Que los dos partidos más opuestos de nuestro espectro político coincidan en su estrategia no debería sorprendernos, pues ambas formaciones pecan de un evidente desprecio hacia el sistema democrático que les ampara. Asumir que invariablemente cuentan con el apoyo mayoritario de la ciudadanía, permite a sus dirigentes prescindir de las instituciones intermedias que dan vida al sistema democrático, fomentando sistemas cesaristas que en nada tienen que ver con el respeto de la voluntad general, y sí con el ejercicio de un poder ilimitado.
En noviembre de 1787, James Madison, en su artículo titulado La utilidad de la Unión como salvaguardia contra la facción y la insurrección domésticas (el Federalista nº 10), ya advertía de los peligros que para los futuros Estados Unidos suponía el surgimiento de facciones políticas. Para Madison, toda facción es «un grupo de ciudadanos unidos, ya sean una mayoría o una minoría del conjunto, que actúan bajo un impulso común de pasión o interés contrario a los derechos de otros ciudadanos y a los intereses permanentes y agregados de la comunidad».
Madison era consciente de que la uniformidad de ideas era una quimera tratándose de una comunidad humana, dados los distintos intereses de sus integrantes, y tan sólo aboliendo la libertad podría lograrse. Al contrario, el sistema democrático permitiría que todos los intereses tuviesen su expresión, controlando sus efectos más perniciosos para la sociedad, convirtiéndose así en el mejor arreglo posible para garantizar la libertad de todos impidiendo el dominio absoluto de una voluntad particular. En dicho esquema, la ley juega un papel vital, al regular las relaciones entre esos intereses distintos, si bien nunca se podrá excluir del todo la inestabilidad, la injusticia o la confusión, lo que será utilizado por los enemigos de la libertad para atacar al gobierno representativo.
De hecho, señala Madison que los partidarios de la democracia pura (a la que sin duda apelan quienes recurren al socorro de esas imaginarias mayorías), «han supuesto erróneamente que reduciendo a la humanidad a una perfecta igualdad en sus derechos políticos, al mismo tiempo será también equiparada y asimilada en sus posesiones, sus opiniones y sus pasiones». Tal sistema es justo el opuesto a la república, donde la clave reside en la delegación del poder a través del gobierno representativo, donde quedan garantizadas la seguridad personal y los derechos de propiedad individuales, algo incompatible con un sistema igualitario.
Así, y volviendo a nuestra realidad patria, mientras el gobierno del Partido Popular ha optado por una estrategia política que prima los intereses de una élite económica contraria a los derechos del resto de la sociedad (recortes sociales mientras se conceden ayudas y rescates multimillonarios a la banca, amnistías fiscales a los grandes evasores mientras se culpa a los autónomos por no declarar todos sus trabajos…), del lado contrario, el recién llegado Podemos promete instaurar una sociedad igualitaria que superará todas las contradicciones de nuestro actual sistema.
Mientras las consecuencias del modelo neoliberal implementado por el gobierno de Rajoy son de sobra conocidas (aumento de la desigualdad social, precarización laboral, caída de la calidad de los servicios públicos, desajuste fiscal y aumento de la deuda pública, etc.), conviene tratar de imaginar las de la propuesta igualitaria de Podemos, tan peligrosas o más como las que ahora sufrimos.
Si la Naturaleza es sabia, ¿por qué se empeña el hombre en superar sus limitaciones llevándole la contraria? ¿Dónde en la Naturaleza existe la igualdad? ¿No fue la selección natural la que ha permitido nuestra evolución? No al parecer para quienes el dedo divino nos colocó aquí ni para quienes creen tener la receta mágica para acabar con nuestros males. Para éstos últimos, la imposición de la igualdad siempre ha sido la opción más socorrida, por muy altos que sean sus costes. Como quiera que la igualdad no existe ni podrá existir nunca, al ser una aspiración de la mente humana, los métodos para lograrla han sido siempre traumáticos.
Para implantar la igualdad existen dos vías principales, o bien se iguala por arriba, es decir, el modelo al que se tiene que amoldar todo hombre y mujer se encuentra muy por encima de la media, o bien por abajo, es decir, se reduce a la humanidad a su mínimo común denominador, muy por debajo de la media. En ambos casos la víctima principal es la libertad individual.
En el primer modelo, las personas se ven obligadas a alcanzar unos niveles de desarrollo personal tan exigentes que les obligan a seguir una estricta disciplina interna y externa, todo el que no logre llegar al ideal impuesto es superfluo para sociedad. La Alemania nazi con su ideal de raza aria es el ejemplo típico, el resultado ya lo conocemos, seis millones de judíos asesinados y cientos de miles muertos más por no encajar en su programa para alcanzar una comunidad de superhombres. En la actualidad, el rigorismo del Estado Islámico se ha convertido en la penúltima muestra de los desmanes de una sociedad gobernada por la obsesión de la pureza religiosa, donde quienes no cumplan con todos y cada uno de los sacrificios erigidos en nombre de la fe serán eliminados, y todo el que no comparta dicho credo será considerado un enemigo.
Al exigir tanto, la primera vía ha sido menos utilizada que la segunda, donde se mantiene a toda la sociedad en niveles mínimos de desarrollo que nadie puede superar, so pena de incurrir en alta traición. Tal sistema fue el preferido de las dinastías que reclamaban un origen divino de su poder, desde los faraones hasta los reyes absolutos, regímenes donde nada podía cambiar durante siglos salvo el poder ilimitado de la cúpula. Pero también ha sido el favorito de los sistemas inspirados en el marxismo, donde una ideología creada para la liberación de la clase obrera fue usada para mantener a millones de personas ancladas a su retraso, mientras sus élites sorteaban las restricciones de sus propios mandatos.
Corea del Norte es un ejemplo vivo al respecto, su gobernante y su círculo viven sin restricciones, pero el pueblo norcoreano no disfruta de ninguna libertad y vive con toda clase de limitaciones, mientras el programa nuclear devora millones de wones cada día. Si miramos al pasado, ningún régimen comunista escapa a esa tendencia de igualar por abajo. En China, Mao Zedong inició en 1966 la revolución cultural, cada chino debía portar consigo una copia de su Libro rojo, donde se recogían las enseñanzas del Gran Timonel. La revolución fue un desastre para China que retrasó su desarrollo por décadas y provocó la muerte de millones de personas. Mao llegó al poder en 1949 con la promesa de lograr la sociedad más igualitaria del mundo, ya su Gran Salto Adelante, utopía comunal campesina, había costado entre 23 y 38 millones de muertos, la Revolución cultural fue su legado final. Se persiguió a los intelectuales, los familiares se denunciaban entre sí, hubo desplazamientos forzosos, quema de libros, torturas, destrucción de templos y obras de arte, se usó a los niños como pequeños guardias rojos, se realizaron apaleamientos públicos por pertenecer a las clases educadas, en definitiva, a todo sospechoso de aburguesamiento o derechista. Sólo la muerte de Mao en 1976 acabó con los desmanes de la revolución, para entonces, China tenía el mismo nivel de desarrollo que Somalia.
En Camboya, el régimen criminal de los Jemeres Rojos liderados por Pol Pot cometió un verdadero genocidio contra su propia población. En 1975 comenzó la ruralización forzosa de la sociedad camboyana, las ciudades fueron vaciadas y sus habitantes enviados al campo en un proceso de reeducación que dejó a la Revolución Cultural china como un juego de niños. Un cuarto de la población camboyana murió, en total 1,7 millones, uno de cada tres hombres pereció en el proceso, el porcentaje de las mujeres fue menor, el 15% no escapó con vida. Toda actividad que no fuera la agricultura fue perseguida, llevar gafas era sinónimo de ejecución instantánea. Tras la caída de los jemeres rojos en enero de 1979, sólo pudo encontrarse un abogado vivo en toda Camboya.
La URSS, como cuna del experimento comunista, no pudo escapar a la tentación igualitaria. Durante la presidencia de J. Stalin, entre 1921 y 1953, se fusiló a más de 800.000 personas (más que todos los habitantes de la ciudad de Valencia), con más de 4 millones de presos víctimas de la represión política, de los cuales 600.000 morirían en la cárcel por enfermad, malnutrición o congelamiento (más que todos los habitantes de la ciudad de Málaga). Tales cifras no cuentan a los represaliados que no fueron detenidos pero que igualmente sufrieron la represión del régimen, ya fuesen deportados, expropiados, o forzados a vivir bajo pésimas condiciones. Todos ellos se convirtieron en enemigos del sistema al ser considerados prescindibles para el proyecto comunista, pues por diversas razones no entraban en los estrechos márgenes del nuevo modelo de camarada proletario.
Es decir, ya sea por exceso como por defecto, los proyectos igualitarios siempre acaban de la misma manera, en experiencias liberticidas con numerosas víctimas por los crímenes cometidos por un Estado totalitario, donde la ley es su voluntad y no la encarnación de la justicia. A mi juicio, es ahí donde reside el fallo de dichos experimentos igualitarios, sobre todo los del segundo tipo, pues al intentar instaurar la justicia a través de la igualdad, no se dan cuenta de que al no ser compatibles, acaban por no implantar ninguna de las dos. Que todos los hombres nazcan iguales no debe implicar que su desarrollo deba ser el mismo a lo largo de toda su vida, sí es de esperar de un régimen social justo que no se permitan desigualdades injustas, fruto de corruptelas o delitos, pero ahí se acaba la igualdad si queremos preservar nuestra libertad. Si se cruza la frontera de las distintas potencialidades no lograremos más que implantar un sistema injusto, sin libertad ni igualdad, donde el desarrollo no es posible bajo la cuadrícula de los programas Estatales, única vía para sostener la ficción igualitaria.
Pretender implantar un régimen igualitario a costa de todo lo demás es negar la evidencia, quizá en etapas tempranas del desarrollo infantil esté bien, pero incluso los niños han de aprender pronto que siempre habrá niños más o menos rápidos que él, más o menos listos, más o menos guapos, más o menos buenos…y que ha de ser su esfuerzo personal el que le ayude a superar tales diferencias. Si en lugar de ello culpamos al más rápido por correr más que los demás, al más listo por saber más que el resto o al más alto por destacar sobre sus compañeros, lo único que haremos será crear una sociedad aletargada donde nadie se esforzará más que lo mínimamente requerido por un Estado que siempre estará ahí para velar porque nadie sobresalga., y que convertirá la virtud en delito y la mediocridad en norma.
Imaginemos por un momento que se aplicara el ideal igualitario al deporte, no habría ganadores ni perdedores, lo que supondría su muerte automática, pues nadie se esforzaría por mejorar, en ausencia de recompensa alguna. Ya no habría más Michael Jordan, Pelé, Pete Sampras o Nadia Comaneci, el deporte se vería reducido a una practica no profesional, donde lo mismo daría quedarse quieto que correr más que nadie, ser el más hábil o el más inútil. Es decir, ya nadie se preocuparía del deporte, ya que sin competencia perdería todo sentido. Si el ideal igualitario implica unas consecuencias tan nefastas para el aspecto lúdico de nuestra existencia, es fácil de imaginar, como ya hemos comprobado, lo que entrañaría para el resto de actividades que nos tomamos más en serio.
Tratar de lograr la justicia a través de la igualdad es una insensatez, o un engaño, como quien nos dice que busca la paz lanzando bombas, ya que las bombas como mucho sirven para garantizar nuestra seguridad, requisito de toda paz, pero ni mucho menos son sinónimos. Al imponer la igualdad por decreto se convierte al Estado en un guardián todopoderoso, enemigo de la naturaleza humana y de su libertad, cuyo dominio reduce a la sociedad a un rebaño mendigante de sus favores. Por muy hartos que estemos de recortes y corrupción, no lograremos justicia alguna si basamos nuestro futuro en una nueva injusticia.
Ni la desigualdad impulsada por el Partido Popular ni la igualdad prometida por Podemos son compatibles a largo plazo con nuestro sistema democrático, cuya última defensa reside en un sistema de justicia que garantice al mismo tiempo la igualdad de partida de todos los ciudadanos y su libertad para buscar el camino que crea más conveniente conforme a la ley. De ahí que recurriendo a la supuesta voluntad de las mayorías, los partidos políticos crean librarse de justificar sus medidas, pues de antemano ya cuentan con el aval ciudadano, que pronto convierten en un cheque en blanco. Con ello se olvidan que en democracia, cada día, el representante ha de ganarse la confianza depositada por el representado, confianza que en ningún caso debe implicar el fin de sus derechos y obligaciones.
La verdad es poliédrica y quizá esté fuera de nuestro alcance comprenderla en toda su extensión, lo que sí es cierto, es que limitándonos a ver una sola de sus caras lo que se gana en seguridad se pierde en libertad. Madison tenía razón al llamar la atención sobre el peligro de las facciones y la igualdad para un gobierno republicano, amenazas que no desmienten que la democracia representativa siga siendo el sistema que mejor lidia con la disparidad de nuestra naturaleza, al ser capaz de integrar en un proyecto común numerosas caras de esa verdad tan esquiva.
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