El Capitalismo del Siglo XXI, según el Papa Francisco y Thomas Piketty

El Capitalismo del Siglo XXI, según el Papa Francisco y Thomas Piketty
Pablo Iglesias 2 y sus cuates –especialmente Juan Carlos Monedero- han insinuado o propuesto un proyecto teórico vago, basado en el populismo chavista, sobre el Socialismo del Siglo XXI (recordemos, porque las nuevas generaciones lo ignoran, que Pablo Iglesias 1 –sin relación familiar con el 2- fue el fundador del Socialismo del Siglo XX en España, es decir el PSOE). Faltaba una correlativa teoría sobre el Capitalismo en el Siglo XXI, es decir, un dictamen ideológico anti-capitalista como referente, que empatizara con las tesis del propio Socialismo, diferente por tanto a los rigurosos análisis teórico-económicos –lo que el Papa llama despectivamente «teorías trickle-down del mercado»- de los autores con pruebas empíricas acerca del Capitalismo real, no el imaginario, en la tradición de Adam Smith, Stanley Jevons, Carl Menger, Ludwig von Mises, Frank Knight, Friedrich Hayek, Milton Friedman, etc., que en el siglo XXI representan intelectuales como Gary Becker, Thomas Sowell, Robert Barro, Martin Feldenstein, y un largo etcétera (en España hoy se pueden señalar algunos analistas económicos –en realidad muy pocos- en esa línea: Pedro Schwartz, Carlos Rodríguez Braun, Juan Ramón Rallo, Manuel Llamas…), e incluso propagandistas católicos como el veterano Michael Novak y el joven Tim Busch, que no ven incompatibilidad entre su religión y el capitalismo (véase del último su artículo reciente «Teaching Capitalism to Catholics», The Wall Street Journal, January 23, 2015).
El Papa Francisco (con su carta-exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 2013) y el autor francés Thomas Piketty (con su voluminosa obra El Capital en el Siglo XXI, 2014), desde posiciones metodológicas aparentemente muy diferentes, han contribuido a ejercer ese rol ideológico conveniente para la justificación política y consiguiente propaganda del Socialismo del Siglo XXI.
El jesuita Jorge Mario Bergoglio inició su pontificado avisándonos que él nunca había sido de derechas (por tanto, debemos entender que siempre ha sido de izquierdas), e insinuando que había que ser más abiertos y tolerantes con los asuntos de la homosexualidad, el matrimonio gay y el divorcio, temas que habría que someter incluso a debate popular. En un tiempo récord aceleró los procesos de canonización del progresista Juan XXIII y del anticomunista Juan Pablo II, ambos sin embargo responsables desde el Vaticano del silenciamiento y encubrimiento de los innumerables casos de pedofilia y pederastia entre cardenales, obispos, clérigos y religiosos católicos (como autores, respectivamente, de las directrices pontificias «estrictamente confidenciales», la juanista Crimine Solicitacionis en 1962 y la juanpablista Carta a los obispos de Irlanda en 1997; cuando escribo esto –6 de Febrero de 2015- , Francisco acaba de hacer una condena tajante de la pederastia y su ocultación en la Iglesia, lo cual es loable). Tampoco parece ejemplar y oportuna la prisa por beatificar a Pablo VI (existen fundadas informaciones de que siendo cardenal y papa Montini tuvo amantes homosexuales, como el espía británico Hugh Montgomery y el actor italiano Paolo Carlini).
Aparte de otros asuntos polémicos, como su mediación en el intento de reconciliación del régimen de Obama con la dictadura castrista en Cuba, lo último del Papa Francisco ha sido su gran metedura de pata o, como mínimo, mal gusto con las «parábolas aeronáuticas» del puñetazo y del matrimonio conejil, a propósito del terrorismo yijadista y de la paternidad responsable. Pero no vamos a entrar ahora en todo eso.
Para el Papa, como para todos los «progres», el «calentamiento global» está causado por los hombres adeptos a un sistema económico perfectamente identificado: el capitalismo. En Septiembre próximo veremos cómo personalmente denuncia el problema en el foro de las Naciones Unidas y ante el Congreso de los Estados Unidos. No es precisamente muy original en ello, y repite la pauta de todos los ideólogos del asunto (por ejemplo, el hipócrita Al Gore que ha hecho negocios millonarios con ello, y Obama, que lo considera un peligro mayor que el terrorismo) que sistemáticamente ignoran los debates científicos serios y seleccionan las investigaciones con los datos que se adecuan a su agenda, como vienen denunciando investigadores serios (J. Casey, C. Booker, P. Homewood, T. Jonsson, John Grego…).
Parafraseando a Holman W. Jenkins, Jr., refiriéndose concretamente al The New York Times, Asociated Press y a los gurús del tópico–las bromas y chistes sobre Gore y Obama son ya infinitos- «A unified theory of media idiocy on climate is beyond the scope of this column» («Climate Reporting´s Hot Mess», The Wall Street Journal, January 21, 2015).

El tópico de la «desigualdad», que algunos economistas han comparado con razón con el tópico del «calentamiento global», es el mantra ideológico favorito del populismo, del socialismo y de los progresistas de todos los pelajes. Es también el denominador común de dos textos aparentemente tan diferentes como el del Papa y el de Thomas Piketty. Ni las razones presuntamente teológicas ni las abrumadoras estadísticas arbitrariamente seleccionadas (y a veces falsificadas, como ha advertido Thomas Sowell respecto a la obra de Piketty) son suficientes para resolver el, por naturaleza, irresoluble problema de la desigualdad en la humanidad.
Es conocida la adhesión tradicional de la Iglesia Católica a los prejuicios anti-mercado y anti-financieros -con la excepción de los estoicos- de casi toda la filosofía clásica (y Aristóteles principalmente, como ha investigado con rigor F. A. Hayek), y a través del Estagirita, los prejuicios del «tomismo» (desde Tomás de Aquino hasta… Thomas Piketty). La doctrina social de la Iglesia desde León XIII a finales del siglo XIX había postulado el principio de la «Subsidiaridad del estado» y eventualmente (no siempre) el objetivo de una «Justicia Social». Concepto vacuo y falaz, compartido con los socialismos, los comunismos, los fascismos, algunos populismos, el jesuitismo progre (con los antecedentes histórico de las «reducciones» religioso-colectivistas en Iberoamérica, el «modernismo» de los padres George Tyrrell y Pierre Teilhard de Chardin, las simpatías pro-fascistas de La Civilità Cattolica, del padre General Wlodzimierz Ledóchowski y del influyente padre Pietro Tacchi-Venturi, y las pro-socialistas de la Teología de la Liberación, desde el padre General Pedro Arrupe y del influyente padre Fernando Cardenal hasta el actual padre General Adolfo Nicolás), y ciertamente el «justicialismo» peronista que parece haber contagiado al jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio. El inolvidable intelectual católico William F. Buckley se vió obligado a comentar, después de la famosa encíclica de Juan XXIII: «Madre, sí; Maestra, no».
El lenguaje del Papa Francisco trasciende el del amor, la caridad o la compasión cristianas, y adopta sin reservas el tono agresivo de las ideologías políticas sobre la «desigualdad» (que confusamente identifica con la exclusión) y la «Justicia Social» (traduzco de la versión en inglés que tengo a mano, pp. 46-ss.): «No a la economía de la exclusión… Hoy debemos decir no a una economía de la exclusión y de la desigualdad. Tal economía mata… Hoy todo se hace bajo la ley de la competición y la supervivencia de los más aptos… No a la nueva idolatría del dinero… Este desequilibrio es el resultado de ideologías que defienden la absoluta autonomía del mercado y la especulación financiera. En consecuencia, rechazan el derecho de los Estados, encargados de la vigilancia del bien común, de ejercer el control. Así UNA NUEVA TIRANÍA ha nacido, invisible y a menudo virtual, que unilateralmente y sin descanso impone sus propias leyes y reglas…No a un sistema financiero que gobierna pero no sirve…No a la desigualdad que genera violencia… Estamos lejos del denominado FIN DE LA HISTORIA…» Más adelante (pp. 148-ss.), el Papa invoca una «economía distributiva», que necesita «resolver las causas estructurales de la pobreza», en la que los proyectos de seguridad social o Welfare deben ser considerados respuestas meramente temporales, «rechazando la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera…atacando las causas estructurales de la desigualdad», es decir, un Estado no meramente subsidiario, sino que controle efectivamente la economía, ya que «no podemos seguir confiando en las fuerzas ocultas y la mano invisible del mercado». En otras palabras, la nueva doctrina social -paradójicamente anti-social- de la Iglesia de Francisco postula abiertamente una «Justicia Social» administrada por el Estado.
¡Qué diferente del lenguaje de León XIII en la Rerum Novarum (1891), cuando condenaba el socialismo –como hicieron N. Pastor Díaz y J. Donoso Cortés en torno a 1848- por explotar «la envidia de los pobres hacia los ricos»! Francisco ha suplantado la «Subsidiariedad del Estado» por la centralidad del mismo: el ideal político de los socialismos, los fascismos, el franquismo y el peronismo.
Por su parte Thomas Piketty pretende ser la alternativa o «síntesis dialéctica» del análisis del Capitalismo del siglo XXI, frente a la visión pesimista de Karl Marx en el siglo XIX, y la optimista de Simon Kuznets en el siglo XX.
Pensaba Ortega que el mayor acto de caridad social es no publicar libros irrelevantes. Bien, el de Piketty puede que no sea totalmente irrelevante, pero sí excesivo en la extensión y el argumento, además de plúmbeo en su mayor parte. Si es de agradecer que la doctrina económica del Papa Francisco esté expuesta en pocos párrafos, por el contrario la de Piketty lamentablemente necesita un mamotreto de 685 páginas (y además en la tipografía menuda de la edición en inglés que manejo de Harvard University Press).
No entro en las cuestiones puramente técnicas, estadísticas o de teoría económica, que ya han sido oportunamente criticadas, entre otros, por economistas como Thomas Sowell, o, en nuestros lares y con gran rigor, por José Ramón Rallo. Mi enmienda, por decirlo así, es a la totalidad, a la perspectiva ideológica falaz que impregna toda la obra y que con cierta presunción de ser una especie de Einstein de la economía exhibe el autor, presentándonos una fórmula mágica como la de la relatividad -pero que en este caso no explica nada- al principio en la Introdución: «The Fundamental Force for Divergence: r > g » (p. 25), y al final en la Conclusión: «The Central Contradiction of Capitalism: r > g » (p. 571). Y en medio, casi subliminalmente, el supuesto ideológico y falaz que, a mi juicio, impregna toda su investigación: la «Justicia Social». Para Piketty, como para la Iglesia de Francisco, tal supuesto preside toda su crítica del capitalismo. En la Introducción ya nos advierte que «the principles of
Social Justice (are) fundamental to modern democratic societies» (p. 26), y asimismo en la Conclusión vuelve con la cantinela sobre «democratic societies and the values of Social Justice on which they are based» (p. 571).
Resulta sorprendente que, sin embargo, Piketty no nos ofrezca una definición o noción científica mínima del concepto «Justicia Social», pero más sorprendente es que ni siquiera cite a un famoso economista (Premio Nobel) y filósofo social que ha dedicado al mismo concepto centenares de páginas. Me refiero a Friedrich A. Hayek, desde su The Constitution of Liberty (Chicago, 1960, pp. 384-388) hasta su último libro The Fatal Conceit. The Errors of Socialism (Chicago, 1988, pp. 106-119), y especialmente todo un volumen 2 de la trilogía Law, Legislation, and Liberty (Chicago, 1976, xiv +195 páginas, especialmente el capítulo 9, pp. 62-106), que dedica precisamente a desenmascarar las falacias de lo que irónicamente describe «The Mirage of Social Justice», según reza el subtítulo de dicho volumen.

Como expone Hayek, «This conception of ´social justice’ leads straight to full-fleged socialism (…) the vacuity of the concept: the demand of ´social justice’ is addressed not to the individual but to society –yet society, in the strict sense in which it must be distinguished from the apparatus of government, is incapable of acting for a specific purpose…» (p. 64), «The appeal to ´social justice’ has nevertheless by now become the most widely used and most effective argument in political discussion…» (p. 65), «The Roman Catholic Church especially has made the aim of ´social justice’ part of its official doctrine» (p. 66). Como asimismo todos los gobiernos autoritarios y totalitarios (Mussolini, Hitler, Franco…Stalin, Castro…), concluye Hayek, «The commitment to ´social justice’ has in fact become the chief outlet for moral emotion» (p. 66).
No deja de ser curioso que uno de los primeros en usar la expresión fuera un sacerdote y economista católico, Antonio Rosmini en su libro La constitutione secondo la Giustizia Sociale (Milano, 1848), favorito de varios pontífices pese a sus ideas heterodoxas (Pío IX lo nombró primer ministro de los Estados Pontificios, el brevísimo Juan Pablo I escribió una tesis sobre él, y finalmente Juan Pablo II y Benedicto XVI promovieron su beatificación). Rosmini influyó en Thomas Davidson, uno de los inspiradores de la Sociedad Fabiana, cuyo socialismo será el núcleo intelectual del laborismo británico. Es probable que Rosmini también influyera en John Stuart Mill en su peculiar evolución hacia un tipo de socialismo «liberal», ya que en su obra Utilitarianism (1961), como ha documentado Hayek, hace equivalentes la ´justicia social’ y la ´justicia distributiva’, en esta cita del propio filósofo británico: «Society should treat all equally well who have deserved equally well of it, that is, who have deserved equally well absolutely. This is the highest abstract standard of SOCIAL AND DISTRIBUTIVE JUSTICE; towards which all institutions, and the efforts of all virtuous citizens should be work in the utmost degree to converge» (p. 63).
Aunque en su época las ideas de Rosmini, John Stuart Mill y los Fabianos fueron condenadas por los Jesuitas, la evolución de la Compañía desde los años veinte, primero en relación al fascismo de Mussolini en Italia, y más tarde en su aproximación al socialismo de la Teología de la Liberación, permite comprender que el jesuita Bergoglio esté a la altura de su tiempo.
Hay un chiste malo, que sin duda los nuevos inquisidores considerarán políticamente incorrecto, que dice que los argentinos son una tribu de italianos que hablan español, que les gustaría ser como los ingleses pero se comportan como los franceses. Parece que en el caso del Papa italo-argentino Bergoglio, y sus coincidencias con los sofismas económicos del francés Piketty, la descripción del chiste resulta cabal. Y entre otras pruebas de su éxito entre los progresistas, recordemos las palabras aprobatorias hacia el Papa del fan del peronismo kirchneriano, Pablo Iglesias 2, en el Parlamento Europeo: «¡Bien, Bergoglio… Bravo!», o las más recientes de Obama en su desastroso y mendaz discurso en el Congreso Americano sobre el estado de la (des-)Unión.

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    Acerca de Joaquin Martinez de la Rosa

    Analista político e investigador en St. John´s  on the Missisippi Foundation for Cultural Studies, Minnesota, USA