El regreso del unilateralismo a la Casa Blanca

El regreso del unilateralismo a la Casa Blanca
La presidencia de B. H. Obama ha derivado para sorpresa de muchos en un unilateralismo que se consideraba patrimonio de su antecesor en el cargo, que con su respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, y sobre todo tras la invasión de Irak en 2003, fue acusado de unilateralista. Quienes así lo hacían tenían sobradas razones para apoyar su denuncia, lo que quizá no tuvieron en cuenta es que dicha postura en sí misma no es ningún delito, sino una prerrogativa que en el caso de Estados Unidos se ha venido ejerciendo desde los primeros días de la república, y que como veremos en el presente trabajo, constituye la más genuina tradición norteamericana en política exterior.
De hecho, el unilateralismo ni siquiera puede achacarse en exclusividad a Estados Unidos, pues por definición cualquier nación en el ámbito político puede recurrir al mismo, si bien en la práctica sean los Estados más poderosos los únicos capaces de afrontar sus costes, además, desde la constitución de las Naciones Unidas el multilateralismo se ha convertido en la vía prioritaria para resolver las diferencias entre los miembros de la comunidad internacional, poniendo en entredicho a aquellos actores que no cuenten con el resto a la hora de asegurar sus intereses.
En el caso estadounidense, tampoco el unilateralismo supuso una novedad cuando la Administración Bush lo colocó en el centro de los análisis de su actuación tras el 11 de septiembre, y lejos de ser la aberración de una camarilla belicista de neoconservadores, respondió más bien al instinto primario de conservación del pueblo norteamericano, que como toda nación en el mundo, en momentos de vulnerabilidad encontró refugio en su más honda tradición, en su caso representada por el Unilateralismo Aislacionista que durante más de un siglo informó la elaboración de su política exterior, hasta que la irrupción del Internacionalismo a comienzos del siglo XX le fue relegando progresivamente a la irrelevancia política.
Así pues, para comprender en su justa medida el regreso del unilateralismo a la Casa Blanca en el periodo de Posguerra Fría, antes conviene conocer sus orígenes en la vida política estadounidense, trazar una breve descripción de su evolución y ver cómo ha resurgido con el final de la Guerra Fría, consecuencia totalmente inesperada si se tiene en cuenta el triunfo de Estados Unidos en la contienda bipolar.
A. La primera gran estrategia: el Unilateralismo Aislacionista
Para una nación surgida de la unión de trece excolonias y recién independizada de su metrópoli, rodeada además por tres Imperios, es fácil comprender que buscara en la neutralidad la fuente de su supervivencia, pues en 1783 nada garantizaba la supervivencia de los Estados Unidos de América.
La Guerra de Independencia se llevó a cabo por unos colonos imbuidos del espíritu liberal inglés de la Revolución Gloriosa de 1688, cuyos supuestos principales (subordinación del Gobierno al derecho y responsabilidad ante los ciudadanos, justificación de la resistencia política ante el poder ilegítimo, conservadurismo social y respeto por las tradiciones, defensa de los derechos individuales y de la propiedad privada, utilitarismo y respeto absoluto de la libertad individual) plasmaron en su Constitución de 1787, basada en los principios de rechazo a la monarquía y constitución de una república democrática, la unión federal de las antiguas colonias, soberanía popular y división de poderes.
Para garantizar la recién adquirida soberanía nacional, los Padres Fundadores fueron conscientes desde un inicio de la necesidad de una política exterior prudente que les alejara de los enredos internacionales de las potencias europeas, y pese a su breve alianza con Francia y la ayuda prestada por España durante su lucha de independencia con la Corona Británica, el unilateralismo se impuso desde un inicio bajo las directrices de John Adams al frente de la comisión encargada por el Congreso Continental de Filadelfia para la elaboración de un modelo de tratados que sirviese de guía en las relaciones con el resto de naciones.
En septiembre de 1776 se aprobaba el Plan de Tratados bajo las premisas de que Estados Unidos debía valerse por sí mismo y beneficiarse del monopolio comercial americano, al mismo tiempo que se rechazaba toda alianza política con terceras naciones, limitándose a la firma de acuerdos comerciales en contraposición al mercantilismo reinante. Por tanto, en el diseño de John Adams se encuentran ya las trazas de lo que serían la Gran Regla de George Washington, es decir, la aversión a las alianzas con otras potencias, y la Doctrina Monroe, con su afirmación de la preeminencia estadounidense en el continente americano, todo ello envuelto en el ideal liberal de un orden mundial pacífico basado en la reciprocidad y la libertad comerciales.
Como se ha indicado, aunque Estados Unidos firmó con Francia una alianza militar en 1778 en el contexto de su lucha por la independencia, lo cierto es que para 1794, con un nuevo régimen en París, los líderes estadounidenses ya no se sentían obligados a honrar los términos de la misma, y en 1800 fue directamente abrogada. Cuatro años antes, en 1796, George Washington había legado en su discurso de despedida la Gran Regla de conducta para Estados Unidos, centro neurálgico del Unilateralismo Aislacionista que a partir de entonces se impondría en la escena política estadounidense.
Para G. Washington la supervivencia de Estados Unidos dependía de la armonía tanto interna, evitando los conflictos derivados de los localismos y los partidismos, como externa, fomentando las relaciones comerciales con el resto de naciones y sobre todo manteniéndose «alejados de alianzas permanentes con cualquier porción del mundo exterior», observando la buena fe y la justicia hacia el resto de naciones, cultivando la paz y la armonía con todas ellas, pues una nación que se declaraba enemiga de otra se convertía por necesidad en su esclava, lo mismo que si desarrollaba una política de seguidismo incondicional. En la esencia del pensamiento de G. Washington se encontraba la excepcionalidad del modelo republicano y democrático erigido en Estados Unidos, experiencia que habría que preservar de la contaminación exterior, especialmente europea. Con dicho objetivo en mente, los métodos para lograrlo estarían formados por el alejamiento de las potencias europeas, cuyos intereses podían acabar dañando a Estados Unidos, dados sus sistemas políticos corruptos y absolutistas, por la estricta neutralidad en los conflictos entre el resto de potencias, por asegurar la libertad de acción de Estados Unidos y por fomentar las relaciones pacíficas a nivel mundial, sobre todo las comerciales.
Con la Gran Regla la política exterior se ponía al servicio del excepcionalismo que definía domésticamente el carácter específico estadounidense, es decir, la acción exterior de los dirigentes norteamericanos debía supeditarse al fin último de la supervivencia del régimen diseñado en la Constitución de 1787, de ahí que el Unilateralismo Aislacionista se erigiese en la doctrina dominante en las primeras décadas de vida de la nación, pues respondía tanto al anhelo por permanecer alejados de los enredos del resto de potencias, como al deseo de preservar la libertad de acción propia, sobre todo en el continente americano.
De todos modos, la voluntad estadounidense por verse librada de las consecuencias de las políticas europeas estaba fuera de su alcance, y en 1823 el Presidente James Monroe se vio impelido a anunciar su famosa Doctrina para salvaguardar la independencia nacional. El origen de la misma se encuentra en los acontecimientos españoles de inicios del siglo XIX, cuando la Santa Alianza decidió intervenir en España para poner punto y final a la experiencia liberal de 1812 con la restauración del absolutismo de la mano del rey Fernando VII, lo que sin duda tendría consecuencias en sus colonias americanas, que aprovechando el caos político en Madrid habían comenzado sus propios movimientos de independencia.
Desde Washington se veía con preocupación la evolución política europea, pues se temía la posibilidad de que se instalaran nuevos regímenes monárquicos antiliberales en el continente americano, perjudicando así sus intereses en la región, poniendo en peligro su propia seguridad. Por tanto, con el asesoramiento de J. Q. Adams, el Presidente sintetizó su respuesta al absolutismo europeo en la célebre Doctrina Monroe, compuesta por tres puntos cardinales:1. Negativa estadounidense a una nueva colonización en los países americanos recién independizados,2. Negativa a reconocer cualquier tipo de traspaso de territorios entre las distintas potencias europeas, y3. En contrapartida Estados Unidos reconocía las colonias aún existentes y garantizaba su neutralidad respecto a los asuntos europeos.
Con un orden internacional bajo la preeminencia del Imperio Británico, Estados Unidos trataba de sacar el mayor beneficio posible en su ascenso al rango de potencia, eso sí, sin poner en peligro la arquitectura mundial, ya que sin la protección de la afinidad anglosajona sus objetivos se verían seriamente perjudicados. Así pues, la Doctrina Monroe respondía al afán estadounidense por dotar de cierta estabilidad al sistema americano de Estados, tratando de no replicar el modelo europeo, para de ese modo fortalecer su propia seguridad interna al extender su modelo liberal al resto de naciones recién independizadas, de hecho, para Kagan la Doctrina representaría una expresión de solidaridad republicana a escala continental. Con ello la aplicación del Unilateralismo Aislacionista se extendió al resto del continente americano, donde Estados Unidos trataba de asentar su preeminencia en detrimento de las potencias europeas, tal y como ya se establecía en el aludido Plan de Tratados de 1776, entendiendo que cualquier intento europeo por restablecer sus imperios en América sería considerado como una agresión a la independencia estadounidense.
Pero una cosa era reclamar para sí mismos libertad de acción en su propio continente, donde la expansión de su modelo republicano y democrático era considerada una herramienta clave de la seguridad nacional, y otra bien distinta que ello implicase siquiera un mínimo grado de intervencionismo exterior. Aquí el Unilateralismo Aislacionista ponía coto a los excesos del Destino Manifiesto, encarnación teórica de cómo los estadounidenses se veían a sí mismos imbuidos por una misión moral por exportar su sistema político, y que en su interpretación radical llevaba a ciertos sectores políticos a pedir la intervención de Estados Unidos allende sus fronteras para defender la democracia. Tales debates se dieron por primera vez en 1821 a propósito de Grecia, cuya Revolución debía ser apoyada en la práctica según J. Clay, mientras que para J. Q. Adams el ejemplo estadounidense por sí solo debía ser suficiente para guiar a los griegos hacia su independencia, postura convertida en oficial por la Administración Monroe. El mismo resultado se dio en 1848, cuando tras una petición informal de ayuda de un ciudadano húngaro a la revolución de su país, se produjo un encendido debate sobre la idoneidad de intervenir a favor de Hungría, a la postre se impuso de nuevo la cautela impuesta por G. Washington, y ante el temor de despertar el intervencionismo europeo en América se decidió dar tan sólo apoyo verbal a los pueblos europeos sacudidos por la ola revolucionaria de 1848. El propio J. Q. Adams sintetizaría a la perfección el ideal unilateral aislacionista en 1821 al aseverar que América «no va al exterior en busca de monstruos que destruir», y si bien «desea la libertad y la independencia de todos», al mismo tiempo sólo «es la defensora y vindicadora de sí misma», ayudando a la causa general de la libertad únicamente «con el semblante de su voz y la benigna simpatía de su ejemplo», pues si hiciese lo contrario, si interviniese en el exterior «las máximas fundamentales de su política cambiarían insensiblemente de la libertad a la fuerza», convirtiéndose en la dictadora del mundo, cuando «la gloria de América no es el dominio, sino la libertad».
En resumen, tras el análisis del Plan de Tratados, de la gran regla de G. Washington y de la Doctrina Monroe, podemos describir al Unilateralismo Aislacionista como el marco estratégico a partir del cual los políticos estadounidenses diseñaron su política exterior a lo largo del siglo XIX bajo tres supuestos básicos:
1. Asegurar la libertad de acción,
2. Reforzar la preeminencia estadounidense en el continente americano, y
3. Ejercicio de la neutralidad, sobre todo respecto a los asuntos europeos.
Principios que en la práctica tuvieron dos consecuencias principales, la aversión atávica a integrar alianzas permanentes y el rechazo a intervenir militarmente en el exterior, salvo en el continente americano, donde se actuaría siempre en función de los dictados del interés nacional. Ni siquiera la victoria del Norte contra el Sur en la Guerra Civil alteró las bases del Unilateralismo Aislacionista, y ello pese a la reafirmación del modelo liberal que se produjo tras ella, traducida en la práctica en una activación y moralización de la política exterior estadounidense, con un paulatino aumento de los juicios sobre las políticas internas de otros Estados, nada extraño tras la insistencia de A. Lincoln en que los principios universales de la Constitución debían ser la base de la unidad nacional. Con ello las relaciones bilaterales con Moscú y París se vieron comprometidas, al criticar en el primer caso el trato dado a los judíos por las autoridades rusas y en el segundo por la denuncia del carácter retrógrado de la monarquía francesa.
Para finales del siglo XIX, con el cierre de la frontera descrito por F. J. Turner en 1893, el Unilateralismo Aislacionista parecía haber logrado sus objetivos, mantener a salvo a Estados Unidos de la injerencia externa, preservando su modelo republicano y democrático, al mismo tiempo que mantenía su libertad de acción, contribuyendo con ello a su expansión territorial continental y a su imparable ascenso a potencia mundial. Para 1898 Estados Unidos había multiplicado en 6,5 veces su territorio respecto al de 1800, su población superaba los 75 millones de habitantes, su red ferroviaria era la más extensa del planeta y sus exportaciones rebasaban el umbral de los mil millones de dólares como primera potencia manufacturera mundial.
Pero la guerra con España de 1898 transformaría el panorama político estadounidense, no sólo por una victoria que le proporcionó un Imperio de ultramar, sino por el ascenso imparable de T. Roosevelt, primer Presidente en cuestionar la preeminencia del Unilateralismo Aislacionista en la escena política de la nación.
B. Pugna con los Internacionalismos y ostracismo
Cuando en 1901 T. Roosevelt asumió la presidencia tras la muerte del PresidenteW. McKinley, víctima de un atentado anarquista, Estados Unidos era ya una potencia mundial de primer rango, muy lejos quedaban los días en que trece pequeñas colonias se unieron para formar una república democrática en la Costa Este de Norteamérica, cuya mera supervivencia estaba en cuestión rodeada de poderosos imperios. Ahora que sus fronteras se extendían de costa a costa, con una Unión integrada por 45 estados y ocupando extensos territorios de ultramar en Asia y el Caribe, el Unilateralismo Aislacionista era atacado desde diversos frentes al considerar sus detractores que había dejado de servir al interés general de la nación, haciéndose imprescindible una adaptación de la política exterior al nuevo estatus mundial de Estados Unidos.
Desde sus inicios políticos a Theodore Roosevelt no le tembló el pulso a la hora de atacar a la vieja guardia de su partido, y una vez en la presidencia tampoco dudó en poner en entredicho la tradición política heredada de los padres fundadores. En el centro del pensamiento de T. Roosevelt se encontraba la convicción de que había llegado la hora de sacudirse el ostracismo de encima y que por tanto Estados Unidos debía jugar un papel importante a escala internacional, poniéndose en pie de igualdad con el resto de potencias, participando en sus foros de discusión y sin miedo a defender sus intereses ante las mismas, de no hacerlo, de seguir con las pautas del Unilateralismo Aislacionista, Estados Unidos pondría en peligro su seguridad nacional. Para un cambio de tal magnitud T. Roosevelt se valió del realismo continental europeo, anteponiendo los intereses nacionales a los principios y valores que hasta el momento había defendido la tradición unilateralista. Con ello asumió parte de las prácticas de las potencias europeas, lo que chocaba de pleno con el excepcionalismo estadounidense, y que a la postre impidió que su reforma fuese aceptada por una ciudadanía reticente a asumir los costes de una política exterior internacionalista, de hecho, su sucesor en el cargo y antiguo delfín, W. H. Taft, deshizo parte de su labor al incidir en el ámbito económico, limando su acción exterior de los aspectos más rudos que caracterizaban a su antecesor.
De todos modos, T. Roosevelt había abierto la caja de Pandora y a partir de entonces el Unilateralismo Aislacionista tuvo que enfrentarse con el internacionalismo de una nueva generación de políticos empeñados en transformar la política exterior de Estados Unidos. El siguiente Presidente en asaltar el dominio unilateralista fue el Demócrata Woodrow Wilson, quien retomó el impulso internacionalista de T. Roosevelt pero esta vez adaptándolo a los principios y valores estadounidenses, convirtiendo a la defensa de la democracia en el centro de su estrategia, lo que transformó la participación de Estados Unidos en la I Guerra Mundial en una especie de cruzada democratizadora. En efecto, sus famosos 14 puntos se convirtieron en la hoja de ruta de la paz de Versalles, si bien en la práctica las presiones del unilateralismo en el ámbito interno y de los intereses de sus aliados en el externo, acabaron por arruinar sus planes. Pese a que la Sociedad de Naciones se hizo realidad, Wilson fue incapaz de convencer al Congreso estadounidense de la compatibilidad de la nueva estructura internacional con el ejercicio de la soberanía nacional, y con la negativa del Senado a aprobar la entrada de Estados Unidos en la Sociedad si no se aprobaban antes sus enmiendas, el unilateralismo obtuvo una de sus últimas victorias frente al internacionalismo.
Tras Wilson el pueblo estadounidense optó por un regreso a la normalidad que entendió representaba la alegre diplomacia del dólar Republicana, con ello Estados Unidos se volcó en su desarrollo económico, descartando todo intervencionismo más allá de su continente, bajo una participación sin compromiso en el orden de posguerra, como tan bien refleja el Tratado de París de 1928, o Pacto Briand-Kellogg. El Tratado General de Renuncia de la Guerra como Instrumento de Política Nacional fue negociado y firmado por las autoridades estadounidenses ya que a diferencia de la Sociedad de Naciones, éste no contenía estructura permanente ni régimen de sanción alguno, por lo que simplemente se trataba de una mera expresión de voluntad por el que las partes se comprometían a no recurrir a la guerra para resolver sus disputas. De ese modo el unilateralismo continuaba condicionando la política exterior estadounidense, impidiendo que el internacionalismo se desplegase totalmente.
Pero los felices años veinte y su vertiginoso crecimiento económico tocaron a su fin con el crack bursátil de 1929, crisis que supuso el fin del dominio Republicano en la escena política estadounidense y el comienzo de una era Demócrata liderada por el Presidente F. D. Roosevelt. Consciente de la prioridad interna con un país inmerso en la mayor recesión de su historia, F. D. Roosevelt se centró en la recuperación nacional, consciente de que el internacionalismo no contaba con muchos adeptos a inicios de la década de 1930, de hecho, las distintas comisiones del Congreso encargadas de estudiar la participación de Estados Unidos en la I Guerra Mundial no dudaron en acusar a la industria y al sector financiero de empujar al país a una guerra no deseada, donde sus chicos habían muerto por un puñado de dólares, en beneficio exclusivo de unas élites que nada tenían que ver con las proclamas democratizadoras del Presidente Wilson.
De todos modos, al retirarse de los principales foros multilaterales renunciando a influir en los asuntos mundiales, las autoridades de Estados Unidos permitieron que el orden de Versalles se fuera degradando irremisiblemente, situación que quisieran o no afectaría negativamente a su seguridad nacional. La respuesta estadounidense fue su tradicional e ingenuo recurso a la neutralidad, como si la aprobación de leyes nacionales pudiese aislar al país de los problemas mundiales, y aunque el Presidente F. D. Roosevelt era un internacionalista convencido, su realismo le ayudó a comprender la fuerza que el unilateralismo aún tenía en amplias capas de la nación, impidiendo que por el momento Estados Unidos pudiese ejercer un liderazgo acorde a su estatus de potencia mundial.
Si bien el aislacionismo de la época carecía de una clara base de adscripción territorial o étnica, predominaba en el Medio Oeste y entre los descendientes de alemanes e irlandeses, en el primer caso sobre todo por su insularidad y su radicalismo agrario contrario a todo lo que procediese del viejo continente, y en el segundo por razones evidentes. Lo que unía a sus defensores era su unilateralismo y su miedo a la guerra, todo ello potenciado por diversos factores como la crisis económica que obligaba a centrar la atención en los asuntos internos, y que de pasó rebajó la confianza en la capacidad de la nación para cambiar el curso de los acontecimientos, junto al aumento de la desconfianza hacia banqueros y financieros, destacados defensores del internacionalismo y perjudicados por el revisionismo histórico sobre la I Guerra Mundial, que les acusaba de haber hostigado la participación estadounidense en la Gran Guerra.
Con las sucesivas leyes de neutralidad aprobadas en el Congreso estadounidense, los defensores del unilateralismo y contrarios a todo intervencionismo creyeron poder aislar al país del caos que de nuevo se cernía sobre Europa y que amenazaba con extenderse por todo el mundo. Tampoco el inicio de la II Guerra Mundial en septiembre de 1939 alteró un ápice el pensamiento de los no intervencionistas, enrocados en su negativa a ver de nuevo a Estados Unidos engullido por los enredos europeos, temerosos de que con ello se pusiera en peligro el modelo republicano y democrático norteamericano. Tras los intentos del Presidente Roosevelt por minimizar al máximo las consecuencias de las leyes de neutralidad, el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 borró de un plumazo las ganancias conseguidas por los no intervencionistas a lo largo de la década de 1930, convirtiendo de paso al unilateralismo en una fuerza residual anclada a los sectores de la sociedad estadounidense más perjudicados por la progresiva internacionalización de su economía y diplomacia.
La habilidad del Presidente Roosevelt durante la segunda mitad de la década de 1930 y los primeros años de la II Guerra Mundial consistió en presentar al pueblo estadounidense los acontecimientos europeos no como los típicos embrollos lejanos de los que el Unilateralismo Aislacionista había preservado con éxito a la nación, sino como una amenaza existencial a la supervivencia del modelo republicano y democrático estadounidense. Con ello logró un continuo trasvase de ciudadanos a las filas internacionalistas, conscientes de que en esta ocasión el ostracismo decimonónico no era una opción para Estados Unidos, extendiéndose la creencia de que el retiro de su nación durante la década de 1920 había sido una de las causas principales en el estallido del nuevo conflicto mundial. Por tanto, por primera vez el internacionalismo ganaba la partida al unilateralismo, y tras la derrota alemana y nipona, Estados Unidos entraba esta vez sí a formar parte de la nueva estructura de seguridad mundial erigida en torno a las Naciones Unidas.
El sucesor de F. D. Roosevelt, H. S. Truman fue el responsable de la derrota definitiva del Unilateralismo Aislacionista como principal vector estratégico de la política exterior estadounidense, colocando en su lugar al internacionalismo de raíz liberal, con su estrategia de la contención como nuevo marco estratégico, donde la defensa de la democracia se convertía de nuevo en el centro de la política norteamericana, expandiendo a nivel mundial la solidaridad republicana que la Doctrina Monroe había desplegado a nivel continental. Mientras la Organización de las Naciones Unidas parecía incapaz de asumir sus responsabilidades ante el bloqueo de su Consejo de Seguridad efectuado por el veto soviético (usado por el Kremlin en 75 ocasiones entre 1946 y 1955, por dos de París, una de Londres y ninguna por Washington y Pekín), dando así comienzo a lo que se denominó Guerra Fría entre los bandos soviético y Occidental, la Administración Truman decidió dar un paso más hacia el internacionalismo con iniciativas como el Plan Marshall para la recuperación económica de Europa (que canalizó 13 billones de dólares entre 1948 y 1951 hacia 16 países europeos, que sin dicha ayuda hubiesen sido incapaces de recuperar sus niveles económicos anteriores a la guerra) y sobre todo con la creación de la Alianza Atlántica, primera alianza militar y permanente en tiempos de paz a la que se unía Estados Unidos, con un sistema de defensa colectivo, que si bien respetaba los debidos procesos constitucionales de cada miembro, ataba la seguridad estadounidense a la de sus aliados, todo un anatema para el unilateralismo, pero centro neurálgico del internacionalismo imperante en Washington a partir de entonces.
Así pues, durante el periodo de Guerra Fría el unilateralismo desapareció como vector estratégico, es decir, ya no sería más la base sobre la que se elaboraría la política exterior de Estados Unidos, si bien ello no implicaba en ningún caso su utilización esporádica como recurso táctico, ya que Estados Unidos no había renunciado nunca a su libertad de acción, participase o no en alianzas permanentes. Por tanto, a partir de 1949 los dirigentes estadounidenses contaban con tres opciones tácticas a las que recurrir en su lucha contra el comunismo, el clásico unilateralismo, el nuevo regionalismo iniciado con la Organización del Tratado del Atlántico Norte y el multilateralismo de las Naciones Unidas, todas ellas encuadradas dentro de la estrategia de la contención, dominadora de la política estadounidense durante las décadas en que duró el enfrentamiento bipolar, con independencia del partido que alcanzara la Casa Blanca.
Resulta irónico que en una de las pocas ocasiones en que Estados Unidos recurrió al unilateralismo durante la Guerra Fría, su intervención en Vietnam, fuese precisamente para destruir uno de esos monstruos contra los que había advertido J. Q. Adams siglo y medio atrás. El varapalo no pudo ser mayor, sin victoria en el campo de batalla, con un país dividido más que nunca a causa de la intervención y una imagen internacional desacreditada, Estados Unidos tardaría años en recuperarse de semejante fiasco. Al menos se aprendió de la experiencia, y no habría más Vietnam durante el resto de la Guerra Fría, y mientras Moscú extendía sus tentáculos por todo el mundo, los dirigentes norteamericanos huyeron del aventurismo intervencionista, aplicando una versión cauta de la contención a la espera de un colapso interno soviético.
C. La inesperada reaparición del unilateralismo en la Posguerra Fría
En 1989 dicho colapso comenzó con la destrucción del muro de Berlín, y para 1991 la URSS solo era un recuerdo del pasado. La Administración de G. H. W. Bush interpretó la victoria sobre el comunismo como el nacimiento de una nueva era basada en el orden de seguridad colectivo representado por las Naciones Unidas, pues hasta el momento el enfrentamiento bipolar había impedido su implementación. Bajo el Nuevo Orden Mundial de Bush padre se encontraba la vieja aspiración internacionalista de erigir un sistema de relaciones internacionales basado en la cooperación de todas las naciones, con Estados Unidos ejerciendo un liderazgo benevolente, y cuya primera prueba se pasó con un rotundo éxito en 1991 tras la invasión iraquí de Kuwait.
La derrota electoral sufrida ante W. Clinton impidió que G. H. W. Bush comprobase en primera persona las dificultades a la hora de mantener en funcionamiento el sistema de seguridad colectivo de las Naciones Unidas, máxime cuando fracasos como los de Somalia ponían en tela de juicio la participación estadounidense en controvertidas operaciones de paz. Había dos clases de problemas para los dirigentes estadounidenses respecto a las Naciones Unidas, uno externo y otro interno, respecto al primero, como sucediera en los inicios de la Guerra Fría, dentro de la comunidad internacional, y especialmente entre sus grandes potencias, seguía sin existir consenso alguno acerca de los supuestos básicos de intervención, pues lo que para unos constituía una amenaza a la paz y seguridad internacional, para otros no era más que la expresión de cuestiones internas, ajenas a la injerencia externa en virtud del respeto al principio de soberanía nacional, y sin consenso, dado el poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, las Naciones Unidas regresaban al punto muerto de sus inicios.
El problema interno no era menos grave para la Casa Blanca, pues a medida que los cuerpos de los soldados estadounidenses caídos bajo la bandera de Naciones Unidas llegaban a su país, crecían las voces críticas contra un internacionalismo que ponía al servicio de una oscura camarilla cosmopolita los intereses nacionales. La Administración Clinton reaccionó ante tales denuncias reforzando los requerimientos para la participación estadounidense en operaciones de paz de las Naciones Unidas, bajo el objetivo de bajas cero, lo que supuso el primer indicio de la inesperada reaparición del unilateralismo en la escena política norteamericana.
En efecto, pese al internacionalismo de la Administración Clinton, la PDD/NSC- 25 de mayo de 1994 surgió como consecuencia del desastre sufrido en Somalia, operación heredada de la anterior Administración y donde los continuos cambios de dirección, más la complejidad propia del escenario somalí obligaron a la Administración Clinton a recalibrar la implicación estadounidense en las intervenciones multilaterales. Con ella, la Administración Clinton afirmaba que ante los nuevos desafíos Estados Unidos actuaría de forma unilateral o multilateral en función de sus intereses, es decir, pese a reconocer a las Naciones Unidas como una fuerza multiplicadora en los esfuerzos de pacificación, Estados Unidos no renunciaba a actuar en solitario, como Kosovo se encargaría de demostrar, pues solo cuando los intereses estadounidenses fuesen en consonancia con dichas intervenciones multilaterales se recurriría a ellas, en caso contrario, el unilateralismo sería la vía elegida, y solo se aprobaría la participación de efectivos estadounidenses en operaciones que incluyesen acciones de combate si la misión se encontrara bajo mando estadounidense. Además, para evitar nuevas situaciones como las vividas en Somalia, Estados Unidos solo aceptaría participar en tales misiones multilaterales en caso de consenso internacional sobre las mismas, que contuviese un mandato y objetivos claros, con un calendario preestablecido, una estrategia político- militar integrada y coordinada con los esfuerzos de asistencia humanitaria y una asignación de fondos adecuada, además de estar limitadas a casos de agresión internacional, de desastre humanitario acompañado de violencia o de interrupción repentina e inesperada del orden democrático y violación masiva de derechos humanos.
Kosovo supuso el segundo paso en la recuperación del unilateralismo en la inmediata Posguerra Fría, pues ante la negativa rusa a sancionar en el Consejo de Seguridad la intervención en la provincia serbia, al no considerar los ataques ordenados por el S. Milosevic contra la población kosovar constitutivos de violar los derechos humanos, Estados Unidos obligó a sus socios de la Alianza Atlántica a renunciar a la doble llave, mecanismo por el que hasta el momento se había regido la alianza y que requería para su participación en una intervención armada el doble consentimiento de sus miembros y de las Naciones Unidas. Con ello, Estados Unidos imponía en la letra a Europa y al resto de sus aliados cierta dosis de su clásico unilateralismo, si bien en la práctica tal extremo sería más difícil de lograr, como pronto comprobaría su sucesor en la Casa Blanca.
En efecto, criticando el internacionalismo de su antecesor, G. W. Bush llegó a la Casa Blanca bajo la determinación de acabar por entero con la implicación de Estados Unidos en las operaciones de paz de Naciones Unidas, al considerarlas lesivas para los intereses nacionales e intranscendentes para la seguridad nacional, con el objetivo de ampliar la libertad de acción norteamericana. Así, en los primeros meses de presidencia, el nuevo equipo de gobierno había retirado a Estados Unidos del Protocolo de Kyoto, de la Corte Internacional de Justicia (aprobando además la ley ASPA para la protección de sus ciudadanos en servicio exterior, y que en la práctica impedía que fueran juzgados por el tribunal internacional recién creado), había denunciado el tratado ABM de 1972 con la intención de probar una nueva generación de armamento nuclear, toda vez que el clima de Guerra Fría se había superado, saboteó la Conferencia Internacional sobre Control de Armas Ligeras, no firmó el Tratado de Ottawa para la prohibición de minas antipersona y su negativa a ceder en cuestiones de subsidios agrarios, aquí bien secundado por los europeos, supuso el fracaso de la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio.
A diferencia de Clinton, en Bush hijo el unilateralismo formaba parte integral de su concepción política, si bien los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 transformaron su unilateralismo inicial cercano al tradicional aislacionismo del siglo XIX, por otro de cariz intervencionista. La primera respuesta de la Administración Bush fue anunciar una Guerra Mundial contra el Terror cuyo punto de partida fue Afganistán, santuario de la red terrorista Al Qaeda, responsable de los ataques del 11 de septiembre, y cuyo líder, Osama bin Laden, gozaba del refugio otorgado por el régimen talibán de Kabul. La comunidad internacional no tuvo objeción alguna a la intervención estadounidense en Afganistán, entendida por todos por un ejercicio legítimo de defensa. Pero el anuncio de la Doctrina Bush de ataques preventivos en junio de 2002 fue visto por la mayoría de los líderes mundiales, aliados incluidos, como una manifestación radical de unilateralismo. En el centro de la preocupación de la Administración Bush se encontraba la unión entre radicalismo terrorista y uso de Armas de Destrucción Masiva, lo que a su juicio transformaba las reglas de juego, volviendo intrascendente la soberanía nacional, que no podía ser por más tiempo usada como pretexto para albergar todo tipo de amenazas hacia las naciones amantes de la libertad, de ahí que Estados Unidos se sintiese legitimado a lanzar ataques preventivos para abortar cualquier amenaza antes de que se convirtiera en una nueva agresión a la nación, contase o no con el aval de Naciones Unidas.
Lo que la Administración Bush no comprendió cegada por su unilateralismo y su sentido de vulnerabilidad, fue que una estrategia de seguridad nacional, como era en definitiva la Doctrina Bush, difícilmente podría convertirse en la base de un nuevo orden internacional, pues para ello hubiese sido necesario el consenso casi unánime de la comunidad internacional, requisito que estuvo muy lejos de ser cumplido. No es de extrañar que la invasión de Irak en 2003 se hiciese al margen tanto de Naciones Unidas como de la Alianza Atlántica, pues la Administración Bush fue incapaz de convencer al Consejo de Seguridad y a sus aliados de la pertinencia de acabar con el régimen de Sadam Hussein, acusado por Washington de albergar un programa de Armas de Destrucción Masiva, susceptible de ser entregado a redes terroristas, dada su supuesta relación con las mismas.
Al no conseguir el beneplácito del Consejo de Seguridad ni de la Alianza Atlántica, para no actuar en solitario, la Administración Bush recurrió a un multilateralismo de geometría variable representado por las alianzas de los dispuestos, uniones transitorias para la consecución de objetivos definidos que venían a sustituir a las alianzas permanentes que desde 1949 habían formado el núcleo del internacionalismo estadounidense, y cuya expresión señera, la organización transatlántica, se vio seriamente dañada por la invasión de Irak. No en vano, tales alianzas permanentes se basan no solo en la percepción de una misma amenaza, sino en compartir unos valores y principios similares, pero una vez que dichas alianzas dejan de compartir amenazas y valores, sólo es cuestión de tiempo que sean sustituidas por uniones menos vinculantes, y en el caso estadounidense, más acordes con su creciente unilateralismo.
En efecto, pronto arreciaron las críticas desde Washington hacia una vieja Europa que no estaba dispuesta a asumir los costes de su seguridad, mientras desde el viejo continente no se entendía la deriva unilateralista de la Administración Bush, pues más que una respuesta militar, los aliados de Estados Unidos pensaban que era suficiente con reforzar la lucha antiterrorista tradicional, la formada por la labor policial y judicial, al no considerar al radicalismo yihadista una amenaza existencial a su modo de vida, como sí lo hacía la Casa Blanca, que había regresado al espíritu cruzado de la Guerra Fría, donde el terrorismo había sustituido al comunismo como enemigo al que enfrentarse en todo lugar y en todo momento.
Pero la invasión de Irak supuso un nuevo fiasco para Washington, ya que la primera puesta en práctica de su doctrina preventiva careció de apoyo externo significativo, y aunque en un primer momento logró una rápida victoria sobre el debilitado régimen de Sadam, se convirtió en una auténtica chapuza en la posguerra, al ser incapaz de administrar una paz que se rompía en añicos con cada atentado cometido por los radicales, que hasta el momento habían permanecido inactivos bajo el férreo control de Bagdad. Irak se convirtió en un nuevo Afganistán para los seguidores de la yihad, transformando al país en el nuevo escenario donde enfrentarse al gran Satán occidental, lo que ponía en entredicho los motivos de la actuación estadounidense, ya que no se encontraron Armas de Destrucción Masiva pero sí se produjo un repunte espectacular del terrorismo tras la invasión
A partir de entonces la Administración Bush cambió de discurso para tratar de corregir los aspectos adversos de su unilateralismo, y en su segundo mandato se refugió en la promoción de la democracia, centro tradicional del internacionalismo, para ganarse el apoyo externo a su política. Pero el daño producido en sus primeros años en la Casa Blanca era enorme, y G. W. Bush dejó Washington con una imagen internacional de Estados Unidos tan desprestigiada como en la época de Vietnam, con una profunda división interna y unas relaciones con aliados y socios, especialmente con Rusia, más bajas que nunca.
La campaña de B. H. Obama supo captar el deseo de cambio de amplias capas de la sociedad estadounidense, cansadas tanto de la dureza diplomática de su antecesor como de su intervencionismo, aspecto éste último que pasó desapercibido en Europa y que quizá explique la sorpresa e incomprensión hacia el posterior desempeño del nuevo Presidente. Obama prometió una renovación transformativa a su país, pero en realidad su fórmula se ha basado en disfrazar respuestas tradicionales con el lenguaje de la ruptura y la novedad, lo que ha terminado por exasperar a propios y extraños.
Al igual que la participación de la Administración Clinton en numerosas operaciones de paz había sido considerada perjudicial para Estados Unidos por su sucesora en la Casa Blanca, el unilateralismo intervencionista de la Administración Bush fue totalmente repudiado por Obama, si bien habiendo heredado dos intervenciones en curso, Afganistán e Irak, y una Guerra Global contra el Terror, no tuvo más remedio que plegarse a la realidad, tratando de alejarse lo más pronto posible del legado de su antecesor. Para ello, primero anunció la pronta retirada de Irak una vez pacificado el país, segundo un renovado interés por Afganistán, centro de la trama terrorista para su Administración y que necesitaba ser combatido con unos medios que hasta el momento se habían desplegado en Irak, y por último la Guerra Global contra el Terror dejó de denominarse como tal, pasando las misiones antiterroristas por todo el mundo a englobarse dentro de las llamadas Operaciones de Contingencia en el Exterior, término mucho más neutro y que debía ayudar en uno de los principales objetivos de la Administración Obama, la mejora de la imagen internacional de Estados Unidos, en especial en el mundo árabe.
Una de las políticas más perjudicadas por la Administración Obama fue la promoción de la democracia, que con el nuevo equipo de gobierno perdió el protagonismo ganado en los últimos años de Bush hijo en la Casa Blanca. Tal circunstancia no debería sorprender, ya que la promoción de la democracia es en sí misma intervencionista, justo el tipo de política de la que se quería alejar la nueva Administración. De hecho, en su comparecencia de nombramiento ante el Senado, la futura primera Secretaria de Estado de Obama, H. R. Clinton, no mencionó a la democracia dentro de las tres D que aseguró formarían parte de su acción exterior (defensa, desarrollo y diplomacia). Y ya en la presidencia, el 4 de junio de 2009, como anuncio de su política hacia el mundo musulmán, Obama explicó al mundo que con él Estados Unidos se regiría por la regla de que «ningún sistema de gobierno puede o debería ser impuesto sobre una nación por otra», si bien apoyaría a aquellos Estados que promovieran la libertad de sus ciudadanos, reconociendo que «no existe una línea recta para realizar esa promesa (de la libertad)».
Es decir, con Obama ya no habría más ataques preventivos ni más intervenciones en nombre de la democracia, pero ese mismo mundo árabe, al que quería acercarse renunciando a las líneas maestras de su antecesor, pondría contra las cuerdas su nueva estrategia. En efecto, el estallido de la primavera árabe en Túnez en enero de 2011 sacudió los cimientos políticos de la región, obligando a la Administración Obama a rescatar del ostracismo a la defensa de la democracia, aunque solo fuera a nivel retórico, de hecho, en la única intervención militar estadounidense a raíz de los levantamientos populares, la efectuada en Libia junto a sus aliados de la Alianza Atlántica y unos pocos países árabes, el motivo fue la protección de la población Libia, víctima de los ataques del régimen de Gadafi, y no la promoción de la democracia.
La intervención en Libia también es importante porque supuso la puesta en práctica del nuevo tipo de liderazgo que Obama ha querido impulsar, el denominado de segunda fila o desde atrás, por el que Estados Unidos ya no soportará en exclusiva el peso de las intervenciones, sino que se valdrá de sus diversos aliados regionales, a quienes ayudará en la resolución de los conflictos que se den en sus respectivas áreas de influencia, dejando en sus manos la responsabilidad de su resolución. Es decir, tras el esfuerzo de Irak, la Administración Obama recuperaba la Doctrina Nixon, que en su día fue impulsada tras el fracaso de Vietnam, lo que en definitiva no es más que otra muestra del unilateralismo congénito al pensamiento político de B. H. Obama.
Por tanto, no es de extrañar que la Alianza Atlántica, punta de lanza del internacionalismo desde su creación, no haya contado con el protagonismo acostumbrado en la actual Administración. De hecho, desde sus primeros días en la Casa Blanca la Administración Obama no dejó de repetir la preeminencia de Asia en su estrategia a largo plazo, convirtiendo al Pacífico en el nuevo Mare Nostrum del siglo XXI donde se encontrarían los polos de mayor crecimiento económico, demográfico y de rivalidad geoestratégica del mundo, lo que devolvería a Europa a su tradicional papel secundario en la visión estratégica estadounidense, tan sólo roto a raíz de las dos Guerras Mundiales y la Guerra Fría. Así, pese a su defensa retórica de la Alianza como mayor compromiso exterior de Estados Unidos, lo cierto es que para la Administración Obama el vínculo transatlántico es uno más dentro del conjunto de relaciones que vinculan a la nación con sus diversos aliados y socios regionales, quizás aún un primus inter pares, pero condenado a convivir con otro tipo de relaciones a la carta más acordes con los intereses nacionales de Estados Unidos.
Tampoco el escenario interno ha ayudado al internacionalismo durante la Administración Obama, obligada primero a resolver la mayor crisis económica de la nación desde el crack de 1929, y bendecida después por la revolución del shale, con el descubrimiento de grandes reservas de petróleo de esquistos bituminosos y gas de pizarra en sus subsuelos, hidrocarburos no convencionales que han eliminado la temida dependencia energética del exterior y puede transformar a Estados Unidos de nuevo en un exportador de energía. Ambas circunstancias, crisis económica y autosuficiencia energética, han acentuado notablemente el unilateralismo y el aislacionismo en la sociedad y clase política estadounidenses, al obligar la primera a centrar los recursos en la recuperación interna y en reducir la segunda la importancia y dependencia de determinadas zonas antes vitales en el cálculo político de Washington.
Tendencia que se puede comprobar en dos textos clave de la presidencia de B. H. Obama. En la Estrategia de Seguridad Nacional de 2010 donde se describían los términos del uso de la fuerza, limitándola a «defender nuestro país y aliados o para preservar más ampliamente la paz y seguridad, incluyendo la protección de civiles que se enfrenten a graves crisis humanitarias», y aunque no descartaba la colaboración con organizaciones multilaterales como la Alianza Atlántica o las Naciones Unidas (siempre que se diesen el liderazgo, entrenamiento y medios adecuados), Estados Unidos no renunciaba a su «derecho a actuar unilateralmente en caso necesario para defender nuestra nación y nuestros intereses». Y en su discurso ante los graduados de la academia militar de West Point en mayo de 2014, el Presidente Obama describió una vez más el tipo de liderazgo que ansiaba para Estados Unidos, uno que reconociera que no todo problema tiene una solución militar, y aunque «América (Estados Unidos) debe siempre liderar en la escena mundial», ello no implicaba que la acción militar fuese el único componente de dicho liderazgo, «sólo porque tenemos el mejor martillo, eso no significa que todo problema es un clavo», si bien tampoco se pedirá permiso para proteger a su pueblo, su territorio y su modo de vida, de todos modos, «la influencia americana (estadounidense) es siempre más fuerte cuando lideramos con nuestro ejemplo», nueva muestra de su fervorosa creencia en el excepcionalismo estadounidense.
Así pues, en ambos textos se encuentran varios supuestos básicos del unilateralismo clásico, como serían la defensa de la libertad de acción propia, es decir, la reivindicación de la soberanía nacional, y cierta aversión por participar en misiones multilaterales, prefiriéndose en su lugar ampliar la colaboración estadounidense a través de la ayuda exterior, ya que para Obama la mejor arma con la que puede contar Estados Unidos continúa siendo la fuerza de su ejemplo, renunciando en gran medida a la solidaridad democrática instaurada al menos desde 1947.
En resumen, en la Administración Obama se encuentra cierta continuidad con el unilateralismo de la era Bush, sobre todo en la lucha antiterrorista, con acciones como el ataque en Abbottabad que acabó con la vida de Osama bin Laden, operación efectuada en secreto y sin el permiso de las autoridades pakistaníes, o la continuación del uso de drones, multiplicados durante el primer mandato de Obama y que ha obligado al ejército estadounidense a entrenar más técnicos para su control que pilotos de aviones. Pero lo cierto es que el unilateralismo de ambos Presidentes es muy distinto, si en el caso de G. W. Bush fue más bien usado a nivel táctico y era claramente intervencionista, en Obama actúa básicamente a nivel estratégico, devolviendo a Estados Unidos a los días en que rehuía toda intervención exterior que no afecte a los intereses vitales de la nación, como tan bien ha demostrado Siria en los últimos años, o más recientemente Irak, escenarios ambos donde Obama ha dejado claro que la intervención de Estados Unidos no es el remedio a su desintegración.
D. El nuevo unilateralismo
El fracaso del Nuevo Orden Mundial proclamado prematuramente por G. H. W. Bush a inicios de la década de 1990 ha dado paso en Washington al surgimiento de un nuevo tipo de unilateralismo, impulsado a su vez por la incapacidad de los sucesivos Presidentes estadounidenses de imponer a nivel mundial un sistema en sintonía con sus intereses y valores nacionales. Estados Unidos continua siendo la primera potencia mundial, debido sobre todo a su gasto militar y su fortaleza económica, pero ello no le ha servido para que el resto de naciones acepten su particular visión, pues ni el orden de seguridad colectivo en torno a Naciones Unidas, ni la globalización, ni los ataques preventivos, ni el difuso liderazgo han servido como bases de un nuevo orden mundial propuesto desde Washington.
Es más, el paulatino estrechamiento en los objetivos de los sucesivos Presidentes es una muestra más del creciente unilateralismo de la escena política estadounidense, pues a los sueños de cooperación y globalización de Bush padre y Clinton, les han sucedido los imperativos de seguridad de Bush hijo y Obama. Consecuencia nada extraña dado el creciente desencanto de una sociedad que, aparte de las élites ligadas al gran capital y al sector exportador, cada vez percibe menos beneficios de un cosmopolitismo que amenaza con acabar con las ventajas nacionales de antaño. Así pues, en tiempos en que la soberanía nacional es considerada como el principal atributo a defender, el unilateralismo resurge como la mejor estrategia para mantener a salvo una venerada y añorada libertad de acción.
En todo caso, no se puede culpar en exclusiva a Estados Unidos por su refugio unilateralista, en ello sus aliados han tenido mucho que ver, en especial los europeos, que a partir del fin de la Guerra Fría han creído poder disfrutar de los dividendos de la paz a expensas de su seguridad, sin percatarse de que lo hacían bajo un paraguas americano que se está cerrando irremisiblemente. Y es que para su supervivencia, el multilateralismo debe ser alimentado por todos sus integrantes, que han de honrar sus compromisos con equidad y persistencia, de no hacerlo, se corre el riesgo de que quien paga siempre las facturas se acabe por cansar. Las críticas a la vieja Europa a raíz de la controversia por Irak en 2003 no fueron el fruto de un enfado pasajero, sino la muestra del permanente descontento americano por una alianza en la que consideran que no todos participan con el mismo ímpetu, algo que viene sucediendo desde los primeros días de la unión transatlántica.
Con todo, el unilateralismo que se ha abierto paso en la era de Posguerra Fría no es el mismo que informó la política exterior de Estados Unidos en su primer siglo largo de existencia. El aislacionismo no es una opción para una potencia mundial, y menos para una nación con tantos compromisos e intereses exteriores como Estados Unidos, pero sí puede servir para condicionar su acción externa, empujando a sus Presidentes a decisiones muy alejadas del multilateralismo internacionalista predominante en la segunda mitad del siglo XX.
Por tanto, desde inicios del siglo XXI el unilateralismo ha regresado a la escena política estadounidense para quedarse, no será igual al del pasado, adquirirá un nuevo significado, pero en resumidas cuentas defenderá la libertad de acción de Estados Unidos por encima de cualquier compromiso internacional, y lo que es más preocupante para sus aliados tradicionales, prestará escasa atención a los acontecimientos internacionales que no afecten directamente a sus intereses vitales.
Cuando los líderes Republicanos hicieron lo mismo tras la participación estadounidense en la I Guerra Mundial, la consecuencia fue que Estados Unidos perdió su capacidad de influir en la escena mundial, contribuyendo con su inacción a que problemas en otras regiones se fueran enquistando, hasta acabar por obligarle a participar de nuevo en los asuntos mundiales tras ser atacado en el Pacífico. La incapacidad del resto de principales actores para evitar la catástrofe fue clave en el resultado final, esperemos que algo hayamos aprendido hasta ahora, pues no importa quién ocupe la Casa Blanca, Estados Unidos ya no podrá ni querrá resolver él solo todos los problemas que vayan surgiendo en el mundo.
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    Acerca de Pedro Ramos Josa

    Doctor en Paz y Seguridad Internacional por el Instituto General Gutiérrez Mellado Licenciado en Ciencias Políticas por la UNED.Temas principales de investigación: historia y política de Estados Unidos, la debilidad Estatal, ideologías políticas