De hecho, me atrevo a aventurar una hipótesis que probablemente escandalizará a muchos: la Restauración o período histórico de los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII (1874-1931), constituye el núcleo o segmento central y espacio inter-generacional de una Nueva Edad de Oro (igual que en la clásica, toda una Edad más que un siglo, y no meramente de plata, como sostienen algunos) de la cultura española, que tras notables precursores a finales del siglo XVIII (Cadalso, Feijoo, Jovellanos, Goya, …) se despliega a lo largo del siglo XIX, fundamentalmente a partir de la década de 1830, con el Romanticismo, y se prolonga hasta la segunda mitad del siglo XX, con los ilustres supervivientes de las generaciones de 1898, 1914 y 1927 (Azorín, Baroja, Ortega, Juan Ramón, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Eugenio D’Ors, Ramón Gómez de la Serna, Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Luis García de Valdeavellano, Emilio García Gómez, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Pedro Salinas, León Felipe, Pablo Ruíz Picasso, Salvador Dalí, Joan Miró, Luis Buñuel, Joaquín Turina, Manuel de Falla, Pablo Casals, etc.) y los no menos ilustres -aunque algunos no tanto- de la generaciones posteriores a la Guerra Civil (2).
José María Marco ha puntualizado con claridad y sutileza el efecto devastador de la crítica que la generación de 1898 hizo de la política y la cultura «fantasmal» de la Restauración, en esta larga cita de su libro Libertad traicionada (1997): «Fueron muchos los que se dieron cuenta de la atrocidad que se estaba cometiendo, entre ellos los pertenecientes a una generación anterior –Valera o Menéndez Pelayo- y algunos políticos, más apegados a la realidad, menos caprichosos en sus juicios, como Maura, Canalejas o Dato. Pero no supieron detener la degeneración y la tarea se cumplió con una eficacia digna de mejor causa. Lo prueba el ejemplo de Galdós que es, con Goya, uno de los artistas que mejor supo plasmar la emoción y la vigencia de la idea nacional española (…) La sensación de derrota, de cansancio y de desánimo lo cubre todo, hasta el punto de que Galdós deja interrumpida la obra maestra. Mientras tanto, Unamuno –como luego Maeztu- empieza a perfilar y pulir su papel de profeta de una guerra civil que acabará por arrollarle. La influencia de los noventayochistas, apoyada en su fabulosa capacidad de invención literaria, contagia a los mayores como Galdós, pero sobre todo, como era de esperar, a los más jóvenes. La llamada generación de 1914, más técnica, más científica y también más política, según se suele decir, remata la tarea.» (3)
La que antes calificaba Nueva Edad de Oro de la cultura española, desde una perspectiva democrática y liberal-conservadora España ha tenido pocas figuras políticas destacables, lo que propiamente pudieramos considerar estadistas. Yo destacaría solamente tres monárquicos, a los que debemos los fundamentos de la moderna monarquía liberal parlamentaria como sistema político (Francisco Martínez de la Rosa, Antonio Cánovas del Castillo, Antonio Maura) y acaso un republicano (Emilio Castelar). Los progresistas añadirán Manuel Azaña a esta segunda categoría, pero no encajaría propiamente, ya que el liberalismo del segundo presidente de la Segunda República, como nos ilustran los diversos estudios de Marco, se corresponde más bien con la tradición jacobina radical francesa y el denominado «liberalismo» izquierdista norteamericano (es decir, el progresismo socialdemócrata, anti-liberal), y no es casual que Azaña fuera un admirador del líder estadounidense que inauguró esa denominación consu programa del «New Deal», Franklin D. Roosevelt.
En otro excelente ensayo de Marco, La nueva revolución americana (2007), se preguntaba el autor por qué los europeos y los españoles en particular no habían comprendido, imitado o asimilado la cultura liberal-conservadora de los Estados Unidos, y en una recensión que publiqué sobre el libro (4) hice referencia a ese «gap» que desde Tocqueville define el «excepcionalismo americano» e inspiró, entre otras cosas, las famosas doctrinas de los Adams en política exterior: la «doctrina de las dos esferas» (John Adams, 1776) y la «doctrina Monroe» (John Quincy Adams, 1823). Aventuraba yo como respuesta la hipótesis de un miedo a la libertad y un cierto anti-americanismo, explícito e ideológico en muchos casos, vergonzante y «chic» en otros, producto de lo que el propio John Adams identificaría como factores psicológicos de la conducta política: los celos, la envidia y el resentimiento.
¿Acaso el pensamiento del más prestigioso internacionalmente de nuestros intelectuales, Ortega, no estaba también poblado de «fantasmas»? Un simple ejemplo: el tardío, desfasado y casi ridículo «arielismo» de sus percepciones sobre los Estados Unidos (al final de su vida, probablemente influído por su discípulo Julián Marías, parece que rectificó parcialmente), una muestra muy llamativa de lo que vengo llamando anti-americanismo «chic».
Los «años bobos» o «fantasmales», expresiones descalificadoras respecto a Cánovas y la Restauración, que emplearon eminentes intelectuales como Galdós, Unamuno, Ortega, Azaña, y otros, se pueden aplicar perfectamente, independientemente de la originalidad expresiva y calidad literaria indudables (aunque a veces lastrada por un exceso de retórica y abuso de metáforas), a las condiciones de inmadurez y prejuicio de sus propias ideas políticas. Paradójicamente, sus agudas inteligencias psicológicas y críticas nos ayudan a comprender mejor el verdadero «panorama de fantasmas» del pensamiento político español de su época.
No obstante, hay que precisar y recordar que, precediendo a los «años bobos» y fundiendose algunos con ellos, hubo una minoría de escritores, intelectuales y políticos que fueron la excepción, es decir, intentaron definir un pensamiento político razonable y eficaz, liberal-conservador, teniendo en cuenta las circunstancias históricas españolas, y a los que la historiografía actual no ha hecho suficiente justicia. Comenzando por los liberales moderados, «doctrinarios» y «puritanos»(estudiados finamente por Luis Díez del Corral, Luis Sanchez Agesta y José María García Escudero), y finalmente los liberal-conservadores de la Restauración, habría que destacar, entre otros: Francisco Martínez de la Rosa, Juan Donoso Cortés, Nicomedes Pastor Díaz, Cánovas, Sagasta, Valera, Menéndez y Pelayo, Maura, Silvela, Canalejas, Dato, Cambó, La Cierva, y la gran excepción que entre los escritores del 98 representa el «neoconservador» Azorín.
Asimismo, otra línea de pensamiento paralela de liberalismo progresista y finalmente republicano, con menos nombres significativos, que va desde Larra a Galdós (personalmente tengo muchas reservas acerca de la sobrevaloracion política del primero), con la excepcional figura política de Castelar, y que tratará de renacer, sin éxito y con trágicas consecuencias para España, como centro-derecha durante la Segunda República, representada principalmente por algunos republicanos moderados e, incluso, por los pronto desencantados componentes de la «Agrupación de Intelectuales al Servicio de la República».
Marco nos ha proporcionado la crítica más seria, profunda y sutil a lo que llamaríamos el pensamiento político oficial progresista e izquierdista de los «tiempos bobos» en sus libros, respectivamente, sobre Francisco Giner de los Ríos y el krausismo español, las Generaciones de 1898 y de 1914, y de forma más amplia y elaborada sobre Manuel Azaña, sobre el que probablemente sea el más importante especialista de todos los tiempos. Otros se han dedicado a estudiar las ideologías de las utopías progresistas o regresivas: anarquismo, sindicalismo, socialismo y comunismo, asi como de los múltiples nacionalismos étnico-culturales, regionales, en España, más o menos separatistas, pero generalmente de forma empática, sin destacar suficientemente su falta de originalidad, sus incongruencias y sus propuestas erráticas que llevaron ineluctablemente a trágicos desastres (Primera República, «Cantonalismo», «Semana Trágica», «Trienio Bolchevique», Segunda República y Guerra Civil). En este sentido, la labor de historiadores políticos como Bolloten, Payne, Thomas, etc., entre los extranjeros, y de Ricardo de La Cierva, Pío Moa, César Vidal y otros españoles, nos han abierto las ventanas para una perspectiva más adecuada de la época.
La envidia y la tontería
Antes de iniciarse propiamente los años o tiempos bobos con la Restauración, como escribió Galdós (recuérdese que era 1912 cuando concluyó su Cánovas), en la propia generación del autor (la Generación de 1868, y del «Sexenio Revolucionario»), mentes cultas y agudas como las de Juan Valera y Marcelino Menéndez y Pelayo detectaron ya ciertos síntomas de bobería o tontería política, asociados a otros vicios morales, como la envidia, letales para las ideas de la Nación y de la Libertad.
La envidia política, generadora de diversos odios, es un síndrome clásico, y probablemente su concepto se remonte lógicamente a los clásicos de la filosofia política griega. Su actualización, como indicamos antes, se produce en la Ilustración anglo- americana, en ensayistas como John Adams (que analizó los factores «jealoussy & envy»), y algunos autores de nuestro tiempo también han reflexionado sobre ella (5). La tontería política es un fenomeno más trivial y reciente (aunque también Adams vió la posibilidad de que la «passion for distinction» degenerara en la pérdida del sentido del ridículo), y en el caso español el primero en detectarlo en la época contemporánea probablemente fué Francesc Cambó, que consideraba al presidente de la I Republica, el krausista Nicolás Salmerón, el ejemplar más destacado de tonto político.
La envidia política ya mereció el interés de dos grandes pensadores españoles del siglo XIX, Nicomedes Pastor Díaz y Juan Donoso Cortés, que en torno a 1848 la vincularon con el nacimiento de la ideología socialista, opinión que suscribirá mucho más tarde Ortega. Dos grandes escritores posteriores, pero un poco tontos políticos, Madariaga y Unamuno (sobre el primero Ortega elaboró un arquetipo nuevo, el «políglota», es decir, el tonto en varios idiomas; a Unamuno, políticamente contradictorio y veleta, lo calificó un poco despectivamente de «juglar», por sus gracias y juegos malabares intelectuales y políticos) analizaron la envidia. Madariaga la consideró el vicio español por excelencia, y Unamuno creó un arquetipo literario en su famosa novela Abel Sánchez. Una historia de pasión (1917). El genial escritor vasco-español cuenta (en el prólogo a la obra de 1928) que una vez, en la Plaza Mayor de Salamanca, el gran político catalán Cambó le había confesado que la envidia española había nacido en Cataluña. Pero a Unamuno le interesaba la psicología existencial de la envidia y no su dimensión política, por lo que prefería la tesis de Madariaga, pero advertía, rizando el rizo como a él le gustaba, que lo malo no era Cain, sino los cainitas y los abelitas.
Suele ocurrir que personas muy inteligentes no pueden evitar en sus vidas episodios de enajenación o atontamiento político, como nos ilustra para el caso español Marco en su extraordinario libro sobre la Generación del Desastre. Por ejemplo, Unamuno entre 1894 y 1898 creía en «el socialismo limpio y puro (…) que inició Carlos Marx con la gloriosa Internacional de trabajadores», y el propio Ortega en sus años jóvenes, a principios del siglo xx, postulaba un socialismo «cultural» y «aristocrático» (6).
Volviendo a Cambó, resulta que él fue el primero en reflexionar sobre ambos conceptos, la envidia y la tontería políticas. Si el tonto era Salmerón, ¿quién era el mejor ejemplo de envidioso? Cambó no nos lo dice, aunque le admitió a Unamuno lo de la envidia catalana. Si el astuto líder de la Lliga conocía las tesis de Pastor Díaz y de Donoso Cortés, y hay motivos para sospechar que así era, el envidioso político en la España contemporánea tendría que ser un político catalán y de querencia socialista. Ninguno reunía en su tiempo mejor ese perfil que otro de los presidentes de la malhadada y caótica I Republica, Francisco Pi y Margall.
Que era un tonto político e intelectual ya lo había apreciado Juan Valera en algunos ensayos críticos sobre sus ideas y la «nueva iglesia» de los papanatas del «piísmo», en 1873. Los propios Marx y Engels, aunque con ciertas reservas, destacarían su carácter socialista utópico. Asi que para Cambó era relativamente sencillo asociar ambos conceptos en su mente, aunque por astucia maquiavélica, «seny», conveniencia política o solidaridad catalana, nunca lo verbalizó en esos términos refiriéndose a Pi y Margall o a otro político catalanista.
El profesor Andrés de Blas Guerrero ha recopilado algunas de las opiniones sobre Nicolás Salmerón de sus coetáneos. Así, por ejemplo, Emilio Castelar: «Salmerón podría haber sido un gran orador si hubiera hablado en alguno de los lenguajes conocidos», y «Entre él y Azcárate me han hecho abominable la virtud». Junoy: «Baja pocas veces de las nubes». Lerroux se preguntaba: » ¿El señor Salmerón está bien seguro que comprende qué cosa es la Solidaridad Catalana?». Y fué Cambó quien le dijo a Ossorio, entonces gobernador de Cataluña, que Salmerón era «políticamente tonto». Respecto a Pi y Margall, el autor es más cauto y hace un esfuerzo considerable, con la generosidad que le caracteriza, por convencernos de que el pensamiento «federalista» de Pi, aunque influido por Proudhon, no era disgregador ni contrario a la Nación española. Pero, a mi juicio, la deriva confederal parece difícil de ocultar, como destacaron y demostraron sus discípulos Valentí
Almirall y Antoni Rovira i Virgili, y el perspicaz Juan Valera denunciaría antes que nadie. El propio Andrés de Blas escribe que «la llamada a favor del pacto sinalagmático y commutativo» es «fórmula suficiente para ilustrar todo un estilo intelectual y político», y concluye: «La extraña mezcla de inoperancia, pedantería, cienticifismo y honestidad individual que se desprende de la figura de Pi y Margall». Conclusión casi coincidente con la opinión que Cambó tenía de Salmerón y Valera del propio Pi: políticamente tontos.
El análisis que el mismo autor hace de Emilio Castelar y de su republicanismo sensato, posibilista, coherentemente demócrata-liberal y nacionalista español, me parece acertado, aunque yo hubiera subrayado que, pese a su perfil unionista o unitario, no era incompatible con una dimensión auténticamente federalista en el sentido estadounidense, como históricamente lo representan Alexander Hamilton, George Washington, Abraham Lincoln, etc., y como lo reconociera, aparte de Valera, el propio secretario privado de Lincoln y posteriormente gran Secretario de Estado norteamericano, John Hay (7).
Es una tarea intelectual e historiográfica pendiente revisar algunos tópicos sobre el republicanismo ibérico. Con muy pocas excepciones, se ha confundido el auténtico federalismo, integrador, de inspiración estadounidense (Alexander Hamilton et al., The Federalist, el Partido Federalista, la Constitución federal, etc.) con falsificaciones confederalistas y socialistas utópicas (Fourier, Proudhon, etc.), de la misma forma que se ha confundido la genuina tradición demócrata-liberal con banales conceptos «comunitarios» y organicistas del krausismo (G. Fernández de la Mora tenía razón al considerar a esta escuela la inspiradora de la «democracia orgánica» en España, y Marco nos ofrece pruebas contundentes sobre su velada pedagogía autoritaria).
En fin, lo que nos interesa hoy no es tanto los casos particulares de Salmerón o Pi y Margall, adelantados de la «corrección política» como modelos de una presunta y presuntuosa honradez buenista, como el que su ejemplo cundiera, creando una verdadera escuela intelectual y política, una auténtica plaga de tontos y envidiosos políticos (krausistas, pimargallianos, socialistas, confederalistas o catalanistas) que, por desgracia, seguimos padeciendo en la España de nuestros días. Para mayor oprobio, el talante buenista que una vez ostentaron aquellos presidentes de la I República, tiene su genuino heredero en el presidente Zapatero, con su peculiar mezcla de republicanismo, krausismo, socialismo, y confederalismo. En su corte y en sus aledaños autonómicos abundan, además, no sólo los tontos (y tontas) sino también los envidiosos políticos, y nada los define mejor que un denominador común de los falsos demócratas de todo el mundo, producto de la envidia y de la ignorancia, el anti-americanismo histérico y galopante que los ha invadido desde las elecciones presidenciales norteamericanas del año 2000 (e intensificado por la guerra contra el terrorismo islámico a partir del 11-S), y particularmente en nuestros lares, un cierto «anti-españolismo» desde 2004.
Sería provechosa una reflexión seria, siguiendo las indicaciones del inteligente catalán Francesc Cambó, sobre el por qué Cataluña ha sido y sigue siendo, como ha escrito José María Marco, el «paraíso de las izquierdas», la más socialista y la más soberanista (es decir,
la más confederalista) de todas las regiones españolas, y probablemente también, junto al País Vasco, de Europa occidental (resulta inevitable recordar aquí la irónica descripción que Hemingway hizo de Barcelona durante la Guerra Civil: «Es una ópera cómica…el paraíso de los chiflados y los revolucionarios románticos») (8).
La mentira y la impostura
La envidia y la tontería políticas disponen de un tercer factor que completa el trípode en que se sustenta nuestra tradición política: el conglomerado mentira-impostura política al que ya San Agustín dedicó un tratado clásico, De Mendacio. Tema anticipado en tiempos más recientes por David Wise con The Politics of Lying (1973), existe hoy una amplia bibliografia sobre la deception (impostura) en la politica. Jean-Francoise Revel le dedicó un libro, hoy ya considerado también un clásico, que tituló El conocimiento inútil, Premio Chateaubriand 1988, y no es casualidad que José María Marco viera oportuno escribir un largo ensayo sobre el autor (9). Asimismo, en la cultura política norteamericana, en una tradición que se remonta al gran H. L. Mencken a principios del siglo XX, y desde el clásico ensayo de Tom Wolfe (Radical Chic, 1970), ha proliferado un género literario que trata el problema con un estilo informal, divulgador, polémico y satírico. Entre los autores recientes más populares: Bill O’Reilly (The No Spin Zone , 2001, y Culture Warrior, 2006), Bernard Goldberg (Bias, 2001), mi favorita escritora en este campo, Ann Coulter (Slander: Liberal Lies about the American Right, 2002, y Guilty, 2008), e incluso mi favorito villano progre, Al Franken, especialista en (digámoslo así) mentiras en segundo grado (Lies: A Fair and Balanced Look at the Right , 2004).
Sostiene Revel que el factor más importante que mueve al mundo de la política es la mentira. Si la tontería y la envidia fueron características de algunos casos episódicos del pensamiento político español decimonónico, principalmente el liberal-progresista y el regionalista, la envidia y la mentira sistemáticas lo serán del pensamiento del siglo XX, en particular las expresiones totalitarias del mismo, que hasta la Guerra Civil monopolizaron las izquierdas: socialismo, sindicalismo, anarquismo, anarco-sindicalismo, nacional- sindicalismo y comunismo. El nazi-fascismo quedó desprestigiado con la derrota mundial en 1945, pero el comunismo y sus variantes, pese al hundimiento de la Unión Soviética, siguen teniendo admiradores y fieles recalcitrantes. Desgraciadamente, el socialismo también se ha infectado con el virus de la mentira y de la impostura. Ser anti-fascista es de buen tono entre los intelectuales, pero ser anti-comunista todavía está considerado sospechoso y nada «políticamente correcto». Además, el «islamosfascismo», que yo prefiero llamar «nuevo totalitarismo islamista» (10), ha creado nuevos frentes de conflicto ideológico. A pesar del «consenso» durante la Transición, los odios y resentimientos cainitas de la Guerra Civil seguían vivos y han sido recientemente reactivados e intensificados con las diversas guerras culturales promovidas por las izquierdas (contracultura, multiculturalismo, «Alianza de Civilizaciones», «Memoria Histórica», etc.).
Al final, el cóctel de mentiras, envidias y tonterías de los «tiempos bobos» ha contaminado, con algunas excepciones, todo el pensamiento político del siglo XX y lo que llevamos del XXI en recetas variables de «progresismo», «corrección política» y «buenismo» o simple bobería . Véanse como ejemplos contemporáneos nuestros políticos –no es necesario dar nombres- cuyo lote, entre centrales y periféricos, es abundante; entre los historiadores, las escuelas de Tuñón de Lara, Southworth, Preston, Gibson, etc., con sus múltiples y multiplicables discípulos e imitadores españoles (11); entre los periodistas, profesores, intelectuales y jueces prevaricadores, la lista sería interminable, degenerando también en incompetencia y corrupción políticas. El resultado ha sido -a la vista está- devastador para la cultura democrática española, deteriorando gravemente e impidiendo el proceso de su consolidación (12). Lo paradójico de la situación es que tales gobernantes y creadores de opinión política, a todas luces deficientes y nocivos para el país -lo mismo ocurrió en el siglo XVII de la Edad de Oro, cuando se inicia la Decadencia-, han coexistido al mismo tiempo con un número importante de intelectuales, creadores y académicos, que independientemente de sus orientaciones ideológicas, han construído una cultura de excelencia en ese período histórico de sucesivas generaciones y de espacios intergeneracionales que llamaba Nueva Edad de Oro española.
José María Marco pertenece a una novísima generación muy posterior a la supuesta Nueva Edad de Oro, ya que en las décadas de los 60-90 se produce un profundo hiato -por no decir abismo, en el que muchos cayeron y algunos se estrellaron- que bien podríamos identificar como la «Generación de Aznar», de intelectuales (historiadores, ensayistas y analistas políticos) de enorme originalidad y calidad, y que políticamente, para entendernos, conocemos como «neoconservadores»o «neoliberales» aunque ellos seguramente prefieran que se les llame liberales (13), es decir, renegados con toda razón de la izquierda: algunos ya veteranos, como Carlos Semprún Maura y Horacio Vázquez Rial (recientemente desaparecidos), César Alonso de los Ríos, Amando de Miguel y Pío Moa, otros más jóvenes como Federico Jiménez Losantos, Gabriel Albiac, César Vidal, el mismo José María Marco, etc., y los propiamente «neocons» españoles, Rafael Bardají y el «Grupo de Estudios Estratégicos» (aunque algunos del grupo, como Manuel Coma, Florentino Portero, Oscar Elía, Ignacio Cosidó y otros, me parece que siempre han sido liberal- conservadores). A la misma generación intelectual pertenecen también los directivos y colaboradores habituales de La Ilustración Liberal, Libertad Digital y Cuadernos de Pensamiento Político (de la FAES, fundación y revista presidida por el ex presidente José María Aznar).
Con la desaparición de los últimos representantes de la generación de la Guerra Civil y de sus epígonos de los años cincuenta (algunos todavía colean, pero desde el punto de vista de la creatividad, los penúltimos libros de Ricardo Gullón, Julián Marías, Cela, Delibes y Umbral marcan el fin) la Nueva Edad de Oro se difumina. Tras el profundo hiato o abismo, la generación de José María Marco representa un atisbo, la esperanza de una cierta resurrección cultural, y particularmente en el ámbito del pensamiento político que es el que nos interesa aquí, la superación definitiva de la prolongada maldición de los años bobos y fantasmales del pasado, que recientemente se han intentado reavivar con la desastrosa política gubernamental socialista de la Memoria Histórica . En esa perspectiva, que admito que tiene mucho de «wishful thinking», los ensayos historiográficos y diversos escritos políticos del autor madrileño nos ofrecen una guía segura y fiable.
Al mismo tiempo, debo reconocerlo, la lectura de las obras de Marco produce un cierto pesimismo y desazón. Aunque la calidad literaria de los escritores que él ha estudiado es innegable, y seguirán interesando a los estudiosos nacionales y extranjeros de la historia de la literatura y la cultura, desde el punto de vista del pensamiento político, la impresión que nos queda -no digo que sea exactamente lo que piensa el autor- es la de una vasta superficialidad, banalidad y esterilidad, cuando no mera frivolidad (conscientemente incluyo los nombres de los «intocables», Unamuno, Ortega y Azaña).
En su entrevista con Antonio Golmar, se refiere Marco a la suya como una generación sin maestros. En una ocasión él mismo me contó que el director formal de su tesis universitaria sobre los discursos de Azaña, el catedrático de Literatura en la Universidad Complutense Andrés Amorós, ni siquiera asistió a la presentación y defensa de la misma.
Personalmente -soy un poco más viejo que Marco- puedo afirmar que en mi experiencia universitaria a mediados de los sesenta, tuve durante un tiempo -si bien breve- algunos maestros. En concreto puedo mencionar a Paulino Garagorri (Filosofía), Fernando Terán (Geografia Humana), Luis García de Valdeavellano y Luis de Sosa (Historia), Carlos Ollero (Teoría del Estado y Derecho Constitucional), Rodrigo Uría (Derecho Mercantil), Salvador Lisarrague (Sociología), Luis Díez del Corral (Historia de las Ideas Políticas), José Antonio Maravall (Historia del Pensamiento Político Español), y Antonio Truyol (Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales), entre los oficiales. Y extraoficialmente, Enrique Tierno Galván y Raúl Morodo (en lo que podríamos calificar, genéricamente, Politología). Fueron auténticos maestros en el sentido que proponía Kant, es decir, más que pensamientos nos enseñaron cómo pensar, aunque entonces no éramos plenamente conscientes de ello. Pero también fuí testigo del colapso del sistema tradicional universitario, cuando hacia 1970, en mi propia Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Madrid, presencié con cierto horror y perplejidad el «juicio crítico» a uno de ellos (Díez del Corral) en medio de una marabunta de demagogia, ignorancia e histeria radical. Creo que aproximadamente desde entonces, en un proceso que se fué politizando y deteriorando progresivamente hasta la muerte de Franco, nos quedamos definitivamente sin maestros.
Si la pobreza –con las lógicas excepciones – del pensamiento político de los tiempos bobos está perfectamente documentada, gracias a la guía ejemplar de Marco, y la continuidad de la misma penuria hasta nuestros días es evidente en el ámbito de las ideas políticas, el futuro que nos espera es todavía un camino largo y plagado de dificultades, dada la tozudez ideológica de las izquierdas y la ceguera o debilidad intelectual de los progresistas españoles, agravadas con el apoyo mediático y académico que disfrutan.
Estas izquierdas se han vigorizado recientemente con el multiculturalismo, el anti- sionismo y el anti-americanismo –su viagra político desde la Gran Caída (del Muro, se entiende)- rampantes, por diferentes razones, en todo el mundo (14), y que Marco ha venido denunciando y fustigando con inteligencia y fina ironía en sus artículos y columnas casi diarios. La victoria en 2008 de Barack Hussein Obama en las elecciones a presidente de los Estados Unidos les ha colmado por el momento de satisfacción e ilusión. Frente a la retórica sin substancia del primer presidente negro/mulato y multiculturalista de la historia norteamericana, resumida en el título un poco cursi de su último libro y memoria política, La Audacia de la Esperanza, algunos liberal-conservadores españoles no nos resignamos y confiamos modestamente -si se me permite el juego de palabras y una gota de ironía- en la audacia de Esperanza. El nuevo movimiento neoconservador o simplemente liberal- conservador representado por los escritores políticos agrupados en torno a los libros, recién publicados en nuestro país, Qué piensan los Neocon españoles (2007) y Porqué dejé de ser de izquierdas (2008), asi como los ya 40 números de la primera década de La Ilustración Liberal, conmemorados en un especial (Verano, 2009), son un signo esperanzador (15).
El precedente de los tiempos bobos, históricamente acotados, y cuyo pensamiento político Marco ha analizado ejemplarmente, reclaman el estudio de sus secuelas y prolongación, el pensamiento político español de los tiempos bobos –nuestro propio tiempo- que todavía seguimos padeciendo (16).
NOTAS
* Este artículo, escrito en 2009 y hasta la fecha inédito, se pergeñó inicialmente como un comentario a los trabajos e ideas de José María Marco (Madrid, 1955), desarrollando un conjunto de reflexiones a vuelapluma, provocadas por la originalidad, amenidad y rigor intelectuales del autor madrileño. Los principales libros suyos que han suscitado estas reflexiones son, por orden cronológico de publicación: La inteligencia republicana. Manuel Azaña, 1897-1930, Biblioteca Nueva, Madrid, 1988; Azaña. Una biografía, Mondadori, Madrid, 1990 (ediciones posteriores: Planeta, Barcelona, 1998; Libros Libres, Madrid, 2007); La libertad traicionada. Siete ensayos españoles, Planeta, Barcelona, 1997 (nueva edición: Gota a Gota, Madrid, 2007); Genealogía del liberalismo español (Editor), FAES, Madrid, 1998; y Francisco Giner de los Rios. Pedagogía y Poder, Península, Barcelona, 2002 (nueva edición, con Epílogo adicional titulado «El alma del progresismo español»: Ciudadela, Madrid, 2008). Asimismo, Marco es autor de otros ensayos recientes de biografía política (sobre el presidente Aznar, y sobre el escritor Federico Jiménez Losantos), e incluso de autobiografía (el capítulo suyo en la obra colectiva editada por Javier Somalo y Mario Noya, Porqué dejé de ser de izquierdas, Ciudadela, Madrid, 2008). Casi a diario nos ofrece sus columnas, siempre inteligentes, de análisis político nacional e internacional, en La Razón y en Libertad Digital, y ensayos muy pertinentes sobre la historia o la actualidad cultural y política en La Ilustración Liberal y en Cuadernos de Pensamiento Político.
No puedo dejar de mencionar otro importantísimo libro suyo, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid, 2007, que aunque no referente al pensamiento político español, cualifica a nuestro autor como uno de los más importantes americanistas de nuestras letras, solo comparable al selecto y minoritario grupo de escritores europeos en la tradición de Alexis de Tocqueville.
Finalmente, señalaré por su interés como crítica historiográfica o historiológica, su breve ensayo «Alvarez Junco, el Deconstructor» , La Ilustración Liberal, 37, Madrid, Otoño 2008, y la recensión «Una revolución histórica» sobre la obra de Pío Moa, Libertad Digital, Julio 2009.
Entre las recensiones más interesantes que se han publicado de sus libros, véanse: Pablo Molina, «Anatonía de un resentido» (sobre su biografía de Azaña), en La Ilustración Liberal, 33, Madrid, 2007; y Jorge Vilches, «Giner de los Ríos, alma de la izquierda», en Libros-libertaddigital.com, 13 de Noviembre de 2008. Asimismo, de gran interés, la entrevista a J. M. Marco por Antonio Golmar en La Ilustración Liberal, 35, Madrid, 2008.
(1) Debo a mi viejo amigo de la infancia, paisano de Astorga y colega del colegio en Salamanca, Jesús F. García Castrillo, catedrático de Lengua y Literatura españolas en Málaga, las referencias precisas sobre la autoría galdosiana de la expresión «años bobos», o la equivalente que en otros momentos empleó también, «tiempos bobos» (por ejemplo, en el último episodio nacional, Cánovas, escrito en 1912 -su último año como militante propiamente republicano-, en el capítulo 28 y último, casi al principio escribe: «la Restauración inauguraba los tiempos bobos»). Otro paisano mío, maestro y amigo ya desaparecido, Ricardo Gullón, ha precisado cronológicamente el breve período de militancia de Galdós en el republicanismo, desde 1907 hasta 1913, en que en cierto modo se reconcilió con el jóven monarca Alfonso XIII (Galdós, novelista moderno, Taurus, Madrid, 1987, páginas 31-32).Las expresiones de Ortega están citadas por J. M. Marco, en La libertad traicionada. Siete ensayos españoles, Planeta, Barcelona, 1997, p. 245.
(2) Algunos supervivientes en la segunda mitad del siglo xx de las generaciones en torno a 1931-39: Xavier Zubiri, Julián Marías, Paulino Garagorri, Melchor Fernández Almagro, Jesus Pabón, Jaime Vicens Vives, Luis Pericot, Josep Plá, Salvador Espriu, José María Pemán, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José García Nieto, Pedro Lain Entralgo, José Antonio Maravall, Luis Díez del Corral, Antonio Truyol Serra, Enrique Tierno Galván, José Luis López Aranguren, Manuel Fraga Iribarne, José Luis Sampedro, Javier Conde, Torcuato Fernández Miranda, Gonzalo Fernández de la Mora, Jesús Fueyo, Rafael Calvo Serer, Antonio Buero Vallejo, Juan Ignacio Luca de Tena, Joaquín Calvo Sotelo, Francisco Ayala, Rafael Lapesa, Ricardo Gullón, Fernando Lázaro Carreter, Ramón Sender, Wenceslao Fernández Flórez, Juan Antonio Zunzunegui, José María Gironella, Camilo José Cela, Benjamín Palencia, José Vela Zanetti, Rafael Zabaleta, Juan Barjola, José Luis Sert, Juan de Avalos, José Luis Sáenz de Heredia, Joaquín Rodrigo, Andrés Segovia, etc.
(3) J. M. Marco, La libertad traicionada , ant. cit., pp. 274-275. El autor se refiere en esta cita a los «Episodios Nacionales» como la obra maestra interrumpida de Galdós. Es curioso que sea precisamente en el último episodio, Cánovas (1912), donde aparezca también la expresión «tiempos bobos». Aunque Galdós la pone en boca de un personaje literario, probablemente reflejaba una percepción personal y general. ¿O era una ironía del autor?
(4) M. Pastor, recensión sobre La nueva revolución americana de José María Marco, enCuadernos de Pensamiento Político, 15, Madrid, Julio/Septiembre 2007.
(5) John Adams, Discourses on Davila (1790). Entre los autores contemporáneos, por ejemplo, Gonzalo Fernández de la Mora, La envidia igualitaria, Barcelona: Planeta, 1984; y Doug Bandow, The Politics of Envy, Transaction, New Brunswick, NJ, 1994.
(6) J. M. Marco, La libertad traicionada, ant. cit., páginas 118, 228-229.Un caso llamativo en Europa es el de Max Weber, que en su etapa final durante la República de Weimar, consumido por diversas neurosis, se deslizó hacia posiciones socialistas, insólitas en toda su trayectoria intelectual anterior. Véanse: Wolfgang Mommsen, Max Weber and the German Politics, 1890-1920 (U. Chicago Press, Chicago, 1984) y The Political and Social Theory of Max Weber (U. Chicago Press, Chicago, 1992), y asimismo la monumental, casi definitiva, biografía de Joachim Radkau, Max Weber (2005).
(7) A. de Blas Guerrero, Tradición republicana y nacionalismo español, Tecnos, Madrid, 1991, páginas 26-31, 38-47, 75-78. Para la opinion de Juan Valera sobre el confederalismo de Pi y Margall, véase mi articulo sobre los intelectuales catalanes citado en la nota siguiente.
(8) E. Hemingway, For Whom the Bells Tolls, Scribners’s Sons, New York, 1940, p. 267. El autor pone las palabras en boca de un personaje soviético de la novela, Karkov (claramente inspirado en el periodista y confidente de Stalin, Mijail Koltsov), y se refieren principalmente a los anarco-sindicalistas y al POUM, pero puede aplicarse a todas las izquierdas en aquellas circunstancias históricas.He tratado de indagar en la tradición confederalista catalana con un ensayo de aproximación que publiqué precisamente por recomendación de Marco: M. Pastor, «Los intelectuales catalanes y el federalismo», La Ilustración Liberal, 37, Madrid, 2008. Mi referente teórico del federalismo contemporáneo, como en su tiempo lo fué para Valera, es el norteamericano, que no es incompatible con el nacionalismo político integrador, como analizé en otro ensayo anterior: M. Pastor, «Alexander Hamilton: los orígenes del nacionalismo político contemporáneo», Revista de Estudios Políticos, 127, Madrid, 2005.
(9) D. Wise, The Politics of Lying. Government Deception, Secrecy, and Power , Random House, New York, 1973; J.-F. Revel, El conocimiento inútil, Planeta, Barcelona, 1988. J. M. Marco, «Revel y la revolución en América», Cuadernos de Pensamiento Político, Enero-Marzo, 2007.
(10) M. Pastor, «A propósito del término Islamofascismo», La Ilustración Liberal, 31, Madrid, 2007.
(11) Casi concluído este artículo he encontrado una recensión queJ. M. Marco escribió sobre un producto de «crítica historiográfica» (que nuestro autor prefiere calificar despectivamente «la cosa») de un discípulo conocido de estas escuelas, y que Marco tituló «Envidia, mentira y estupidez», La Ilustración Liberal, 31, Madrid, 2007, curiosamente coincidente con los títulos de los epígrafes que jalonan estas páginas.
(12) Sobre la cultura política como requisito de la consolidación democrática, véase M. Pastor, «La democracia en España: ¿la consolidación pendiente?», en el libro homenaje a Carlos Moya, Lo que hacen los sociólogos, CIS, Madrid, 2007.
(13) Tengo que confesar que soy en parte responsable de introducir en España el debate sobre el «Neoconservadurismo» cuando casi nadie conocía su significado exacto, en dos artículos, uno más académico y otro puramente periodístico: M. Pastor, «Notas sobre el neoconservadurismo en U.S.A.», Sistema, 43-44, Madrid, Septiembre 1981; y «La persuasión neoconservadora en EEUU», El País, Madrid, 13 de Enero de 1985. Los artículos recientes más pertinentes sobre el mismo tema son los de José María Marco, «El futuro del Neoconservadurismo en Estados Unidos», en Cuadernos de Pensamiento Político, 19 (Julio-Septiembre, 2008), y de Rafael Bardají, » ¿Pero qué demonios es un neocon?», en Libertad Digital (8 de Octubre, 2008). Con ambos autores y otros profesores universitarios (Pedro Schwartz, Florentido Portero y Jorge Verstrynge), participé en un debate del programa Las noches blancas dirigido por Fernando Sánchez Dragó sobre «Los Neoconservadores», en Telemadrid (Primavera de 2007).
(14) Véase el diagnóstico reciente, para el caso de Francia, realizado por Bernard-Henri Lévy, Left in Dark Times. A Stand Against the New Barbarians, Random House, New York, 2008. En especial la segunda parte, en que la brillante denuncia del anti- americanismo y anti-semitismo/anti-sionismo de las izquierdas resulta inapelable.J. M. Marco se enmarca en esta corriente minoritaria europea que ha denunciado el anti-americanismo y el anti-semitismo con valentía política y moral, así como otras manifestaciones de la ideología del multiculturalismo. De hecho ha sido uno de los pocos intelectuales liberales que ha abordado con coherencia algunas de las cuestiones espinosas de las guerras culturales de nuestro tiempo, como el aborto, la familia, el catolicismo y la libertad religiosa. Confíemos asimismo que críticos honestos y capacitados como él, en la misma línea, nos iluminen sobre otras complejas cuestiones, como las incongruencias, imposturas y perversiones de los movimientos feminista y gay en la crisis de la cultura y del liberalismo de nuestro tiempo.
(15) Una obra equivalente de la misma generación en Estados Unidos es la de Mary Eberstadt (Ed.), Why I Turned Right. Leading Baby Boom Conservatives Chronicle Their Political Journeys, Threshold Editions, New York, 2007. Uno de los colaboradores en ella, Richard Starr, editor del semanario neocon Weekly Standard, escribe que «Jimmy Carter made me the conservative I am today, as I suspect he did many members of my generation » (p. 45). Es probable que Obama (el Zapatero americano), cada día más parecido a una segunda edición de Carter, pero más izquierdista, provoque una nueva oleada de conservadurismo. En nuestros lares, Zapatero (el Obama español) puede eventualmente contribuir también a la emergencia y reactivación del liberalismo conservador nacional.
(16) Al datar este ensayo de 2009, no menciona la bibliografía que se haya publicado con posterioridad a tal fecha. Víctor Alba (1981) y Manuel Fraga Iribarne (1981) han publicado sendas valiosas síntesis del pensamiento conservador español. Las aportaciones más interesantes son las obras de Javier Tussell y Juan Avilés, La derecha española contemporánea. Sus orígenes: el maurismo , Espasa-Calpe, Madrid, 1986, de Javier Tussell y otros, Las derechas en la España contemporánera, Anthropos, Barcelona, 1997, y de Javier Tussell y Florentino Portero, Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998. Diversos autores de igual interés que han tratado la temática Cánovas, Maura, el maurismo y la derecha española hasta la Segunda República: J. B. Catalá (1953), Maximiano García Venero (1953), A. Ossorio y Gallardo (1928), Florentino Portero (1983, 1997, 1998), J. Ruíz Castillo (s.a.), Carlos Seco Serrano (1970), César Silió (1934), etc. Sobre la excepcional personalidad política de Cambó sigue siendo de referencia obligada la biografía, en tres volúmenes, de Jesús Pabón (1952 ss), y sobre la derecha republicana de Lerroux, la obra de Octavio Ruíz Manjón (1976).
Otro ejemplo -por cierto poco ejemplar- burda e ideológicamente sesgado de historiar esa prolongación de los tiempos bobos, es el libro reciente de José Antonio Piqueras, Cánovas y la derecha española. Del magnicidio a los neocon, Península, Barcelona, 2008. No tengo nada que añadir a la justa crítica que le ha hecho Jorge Vilches («Cánovas, las derechas y la FAES», Libertad Digital, 4 de Diciembre de 2008). No es casual que en capítulo 12, final, dedicado a los que Piqueras califica «neocon» según su personal criterio y de acuerdo con la paranoica intencionalidad de las izquierdas, señale a José María Marco como su ideólogo principal. Hay otras opciones más mezquinas, como la que ilustra el historiador de conocido sesgo izquierdista Santos Juliá, en su último libro, Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940, Taurus, Madrid, 2008. En ella se ningunea deshonestamente, no citándole, a J. M. Marco, probablemente el máximo especialista en Azaña de todos los tiempos, autor como hemos indicado de varios libros fundamentales sobre el polémico presidente de la Segunda República.
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