1. Un testimonio personal (Febrero 2011)
Primera parte
La lectura del último y excelente libro de Jesús Palacios (23-F, el Rey y su secreto, Libros Libres, Madrid, 2010) me ha hecho retroceder en el túnel del tiempo de la memoria para recordar algunos hechos significativos de los que fui testigo personal, que he compartido con algunos amigos, pero que hasta ahora nunca había publicado.Durante el verano de 1980 trabé cierta relación con el embajador norteamericano Terence Todman y su esposa Doris, que visitaron Santander invitados por la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, en la que yo trabajaba con el equipo del rector Morodo. Les acompañé en algunas visitas turísticas y gastronómicas por la región (en el libro de visitas de El Molino en Puente Arce dejarían la más elogiosa de las notas posibles, con sus firmas: «El mejor restaurante que hemos conocido») y quedamos de continuar viéndonos en Madrid. Las circunstancias no lo permitieron, pero el embajador encargó a un alto consejero de la legación, Allen Smith, que continuara los contactos conmigo.
Durante algunos meses de 1980-81 mantuvimos varios encuentros y comidas, y puedo decir que llegamos a tener una fluida relación de amistad. Resultaba obvio que estaba interesado en mis informaciones sobre el PSOE (especialmente relativas a la contradictoria actitud respecto a la NATO), ya que yo había sido secretario de relaciones internacionales y participado en el comité de unidad socialista, como representante del PSP de Tierno Galván y Raúl Morodo, y entonces trabajaba part time, aunque cada vez con menos entusiasmo, en la Comisión Internacional (que componíamos realmente muy pocas personas: Luis Yáñez, Curro López Real, Elena Flores, Tino Arenal y pocos más). Allen nunca me lo dijo, pero siempre sospeché que era un oficial de la CIA, a lo cual yo no le daba demasiada importancia (de hecho mantuve una relación parecida en la misma época, aunque menos amigable, con otro agente de inteligencia, Anatoli Krasikov de la KGB) ya que a mí también me interesaban los intercambios de informaciones sobre política internacional con personas cualificadas. Da la curiosa casualidad de que ambos, Allen y Anatoli, serían declarados personas non gratas por el gobierno español y expulsados poco después del 23-F. Fue entonces cuando supe, por informaciones aparecidas en Cambio16, que Allen Smith en realidad era el jefe de la estación de la CIA en España.
Veinticuatro horas antes de los sucesos del 23-F de 1981 me encontré con Smith, por idea suya, en la cafetería-restaurante Mazarino de la calle Eduardo Dato en Madrid. Recuerdo perfectamente la conversación que mantuvimos y sus palabras, que en sustancia venían a decir: primero, que la embajada de los Estados Unidos tenía información de que se estaba tramando «algo», con la anuencia del Rey y del partido socialista; segundo, que el muñidor o trujimán de la operación (no especificó si política o militar) era Manuel Prado y Colón de Carvajal, amigo personal del Rey, que eventualmente podría ocupar la cartera de Defensa en un gobierno de concentración.
Aunque la información oficiosa procedía de los servicios de información de la Embajada/Departamento de Estado, Allen Smith como buen oficial de inteligencia de la CIA (tradicionalmente rival en las batallas burocráticas con las agencias diplomáticas) quería contrastar dicha información con otras, procedente en mi caso del interior del PSOE. Lo único que le pude decir es que no tenía ni idea de lo que me estaba contando, y le aseguré que estaba personalmente convencido de que Tierno Galván, entonces presidente de honor de los socialistas, tampoco (Raúl Morodo no se había integrado en el PSOE y estaba más bien cercano al presidente Suárez, principal víctima de la supuesta operación).
Esta fue mi última entrevista con Allen Smith (aunque creo recordar que se despidió por teléfono antes de abandonar España). Tras los sucesos del 23-F, la mayoría de relatos y libros han ignorado el papel de Prado y Colón de Carvajal. La primera excepción sería el libro de Vilallonga de conversaciones con el Rey, en el que éste reconoce que en la noche del 23-F el personaje en cuestión se encontraba en la Zarzuela. Ricardo de la Cierva lo comentó también en su libro sobre el infausto episodio. Ahora veo que Jesús Palacios lo sitúa más propiamente en el contexto e insinúa que pudiera ser el enlace, dentro de la Zarzuela, con el general Armada, al que todos esperaban y que solo Sabino Fernández Campo impidió que llegara.
La denominada «Operación De Gaulle», al parecer y según ha contado Abel Hernández citando como fuente al general Fernández Campo, tuvo sus orígenes en un dictámen redactado por un experto, don Carlos Ollero, catedrático de Derecho Constitucional (y uno de mis maestros en la Universidad Complutense), aunque dudo mucho que él mismo supiera el uso que se haría del mismo. El documentado libro de Palacios no cita –quizás por su carácter periférico- a Carlos Ollero ni a Allen Smith, expulsado éste a raíz de los acontecimientos, según se alegó, por «controlar» las conversaciones telefónicas del Rey (no es baladí el hecho de que haya sido probablemente el primer y único agente de la CIA expulsado de España).
Supongo que lo más sorprendente de la lista del gobierno de concentración de Armada que reproduce Palacios son los nombres de los políticos de izquierda: los socialistas Felipe González, Javier Solana, Enrique Múgica, y Gregorio Peces Barba, así como los comunistas Ramón Tamames y Jordi Solé Tura. Pero también sorprenden los «traidores» a Suárez en las filas de UCD: Cabanillas, Álvarez, y sobre todo Rodríguez Sahagún. El resto no son sino una colección de oportunistas de distintos colores bajo la etiqueta de «liberales» monárquicos y ex franquistas del ubícuo club «estoloarreglamosentretodos»: Luis María Ansón, Antonio Garrigues, López de Letona, Ferrer Salat, Herrero de Miñón, etc. La única presencia disonante en la lista, a mi juicio, es Fraga. ¿Se le incluyó en el último momento en sustitución de Prado?
Espero que los historiadores en un futuro no lejano nos aclaren todos los enigmas, secretos e imposturas. Con su magnífico trabajo de investigación Jesús Palacios ha allanado el camino considerablemente. Los españoles nos merecemos una explicación y la verdad sobre este asunto que está, a mi juicio, en la raíz de la incapacidad de consolidación de nuestra democracia. En mi caso, esta experiencia contribuyó a distanciarme del socialismo y de cierta política para dedicarme exclusivamente a mi trabajo en la universidad.
Segunda parte
Contrariamente a lo que ha escrito un analista político de El País, las claves sobre el 23-F no las podemos encontrar en una novela bien estructurada, la anatomía de un instante que no diferencia bien la ficción de la historia. Han sido historiadores freelance, no «académicos», como Pío Moa y Jesús Palacios quienes respectivamente han analizado con rigor la anatomía y la fisiología de la época (la transición política española) y del patético episodio. La excelente obra de Jesús Palacios, 23-F. El Rey y su secreto (2010) se ha convertido, en opinión de los expertos, en la investigación definitiva para la explicación de la infame intentona frustrada, primer asunto de una serie de agujeros negros de nuestra democracia (otros por aclarar: la responsabilidad última de los GAL, el 11-M, el caso Faisán, etc.), que junto a las cotas de corrupción partitocrática, tanto a nivel nacional como en los ámbitos autonómico y municipal, contribuyen a certificar que, en efecto, la nuestra es una democracia fallida. No es la Nación o el Estado sino el sistema democrático el que ha fallado, por lo que alardear de una «democracia consolidada» se ha convertido en una ensoñación de sociólogos y politólogos (generalmente de izquierdas), o un pensamiento desiderativo (wishfulthinking) que choca con la realidad.
Palacios ha allanado el camino a los futuros historiadores que finalmente completen la información, detalles y contextualidad del 23-F, pero en lo esencial la explicación ya está hecha. Con motivo del trigésimo aniversario han aparecido ensayos muy diversos de interpretación y, en general, han predominado los interesados política o personalmente. Muchos de ellos, y no sólo los de inspiración progresista, han insinuado la posible responsabilidad de los Estados Unidos, activa o pasiva, en los sucesos. Casi siempre son los reflejos inevitables de esa paranoia anti-americanista que afecta transversalmente a la sociedad española.
En sus manifestaciones más absurdas el tópico obligado es la responsabilidad de la administración «ultraconservadora» de Ronald Reagan, olvidándose del dato elemental de que el político republicano tomó posesión de la presidencia justamente en mes antes del 23-F, y por tanto difícilmente su equipo -muy distanciado políticamente de la anterior administración-, pudo participar en la conspiración. Especialmente cuando la administración del demócrata y «progre» Jimmy Carter había dejado la política exterior norteamericana en un lamentable estado de incongruencia, caos y debilidad (caída del Sha, ascenso del ayatolá Jomeini, y crisis de los rehenes en Irán, invasión soviética de Afganistán, triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, etc.). Junto a ello, la labor del director de la CIA bajo Carter, el almirante Stansfield Turner, fue la de un consciente y sistemático freno y deterioro de las capacidades de la agencia, como él mismo se vanagloriaría en su memoria Secrecy and Democracy. The CIA in Transition (1985). Conviene recordar que el embajador norteamericano en España antes y durante el 23-F era Terence Todman, nombrado por la administración demócrata de Carter, y el presunto jefe de la estación de la CIA en Madrid era Allen Smith (un ex miembro del CESID, Juan Alberto Perote, mencionaría a Ronald Edward Estes como el jefe, aunque no creo que tuviera pruebas de ello: el hecho de que Estes fuera el contacto con el comandante Cortina no significa nada, ya que éste no era tan importante para la agencia norteamericana en Madrid, cuyo jefe solo mantenía relaciones a otros niveles) bajo la incompetente dirección y política de desprecio hacia la humint (inteligencia humana) del almirante Turner. Dudo que su sucesor desde Enero de 1981, William J. Casey, un veterano de la OSS y de la guerra contra el fascismo en Europa, aprobara los métodos y planes de Turner ni, en cualquier caso, simpatizara con las veleidades de algunos golpistas españoles.
Conocí personalmente a ambos, Todman y Smith, en el verano y en el otoño de 1980, respectivamente. Ambos me parecieron magníficos profesionales, inteligentes y patriotas, pese a los jefes que en ese momento tenían. Con Smith llegué a tener una relación incipiente de amistad, y hasta el mismo día de la víspera del 23-F –la última vez que me entrevisté con él, por iniciativa suya-, no me dió la impresión de que estuviera conspirando en nada. Ese día me contó que la embajada tenía informaciones de que se tramaba «algo» (nunca dijo un golpe), con la anuencia del Rey y del partido socialista. Tal información le parecía a él (y a mí) un tanto surrealista, ya que el informante aparentemente era Manuel Prado y Colón de Carvajal, amigo personal del Rey, que podría participar también en la trama.
Retrospectivamente me parece puro delirio la insinuación de algunos de que la CIA estuviera involucrada, cuando veinticuatro horas antes del asalto al Congreso el responsable máximo de la misma estaba tranquilamente, sin otra ocupación más urgente, tomando un café con el que escribe en la cafetería Mazarino de la calle Eduardo Dato. Evidentemente, Smith sabía algo de la llamada «Operación De Gaulle», pero no tenía la más remota idea de lo que iba a suceder al día siguiente. En caso contrario, no hubiera estado perdiendo el tiempo conmigo.
Generalmente no se tiene en cuenta que, en el modus operandi del sistema norteamericano, la diplomacia y el espionaje, es decir la Secretaría de Estado y la CIA, actúan paralelamente y no siempre coordinados, esto es que han existido y existen continuas fricciones cuando no abiertas guerras civiles burocráticas, especialmente en momentos de cierto caos o crisis como fueron los últimos meses de la administración Carter. Allen Smith buscaba la confirmación de informaciones que la diplomacia americana ya tenía con toda probabilidad directamente del Rey a través de su amigo Prado y Colón de Carvajal.
Por iniciativa mía e invitación del rector Morodo, el embajador Todman visitó Santander acompañado de su esposa Doris durante los días 17-19 de Julio de 1980. En su conferencia en la UIMP, ante un numeroso público en el que estaban todas las autoridades civiles y militares de la región, así como el banquero Emilio Botín senior, y por supuesto el rector Raúl Morodo (éste muy cercano ya en esta época al presidente Suárez), el embajador norteamericano elogió la transición política española y apoyó con firmeza su «consolidación democrática» –tengo ante mí el texto y veo la referencia expresa a la misma-, sugiriendo la conveniencia de la incorporación de nuestro país a la OTAN. La historiografía de izquierdas (por ejemplo, Paul Preston en su obra sobre el Rey Juan Carlos) ha insistido en dar una imagen de Todman como embajador de «extrema derecha» (recuérdese que era embajador del presidente demócrata y progresista Jimmy Carter), subrayando sus entrevistas con el general Armada antes del 23-F, pero silenciando otros encuentros que Todman tuvo con políticos de izquierdas, como el socialista Felipe González y el comunista Jordi Solé Tura, o las que el propio Armada llevó a cabo con Enrique Mújica y también con Solé Tura.
Las referencias a las conexiones de la embajada norteamericana y la CIA con la inteligencia militar española (CESID) son muy escasas y meras hipótesis, mas que hechos comprobados, según las obras mejor informadas de la actuación de tales servicios en el 23-F (Martínez Inglés, Perote, y sobre todo Palacios). Este último señala con razón que no existe ninguna prueba sobre el asunto y por otra parte sigue «clasificada» –sospecho que por delicada discreción hacia las altas autoridades de un país aliado- la documentación del gobierno americano. Yo me inclino a pensar que tanto la embajada como la CIA tenían una información sobre una trama que implicaba, parafraseando a Rojas Zorrilla, del Rey abajo, todos.
Desde esa perspectiva tengo que estar de acuerdo con el comentario que hiciera el nuevo Secretario de Estado del presidente Ronald Reagan, Alexander Haig (un personaje político por otra parte con el que no simpatizo mucho): «Es un asunto interno». Aunque podía y debería haber añadido, como hizo Margaret Thatcher, que en cualquier caso apoyaba la democracia española.
2. Una generación perdida (Febrero 2012)
Creo que pocos dudan hoy que la transición política española del franquismo a la democracia, con sus lógicos y humanos defectos, en su conjunto resultó modélica. Otra cuestión distinta es el proceso de la consolidación democrática. Si durante el franquismo hubo franquistas o falangistas críticos que defendían «la revolución pendiente», algunos demócratas hoy (en verdad, muy pocos) nos atrevemos a postular, con un gramo de ironía, «la consolidación pendiente». La tesis oficial, sostenida por los sociólogos y politólogos de izquierdas (y algunos no tan de izquierdas), es que la consolidación democrática en España se produjo con la primera alternancia, es decir la victoria electoral del PSOE en octubre de 1982.
Sin embargo, se olvida con demasiada facilidad que el año anterior, el 23 de febrero de 1981, se había quebrado la normalidad política con un incidente extraño y nunca aclarado oficialmente, que en realidad era el primero de una serie de agujeros negros (los GAL, el 11-M, el caso Faisán, el caso Noos…) que sucesivamente han venido jalonando nuestro proceso político y que difícilmente certifican que podamos hablar tan alegremente de España como una democracia consolidada. Al contrario, lamentablemente, creo que la nuestra es una democracia fallida, porque la clase política que protagonizó la transición, en el infame 23-F dilapidó su capital acumulado y su prestigio. La clase política del 23-F es una clase democráticamente fallida y asimismo es la principal responsable de la mayor parte de los males que aquejan a nuestro sistema democrático.
Escribo estas líneas justamente entre la conmemoración del trigésimo-primer aniversario del 23-F y el octavo del 11-M, en un clima de estupefacción y general desánimo en la opinión pública por escándalos políticos y económicos recientes que afectan a las altas instituciones del Estado, como el caso Faisán y el caso Noos. He dicho, y lo repito, que tengo la convicción absoluta que no es la Nación ni el Estado los que están en crisis, sino el sistema político-constitucional (con su vértice, la Corona), lo que quiere decir que es la democracia española la que ha resultado fallida.
Para empezar, más que democracia, en España tenemos partitocracia. Las circunstancias y las leyes de la transición política han favorecido este resultado, que, como se sabe, es la tesis de la sociología elitista desde Mosca, Ostrogorski, Pareto y Michels. Éste último lo sintetizó en su obra clásica Los partidos políticos (1911): en toda organización democrática de masas termina imponiéndose la ley de hierro de la oligarquía. En nuestro país reflejaron este tipo de pensamiento Costa (la oligarquía y el caciquismo) y Ortega (la minoría selecta vs. el hombre-masa), e incluso en el marxismo revolucionario del siglo XX, en las fórmulas más influyentes (Lenin y Trotsky) se aceptará el «sustitucionismo» de las masas y de la organización por la «vanguardia».
En el caso español, como decía, las bases de la primera democracia resultante de la transición política desde el régimen autoritario de Franco, al morir éste en 1975, quedó plasmada en una Ley de Reforma Política (Diciembre de 1976), seguida de unas elecciones generales de facto constituyentes (Junio de 1977) y con la aprobación de la Constitución (Diciembre de 1978). Pero todo comenzó a torcerse a partir del 23-F de 1981. Toda una generación política se perdió por los malos hábitos de nuestros líderes (probablemente heredados de la cultura política autoritaria franquista) y por una impaciencia incontenible de alcanzar el poder de cualquier forma. El libro de Jesús Palacios, 23-F. El Rey y su secreto (Madrid, 2010) es el relato definitivo de la deriva que condujo a nuestra joven democracia a ese primer agujero negro en nuestra vida política.
Merece la pena reflexionar sobre la operación institucional, golpe de Estado psicológico, o como queramos llamarle, del 23-F de 1981. Frente a las «explicaciones» más o menos oficiales y oficiosas, Palacios nos ofrece los datos y las claves para entender el penoso y lamentable incidente. No hubo realmente una rebelión o golpe militar, sino un simulacro, un teatro, una operación de ficción, montada por consenso entre el Rey y la clase política, con la colaboración de algunos jefes militares (una minoría dentro de las Fuerzas Armadas), para destituir al presidente Suárez, que había ganado las elecciones generales democráticas con su «partido» UCD en 1977 y en 1979, y poco más de un año después ya resultaba incómodo o inconveniente para el Rey, para todos los dirigentes de la oposición e incluso para un sector importante de la propia UCD.
Es ilustrativo recordar la composición del «gobierno Armada», al parecer pactado principalmente por los socialistas con los representantes del Rey – el propio general Armada, el general Fernández Campos y Manuel Prado y Colón de Carvajal, entre otros- y demás grupos políticos, para que sus nombres queden registrados en esta (un poco cutre) pequeña historia de la infamia : Presidente: Alfonso Armada Comyn (General de División); Vicepresidente político: Felipe González (Secretario General y diputado del PSOE); Vicepresidente económico: José María López de Letona (ex ministro de Franco y ex gobernador del Banco de España); Ministro de Asuntos Exteriores: José María de
Areilza (ex ministro de Arias Navarro y diputado de Coalición Democrática); Ministro de Defensa: Manuel Fraga Iribarne (ex ministro de Franco y de Arias Navarro, Presidente de Alianza Popular y diputado de Coalición Democrática); Ministro de Justicia: Gregorio Peces Barba (diputado del PSOE); Ministro de Hacienda: Pío Cabanillas (ex ministro de Franco, ministro de Suárez y diputado de UCD); Ministro del Interior: Manuel Saavedra Palmeiro (General de División); Ministro de Obras Públicas: José Luis Álvarez (ministro de Suárez y diputado de UCD); Ministro de Educación y Ciencia: Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (diputado de UCD); Ministro de Trabajo: Jordi Solé Tura (diputado del PCE); Ministro de Industria: Agustín Rodríguez Sahagún (ministro de Suárez y diputado de UCD); Ministro de Comercio: Carlos Ferrer Salat (presidente de la CEOE); Ministro de Cultura: Antonio Garrigues Walker (abogado); Ministro de Economía: Ramón Tamames (diputado del PCE); Ministro de Transportes y Comunicaciones: Javier Solana (diputado del PSOE); Ministro de de Autonomías y Regiones: José Antonio Sáenz de Santamaría (Teniente General); Ministro de Sanidad: Enrique Múgica Herzog (diputado del PSOE); y Ministro de Información: Luis María Ansón (periodista, presidente de la Agencia EFE).Naturalmente ninguno, con la excepción de Armada, llegaría a ser juzgado por conspiración. Entre los generales y altos jefes del Ejército que asimismo se librarían de ser juzgados, pese a estar en la «pomada», estaban sobre todo Gabeiras, Fernández Campo, Calderón y Casinello, aparte de los que figuraban en la lista de Armada (Saavedra y Sáenz de Santamaría). Calderón como secretario general del CESID y Casinello como director de la inteligencia de la Guardia Civil, tenían lógicamente pleno conocimiento de la operación.
El plan liderado por Armada se organizó en el CESID, con el entonces secretario general Calderón como supervisor, y el comandante Cortina como jefe de operaciones. Ambos serían más adelante promocionados por el gobierno de José María Aznar: Calderón, ya ascendido a general, como director del CESID, y Cortina como asesor de seguridad para la Presidencia, en el mismo Palacio de La Moncloa. Es probable que fueran impuestos al líder del PP por el Ministro de Defensa, Eduardo Serra, que a su vez parece que le fue impuesto a Aznar por el propio Rey. Sin comentarios.De todos los participantes, el único que pública y expresamente ha dado la razón a la investigación de Jesús Palacios es el hoy académico Luis María Ansón, aunque ha precisado que en dicho libro sólo se cuenta un setenta por ciento de la historia, y que él mismo algún día quizás se decida a contar el treinta por ciento restante. En realidad Ansón ya ha contado parte de ello al periodista Abel Hernández, que lo ha publicado en su libro Suárez y el Rey (Madrid, 2009), premio Espasa de ensayo en el mismo año. Cuenta Ansón, y lo ratifica Fernández Campo, que el plan inicial, en forma de un dictámen técnico («Operación De Gaulle», inspirada en el caso francés que cambió la IV en V República), fue encargado por los dirigentes del PSOE al catedrático constitucionalista Carlos Ollero, hombre de confianza de Don Juan y en menor medida de Don Juan Carlos.
Se puede detectar en ello la mano del padre del Rey, quien estaba convencido – y convenció a su hijo- de que la Monarquía sólo se consolidaría si el PSOE llegaba al poder, aunque fuera por un atajo de dudosa constitucionalidad. Se juntaban el hambre con las ganas de comer, ya que los socialistas habían perdido dos elecciones generales seguidas frente a Suárez.
Estoy convencido de que la consolidación democrática en España estará pendiente hasta que, entre otras cosas, se establezca, al margen de las memorias individuales y partidistas, la verdad histórica sobre el 23-F y los demás casos o agujeros negros que le seguirán en el tiempo. El gobierno actual tiene esa responsabilidad ante la opinión pública, que los anteriores no supieron o no quisieron satisfacer. Y en concreto el presidente Mariano Rajoy (ministro corresponsable del gobierno Aznar desde 1996 de los nombramientos de Eduardo Serra, Javier Calderón y José Luis Cortina), y la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría (sobrina de José Antonio Sáenz de Santamaría, y ahora controlando directamente el CNI), con seguridad tienen información sobre el 23-F que ya no se puede seguir escamoteando a los españoles.
3. Los Estados Unidos y el Rey (Marzo 2012)
Una de las cuestiones relativas al 23-F que se sigue presentando y manipulando como si fuera un «enigma» o «secreto», que a su vez alimenta las teorías conspiratorias de la historia y particularmente el anti-americanismo a que somos tan aficionados en España con muy pocas excepciones, tanto las izquierdas como las derechas, es el papel de los Estados Unidos en el infame incidente.
Lo primero que debemos dejar claro es que si hubo alguna conspiración, fue la de los necios. En realidad, como mostré en un artículo anterior siguiendo las investigaciones prácticamente definitivas de Jesús Palacios (2001, 2010), fue una operación institucional, un montaje, una ficción de «golpe de Estado», más psicológico que real, planeado principalmente con el consenso entre los dirigentes de PSOE y los representantes del Rey (Manuel Prado y Colón de Carvajal, Sabino Fernández Campo, y Alfonso Armada, entre los más destacados, y los agentes del CESID Javier Calderón y José Luis Cortina entre los peones secundarios, aunque el último parece que era amigo personal del monarca con libre acceso a La Zarzuela).
Desde la publicación del último libro de Palacios (23-F. El Rey y su secreto, Libros Libres, Madrid, 2010), que yo sepa solo dos historiadores han abordado el problema del papel de los Estados Unidos en el 23-F: Charles Powell tangencialmente, sin aportar nada nuevo relevante, e ignorando las investigaciones de Palacios (El amigo americano. España y los Estados Unidos, de la dictadura a la democracia, Galaxia Gutenberg Madrid, 2011, pp. 556-ss), y de una manera más puntual y rigurosa, con datos significativos, Misael Arturo López Zapico («Anatomía de un asunto interno. La actitud del gobierno estadounidense ante el 23-F», Ayer 84, Madrid, 2011, pp. 183-205), que cita la obra de 2001, pero no la más meditada y contextualizada de 2010, del autor antes mencionado.
Las obras más pertinentes y prestigiadas por la crítica sobre la actuación de la CIA durante los años que rodean el 23-F -las de Ray S. Cline, The CIA under Reagan, Bush, and Casey (1981), John Ranelagh, The Agency. The Rise and Decline of the CIA (1986), Frank J. Smist, Congress Oversees the U. S. Intelligence Community (1994), Loch K. Johnson, Secret Agencies: U.S. Intelligence in a Hostile World (1996), Daniel Patrick Moynihan, Secrecy. The American Experience (1998), Mark M. Lowenthal, Intelligence. From Secrets to Policy (2000), Joseph Trento, A Secret History of the CIA (2001), Helen Cothran, Ed., The Central Intelligence Agency (2003), Tim Weiner, Legacy of Ashes. The History of the CIA (Doubleday, New York, 2007)- y sobre todo los numerosos trabajos, más académicos y exhaustivos del conocido especialista e historiador John Prados, en particular el último, Safe for Democracy. The Secret Wars of the CIA (I.R. Dee, Chicago, 2006), en ningún momento mencionan a España o actuaciones de la Agencia en asuntos españoles, aunque en todas ellas hay múltiples referencias a otros conflictos (algunos bastante menores) en los países de la Europa occidental durante los años setenta y ochenta.
Conviene no olvidar que toda la operación se planeó materialmente a finales de 1980 y principios de 1981, durante la administración demócrata de Jimmy Carter, cuyo director de la CIA era el almirante Stansfield M. Turner, un partidario decidido de poner coto a las operaciones clandestinas y de hecho impedir las actuaciones desestabilizadoras de los gobiernos extranjeros por parte la Agencia norteamericana. El embajador de Carter en España en este tiempo era Terence Todman, un diplomático profesional gran conocedor del mundo hispánico, y que después de finalizada su misión en Madrid sería embajador en Dinamarca, sin que el Congreso de los Estados Unidos cuestionara en ningún momento su comportamiento en España durante el 23-F. Aunque aproximadamente un mes antes del incidente español se produjo el relevo en la presidencia estadounidense, tras el triunfo electoral del republicano Ronald Reagan, Todman continuaría como embajador en Madrid algunos meses más.
Ahora bien, ni en las memorias de Stansfield M. Turner (Secrecy and Democracy. The CIA in Transition, Boston, 1985), ni en las de sus sucesores como directores de la CIA, William J. Casey (a través de su biógrafo Joseph Persico, Casey, New York, 1990), ni en las de Robert M. Gates (From the Shadows, New York, 1996) -especialmente éste, personaje siempre presto a la deslealtad o indiscreción hacia sus predecesores y anteriores jefes para medrar en la administración o en la política- se encontrarán igualmente referencias al 23-F.
Como constató muy pronto y perspicazmente Arthur P. Whitaker (Spain and Defense of the West. Ally and Liability, Harper, New York, 1961, pp. 357-ss.) desde la entrevista de Franco con Don Juan el 29 de Marzo 1960, el gobierno de los Estados Unidos – especialmente durante las administraciones republicanas- tiene la percepción clara, dada la superioridad política y táctica del primero sobre el segundo, de que Don Juan Carlos será el futuro Rey de España, como en efecto se confirmará en 1969 por decisión del Caudillo. El Príncipe se convierte en el «hombre de Washington» para los asuntos de España, quien antes de la muerte del dictador visitará en tres ocasiones los Estados Unidos y será aleccionado para controlar la futura transición democrática. Asimismo, el filósofo y estratega político James Burnham, consejero «aúlico» de la CIA, en repetidas ocasiones viajará discretamente a España para entrevistarse con el Príncipe Juan Carlos en Madrid y en Mallorca (como me revelaría su esposa Marcia Burnham en carta personal de26 de Julio de1981, estando entonces su esposo incapacitado a causa de un ictus cerebral).
Pese a ello, como relata Palacios, los presidentes Nixon y Ford, y el secretario de Estado de ambos, Henry Kissinger, tenían muchas dudas sobre la capacidad intelectual y política del futuro Rey de España, dudas que seguramente persistieron durante la administración del presidente Carter, en gran medida por los prejuicios ideológicos de los demócratas respecto al heredero del franquismo. En cualquier caso, lo prioritario para los Estados Unidos después de efectuarse con relativo éxito la transición política, era asegurar la consolidación democrática y la incorporación de España a la Alianza Atlántica (NATO/OTAN). El principal obstáculo para ello era la política neutralista de Suárez y del PSOE. El historiador López Zapico insinúa que las posiciones de Suárez no eran tan sólidas, pero la oposición de los socialistas a la OTAN eran públicas, intensa y ruidosamente publicitadas, y (añado yo) con el apoyo y probable dirección del padrino alemán Willy Brandt.
El historiador e hispanista Stanley G. Payne nos ofrece un testimonio personal muy ilustrativo en su libro España. Una historia única (edición española Madrid, 2008; edición americana Madison, 2011): Washington y sus aliados en la Alianza Atlántica (con toda seguridad con el visto bueno del Rey) organizaron entre el 15 y el 17 de Marzo de 1978 una reunión en Ditchley Park, cerca de Oxford (UK), con la asistencia del comandante de la OTAN, el general Alexander Haig, para persuadir a los representantes políticos españoles. «La iniciativa no logró convencer a los socialistas (escribe Payne). Yo estuve todo el tiempo sentado junto a Luis Solana (y Luis Yáñez, precisará en la edición americana de 2011) (…) Se mostró afable pero evasivo, y la resistencia socialista respecto a la OTAN continuaría durante seis años más, hasta el cambio decisivo registrado en 1984, cuando González propició su famoso y bastante esperpéntico cambio radical, y también un referéndum sobre la adhesión a la Alianza.» (pp. 59 y 36 en las respectivas ediciones). En efecto, entre 1978 y 1984, la preocupación principal del gobierno estadounidense respecto a España, y así lo reflejaba muy expresivamente el embajador Todman en un discurso en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander, el 18 de Julio de 1980, era la consolidación democrática y la incorporación a la OTAN. Es un disparate, por tanto, insinuar que el gobierno de los Estados Unidos y la CIA (primero con el presidente Carter y después con el presidente Reagan) dieran el beneplácito a la operación del 23-F, que implicaba un gobierno de concentración con participación destacada del PSOE (Felipe González, Javier Solana, Enrique Múgica y Gregorio Peces Barba) y del PCE (Jordi Solé Tura y Ramón Tamames), absolutamente contrarios a la Alianza Atlántica (algo que también compartían algunos generales, ex franquistas y democristianos de UCD bajo el liderazgo moral de Joaquín Ruíz Jiménez) y en el caso del PSOE y del PCE, como representantes del anti-americanismo ideológico más rancio. El Departamento de Estado y la CIA lógicamente tenían conocimiento de la conspiración gracias a la embajada y la estación en Madrid, pero es absurdo afirmar que habían dado su beneplácito, como escriben Paul Preston y otros historiadores progresistas (al parecer, la intoxicación procedía del comandante Cortina y del CESID). Al contrario, fui testigo casual y personal de la perplejidad y desconcierto que para los Estados Unidos estaba originando toda la operación, y particularmente el papel del Rey y sus amigos (y el propio Don Juan, a favor de la inclusión de los socialistas y comunistas en el gobierno del general Armada, para consolidar la Corona mediante «una pasada por la izquierda») que no encajaba en las funciones plausibles y deseables del supuestamente «hombre de Washington» o, invirtiendo la expresión de Charles Powell, «el amigo español».
La investigación de López Zapico sobre los documentos desclasificados del Departamento de Estado, concretamente los telegramas intercambiados con el embajador Todman, demuestran que el gobierno de los Estados Unidos tenía la información de lo que estaba ocurriendo el 23-F, pero también que no había dado su beneplácito. El general Haig, que por sus actuaciones históricas no es un santo de mi devoción, recién nombrado Secretario de Estado por el Presidente Ronald Reagan tenía toda la razón –pese a las críticas que ello le ocasionaría- al afirmar que era «un asunto interno», y negarse posteriormente, bastante indignado con las autoridades españolas, a pedir disculpas por sus palabras. En efecto, son otros los que, después de más de treinta años de los sucesos, deberían pedir disculpas a los españoles.
- 23 F
- Juan Carlos
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