El dilatado reinado de Juan Carlos I ha sorteado vicisitudes, intrigas y rumores de todo tipo pero será justo admitir que ha sido aceptado sin sobresaltos por la mayoría de los españoles reconociendo así la labor discreta y campechana del rey en ocasiones muy útil a los intereses de España. Esta relación de conveniencia se ha mantenido sin alteraciones hasta los últimos años. Los matrimonios de las infantas y del Príncipe de Asturias dieron motivo para diversas especulaciones sobre la idoneidad de los consortes, incluida la entonces princesa de Asturias. Acontecimientos de carácter privado como la cacería de elefantes del rey en África cuando en España azotaba la peor crisis de su historia, los rumores sobre sus aventuras sentimentales y singularmente la indiscreta relación con cierta princesa europea de dudosa calificación profesional, dieron paso a una extendida opinión que comenzaba a cuestionar la monarquía. Sin embargo los hechos que más han dañado la imagen de la corona y de la Casa Real han sido sin lugar a dudas las actividades ilícitas del todavía duque de Palma, Ignacio Undargarin, en las que ahora se ve judicialmente involucrada su esposa, la infanta Cristina de Borbón. Las encuestas marcaron un hito en el descrédito de la institución al tiempo que hechos previsiblemente cercanos anunciaban un futuro judicial muy complicado para doña Cristina. La propia
institución comenzaba a tambalearse según las encuestas, la política española giraba hacia rumbos inquietantes señalando una deriva hacia la izquierda extrema y en tales circunstancias las previsiones sobre el reinado del príncipe Felipe ya no se podían contemplar desde la normalidad sucesoria. Estas y otras razones alertaron de un aumento exponencial de las corrientes republicanas aliadas con grupos de izquierda parlamentaria, la emergente izquierda extrema y los recurrentes radicales antisistema dispuestos a cuestionar la propia legitimidad del actual régimen. Una verdadera encrucijada que se debatía en los tribunales de justicia y en algunos escaños del Congreso y del Senado y que se abrió paso entre los partidos tradicionales de izquierdas que por vez primera manifestaban públicamente sus preferencias de una nueva república.
En este contexto se produce la abdicación de Juan Carlos I. Las razones que se dieron a conocer no responden en absoluto a las verdaderas razones que empujaron a una decisión que sorprendió a buena parte de la clase política y dejó sin aliento a la ciudadanía por su precipitada forma y por los rumores que se propagaron en las redes sociales sobre el verdadero fondo del asunto. El gobierno reaccionó con solicitud y entrega y preparó sin demora una Ley Orgánica de Abdicación que fue pactada en su contenido sustancial con el PSOE y otros partidos parlamentarios. La ley fue aprobada por gran mayoría en el Congreso y en el Senado y finalmente el 18 de junio a las 24 h Juan Carlos I sancionaba con su firma su abdicación.
El 19 de junio de 2014 quedará en los anales como un día histórico para España. Las previsiones sucesorias se habían cumplido con relativa normalidad institucional. Las Cortes reunidas en sesión extraordinaria y plenaria tomaron juramento al nuevo rey, Felipe VI y posteriormente procedió a su proclamación con un prolongado aplauso de diputados y senadores. Felipe VI se dirigió a las Cortes con un discurso muy medido y equilibrado donde trazó de manera sucinta las líneas que marcarán una monarquía renovada. Desde el convencimiento en sus propias palabras, el nuevo rey nos colocó en los umbrales de una nueva etapa que comienza con su reinado y coincidiendo con la más grave crisis que asuela a España y con la idea generalizada sobre la falta de ejemplaridad en casi todas las instituciones del Estado comenzando por la propia corona.
Felipe VI ha mostrado una faceta inédita en los reyes de España, incluido su propio padre. Ha reconocido que el valor real de la monarquía es su utilidad dejando en remoto lugar ese «derecho de sangre» tan difícil de encajar en una democracia del siglo XXI y ha comprendido, tal vez, que aquí late una incoherencia de origen difícil de soslayar. La sucesión hereditaria es lo antagónico de ese espacio donde los ciudadanos eligen libremente con su voto. Y esa es la cuestión que sirve de argumento sustancial a quienes proclaman la necesidad de un referéndum para elegir sobre la forma de Estado, mas allá incluso de lo que literalmente dice la Constitución. Aprovechando la ocasión de la abdicación de D Juan Carlos I y con motivo de la proclamación de nuevo rey, la causa republicana se ha manifestado en las calles y plazas de España reclamando una nueva república como sistema capaz de corregir los excesos y corrupciones que han escandalizado e indignado a millones de ciudadanos.
Sin embargo, pese a lo anterior, la historia muestra que el valor de los votos no es necesariamente la solución a todo. A veces incluso, el valor de los votos es la justificación de tantas barbaridades que han marcado de horror la historia de Europa y del mundo.
Aquí, en España, los desmanes del bipartidismo han llegado tan lejos que han producido un peligroso alejamiento entre los votantes y la clase política en general y está minando día a día la confianza en la propia democracia sustentada en un sistema de partidos que con sus reprobables conductas la están vaciando de su valor intrínseco al servicio del interés general. Los partidos turnantes en el gobierno han venido mostrando una desconsideración hacia el valor representativo de los votos y en consecuencia se han olvidado de los ciudadanos que han mostrado su confianza votándoles. Han utilizado sus votos como herramienta necesaria para el acceso al poder y justificación primaria de una farsa democrática que consiste básicamente en mantener su propio status dentro de un sistema claramente viciado. Esta es una somera descripción de la realidad actual.
El nuevo monarca en su primer discurso se ha aferrado en la idea de la ejemplaridad y la transparencia como base para el ejercicio de su responsabilidad. Habrá podido observar que entre los que le aplaudían en el Congreso y el hay una diferencia imposible de obviar, ellos exhiben su legitimidad en los votos recibidos y el, como rey y jefe del Estado, no ha sido votado por nadie. Y ese es el punto de inflexión en la nueva etapa, el rey es plenamente consciente de esto y es por ello que ha mostrado su voluntad de ganarse el puesto día a día con su trabajo, su ejemplaridad y la plena utilidad al servicio de los españoles. Un rey joven que entienda los problemas y retos de su tiempo que ponga en valor el ejercicio de sus atribuciones de moderación y arbitraje mas allá de las relaciones públicas o la mera representatividad institucional. La monarquía renovada puede y debe ser faro y guía de una regeneración profunda y urgente de las instituciones y la política española en general. Para ello no habría de ser un obstáculo la limitación de sus poderes. Efectivamente, el rey no gobierna y su capacidad política está limitada por la Constitución porque la soberanía reside en las Cortes generales como representantes del pueblo. Aquí y ahora vivimos una singular circunstancia, la primacía de la clase política no esta respondiendo al interés general de los españoles sino en muchos casos al propio beneficio de unos y otros según gobiernen en comunidades autónomas, diputaciones ayuntamientos, Congreso y Senado. Y lo más preocupante y desalentador, no hay muestras que esto pueda ser reconducido por los mismos que han viciado el sistema. Se les llena la boca de repetir los miles de votos que teóricamente amparan sus actuaciones, pero no convencen ya ni a los suyos.
Y será que el nuevo rey no podrá ignorar tanta acumulación de basura que inunda los partidos políticos y las instituciones en general. Son los ejes donde se mueve la maquinaria que le ha permitido llegar a la Jefatura del Estado aprobando la Ley de Abdicación y su propia proclamación, pero no debiera por ello considerarse atado a esta anquilosada maquinaria de poder que se muestra incapaz de dar solución a los graves problemas que aquejan a los españoles en tanto que se reparten por los juzgados de España por tantos casos de corrupción o se amparan en el aforamiento para retardar o entorpecer la acción de la Justicia. Una monarquía renovada representada por Felipe VI de quien se espera sea capaz de abrir un periodo integrador y regenerador de paz y prosperidad garantizando a los españoles la estabilidad e integridad territorial de España tal como le encarga la Constitución. En el siglo XXI la monarquía solo se justifica si es ejemplar. Felipe VI no tiene elección posible para un largo reinado.
Un rey constitucional, un verdadero lujo para los españoles, habremos de dar tiempo a que esta monarquía renovada sea capaz de ofrecer una nueva realidad.
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