencia que se había hecho incómoda, no por el contenido y resultado de su gestión sino por la percepción por parte de los aliados de sus relaciones intensas y frecuentes con el III Reich. Por ello, nervioso y compungido, tuvo que decirle aquello de «te voy a sustituir» sin carta agradeciendo los servicios prestados. Terminaba así la vida oficial de Serrano Súñer que, como tantos patriotas, había sabido quemarse en el servicio al superior interés de España, a través de unas relaciones diplomáticas sin futuro cuyo único objetivo era mantener intocable el territorio de un pueblo hambriento pero independiente
Fuera del poder, renació su vocación de jurista y se convertiría en lo que fue el resto de su vida, un gran abogado de máximo prestigio. Pero su vocación política soterrada le llevaría a escribir una carta a Franco, en 1945, en que exponía su criterio sobre la conveniencia de una evolución política que liberase al Estado de la contaminación totalitaria e incorporase a la vida pública el espíritu liberal, haciendo posible el asentamiento de una monarquía democrática. Continuó algún tiempo ostentando por inercia legal la condición de Procurador en Cortes nato, como expresidente de la Junta Política, y abandonaría temporalmente su desinterés por la actividad institucional en 1947, al anunciarse el proyecto de Ley de Sucesión que confirmaba que, de acuerdo con invocaciones que, hasta entonces, eran solo retóricas, el Régimen no aspiraría a una dictadura indefinida sino que debería desembocar en una monarquía y sus consecuencias. Consciente de la importancia de este paso –»nadie podía desentenderse del proceso de su elaboración»- declaró al escritor Heleno Saña para su libro «El franquismo sin mitos»- presentó una enmienda al mecanismo de propuesta sucesoria que quiso publicar el diario ABC pero lo impidió la censura previa, aún vigente en aquellos años. Participó con sentido crítico en el debate de aquel proyecto, con conciencia de la influencia decisiva que tendría en un futuro, como así fue, aunque habría que esperar hasta 1969 para que la designación como Príncipe de España de D. Juan Carlos de Borbón permitiese que empezaran a moverse los preparativos de una futura transición política y consideró positivo este proceso desde la perspectiva de su lejanía de la ortodoxia oficial. Es obvio que sus consejos no fueron tenidos en cuenta en su totalidad, pero su presencia en la sociedad civil española fue, a partir de entonces, un referente que alentó las corrientes que, en aquellos días, se dominaban, como mínimo, aperturistas. La publicación, en aquella época, de su libro «Entre Hendaya y Gibraltar», en el que explicaba las circunstancias de la política que desarrolló al servicio de la seguridad de España, tuvo una gran repercusión y alcanzó diez ediciones consecutivas, aunque solo pudo publicarse después de una entrevista personal de Serrano con un Franco malhumorado que le dijo: «¿Que falta hace ese libro?» pero, finalmente, no se opuso a la edición. A partir de entonces desarrollaría una importante actividad como escritor político en el diario ABC y, en 1952, recibiría el premio de periodismo «Mariano de Cavia».

Cuando en 1956, formaban parte del Gobierno Joaquín Ruíz Jiménez como ministro de Educación y Raimundo Fernández-Cuesta como secretario general del Movimiento, se produjo lo que sería el primer intento de evolución y reconciliación, dentro del campo universitario, donde ostentaban rectorados hombres como Laín y Tovar que habían colaborado con Serrano Súñer. Ruíz Jiménez, con su perfil democratacristiano y Fernández-Cuesta, con la legitimidad de haber sido el secretario general en los días de José Antonio, estaban en condiciones de comprender el proceso de reformas con mentalidades próximas a la de Serrano, pero aquello terminó con el encarcelamiento de siete personas, de las cuales hoy solo sobrevivimos tres: Enrique Múgica, Ramón Tamames y yo mismo, entonces activista del sindicalismo estudiantil. Los otros nombres eran, Dionisio Ridruejo, José María Ruiz-Gallardón, Javier Pradera y Miguel Sánchez Mazas, con apellidos notables dentro del régimen, pero relacionados con los ambientes, entonces clandestinos, de los partidos comunista y socialista. Serrano Súñer conocía nuestras inquietudes a través de sus colaboradores, Dionisio Ridruejo y José María Ruiz Gallardón, si bien, por razones de edad y no ser, como él decía, «ni profesor ni estudiante», no participó directamente en algo que por entonces no trascendía más allá de la vida universitaria que, a partir de entonces, se convertiría en un espacio público relativamente libre. Dionisio Ridruejo era el director de Radio Intercontinental, emisora que era propiedad de Serrano Súñer y Ruiz Gallardón era su colaborador jurídico predilecto. Los dos fueron nuestros consejeros en la orientación gradual de nuestras propuestas y en la corrección jurídica de la iniciativa, que se configuró en un escrito elevado al Gobierno a través de notario. Las tensiones creadas por nuestra pulcra pretensión de apertura en el mundo universitario provocaron el cese de Ruiz Jiménez y de Fernández-Cuesta y excitaron, durante unos meses, un reaccionarismo cerril que, si hemos de ser sinceros, tampoco interesaba al propio Franco. Así que fuimos formalmente procesados, correctamente juzgados y absueltos en una vista en que no fueron necesarios los brillantes servicios con que se preparaban a defendernos la flor y nata de la abogacía española, tras producirse en audiencia pública la retirada de la acusación por parte del Ministerio Fiscal.
Aquella aventura nos hizo ver en Serrano Súñer y su entorno uno de los factores que alentaban y apoyaban un camino corrector de lo sucedido en la primera mitad del siglo XX en el que generaciones anteriores a las nuestras se habían enfrentado en un clima de crispación e intransigencia. El consenso y la moderación como conductas previas a una transición, que llegaría mucho más tarde, aconsejaban no romper el proceso de modernización material del país que establecería los fundamentos económicos y sociales que harían realmente posible la instauración de los principios básicos de las democracias occidentales. Estábamos iniciando lo que podría calificarse de pretransición, que no se construyó sobre el olvido de nada sino sobre la memoria viva no entendida como rencor, sino como deseo de corrección y progreso. No había ningún pacto de olvido ni de silencio sino, como escribió el historiador Stanley Payne (y lo cito literalmente) «un acuerdo tácito, que iba desde el partido comunista hasta la derecha, de dejar de reivindicar o instrumentalizar la Guerra Civil para fines partidísticos y así superar el extraordinario clima de polarización y guerra suscitado por la República». Aquí termina la cita. En este clima, la actitud correctora y responsable de personas que habían protagonizado un pasado tan difícil como el de Ramón Serrano Súñer y sus colaboradores fue un factor tan importante como el de otras personas provenientes de la izquierda. Así como la trágica Europa por la que viajó Serrano Súñer, supo encontrar caminos de reconciliación tras la II Guerra Mundial, también España supo seguir su camino hacia la convivencia pacífica en la segunda mitad del siglo XX.
Tras el capítulo estrictamente jurídico de la Transición -de la Ley de la Reforma Política a la Constitución-, a Ramón Serrano Súñer, en plenitud de facultades y lleno de experiencia, se le hizo una última y poco conocida tentación de regreso a la política, de la que tuve conocimiento a causa de mi elección como diputado por Castellón, presentado por el Partido Popular, entonces Alianza Popular, que no lograría representación en aquella provincia hasta la segunda legislatura constitucional, a pesar de que en la legislatura anterior había encabezado la lista una personalidad tan notable como Torcuato Luca de Tena Brunet. Pues bien, y esto es conocido por muy pocas personas, un sector de la sociedad castellonense pensó en la posibilidad de presentar a Serrano Súñer, en aquella provincia donde este había cuidado siempre una relación y un ambiente local favorable que venía desde su juventud, a lo que me referí en la primera parte de esta conferencia. Pero en política se suceden, a veces, curiosas simetrías y paralelismos. A principios de 1936, con José Antonio Primo de Rivera encarcelado y Franco como mando militar de las Islas Canarias, se iba a celebrar una segunda vuelta electoral o elección parcial en la circunscripción de Cuenca, territorio propicio a la derecha. Los dirigentes de Acción Popular, que era el grupo que tenía fuerza parlamentaria suficiente, se les ocurrió la idea de presentar a Franco y a José Antonio con la intención de atraer al primero a la Península y liberar de la prisión al segundo, al poder acogerse a la inmunidad parlamentaria, al menos hasta que el nuevo parlamento estudiase el hipotético suplicatorio si procediera. A José Antonio le pareció inoportuna la idea de emparejarse con Franco en esta candidatura porque consideraba que este era más importante como militar en activo que en un papel civil para el que no estaba habituado y porque consideraba que unir los dos nombres iba a ser una provocación excesiva frente al Gobierno del Frente Popular que iba a endurecer extremosamente la campaña. Le encargaron a Serrano Súñer, en cuanto amigo de José Antonio y cuñado de Franco, que fuese a Tenerife para convencer al general de que renunciase al ofrecimiento que le habían hecho. Serrano expuso a Franco los aspectos negativos que podía tener su irrupción en un terreno que no era el suyo, despojándose de su condición de militar prestigioso en activo y que era más aconsejable que dejase el campo libre a José Antonio, que necesitaba de la investidura parlamentaria pero que no debía presentarse con acompañamiento militar sino como un exdiputado más en una candidatura de corte civil. Franco renunció a la idea, no sin algún desagrado inicial, según cuenta Serrano en sus memorias. Por otros motivos, aquel plan no llegó a realizarse con aquellos nombres.
Pues bien, esta reflexión parece reproducirse cuando los promotores de la candidatura de Serrano comprendieron los efectos negativos que su presentación podía tener, tanto personalmente para Serrano como para el partido proponente. La dureza de aquellas primeras campañas electorales hacía presagiar una desaforada utilización de la imagen de Serrano, con sus fotografías con Hitler y su parentesco con Franco, en un ambiente nada propicio a analizar explicaciones sobre la naturaleza de los servicios a España prestados, en otros tiempos, por Serrano. La campaña podría alcanzar dimensiones internacionales, envolviéndolo, otra vez, en las imágenes de una referencia pretérita y controvertida que no solo sería ingrata para su persona sino perjudicial para quienes lo apoyaban. Fue conveniente hacérselo ver a él, que lo comprendería inmediatamente, para pedirle que cortase de raíz los primeros pasos iniciados por sus amigos de Castellón y fue encargada una persona del mayor relieve de entrevistarse con él en una conversación poco agradable, pero que Serrano suavizó desde el primer momento, con su inteligencia y su tacto político. Siento no estar autorizado por la persona que cumplió aquella misión para hacer público su nombre, pero si puedo decir que, aquella misma persona, me puso en contacto con algunos amigos de Serrano con arraigo en Castellón para que me ayudasen en mi candidatura.

En su longevidad activa, Ramón Serrano Súñer, como jurista y como escritor, pudo contemplar serenamente la evolución de la Europa que había conocido ensangrentada por la guerra y ver una Unión Europea pacífica y laboriosa, con Alemania reunificada, el comunismo soviético desarbolado y España homologada como Estado de Derecho en todos los foros de la política mundial. Es de suponer que el curso de la historia le daría algunas satisfacciones a su espíritu conciliador, hasta el día de su muerte en el año 2002. También le daría algunas preocupaciones que quisiera alejar de su mente, como «el peligro de una Tercera Guerra Mundial con el uso de armas atómicas y bacteriológicas» a lo que se refería en una de sus últimas cartas al exdiputado del Partido Social Revolucionario José Antonio Balbontín.
Serrano Súñer vivió las dos mitades del siglo XX, la convulsiva y la evolutiva, como actor y como espectador. Quizá tuvo la suerte de no contemplar los primeros lustros de este siglo XXI, con su crisis económica, su falta de valores morales, los desafíos a la paz desde el fanatismo terrorista del islamismo radical y los ataques a la unidad de España desde nuestro interior. Serrano detectaba, a finales del siglo XX, que «gran parte de los españoles han perdido la conciencia de la patria, o la tienen muy debilitada». Estaba diagnosticando algo a lo que nadie parece dispuesto a poner remedio. Su vida fue un capítulo completo y cerrado de la historia. Nosotros, ahora, nos encontramos en un capítulo abierto hacia no sabemos dónde. Él vivió entre convulsión y evolución. Nosotros tenemos la agria impresión de deslizarnos desde la evolución hacia la convulsión. Pero no es lícito envenenarnos con la amargura del pesimismo. Precisamente, al repasar la difícil biografía de Ramón Serrano Súñer no podemos dejar de comprender que España pasó tiempos mucho peores y ninguna tempestad ha podido con ella. Nuestra reflexión remueve las sombras trágicas de un pasado pero, también, nos da luces de esperanza. Mientras España tenga personas dispuestas a servirla honradamente, como se sirve a un destino unitario e imperecedero que pasa por distintas vicisitudes políticas, sin dejar de ser ella misma, siempre nos abriremos camino para continuar nuestro paso por la historia.
Para entender y valorar la trayectoria de políticos, como Ramón Serrano Suñer, es necesario liberarse de los prejuicios del presente y sus interpretaciones parciales de la historia y contemplar los hechos en su contexto, tal y como afectaron a gentes en determinadas circunstancias no elegidas por ellas mismas. Se trata de personas que se dedicaron al servicio de la rehabilitación y seguridad del pueblo español y a la reconstrucción de su marco vital. Los auténticos políticos, muchas veces injustamente denostados, saben que a los pueblos no se les sirve solo con convicciones voluntaristas sino en circunstancias ajenas a la propia voluntad que imponen el donde, cuando y como es posible actuar y cumplir el objetivo esencial de la supervivencia de una identidad colectiva. A esta identidad esencial, en la que se funda la soberanía del pueblo español, sirvió Ramón Serrano Suñer en una época trágica de la historia de España y de Europa. Su aportación supuso quemar sus notables cualidades políticas en las llamas que abrasaban a un mundo en guerra para salvaguardar del fuego la integridad, la independencia y la paz de España.

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    Acerca de Gabriel Elorriaga Fernández

    Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Ex diputado y senador