El Rey Felipe y la consolidación democrática pendiente

El Rey Felipe y la consolidación democrática pendiente
La democracia americana, que es la más antigua y experimentada de Occidente, inició su transición con la rebelión de la colonias británicas y la independencia (1776), afirmando su federación frente a la confederación con la Constitución (1787) y las sucesivas enmiendas. Pero la consolidación propiamente dicha no se produciría hasta después de la Guerra Civil (1861-1864), con nuevas enmiendas y las primeras leyes electorales de sufragio universal, como señalara acertadamente Walt Whitman en diferentes escritos (M. Pastor, «Abraham Lincoln: la consolidación de una nueva nación», La Ilustración Liberal, Madrid, 2009). Es decir, tuvieron que transcurrir casi cien años hasta que se pudiera hablar propiamente de una democracia consolidada.
La democracia española es más joven, apenas 39 años desde la liquidación del franquismo y la fase de transición política: Ley para la Reforma Política (1976), elecciones «constituyentes» (1977), y Constitución (1978). Pero la consolidación democrática, como he venido sosteniendo y argumentando en diferentes artículos y ensayos, sigue pendiente (M. Pastor, «La democracia en España: ¿la consolidación pendiente?», en Libro Homenaje al profesor Carlos Moya, CIS, Madrid, 2007). A contra corriente de la mayoría de mis colegas en las ciencias sociales (sociólogos y politólogos, agentes intelectuales y beneficiarios de la partitocracia), que sostienen que la consolidación se produjo con la alternancia de gobierno en 1982, sigo pensando que a partir de 1981 (23-F) y los sucesivos agujeros negros en el proceso democrático (partitocracia, corrupción, caso Gal, 11-M, caso Faisán, caso Nóos…), han corrompido e impedido el proceso normal de la consolidación democrática en nuestro sistema político. El Rey Juan Carlos –es un asunto sabido y repetido hasta la saciedad- presidió con ejemplaridad y eficacia el inicio de la transición política, pero a partir del 23-F de 1981 todo comenzó a torcerse: desde el Elefante Blanco hasta el Elefante Botsuaniano la deriva ha sido fatal. Si bien se produjo la alternancia en 1982, otras condiciones necesarias para la consolidación no se han cumplido: el riguroso imperio de la ley, mediante una constitución normativa (no meramente nominal) y justicia independiente; la separación de poderes y cristalización de una cultura democrática. Lo que hemos obtenido desde 1981, en mi humilde opinión, es una cultura partitocrática y una corrupción generalizada.
La misión histórica que le correspondería al nuevo Rey Felipe, al margen de los debates irrelevantes sobre monarquía o república, debería ser la de presidir el proceso de consolidación democrática pendiente. Es decir, retomar la función de Jefe del Estado, árbitro y moderador de los partidos y fuerzas políticas, defensor de la Constitución y de los procedimientos eventuales de su reforma, y garante siempre de la unidad nacional.
Ciertamente parece una misión imposible, especialmente si el nuevo Rey no consigue el acuerdo básico de las dos grandes fuerzas políticas (centro-derecha y centro-izquierda). Insisto en el término «fuerzas», no partidos, leales a la Constitución: el centro-derecha puede ser plural (PP, Vox…), igual que el centro-izquierda (PSOE, UPyD, Ciudadanos…), y ese es el auténtico «bipartidismo» básico que constituye la estructura funcional y de alternancia en una democracia liberal estable. Por ejemplo, el «bipartidismo» básico de la democracia en Estados Unidos consiste, de hecho, en que bajo las denominaciones genéricas de partido Demócrata y partido Republicano, realmente existen dos grandes coaliciones de partidos o corrientes diversas y plurales.
El gran problema naturalmente es cómo regenerar los partidos extirpando el cáncer de la partitocracia y la corrupción. Los dos grandes cuerpos enfermos han producido sus respectivos anti-cuerpos: Vox en el centro-derecha, Ciudadanos en el centro-izquierda. A mi juicio UPyD tiene todavía que demostrar que no busca emular la partitocracia de los grandes.Existe un rico y extenso legado teórico sobre las élites y oligarquías políticas (Mosca, Pareto, Costa, Ortega, Schumpeter, Burnham), y específicamente sobre la partitocracia (Ostrogorski, Michels, … incluyendo al ensayista español Gonzalo Fernández de la Mora, cuya obra La Partitocracia, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, se publica coincidiendo con la irrupción de los partidos políticos en nuestra joven democracia). Conservo como una joya desde mis años de estudiante graduado en los Estados Unidos un ejemplar que encontré en una tienda de libros viejos en Madison (Wisconsin), de la primera edición de la obra pionera de Mosey Ostrogorski, Democracy and the Organization of Political Parties (primera edición en inglés, simultánea a la edición francesa, en 2 volúmenes, Macmillan, London, 1902). Es una obra fundamental, de un total de 1.521 páginas, que sospecho nadie ha leído en España, y que influiría decisivamente en otros autores ya clásicos como Roberto Michels y Maurice Duverger. En estos textos encontramos el diagnóstico exacto que define la enfermedad política que padecen nuestras democracias, particularmente las parlamentarias, donde más que democracia tenemos partitocracia.

En el caso de la democracia americana, que Ostrogorski analizó en el segundo volumen, el problema ha sido en gran medida corregido por la progresiva generalización, después de 1902, del sistema de las elecciones primarias, asunto del que tanto hablan ahora nuestros dirigentes políticos europeos, sin entender la esencia de las mismas: en Estados Unidos las primarias las organizan los Estados, no los partidos. Éstos no tienen capacidad de controlarlas y por tanto son elecciones absolutamente libres, aparte de que en la actualidad en su mayoría tienden a abrirse a todos los electores, no solo a los militantes de los partidos. Además, no hay listas cerradas ni disciplina parlamentaria por los partidos, y los miembros del Congreso responden exclusivamente ante sus electores.
Otro problema no menos difícil para el Rey Felipe, condición sine qua non de la propia consolidación democrática, será asumir nuestra historia con todos los posibles errores. Más allá de las memorias y desmemorias «históricas» partidistas sobre la Guerra Civil, la Era de Franco y la Transición, el nuevo jefe del Estado debe reconocer y proclamar la verdadera historia (la de los historiadores), incluso la más reciente, pese a quien pese. Un buen gesto simbólico al inicio del reinado sería terminar con las imposturas oficiales y oficiosas sobre el 23-F y el 11-M (por ejemplo, como homework para comenzar su nuevo oficio, Don Felipe debería leer ya, si todavía no lo ha hecho, las obras de Jesús Palacios y de Ignacio López Bru sobre las infames fechas). Es evidente que su padre, el Rey Juan Carlos, no quiso reconocer y proclamar ciertas verdades (como le dijo a Ángeles Domínguez, presidenta de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M cuando le manifestaba al monarca el deseo de las víctimas de conocer la verdad de lo sucedido: «Lo lleváis crudo. A mí todavía me ocultan cosas del 23-F»). Sorprendentemente todavía hay analistas políticos reputados como liberales –juancarlistas intelectuales- que, en contraste con otros como Federico Jiménez Losantos y Javier Somalo en el mismo medio, Libertad Digital, siguen repitiendo los tópicos falaces y tóxicos, asumiendo la tesis oficial, sobre «el espasmo golpista de 1981», que «en 1981 el rey salvó a la democracia» (Carlos Alberto Montaner, La inmensa tarea de los nuevos reyes de España, LD, 9 de Junio de 2014), y «el muy necesario liderazgo fuerte que llevó a cabo el rey Juan Carlos durante el golpe de Estado del 81» (Santiago Navajas, Una defensa liberal de la monarquía, LD, 13 de Junio de 2014).No hay alternativa. La salvación de la democracia está en la eliminación de la partitocracia y las ideologías anti-sistema. El más importante teórico político- constitucional de nuestra época resumió con claridad su pensamiento así: ningún sistema constitucional puede legitimar y tolerar las fuerzas que buscan su destrucción. En la democracia liberal la democracia es procedimental y lo sustancial son los derechos y las libertades individuales. Derechos y libertades frente a los estatismos. Y los individuos responsables frente a las castas, oligarquías, élites, clases políticas o como queramos llamarlos: «los sofistas de todos los partidos» (Marcel Mauss, 1924) o «los socialistas de todos los partidos» (Friedrich Hayek, 1944).
En esa línea es significativo que al final de su obra Ostrogorski invoque la responsabilidad individual frente a los colectivismos socialistas o estatistas (de los intereses «públicos», en la tradición progresista de J. S. Mill), y asimismo postule la hipótesis del poder intimidatorio («the power of social intimidation as a principle of political life») del pueblo (pueblo educado e informado, diferente al mito de los populismos colectivistas), que ha encontrado cabal expresión actual en el movimiento Tea Party de la democracia americana, fenómeno ignorado o mal comprendido en Europa, coalición de corrientes conservadoras y libertarias, vacuna regeneradora contra las tentaciones partitocráticas del Establishment republicano-demócrata.

Fernández de la Mora (La Partitocracia, p.10) nos recordaba el comentario irónico de Ortega sobre la democracia, esa gran ramera que cohabita con múltiples significaciones: social, socialista, soviética, popular, populista, corporativa, orgánica, plebiscitaria, cesarista… todas las combinaciones en el fondo dictaduras autoritarias o totalitarias, como ya anticipaba Ostrogorski: «the plebiscite, a Caesarean democracy, in a word, a veritable monstrosity» (Democracy…, vol. 2, p. 750). Evidentemente, conviene insistir, la única democracia que nos interesa es la democracia liberal.
La misión histórica del joven Rey Felipe deberá dar por finalizada la etapa del juancarlismo (M.Pastor, El fin del juancarlismo, LD, 2012), con su corte milagrosa de amiguismos, corruptelas e intelectualidad juancarlista, y consolidar definitivamente la institución de la monarquía parlamentaria, limpia y transparente, en la democracia liberal española.

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    Acerca de Manuel Pastor

    Catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional (Ciencia Política) de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido director del Departamento de Ciencia Política en la misma universidad durante casi dos décadas, y, de nuevo, entre 2010- 2014. Asimismo ha sido director del Real Colegio Complutense en la Universidad de Harvard (1998-2000), y profesor visitante en varias universidades de los Estados Unidos. Fundador y primer presidente del grupo-red Floridablanca (2012-2019)