Lo primero que debemos dejar claro es que si hubo alguna conspiración, fue la de los necios. En realidad, como mostré en un artículo anterior siguiendo las investigaciones prácticamente definitivas de Jesús Palacios (2001, 2010), fue una operación institucional, un montaje, una ficción de «golpe de Estado», más psicológico que real, planeado principalmente con el consenso entre los dirigentes de PSOE y los representantes del Rey (Manuel Prado y Colón de Carvajal, Sabino Fernández Campo, y Alfonso Armada, entre los más destacados, y los agentes del CESID Javier Calderón y José Luis Cortina entre los peones secundarios, aunque éste parece que era amigo personal del monarca con libre acceso a La Zarzuela).
Desde la publicación del último libro de Palacios (23-F. El Rey y su secreto, Libros Libres, Madrid, 2010), que yo sepa solo dos historiadores han abordado el problema del papel de los Estados Unidos en el 23-F: Charles Powell tangencialmente, sin aportar nada nuevo relevante, e ignorando las investigaciones de Palacios (El amigo americano. España y los Estados Unidos, de la dictadura a la democracia, Galaxia Gutenberg Madrid, 2011, pp. 556-ss), y de una manera más puntual y rigurosa, con datos significativos, Misael Arturo López Zapico («Anatomía de un asunto interno. La actitud del gobierno estadounidense ante el 23-F», Ayer 84, Madrid, 2011, pp. 183-205), que cita la obra de 2001, pero no la más meditada y contextualizada de 2010, del autor antes mencionado.
Las obras más pertinentes y prestigiadas por la crítica sobre la actuación de la CIA durante los años que rodean el 23-F -las de Ray S. Cline, The CIA under Reagan, Bush, and Casey (1981), John Ranelagh, The Agency. The Rise and Decline of the CIA (1986), Frank J. Smist, Congress Oversees the U. S. Intelligence Community (1994), Loch K. Johnson, Secret Agencies: U.S. Intelligence in a Hostile World (1996), Daniel Patrick Moynihan, Secrecy. The American Experience (1998), Mark M. Lowenthal, Intelligence. From Secrets to Policy (2000), Joseph Trento, A Secret History of the CIA (2001), Helen Cothran, Ed., The Central Intelligence Agency (2003), Tim Weiner, Legacy of Ashes. The History of the CIA (Doubleday, New York, 2007)- y sobre todo los numerosos trabajos, más académicos y exhaustivos del conocido especialista e historiador John Prados, en particular el último, Safe for Democracy. The Secret Wars of the CIA (I.R. Dee, Chicago, 2006), en ningún momento mencionan a España o actuaciones de la Agencia en asuntos españoles, aunque en todas ellas hay múltiples referencias a otros conflictos (algunos bastante menores) en los países de la Europa occidental durante los años setenta y ochenta.
Conviene no olvidar que toda la operación se planeó materialmente a finales de 1980 y principios de 1981, durante la administración demócrata de Jimmy Carter, cuyo director de la CIA era el almirante Stansfield M. Turner, un partidario decidido de poner coto a las operaciones clandestinas y de hecho impedir las actuaciones desestabilizadoras de los gobiernos extranjeros por parte la Agencia norteamericana. El embajador de Carter en España en este tiempo era Terence Todman, un diplomático profesional gran conocedor del mundo hispánico, y que después de finalizada su misión en Madrid sería embajador en Dinamarca, sin que el Congreso de los Estados Unidos cuestionara en ningún momento su comportamiento en España durante el 23-F. Aunque aproximadamente un mes antes del incidente español se produjo el relevo en la presidencia estadounidense, tras el triunfo electoral del republicano Ronald Reagan, Todman continuaría como embajador en Madrid algunos meses más.
Ahora bien, ni en las memorias de Stansfield M. Turner (Secrecy and Democracy. The CIA in Transition, Boston, 1985), ni en las de sus sucesores como directores de la CIA, William J. Casey (a través de su biógrafo Joseph Persico, Casey, New York, 1990), ni en las de Robert M. Gates (From the Shadows, New York, 1996) -especialmente éste, personaje siempre presto a la deslealtad o indiscreción hacia sus predecesores y anteriores jefes para medrar en la administración o en la política- se encontrarán igualmente referencias al 23-F.
Como constató muy pronto y perspicazmente Arthur P. Whitaker (Spain and Defense of the West. Ally and Liability, Harper, New York, 1961, pp. 357-ss.) desde la entrevista de Franco con Don Juan el 29 de Marzo 1960, el gobierno de los Estados Unidos –especialmente durante las administraciones republicanas- tiene la percepción clara, dada la superioridad política y táctica del primero sobre el segundo, de que Don Juan Carlos será el futuro Rey de España, como en efecto se confirmará en 1969 por decisión del Caudillo. El Príncipe se convierte en el «hombre de Washington» para los asuntos de España, quien antes de la muerte del dictador visitará en tres ocasiones los Estados Unidos y será aleccionado para controlar la futura transición democrática. Asimismo, el filósofo y estratega político James Burnham, consejero «aúlico» de la CIA, en repetidas ocasiones viajará discretamente a España para entrevistarse con el Príncipe Juan Carlos en Madrid y en Mallorca (como me revelaría su esposa Marcia Burnham en carta personal de 26 de Julio de1981, estando entonces su esposo incapacitado a causa de un ictus cerebral).
Pese a ello, como relata Palacios, los presidentes Nixon y Ford, y el secretario de Estado de ambos, Henry Kissinger, tenían muchas dudas sobre la capacidad intelectual y política del futuro Rey de España, dudas que seguramente persistieron durante la administración del presidente Carter, en gran medida por los prejuicios ideológicos de los demócratas respecto al heredero del franquismo. En cualquier caso, lo prioritario para los Estados Unidos después de efectuarse con relativo éxito la transición política, era asegurar la consolidación democrática y la incorporación de España a la Alianza Atlántica (NATO/OTAN). El principal obstáculo para ello era la política neutralista de Suárez y del PSOE. El historiador López Zapico insinúa que las posiciones de Suárez no eran tan sólidas, pero la oposición de los socialistas a la OTAN eran públicas, intensa y ruidosamente publicitadas, y (añado yo) con el apoyo y probable dirección del padrino alemán Willy Brandt.
El historiador e hispanista Stanley G. Payne nos ofrece un testimonio personal muy ilustrativo en su libro España. Una historia única (edición española Madrid, 2008; edición americana Madison, 2011): Washington y sus aliados en la Alianza Atlántica (con toda seguridad con el visto bueno del Rey) organizaron entre el 15 y el 17 de Marzo de 1978 una reunión en Ditchley Park, cerca de Oxford (UK), con la asistencia del comandante de la OTAN, el general Alexander Haig, para persuadir a los representantes políticos españoles. «La iniciativa no logró convencer a los socialistas (escribe Payne). Yo estuve todo el tiempo sentado junto a Luis Solana (y Luis Yáñez, precisará en la edición americana de 2011) (…) Se mostró afable pero evasivo, y la resistencia socialista respecto a la OTAN continuaría durante seis años más, hasta el cambio decisivo registrado en 1984, cuando González propició su famoso y bastante esperpéntico cambio radical, y también un referéndum sobre la adhesión a la Alianza.» (pp. 59 y 36 en las respectivas ediciones). En efecto, entre 1978 y 1984, la preocupación principal del gobierno estadounidense respecto a España, y así lo reflejaba muy expresivamente el embajador Todman en un discurso en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander, el 18 de Julio de 1980 (v. M. Pastor, «Los Estados Unidos y el 23-F», The Americano y Libertad Digital, 2011), era la consolidación democrática y la incorporación a la OTAN. Es un disparate, por tanto, insinuar que el gobierno de los Estados Unidos y la CIA (primero con el presidente Carter y después con el presidente Reagan) dieran el beneplácito a la operación del 23-F, que implicaba un gobierno de concentración con participación destacada del PSOE (Felipe González, Javier Solana, Enrique Múgica y Gregorio Peces Barba) y del PCE (Jordi Solé Tura y Ramón Tamames), absolutamente contrarios a la Alianza Atlántica (algo que también compartían algunos generales, ex franquistas y democristianos de UCD bajo el liderazgo moral de Joaquín Ruíz Jiménez) y en el caso del PSOE y del PCE, como representantes del anti-americanismo ideológico más rancio. El Departamento de Estado y la CIA lógicamente tenían conocimiento de la conspiración gracias a la embajada y la estación en Madrid, pero es absurdo afirmar que habían dado su beneplácito, como escriben Paul Preston y otros historiadores progresistas (al parecer, la intoxicación procedía del comandante Cortina y del CESID). Al contrario, fui testigo casual y personal de la perplejidad y desconcierto que para los Estados Unidos estaba originando toda la operación, y particularmente el papel del Rey y sus amigos (y el propio Don Juan, a favor de la inclusión de los socialistas y comunistas en el gobierno del general Armada, para consolidar la Corona mediante «una pasada por la izquierda») que no encajaba en las funciones plausibles y deseables del supuestamente «hombre de Washington» o, invirtiendo la expresión de Charles Powell, «el amigo español».
La investigación de López Zapico sobre los documentos desclasificados del Departamento de Estado, concretamente los telegramas intercambiados con el embajador Todman, demuestran que el gobierno de los Estados Unidos tenía la información de lo que estaba ocurriendo el 23-F, pero también que no había dado su beneplácito. El general Haig, que por sus actuaciones históricas no es un santo de mi devoción, recién nombrado Secretario de Estado por el Presidente Ronald Reagan tenía toda la razón –pese a las críticas que ello le ocasionaría- al afirmar que era «un asunto interno», y negarse posteriormente, bastante indignado con las autoridades españolas, a pedir disculpas por sus palabras. En efecto, son otros los que, después de más de treinta años de los sucesos, deberían pedir disculpas a los españoles.
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