Concretamente respecto a lo que hoy son los Estados Unidos de América, desde los viajes de Colón y Alonso de Ojeda, con las ricas contribuciones cartográficas de Juan de La Cosa (1500-1505), Alonso Alvarez de Pineda (1519) y Diego Ribero (1529), y la vastísima obra de los primeros cronistas de Indias (Cabeza de Vaca, Castañeda, Rangel, Hernández de Biedma, Elvas, Rodríguez Cabrillo, López de Gomara, Fernández de Oviedo, Díaz del Castillo, Sahagún, González de Barcia, Herrera, Acosta, Vizcaíno, etc.), España contribuyó decisivamente a la fundación de la historiografía y la antropología de América (del Norte y del Sur), factor intelectual y cultural esencial para la formación del Eje Transatlántico de la Edad Moderna occidental. Precisamente en este pasado año 2013 conmemoramos el quinto centenario del descubrimiento de La Florida por Juan Ponce de León (que había acompañado a Colón en su segundo viaje de 1493) en los primeros días de abril de 1513. Es el comienzo de la incorporación a la Corona de España de vastos territorios y asentamientos coloniales de lo que hoy son los Estados Unidos: Las Floridas y Las Luisianas (en plural, inmensas extensiones territoriales al Oeste del río Mississippi, que hoy conforman los estados de Minnesota, Dakota Norte y Dakota Sur, Iowa, Missouri, Arkansas, Louisiana, Nebraska, Kansas, Oklahoma, Colorado, Wyoming, Montana, Idaho, Utah, Nevada…), y asimismo Texas, New Mexico, Arizona, California, Oregon, e incluso Alaska.
No deja de sorprendernos que en los siglos XVII y XVIII, las primeras historias de algunas colonias o futuros Estados se deban a súbditos españoles: Pérez de Villagra (sobre Nuevo Méjico, 1610), Louis Hennepin (sobre el norte de La Luisiana, es decir, Minnesota, 1683), Domingo Ramón (sobre Tejas, 1716), Venegas (sobre California, 1759), Portolá (sobre California, 1769), Fages (sobre California, 1775), Garcés (sobre Tejas, 1785), Palau (sobre California, 1787), y finalmente, ya en el XIX, la impresionante obra de más de cuarenta volúmenes de Mariano G. Vallejo (de documentos e historia de California). Tenía razón el embajador estadounidense en España (1941-45), prestigioso historiador e hispanista de la Universidad de Columbia, Carlton J. H. Hayes, cuando escribía: «Los españoles se limitan a considerar la América Latina como tope de la Hispanidad; pero yo diría que todas las Américas son España y España es toda América» (Prólogo al libro de G. Sabater, Junípero Serra, Colonizador de California, Madrid, 1944).
España, en virtud de los Pactos de Familia con Francia, será aliado de los rebeldes americanos en su lucha por la Independencia (1776-1783), mediante los pactos Lee- Grimaldi, Lee-Floridablanca, Jay-Floridablanca y Jay-Aranda. En el Tratado de París (1783) España recuperó Las Floridas, y en el Tratado de El Escorial o Pinckney-Godoy (1795), de amistad, fronteras y navegación del Mississipi, en su artículo primero se convenía que «Habrá una paz sólida e inviolable y una amistad sincera entre S. M. Católica, sus sucesores y súbditos, y los Estados Unidos y sus ciudadanos, sin excepción de personas o lugares». En 1800, sin embargo, con la retrocesión a Francia de Las Luisianas comienza la decadencia y las pérdidas coloniales que desembocan fatalmente en 1898, el momento más crítico de la historia de las relaciones hispano-norteamericanas, cuando los propios Estados Unidos descubren su destino imperial.
En las últimas décadas del siglo XIX algunos destacados intelectuales y políticos españoles (Pi y Margall, Castelar, Valera, Almirall, Azcárate, Labra…) habían mostrado un gran interés y admiración por el sistema político norteamericano. Sin embargo, desde la crisis del 98, tanto en pensadores y sociólogos como en escritores y periodistas españoles, se observará un cierto anti-americanismo, en gran medida teñido de prejuicios culturales, del que no se librará, por ejemplo, un Ortega y Gasset (el fenómeno del «arielismo» frente al bárbaro Calibán, el Gran Coloso del Norte), con las notables excepciones de Azorín (Los norteamericanos, 1918), J. F. Yela Utrilla (España ante la Independencia de los Estados Unidos, 1925), Unamuno (en algunos artículos elogiando a los Federalistas, a Emerson y a Lincoln), y autores más académicos como Rafael Altamira (1916), Manuel Conrotte (1920), Camilo Barcia Trelles (1925, 1926, 1930), Luis de Izaga (1929), Miguel Gómez Campillo (1946), José Navarro y Fernando Solano (1949). Ya hacia la segunda mitad del siglo XX destacan autores como Camilo Barcia Trelles (El Pacto del Atlántico, 1950), Manuel Fraga Iribarne (La reforma del Congreso de los Estados Unidos, 1951), Julián Marías (Los Estados Unidos en escorzo, 1956), y Ricardo Gullón en el ámbito de la literatura comparada. En fechas más recientes, Angel Viñas (1981, 2003), Carlos M. Fernández- Shaw (1987, 1992), Carlos Cañeque (1988), Lorenzo Delgado et alii (1991), Rafael Sánchez Mantero et alii (1994), J. M. Allendesalazar (1996), Susana García Cereceda (2000), José María Marco (2007), Martín Alonso (2008, 2012), Javier Rupérez (2009, 2011), y recientemente las tesis universitarias de J. A. Montero Jiménez, El despertar de la gran potencia. Las relaciones entre España y los Estados Unidos, 1898-1930 (Madrid, 2011), y de Daniel Fernández de Miguel, El Enemigo Yanqui. Las raíces conservadoras del antiamericanismo español (Zaragoza, 2012). Cabe también mencionar la obra del mitad británico/mitad español Charles Powell, El amigo americano. España y los Estados Unidos, de la dictadura a la democracia (Galaxia Gutenberg, Madrid, 2011), y los artículos de varios jóvenes historiadores españoles (Rosa Pardo, Misael Arturo López Zapico…) en la revista Ayer (número 84, Madrid, 2011).
El mejor hispanismo norteamericano anterior a nuestra Guerra Civil y a principios del franquismo, que ya había superado la Leyenda negra anti-española, en la tradición de Irving, Ticknor, Prescott, Wallis, Lea, Merriman, Longfellow, Lowell, Bolton, Whitaker, Feis, Hayes, Beaulac, etc., tendrá su continuidad a partir de los años cincuenta en eminentes especialistas como Bemis, Bolloten, Powell, Bishko, Reilly, O´Callagham, Powers, Herr, Connelly Ullman, Jackson, Payne, Malefakis, Coverdale, Cortada, Willson, Weber, Kagan, y un largo etc.
New Atlantis, la utopía de Francis Bacon, aparte de sustentarse en el conocimiento, la ciencia y la tecnología (incluyendo armas invencibles y submarinos), anticipaba un mundo «atlántico» de tolerancia y libertad, separación de Iglesia y Estado, abolición de la esclavitud y liberación de la mujer, en suma, de paz y democracia bajo el imperio de la ley. No es extraño que los revolucionarios americanos vieran en esta obra un retrato del futuro de su nación. Inmediatamente después de la Independencia, Alexander Hamilton, el líder Federalista y alter ego del presidente George Washington, fue el primero en propugnar una reconciliación con la madre patria, el Reino Unido, en vistas a constituir una alianza estratégica permanente, un Eje Atlántico, frente a los despotismos europeos (véase la obra de John Lamberton Harper, American Machiavelli. Alexander Hamilton and the Origins of U.S. Foreign Policy, Cambridge University Press, 2004). La idea no cuajó en su momento por la oposición de su rival Thomas Jefferson y los Demócratas-republicanos, afrancesados y anglófobos, por las recurrentes tendencias aislacionistas y por algunas interpretaciones erróneas de la Doctrina Monroe (la actitud tibia y «neutralidad» de Gran Bretaña durante la Guerra Civil americana tampoco ayudó), pero hacia finales del XIX volverá a tomar cuerpo en la mente de ciertas élites influyentes de la política exterior estadounidense.
Primero en la tertulia o «Club Henry Adams», y después en su continuación en el «Metropolitan Club», ambos en Washington D.C., que agruparía a intelectuales, políticos y militares como John Hay, Henry Cabot Lodge, Theodore Roosevelt, Alfred Thayer Mahan, George Dewey, Charles H. Davis, Leonard Wood, Don Cameron, William H. Taft, Charles A. Dana, Clarence King y Brook Adams, donde no solo se plantea la estrategia para la intervención estadounidense en la futura guerra contra España en 1898, sino la definición del Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe, y los postulados de un Sistema Atlántico, o «the great Atlantic powers into a working system» bajo la inspiración del historiador Henry Adams, como señala su biógrafo Ernest Samuels (en la edición crítica de The Education of Henry Adams, Boston, 1973). El autor añade en una nota: «The next step to the Atlantic System which Adams advocated to his friend (John) Hay was made possible when the traditional rivalry between France and England was quieted by the Anglo-French Convention of 1904». En tal fecha, bajo la administración del presidente Theodore Roosevelt, para el que John Hay trabajó como primer Secretario de Estado (hoy sabemos, gracias al último volumen de la impresionante biografía de Henry Adams escrita por Edward Chanfant, Improvement of the World: A Biography of Henry Adams. His Last Life, 1891-1919, North Haven, CT, 2001, que Adams y Hay actuaban como un tándem, dirigiendo la política exterior de Estados Unidos, durante las presidencias de William McKinley y de Theodore Roosevelt), la idea del atlantismo irá cuajando en la mente presidencial y se expresará en su Discurso del Premio Nobel de la Paz (Cristianía, Noruega, 5 de Mayo de 1910), cuando propone «some combination between those great nations which sincerely desire the peace», que irá matizando posteriormente al reconocer la necesidad de «The collective power of all of us (…) I abhor unjust war, I abhor violence and blooshed (…) I advocate preparation for war in order to avert war»(Autobiography, 1913), y culminando en «The closest Alliance between the British Empire and the United States» (Letter to Arthur Hamilton Lee, November 19, 1918).
El esquema realista de una Alianza de naciones liberales de T. Roosevelt contrasta con el idealista y universal de W. Wilson en su Covenant para la creación de la Sociedad de Naciones (1919), y el más realista, pero lastrado de concesiones «apaciaguadoras», negociado por F. D. Roosevelt en Yalta, que culminaría con la creación de la Organización de las Naciones Unidas (1945). El inicio de la Guerra Fría o «Tercera Guerra Mundial» (según James Burnham, con el motín anti-británico de marineros griegos alentados por los comunistas en Abril de 1944 en Alexandria), y tras la expansión y presión soviéticas en Europa (1945-1947), el presidente Truman asumirá la estrategia de la «Contención» (1947) y finalmente la firma del Tratado de Washington (1949) que da nacimiento a la Alianza Atlántica (NATO/OTAN). Lord Ismay, su primer Secretario General (1952-57), describirá su misión como «keeping the Russians out, the Americans in, and the Germans down». Aunque muchas cosas han cambiado desde entonces, con una gota de ironía sus palabras siguen hasta cierto punto vigentes.
Los progresistas europeos quizás han olvidado que la idea original de la OTAN o Defensa Europea fue de los propios europeos (Tratado de Bruselas de 1948), y en concreto de algunos dirigentes socialistas (como los británicos Clement Atlee y Ernest Bevin , y el belga Paul-Henri Spaak). En su historia la OTAN ha tenido asimismo tres Secretarios Generales socialistas: Paul-Henri Spaak (el segundo, 1957-61), Willy Claes (el noveno, 1994-95), y Javier Solana (el undécimo, que no «onceavo», 1995-99). El partido de Solana, el PSOE de Felipe González, como es sabido, probablemente por presiones de Willy Brandt y sus compromisos con la Unión Soviética derivados de la Ostpolitik alemana, «de entrada, no» fue partidario de la OTAN. Pero el gobierno español de la UCD presidido Leopoldo Calvo-Sotelo solicitó el ingreso en Diciembre de 1981, y el 30 de Mayo de 1982 España se incorporó como miembro número 16.
Era algo que los estrategas de Estados Unidos, tras los Pactos de Madrid de 1953, venían deseando, y algunos especialistas, como el español Camilo Barc ia Trelles (El Pacto del Atlántico, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1950) o el americano Arthur P. Whitaker (Spain and Defense of the West: Ally and Liability, Harper, New York, 1961) venían anticipando, pero que no sería posible hasta después de la muerte del general Franco y el inicio de la Transición democrática.
La literatura sobre la Alianza Atlántica en el periodo de la Guerra Fría es ya considerable, encabezada precisamente por un autor español ya mencionado: Camilo Barcia Trelles (1950), V. Dean (1950), H. Ismay (1955), H. Haviland (1957), M. Salvadori (1957), B. Mooore (1958), A. Zurcher (1958), M. Ball (1959), K. Knorr (1959), A.Wolfers (1959), F. Yeager (1959), C. Baumann (1960), A. Buchan (1960), F. Mulley(1962), R. Osgood (1962, 1968), R. Strauss-Hupe (1963), C. Bell (1964), A. Cottrell & J. Dougherty (1964), A. Philip (1964), E. Furniss (1965), E. Van der Beugel (1966), R. Jordan (1967), A. Beaufre (1968), J. Behrmann (1970), D. Calleo (1970), I. Smart (1973), M. Howard (1974), F. Kaplan (1979), R. Schaetzel (1975), etc., y los últimos estudios en la fase final de la Guerra Fría debidos a A. Grosser (the Western Alliance, New York, 1982), R. J. Barnet (The Alliance, New York, 1983), David N. Schwartz (NATO´s Nuclear Dilemmas, Washington D. C., 1983) y J. Godson (ed., Challenges to the Western Alliance, London, 1984), obra esta última con importantes aportaciones de Sidney Hook, HenryA. Kissinger, Alexander M. Haig, Emilio Colombo, Henri Simonet, Franz Joseph Strauss, James R. Schlesinger, Norman Podhoretz, Michel Tatu, Karl Kaiser, Mario Soares, Ronald Reagan, Margaret Thatcher, y Helmut Kohl, entre otros.
Sidney Hook, que junto a James Burnham había sido tempranamente uno de los grandes filósofos políticos de la Guerra Fría, destacaría en su ensayo «Pluralistic Societies at Stake» que la Alianza Atlántica y la nuclear deterrent liderada por los Estados Unidos frente al bloque soviético no solo había preservado la paz en Europa Occidental sino que había defendido nuestra Civilización: «What is at stake, then, in the conflict between Western Europe, of wich North America is an extensión, and the Soviet world is no the clash of doctrines but ways of life», aunque advertía del riesgo del pacifismo y del anti- americanismo entre los jóvenes y los intelectuales. Curiosamente un pensador izquierdista como Antonio Gramsci había anticipado que «Los intelectuales europeos en general…se regocijan con la vieja Europa. El antiamericanismo es cómico, además de ser estúpido» (Babbitt, Cuadernos de Cárcel, c. 1930).
En España, junto a los prejuicios ideológico-políticos generales, heredamos los prejuicios culturales del arielismo del 98. Ya es hora de que los viejos prejuicios antiamericanos de la cultura política (los nuevos idola, según la epistemología de Francis Bacon) sean superados por un conocimiento objetivo de la realidad. Deberíamos emular al personaje de la novela Tormento de nuestro gran Benito Pérez Galdós, el indiano don Agustín cuando afirmaba: «Digo la verdad. América me ha hecho así.»
La verdad o la realidad a veces son elusivas. Sabemos que en política, casi siempre, la percepción es la realidad. Una nueva generación de universitarios españoles, a la que pertenecen Rubén de Castro Herrero y David García Cantalapiedra, profesores de Relaciones Internacionales, nos aportan en sus recientes investigaciones novedad y rigor metodológicos en los enfoques, inspirados por autores como Robert Jervis, L. R. Beach, R. Hilsman, A. Blom & H. Montgomery, especialistas en teorías de la percepción y del proceso de toma de decisiones, así como por otros cuyo ámbito más específico es el de las relaciones transatlánticas, tales como el español Florentido Portero, y los extranjeros K. Möttölä, S. Ganzle & A. G. Sens, A. M. Dorman & J. Kaufman. En suma, un trabajo brillante y necesario, aparte de original, que sin duda tendrá gran impacto en el estudio de las relaciones internacionales. Estos nuevos enfoques, así como la necesaria revisión de la Alianza Atlántica ante los problemas estratégicos del siglo XXI, son, como subtitulaba Francis Bacon su utopía, «A Work Unfinished».
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