Ambos tuvieron una brevísima experiencia personal del país del otro. Mencken viajó a través de España en 1917, huyendo de la guerra europea, y visitó brevemente Madrid. Ortega no viajará a los Estados Unidos hasta casi el final de su vida, cuando asistió a una conferencia en Aspen, Colorado, en 1949, circunstancia gracias a la cual rectificaría –solo en parte (Julián Marías es excesivamente amable con su maestro)- su opinión anterior, a mi juicio muy errónea, sobre aquél país, condicionada por una inercia de «arielismo» y anti-americanismo chic muy típica de los intelectuales españoles de las generaciones del 98 y del 14 (con las notables excepciones de Azorín y Unamuno; es patéticamente significativo, por ejemplo, que Ortega no dedicara ni una sola línea a la larga presidencia de F. D. Roosevelt, 1932-1945, al que Mencken obviamente dedicó muchas páginas críticas). Cada uno de ellos no obstante representa muy cabalmente, en sus respectivos países, lo que un cursi marxista gramsciano llamaría un «intelectual orgánico» de la gran cultura burguesa, en el tránsito de la modernidad a la posmodernidad. En expresión del historiador Ángel del Río aplicada a Ortega, ambos fueron «corifeos del espíritu contemporáneo».
Comencemos por destacar que ambos son maestros de sus respectivas lenguas, estilistas casi insuperables, aunque de estilos literarios muy diferentes: en Mencken predomina el sarcasmo, la sátira y el humor, aunque con gran rigor linguístico; en Ortega, aunque no falta la ironía, hay demasiada seriedad y pretensión de rigor filosófico. Ambos son los fundadores de la moderna crítica literaria en sus países respectivos. Hay algo que los une desde el principio hasta el fin: la admiración por la cultura alemana y la filosofía de Nietzsche, el elitismo cultural, un auténtico liberalismo y el desprecio hacia las masas, el rechazo del fundamentalismo democrático (la «democracia morbosa»), y la aversión al exceso de estatismo y sobre todo al totalitarismo.
En ambos casos ese liberalismo/libertarismo radical o conservador, según las épocas y circunstancias, era el punto de llegada o destino de una trayectoria biográfica que, Nietzsche mediante, les había hecho valorar intelectualmente el significado histórico y la importancia del héroe militar/político, desde Julio César hasta Otto von Bismarck. Ortega no ocultará esa admiración en sus ensayos y en su propia obra de filosofía política de madurez, La rebelión de las masas (pensada y escrita en los años 20). Mencken, aunque remiso hacia los modelos cesaristas, no disimulaba su orgullo de ser descendiente del príncipe alemán: una antepasada suya, Wihelmine Mencken (hija de Anastasius Ludwig Mencken, diplomático y secretario del gabinete de Federico el Grande), fue la madre del Canciller de Hierro, y entre los recuerdos favoritos del escritor americano destacaba la carta manuscrita de admiración personal que le había enviado el propio Kaiser, ya en el exilio, con motivo de la publicación de su libro, Notes on Democracy (1926), obra que expresa la misma percepción orteguiana de la «democracia morbosa» (en 1917) y su posterior tesis sobre el «hombre-masa».
En su erudito y clásico estudio Nietzsche en España (Madrid, 1967), Gonzalo Sobejano certifica que Ortega es el representante máximo y más genuino de la filosofía nietzscheana en nuestro país, durante la primera mitad del siglo XX, tanto en sus tesis racio-vitalistas de juventud como en su teoría de la razón histórica de madurez. Por su parte, Mencken es el verdadero introductor, y sobre todo divulgador, del filósofo alemán en Estados Unidos y en la cultura de lengua inglesa, a partir de su obra pionera The Philosophy of Friedrich Nietzsche (Boston, 1907), y en la introducción fundamental que escribe a su propia traducción de The Antichrist (New York, 1920). Ambos coinciden en subrayar su dimensión ilustrada y europeísta, por encima del nacionalismo alemán, su rechazo del antisemitismo y su preocupación por una fundamentación cultural y filológica rigurosa del conocimiento.
Tal preocupación por el lenguaje es patente en toda la obra ensayística del español, y en el americano queda asimismo reflejada en el laborioso esfuerzo y las sucesivas ediciones de su obra magna, The American Language: An Inquiry into the Development of English in the United States ( New York, 1919, con sucesivas ediciones aumentadas y con varios suplementos hasta la edición póstuma de 1963). La historia, que no el historicismo, es la base en que ambos escritores sustentan su peculiar filosofía existencial, liberal o libertaria, y en tal sentido, ambos rechazan las ramificaciones de tipo nacionalista o internacionalista en las ideologías totalitarias del siglo que les tocó vivir.
Compartieron también una cierta admiración por Maquiavelo, Voltaire, Goethe y Schopenhauer.
Aunque Ortega fue más sistemático en su obra filosófica, no deben olvidarse dos importantes tratados filosóficos que Mencken publicó: sobre filosofía de la religión, Treatise on the Gods (New York, 1930), y sobre filosofía moral, Treatise on Right and Wrong (New York, 1934). No llegaría a publicar el gran tratado sobre filosofía política equivalente al de Ortega en La rebelión de las masas, pero publicó un bosquejo en el popularísimo librito Notes on Democracy, antes mencionado. Resulta curioso que sus nombres aparecieran juntos solo una vez, en la primera página, con sendas citas, de la obra hoy poco leída pero que es probablemente una de las expresiones más sofisticadas del pensamiento libertario norteamericano: Our Enemy, the State (New York, 1935). Su autor, un original escritor independiente, amigo personal de Mencken y lector de Ortega, Albert Jay Nock. Más tarde tuvieron también un ilustre admirador común, el gurú de liberalismo-conservador norteamericano y asimismo un gran escritor, William F. Buckley Jr.
Nos llevaría muchas páginas comentar los paralelismos políticos y estéticos de ambos autores. Sabemos del interés de Ortega por la literatura, la crítica literaria y en particular la novela (Ángel del Río llegó a escribir que ejerció una «sutil dictadura intelectual en la vida literaria española»), y cómo mantuvo relaciones muy estrechas con los más importantes escritores de ficción en su tiempo, dedicándoles importantes páginas de crítica literaria (Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Miró, Pérez de Ayala, Gómez de la Serna…). Mencken, así lo reconocieron los más reputados críticos como Edmund Wilson o Van Doren, fue también una especie de dictador literario y promocionó decisivamente a los grandes novelistas americanos de la primera mitad del siglo XX: Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Willa Cather, F. Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, James Cain…
Los ensayos orteguianos de El Espectador, en España y La Revista de Occidente, como los de Mencken en The American Mercury, constituyen una de las cimas literarias de la cultura occidental durante el pasado siglo. La política fue para ambos una tentación permanente, pero al final se quedó en mero espectáculo: comedia, drama o tragedia (española para Ortega, alemana para Mencken).
Fueron dos liberales agnósticos y mundanos que evitaron caer en el nihilismo, que criticaron sin reservas las ideologías totalitarias del hombre-masa (comunismo, fascismo, nazismo, sindicalismo, etc.), que amaron la vida buena y la buena vida, y particularmente las mujeres, aunque su admiración hacia ellas no estuviera exenta de ironía, como refleja el título de la obra del americano, In Defense of Women (1922), y cuyo contenido probablemente hubiera subscrito enteramente el español. Sobre todo, ambos fueron conscientes de pertenecer a una minoría selecta que hubiera liderado, si las circunstancias lo exigieran, una enérgica cruzada intelectual contra la «corrección política» y la mediocridad cultural.
La extraña pareja: Sinclair Lewis y Dorothy Thompson
En cierta ocasión Sinclair Lewis escribió -y estoy bastante de acuerdo- que «Para comprender América sólo es necesario comprender Minnesota» («Minnesota: The Norse State», The Nation, May 30, 1923). Sin embargo, sólo estoy parcialmente de acuerdo cuando al final de su vida dijo: «Amo América, pero no me gusta» (según testimonio del profesor de Harvard Perry Miller, «The Incorruptible Sinclair Lewis», Atlantic Monthly, April 1951) Yo más bien diría: «Amo América, aunque a veces no me gusta».
En cualquier caso, creo que para comprender esta gran nación un buen método es tratar de comprender a ese gran escritor de mente y vida atormentadas que fue Harry Red Sinclair Lewis (Sauk Centre, Minnesota, 1885- Roma, Italia, 1951). He dicho «esta gran nación», porque da la casualidad que resido parte del año en ella (mi esposa y mis hijos son americanos), y -más casualidad- concretamente en Minnesota.
Hace ya más de una década celebré mi despedida de soltero con una sencilla pero emotiva cena en compañía de un pequeño grupo de amigos: Juan, Frank, Charlie, Tom, Bill y Mike (el único español era mi compañero de la universidad Juan Parra Villate, conde de Valmaseda) en Palmer House de Sauk Centre, el único hotel del pueblo, justamente en la esquina de Main Street con Third Street, donde al parecer un joven Lewis trabajó algunos veranos, y donde quizás su subconsciente registró, imaginó o vagamente intuyó la que sería su primera gran novela, Main Street (1920), y otra posterior menos conocida sobre la vida en un pequeño hotel de una pequeña ciudad, Work of Art (1934).
Aunque Lewis ya había publicado varias novelas con anterioridad, sería Main Street la que le catapultó a la fama y al Premio Nobel de Literatura en 1930, el primer escritor norteamericano en obtenerlo (aunque conviene recordar que Teddy Roosevelt, que ganó el Premio Nobel de la Paz en 1906, era también un inmenso escritor).
La publicación de Main Street, y en realidad la historia del lanzamiento a la fama literaria de Sinclair Lewis (y de muchos otros de su generación, como Theodore Dreiser, F. Scott Fizgerald, Edgar Lee Masters, Eugene O’Neill, Sherwood Anderson, etc.) se debe y ha sido contada por el propio H. L. Mencken, ese grandísimo pensador, crítico y escritor de la primera mitad del siglo XX, hoy -en la era de lo Políticamente Correcto- poco leído, al que yo he comparado mutatis mutandis con nuestro Ortega, aunque éste carecía del instinto satírico y burlesco, volteriano, del sage de Baltimore. «Conocí a todos los novelistas importantes de la época –escribió Mencken en sus memorias póstumas- y pocos de ellos, notoriamente Dreiser, fueron tan geniales, pero la inmensa mayoría fueron inferiores a Red.» (My Life as Author and Editor). Uno de los mejores prosistas americanos de la segunda mitad del siglo XX y del presente, Tom Wolfe, considera a Lewis uno de sus ídolos y a su novela Elmer Gantry (1927) la más importante del pasado siglo (entrevista con Bob Luncergaard, Minneapolis Star-Tribune, April 14, 1988).
Lo tengo dicho y lo repito. Minnesota probablemente tenga en su historia la lista más larga de políticos aburridos, tristes o, como diría irónicamente H. L. Mencken, boobs con pretensiones progresistas: Andrew Volstead (responsable de la infame ley sobre la Prohibición), Gus Hall (el siniestro dirigente stalinista), los mediocres Hubert Humphrey (aunque nativo de South Dakota está considerado como un político de Minnesota), Walter Mondale, Eugene McCarthy, Arne Carlson, Dave Durenberger, Paul Wellstone,
Mark Dayton, Amy Klobuchar, incluso el melifluo y soso Tim Pawlenty (primero en avalar la desastrosa candidatura del casi senil John McCain en 2008), y los payasos Jesse Ventura y Al Franken (éste cuando era cómico profesional podía tener alguna chispa, pero como político es aburridísimo). Naturalmente la excepción –la congresista Michele Bachmann- confirma la regla (casualmente asistí al picnic-mítin junto al Lake George en St. Cloud, que bajo su liderazgo resultaría ser el acto fundacional del Tea Party en Minnesota, el 12 de septiembre de 2009).
Entre los artistas es otra cosa (Judy Garland, Jane Russell, Jessica Lange -las tres Jotas-, Bob Dylan, Prince…), pero incluso en el gremio de los escritores también predominan los plúmbeos como Jon Hassler y Garrison Keillor, aunque tengamos asimismo las grandes excepciones de F. Scott Fitzgerald y Sinclair Red Lewis. En la literatura política, el último precisamente es autor de una de las novelas –del subgénero distopía (utopía negativa)- más interesantes y singulares del siglo XX: It Can’t Happen Here (1935).
Aunque existían los precedentes de Ignatius Donnelly, Caesar’s Column (1889) y Jack London, The Iron Heel (1907), con sendos experimentos al respecto, la obra de Sinclair Lewis es sin duda la que marca una pauta en la novelística del pasado siglo sobre la génesis del totalitarismo, anticipándose incluso a las famosas parábolas cómica Animal Farm (1945) y dramática Nineteen Eighty-Four (1949) de George Orwell. Ciertamente existía ya el modelo en clave de ciencia ficción de Aldoux Huxley, Brave New World (1932), pero igual que en las fantasías tenebrosas de Orwell, el totalitarismo era más bien una metáfora, una racionalización llevada al siniestro absurdo, a partir de las experiencias históricas europeas del comunismo y del fascismo, en sociedades imaginarias. La originalidad en el caso de Lewis, quizás con el único precedente poco conocido de otra novela aparecida el año anterior de Nathael West, A Cool Million (1934), es que el totalitarismo se presenta como una posibilidad inmanente a la propia democracia americana.
Pero si en el caso de West el referente es obviamente el nazismo o un fascismo radical -siendo por tanto su obra una contribución propagandística al frentepopulismo del momento (como posteriormente serán sesgadamente izquierdistas las novelas de Robert Penn Warren, All the King’s Men, de 1946, y la reciente de Philip Roth, The Plot Against America, de 2004), en el caso de Lewis como él mismo explicará es una advertencia, y es lo que hace más original a la suya, respecto a un peligro de sincretismo totalitario genérico, incluso antes de que se produjera el infame pacto entre Hitler y Stalin de 1939.
Pues bien, todos los biógrafos y críticos de Lewis coinciden en que la inspiración y asesoramiento políticos del novelista fue en gran medida responsabilidad de su segunda esposa, la entonces célebre periodista, American Cassandra, Dorothy Thompson. Casados en 1928, formaban efectivamente una extraña pareja. Aunque el matrimonio no se deshizo hasta 1942, vivieron la mayor parte del mismo separados (ambos tuvieron diversos amantes y en el caso de ella incluso experiencias lésbicas) en una turbulenta relación envenenada por el alcoholismo de Lewis, y su incurable pulsión autodestructiva. Probablemente los meses que precedieron a la publicación de su obra, entre 1934-35, fueron los últimos en que se mantuvo una cierta convivencia en la pareja, incluyendo cortas visitas de ambos a la casa considerada por Sinclair Lewis «familiar» –más que la de Sauk Centre-, la de su hermano el doctor Claude Lewis en St. Cloud, Minnesota, en la rivera oeste del Mississippi (muy cercana precisamente a la que habito en el momento de escribir estas líneas).
Sobre Dorothy Thompson ya está dicho casi todo en la excelente y definitiva biografía de Peter Kurth, y solo quiero subrayar la importancia de los múltiples artículos – más tarde convertidos en libritos- de esta extraordinaria mujer, en cuanto agudos análisis y temprana denuncia del emergente totalitarismo: The New Russia (1928), I Saw Hitler (1932), Dorothy Thompson’s Political Guide. A Study of American Liberalism and Its Relationship to Modern Totalitarian States (1938), etc. En ellos la Thompson demuestra una gran capacidad de percepción del siniestro fenómeno político que se avecinaba, intuyendo agudamente las similaridades entre el comunismo y el nazismo, las diferencias significativas entre éste y el fascismo italiano, e incluso algo tan peculiar y semioculto como el componente agresivo gay (Butch) en el partido de Hitler hasta 1934. La lengua viperina de H. L. Mencken diría exageradamente que las referencias a la pareja comenzaron siendo «Dorothy, la esposa de Sinclair Lewis» y terminaron como «Sinclair, el esposo de Dorothy Thompson», lo que según el Sage de Baltimore contribuiría a acrecentar el complejo de inferioridad y desatroso final de Lewis. Aunque este implacable crítico sostenía que la gran producción literaria de Red había concluído en 1930, momento de obtener el Premio Nobel de Literatura tras publicar sus más famosos títulos-Main Street (1920), Babbitt (1922), Arrowsmith (1925), Elmer Gantry (1927), y Dodsworth (1929)-, lo cierto es que It Can’t Happen Here es una gran novela, en que la sátira político- social se combina con relámpagos de lo que hoy llamaríamos realismo mágico, y el resultado es estéticamente original y, a mi juicio, intelectualmente brillante. Un ejemplo: las referencias irónicas al New Deal y al socialista Norman Thomas como «socialfascistas», definición entonces ortodoxa y sarcástica del estalinismo que Lewis invoca en el confuso clima ideológico del anti-fascismo frentepopulista.
Las izquierdas y los progres nunca comprendieron tales sutilezas irónicas de un gran escritor que se estaba convirtiendo en un precursor de lo que hoy llamaríamos neoconservadurismo. La experiencia histórica del totalitarismo hizo de él un gentil neocon, absolutamente contrario a cualquier expresión de anti-semitismo y anti-sionismo. Esta última cuestión, la del Estado de Israel, es la que le distinguiría políticamente de su ex esposa, cuando Dorothy Thompson, que efectivamente nunca había tolerado el anti- semitismo (de hecho, aparte de Lewis, estuvo casada con dos judíos), experimentó una extraña mutación cuasi-mística que la llevaría a enfrentarse a los sionistas y defender incondicionalmente la causa de los palestinos. Entre estos había una minoría cristiana, pero el sagaz Lewis, a diferencia de la Thompson, pudo prever las consecuencias que llegaría a tener un movimiento dominado culturalmente por la ideología de un nuevo totalitarismo, como ha percibido una brava mujer que sabe de lo que habla, un fenómeno que emana del «totalitarian Islamic belief system» (Ayaan Hirsi Ali, Nomad. A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, Free Press, New York, 2010, p.106).
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