Un ejemplo sencillo de cómo el estalinismo en la era Obama (similar a la era Zapatero: siempre he sostenido que Obama, mutatis mutandis, es el Zapatero americano; ambos muy mediocres profesores «no numerarios», pero progresistas, de Derecho Constitucional) ha penetrado y contaminado en la propia tierra de Lincoln a la prensa otrora liberal, basta con ver la noticia escueta que uno de los semanarios más prestigiosos estadounidenses, Time, ofreció de la payasada-golpista del 9-N: «The people of Catalonia have made it very clear that we want to govern ourselves. (Palabras de) Artur Mas, head of the Catalan regional government, after more than 80% of voters in a nonbinding referendum there backed independence from Spain.» (November 24, 2014, p. 7). El -como su presidente- incompetente embajador en Madrid, Mr. Costo, ya había opinado que lo de Cataluña era «un asunto interno»… (fue la misma actitud hipócrita de Gran Bretaña y otros Estados europeos en los inicios de la secesión sureña y la Guerra Civil en Estados Unidos).
Aparte de otras puntualizaciones a tamaña desinformación, habría que preguntarles a los redactores de Time y al señor embajador de Obama si la rebelión de los Estados del Sur contra el gobierno federal y legítimo de Lincoln, que originó la larga y sangrienta Guerra Civil (1861-1865), incluyendo el martirio del presidente, les parece que fue también un «nonbinding referendum» en favor de su independencia de la Unión constitucional-federal de los Estados Unidos.
Tanto en los años de Zapatero como en los de Obama ha prosperado una cultura política radical y progresista que ha incorporado, entre otras cosas, elementos de lo que podríamos llamar, con una gota de sarcasmo, un «estalinismo amable» bajo la covertura inquisitorial de lo «Políticamente Correcto». Aunque igualmente se podría calificar, siguiendo a Jonah Goldberg, como «fascismo progre». Al fin y al cabo nada menos que León Trotsky y Nicolás Berdiaiev, tan diferentes, coincidieron en definir al estalinismo como un fenómeno simétrico del fascismo (respectivamente, en La revolución traicionada, 1936, y en Los orígenes del comunismo ruso, 1937).
Lincoln comprendió que en la democracia liberal moderna inventada en los Estados Unidos, como habían intuído Hamilton, Madison y Tocqueville, lo sustancial es la libertad y lo adjetivo o procedimental la democracia (lo contrario es lo que Ortega calificaría «democracia morbosa»). En sus famosos debates con el senador Stephen Douglas, quien sostenía el derecho de cada Estado a decidir democráticamente sobre la esclavitud, Lincoln negó que la libertad de los esclavos se sometiera a plebiscito, consciente de que si así se hiciera probablemente la mayoría de los electores americanos en aquel momento habrían votado a favor de la infame institución. De manera similar, cuando se plantea la secesión de los Estados del Sur, Lincoln rechaza la posibilidad de un plebiscito como ejercicio del derecho de autodeterminación (lo que irónicamente calificaba «squatter sovereignty» y «sacred right of self-government»). Los principios intangibles de la libertad individual y de la unión nacional eran para Lincoln incuestionables. El primero basado en el derecho natural, pre-constitucional; el segundo en el derecho positivo constitucional de la soberanía popular, es decir, de todos los ciudadanos («One People»…»We, the People») que habían proclamado la Independencia y creado la Unión y la Constitución. Una parte del cuerpo nacional, unilateralmente, no podía romper el pacto y la voluntad del todo.
En su discurso inaugural (4 de Marzo de 1861), cuando siete Estados habían proclamado unilateralmente la independencia, recuerda que «The Union is much older than the Constitution. It was formed in fact, by the Articles of Association in 1774. It was matured and continued by the Declaration of Independence in 1776 (…) And finally, in 1787, one of the declared objects for ordaining and establishing the Constitution was to form a more perfect union.» Y más adelante afirma: «Plainly, the central idea of secession, is the essence of anarchy».
Y en su discurso ante el Congreso el 4 de Julio de 1861, ya en plena Guerra Civil, criticará una vez más el sofisma de que exista una sagrada supremacía de los Estados o territorios sobre la Unión («this magical omnipotence of state rights»): «The states have their status IN the Union, and they have no other legal status (…) The Union is older than any of the states; and, in fact it created them as states.» (Véase la antología clásica de sus escritos y discursos The Living Lincoln. The man and his times, in his own words, Edited by Paul M. Angle and Earl S. Miers, Rutgers University Press, 1955, pp. 213, 383-384, 386, 419).
2. Stalin.
He dedicado al personaje un breve ensayo (M. Pastor, «Enigmático Stalin», kosmos-polis, 2014) y he leído con mucho interés la primera parte –recién publicada- de una gran trilogía de Stephen Kotkin, Stalin. Paradoxes of Power, 1878-1928, Penguin Press, New York, 2014, 949 páginas). Es la última de una serie –impresionante por el número- de excelentes biografías sobre el dictador más absoluto, poderoso y criminal de la historia, que se vienen sucediendo en lo que llevamos de nuevo siglo, debidas a muy diferentes autores: A. Mgeladze (2001), R. Brackman (2001), A. Ostrovsky (2002), E. van Ree (2002), S. S. Montefiore (2003), Y. Emelianov (2003), V. Sukhodeev (2003), D. Rayfield (2004), R. Service (2004), G. Roberts (2006), S. S. Montefiore (2007), V. Tismaneau (2009), V. Goncharov (2010), J. Baberowski (2012), J. Plamper (2012), R. Gellately (2013)…
Su perversa eficacia política frente a Lenin y Trotsky fue vislumbrada por James Burnham en un polémico artículo que no gustó a las izquierdas («Lenin´s Heir», Partisan Review, New York, 1945), poco después de que el filósofo americano rompiera definitivamente con el trotskismo y el marxismo. Uno de los aspectos de la inteligencia siniestra (y genial) de Stalin es el haber elaborado o desarrollado conceptos ideológicos asimismo eficaces en su instrumentalización política, como los más realistas o cínicos sobre el «derecho de autodeterminación de las nacionalidades» y el «socialismo en un solo país» (éste originalmente postulado por Lenin ya en 1918), o el más sarcástico del «socialfascismo».
Destaquemos ahora el primero de dichos conceptos, ya que propone una fórmula histórica (asumida entusiásticamente por Lenin) que va a intentar refutar las tesis de Lincoln y del constitucionalismo liberal en Occidente. Claro que Lenin y Stalin ocultaron el importante dato que Marx y Engels, en una carta de 1864 en el momento fundacional de la Primera Internacional en Londres, apoyaron a Lincoln en su lucha contra los Estados rebeldes del Sur.
En Enero de 1913, en Viena, Stalin escribe simultáneamente dos ensayos, uno breve y otro extenso, que titula respectivamente «Sobre el camino hacia el nacionalismo» y «El marxismo y la cuestión nacional» (J. Stalin, Works, volume 2: 1907-1913, Foreign Languages Pub. House, Moscow, 1953, pp. 295-381). Aunque ya existía un precedente en el Segundo Imperio de Napoleón III de apoyar interesadamente a la nacionalidades, será Stalin quien elabore una doctrina sistemática y letal para las democracias liberales a partir del siglo XX, al servicio del bolchevismo y del Imperio Soviético, apoyando el derecho de autodeterminación de las nacionalidades teniendo siempre en cuenta «las condiciones históricas concretas y la presentación dialéctica de la cuestión», y por tanto «el principio de la solidaridad internacional de los trabajadores» (pp. 331 y 381).
Simon Sebag Montefiore ha descrito la escena (Young Stalin, Knopf, New York, 2007, p. 267) cuando en Cracovia en 1913 Stalin le presenta a Lenin el ensayo «El marxismo y la cuestión nacional»:
«Lenin.- ¿Realmente fue Ud. quien escribió esto?Stalin.- Sí, camarada Lenin, yo lo escribí. ¿Hice algo equivocado?Lenin.- No, no, al contrario. Esto es realmente… ¡Espléndido!»
Lenin y el comunismo soviético asumirán las tesis de Stalin como un instrumento maquiavélico eficaz, propagandístico y movilizador, contra los Estados burgueses, pero se cuidarán muy mucho de aplicarlas cuando ellos detenten el poder. El propio Stalin, primero como comisario de las nacionalidades, y después como dictador totalitario de la Unión Soviética, encargará a la Cheka y a la Comintern (en las sucesivas denominaciones de ambas organizaciones criminales) la interpretación y aplicación adecuadas de tales «derechos».
3. Wilson.
La mayoría de los analistas, ignorando a Stalin, atribuyen al presidente Woodrow Wilson la paternidad del derecho de autodeterminación, que efectivamente contempló en sus famosos Catorce Puntos (Enero 1918) y posiciones en el Tratado de Versalles y Covenant de 1919, que fundaría la Sociedad de Naciones (ésta, como es sabido, rechazada por su propio país). Un analista muy especial coetáneo suyo -en realidad un psicoanalista, Sigmund Freud- sospechaba que Wilson padecía un grave trastorno psíquico de tipo paranoico con megalomanía, que le hacía pensar que era el elegido de Dios para traer la paz al mundo. Los delirios de grandeza y buenismo de Wilson han sido heredados por los fundadores y funcionarios de la ONU desde 1945 (el primer secretario general fue precisamente el «demócrata» Alger Hiss, secretamente estalinista y espía soviético), que reconoce el derecho de autoderminación, aunque solo en situaciones de descolonización.
Si Lincoln fue en cierto modo el líder histórico fundacional del actual Partido Republicano, Wilson será el refundador del Partido Demócrata moderno en Estados Unidos, que casi había desaparecido tras la Guerra Civil por su apoyo a la esclavitud y a la secesión confederalista, invocando el «derecho de los Estados» (y sus particulares poblaciones esclavistas). El presidente americano retomaba este cuestionable derecho con la nueva fórmula de la «self-determination», aunque típicamente el Partido Demócrata a partir del siglo XX –como Stalin y todos los progresistas cuando llegan al poder, se transforman en organizaciones altamente centralizadas y autoritarias, progresivamente estatistas . Es irónico que Obama se reconozca como heredero de este linaje racista y vagamente anti-federalista (Wilson lo había sido, como típico demócrata sureño descendiente de la «causa perdida»), buenista y progresista, revestido en el presente con el multi-culturalismo y las nociones neo- confederalistas de su maestro en Harvard, el profesor de Derecho Constitucional Laurence Tribe (nuevamente se observa el paralelismo con Zapatero, que también proponía, confusamente, fórmulas neo-confederalistas para Cataluña y las Vascongadas).
Aparte de Wilson y la influencia de sus principios en la creación de nuevos Estados en los Balcanes como consecuencia del desgüace del imperio austro-húngaro, que no resolvieron los múltiples conflictos étnico-culturales hasta el colapso e implosión del imperio soviético, y los sangrientos enfrentamientos que se sucedieron en la región, hay un precedente histórico anterior en una democracia europea, que le gustaba mencionar a Lenin, de «divorcio» entre Suecia y Noruega en 1905. Más recientemente hemos presenciado el de Chequia y Eslovaquia.
Ambos casos se produjeron antes de una genuina consolidación democrática de dichos países. Suecia y Noruega fueron reinos medievales independientes durante siglos, uno mirando al Este y al continente de Europa, el otro mirando al Oeste y al oceano Atlántico, y la unión de coronas impulsada por la princesa-regente Ingebjorg en el siglo XIV fue siempre precaria hasta la Convención de Karlstad en 1905 (véase T. K. Derry, A History of Scandinavia, Minneapolis, 1979, pp. 16-63, y 268-274). Y en el otro caso, Checoslovaquia, era un Estado artificialmente construído tras la Primera Guerra Mundial y mantenido unido gracias a la tutela soviética después de la Segunda. Hay casos similares, como los nuevos Estados resultantes de la desintegración de la antigua Yugoeslavia o de la Unión Soviética, naciones oprimidas secularmente por formas de despotismo «oriental» legitimado por la autocracia ortodoxa.
Sin embargo no han tenido éxito, como es sabido, los intentos de independencia dentro de sistemas constitucionales y democráticos consolidados, aparte del caso dramático de Estados Unidos, con el precedente de la Guerra Civil y triunfo de la Unión: el de la región de Quebec en Canadá, y el del viejo reino de Escocia dentro del Reino Unido de Gran Bretaña.
Un caso especialmente embrollado, pero no es éste el momento de analizar sus complejidades históricas, y sobre todo por no darse las condiciones democráticas mínimas, es el de Ucrania, donde el régimen de Kiev frente a Crimea y las regiones orientales pro-rusas, resultado en ambos casos de golpes de Estado inmersos en la falla europa de un «clash of civilizations», simétricamente buscan apoyar su legitimidad en las fuerzas militares, respectivamente, de la UE/NATO o de Rusia (véase M. Pastor, «Europa impotente (a propósito de la crisis de Ucrania)», kosmos-polis, 2014).
4. España y Cataluña.
Cataluña (y lo mismo se puede decir de las Vascongadas) nunca ha sido un reino o una nación política soberana, como lo fueron en la Edad Media Asturias-León, Galicia (brevemente), Castilla (intermitentemente), Portugal (definitivamente), Aragón, Navarra, o los regímenes islámicos en Levante y en el Sur, como el de la Córdoba califal o el de la Granada nazarí. Es sabido que con los Reyes Católicos se construye el Estado moderno en el viejo solar hispánico, que actuando como el Gran Truchimán (según la metáfora orteguiana) crea gradualmente la Nación española a la que todos –incluídos los catalanes- pertenecemos hoy, nos guste o no. Los datos objetivos es que incluso una gran mayoría de los catalanes políticamente adultos aceptan tal pertenencia.
Como ha documentado uno de los históricos secretarios generales del PCE (José Bullejos, La Comintern en España, México, 1972), Stalin y la Comintern apoyaron siempre a los independentistas catalanes, impulsando incluso acciones terroristas e insurreccionales. Los líderes más significados del mismo movimiento en las primeras décadas del siglo XX, desde Maciá (que viajó a Moscú y pasó todo un mes en la URSS) hasta Companys, pasando por Ventura Gassol, Josep Carner, o el siniestro Ramón Casanellas (uno de los asesinos del presidente del gobierno Eduardo Dato, refugiado en Moscú bajo la protección de la Comintern, y al final incorporado al PCE) fueron convenientemente aleccionados, jaleados y seguramente financiados por la Internacional Comunista.
La doctrina estalinista sobre la autodeterminación de los pueblos será asumida, no solo por el PCE -IU, sino también por todas las izquierdas catalanas (ERC, CNT, PSUC-ICV, CUP, PSC…), y grupos marginales antisistema, cuyas ramificaciones llegan hasta el actual movimiento Podemos, con personajes como el profesor Vicente Navarro. El virus estalinista explica la connivencia de casi todos los intelectuales y expertos en Ciencia Política y Derecho Constitucional progresistas en su actitud voluble o tibia ante tales esquemas, que en el mejor de los casos siempre han justificado al menos un «federalismo asimétrico» y los eventuales plebiscitos o consultas sobre el «derecho a decidir» (Solé-Tura, Trías, Caamaño, Vallés, Requejo, Navarro, Rubio LLorente, Carreras, etc.), originando una grave desorientación en el seno del PSC-PSOE y la persistente confusión de sus patéticos secretarios generales últimos (Maragall y Montilla; Zapatero, Rubalcaba y Sánchez) en diferenciar Federalismo y Confederación. Académicos razonables de empatías socialistas como Andrés de Blas, Manuel Aragón, Juan José Solozábal y Francisco Laporta, deberían tener el coraje de criticar las ambigüedades de su colegas y camaradas socialistas que han claudicado en este asunto abiertamente anti-constitucional del «derecho a decidir» de los catalanes. Sería asimismo muy lamentable que los libertarios «marianistas» como J. C. Rodríguez cayeran también en el mismo error (véase mi mini-polémica con él sobre Lincoln en Libertad Digital en 2009). Sobre la indigencia intelectual y política de Podemos y los comunistas de Izquierda Unida (penosísima la argumentación de su representante Centella en un debate reciente sobre federalismo y Cataluña en TVE) no merece la pena perder el tiempo.
El falaz «derecho a decidir», como han denunciado todos los pensadores liberal-conservadores desde Abraham Lincoln hasta Friedrich Hayek (de solo una parte del cuerpo soberano nacional), ha sido instrumentalizado por sectores de la izquierda, que han invocado en el pasado otras falacias marxistas-leninista, como el «uso alternativo del derecho». Especialmente lamentable es que lo hayan hecho profesores de Derecho Constitucional, que han sacrificado los principios legales y constitucionales consolidados en la tradición jurídica de Occidente por puro oportunismo partidista o político.
Los datos objetivos que tenemos del incidente del 9-N en Cataluña son conocidos: de los aproximadamente 6.300.000 electores inscritos (censo abultado por la inclusión de menores de 18 años y de extranjeros residentes), solo votaron aproximadamente 2.300.000 (1/3 del censo), y de éstos solo 1.800.000 lo hicieron a favor de la independencia, es decir, el 28 % del censo. En otras palabras, una gran mayoría entre el 71- 72 % no está de acuerdo con la secesión (Eduardo Goligorsky, «La patología del engañabobos», Libertad Digital, 21-11-2014).
Finalmente, el primero de Diciembre de 2014, tras la correspondiente cocina y recuento (ya Stalin sostenía que «Lo importante no son los que votan, sino los que cuentan los votos»), la Generalidad hizo públicos sus resultados «oficiales» del pseudo-plebiscito, que en resumen son: 1.897.274 (88.9 %) a favor de la independencia; 435.593 (14.7 %) en contra. Que no modifican sustancialmente el hecho de que una sólida mayoría del censo real, según las más fiables cifras de Goligorsky, no se manifestó por el independentismo (como asimismo apuntan encuestas recientes).
Aparte del gran artista Albert Boadella, algunos intelectuales catalanes como el profesor Francesc de Carreras –antiguo militante del PSUC y del PSC – parece que últimamente han visto la luz y han rectificado sus pasados (aunque relativamente recientes) errores, pero no ha podido evitar sus prejuicios sutilmente anti-españoles cuando remata su artículo «Cataluña oficial y Cataluña real» (El País, 12 de Noviembre de 2014 ) con tópicos recurrentes y falaces como: «Los catalanes no son un problema; los nacionalistas que se han apropiado desde hace años de la Generalitat sí lo son. Esto es quizás lo que no se entiende bien desde el resto de España.» Lo que no se entiende bien desde el resto de España, y la «izquierda divina» a la que pertenecía el profesor Carreras tiene o ha tenido cierta responsabilidad, es que casi dos millones de votantes catalanes apoyen a los delirantes nacionalistas independentistas en asuntos como el tramposo «derecho a decidir».
Existe una extensa literatura crítica sobre las elecciones plebiscitarias por parte de autores liberal-conservadores que han advertido de los peligros y del carácter bonapartista, autoritario y totalitario de la mismas (entre otros, por ejemplo, Ostrogorski, 1902; Schmitt, 1932; Hayek, 1944, 1960; etc.) que casi da vergüenza tener que recordarlo a estas alturas de la historia.
Parafraseando la sátira clásica de Bertold Brecht, sobre la que Albert Boadella podría hacer un divertido «remake», ha llegado el momento de resisitir la ascensión de Arturo «Ui» Mas, el rey de la coliflor catalana (el orondo Oriol «Givola» Junqueras -su apellido le traiciona- no resulta creíble enemigo para los «Junkers» conservadores del catalanismo tradicional, autonomistas pero no independentistas).
En serio, si España es todavía un Estado de Derecho, el Gobierno y los poderes públicos de la Nación deben fijarse en la democracia constitucional más consolidada del mundo, la estadounidense: el pasado 6 de Enero, el exgobernador del gran Estado de Virginia, Robert McDonell, que tuvo que dimitir hace meses de su cargo (equivalente al de presidente de la Generalidad catalana) acusado de corrupción y prevaricación, ha sido condenado por un juez a dos años de prisión. McDonell es el duodécimo gobernador de un Estado americano (Illinois tiene el récord con media docena de exgobernadores, el último el que fuera jefe político de Obama en la maquinaria de Chicago) juzgado y condenado por tales delitos.
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