La orden del Gobierno Sánchez a la Abogacía del Estado para que en el juicio a los catalanes separatistas se alegue que no hubo delito de rebelión al no concurrir violencia, tiene una serie de consecuencias políticas que trascienden el enjuiciamiento de los presuntos criminales porque nos indica qué idea de la paz y de la violencia política tiene el actual Gobierno.
La violencia permite identificar con sencillez quién es el enemigo: el que agrede.
El problema de esta simplificación según la cual sólo es enemigo el que agrede, reside en que el Estado debe ser neutral respecto a cualquier hecho combativo o que refleje enemistad, mientras no sea violento.
Para quien así razona, los Torra de turno en Cataluña o en el País Vasco pueden ser considerados amigos de España dado que no se han alzado en armas contra ella.
Este es el argumento que utiliza Sánchez para justificar su alianza con los proetarras o los independentistas: dado que no se enfrentan violentamente al orden constitucional, el Estado tiene la obligación de tolerarlos y el Partido Socialista el derecho de considerarlos amigos o aliados.
Lo que no sé si sabe el actual Gobierno es que esa tesis puede volverse del revés, puesto que si en el interior de un Estado la paz y la concordia es la norma, todo lo que no sea amistad es enemistad y todo lo que no sea paz es violencia.
Este es el fundamento de filosofía política en que se apoya la Fiscalía cuando acusa del delito de rebelión a los golpistas, y el que también está detrás de las razones que alega Francia para oponerse a los movimientos nacionalistas en su territorio; aunque no lo utilice para rechazar al islamismo.
Más allá de la opinión que a cada uno le provoque la dicotomía que hemos expuesto entre los conceptos de paz y guerra (la paz es ausencia de violencia y la guerra ausencia de amistad) hay que sacar las consecuencias políticas de cada punto de vista.
En el caso del Gobierno Sánchez, su idea de que el no violento no puede considerarse enemigo, supone asumir que el Gobierno consentirá cualquier acción hostil de los nacionalistas mientras no utilicen la violencia.
Ergo, si los nacionalistas periféricos pretenden o consiguen segregar una parte de España sin causar daño físico a los españoles, un Gobierno como el actual les seguiría considerando amigos de España.
La cuestión es que si la violencia es el criterio político para definir quién es amigo y quién es enemigo, se producen absurdos como el expuesto en el anterior párrafo, donde un dirigente local puede declarar la independencia de un territorio sin que sea posible aplicarle el delito de rebelión («son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para declarar la independencia de una parte del territorio nacional, art. 472.5º del Codigo Penal») mientras alegue que actúa sin violencia.
Escapar del callejón sin salida al que nos ha conducido la terrible paradoja del «demócrata, amigo de los pueblos de España y no violento», pero que quiere destruir el país; sólo puede lograrse si recordamos que en política el elemento definitorio del estado de guerra no es la violencia, sino la enemistad.
Dicho de otra manera, el amigo inamistoso es tan enemigo como el violento.
Reiteramos que esta es la idea que se encuentra implícita en todos los Estados libres de nacionalismos separatistas.
Por contra, creer que el amigo inamistoso no es un enemigo porque no es violento es lo que lleva permitiendo en nuestro país que durante cuarenta años los nacionalistas xenófobos sean considerados hombres de paz, aunque se resistan al cumplimiento de las decisiones soberanas del Gobierno o del Poder Judicial.
En España, con los nacionalistas legitimados por las instituciones, bien se puede decir que gracias a la ficción jurídica de que «todo lo que no es violencia es paz», se acepta por paz la limpieza étnica, por supuesto, voluntaria; el adoctrinamiento escolar, el castigo a los que usen el castellano, la prohibición y el escarnio a los símbolos españoles, la difusión de medios de comunicación racistas, la financiación pública del odio a la nación y a sus ciudadanos…
En cambio, si la enemistad fuese considerada agresión todos los comportamientos detallados en el anterior párrafo, que se han convertido en orden del día en grandes espacios del país, no serían consentidos al no tener la consideración de pacíficos.
Es obvio que abandonar la idea de que la no violencia transforma al enemigo político en amigo jurídico, y empezar a considerar que todo acto inamistoso convierte a quien lo ejecuta en enemigo, supone un giro copernicano en la política española que determinaría la exclusión «de facto» de los nacionalismos antiespañoles.
Ahora bien, ponerse la venda en los ojos durante decenios no ha impedido que la ficción jurídica de la paz haya sido destruida por la evidencia política de un país que sufre los efectos de una guerra incruenta, pero total: la ruptura de la convivencia en el interior de cada ciudad, de cada pueblo, de cada escuela, de cada edificio, de cada familia.
Frente a las declaraciones oficiales de paz por la ausencia de violencia, nos encontramos con la constatación de la guerra total por todos los medios, excepto los militares (intimidación, discriminación, prohibiciones, sanciones…) gracias a un presupuesto ilimitado, la policía política, el amparo de las leyes periféricas y la neutralidad del Gobierno central.
Sí, la orden del Gobierno Sánchez a la Abogacía del Estado para no acusar a los políticos catalanes de rebelión, supone una toma de postura que va más allá del orden jurisdiccional al ratificar lo que ha sido una política de Estado desde la promulgación de la Constitución, esto es, el enemigo nacionalista no violento debe ser tolerado, e incluso aceptado como amigo cuando pacta con los partidos políticos mayoritarios.
El dilema no resuelto por esta decisión político-jurisdiccional del Gobierno es que la enemistad permitida ya ha liquidado lo que la violencia hubiese pretendido aniquilar.
Las lágrimas de la Presidenta de la Cámara de Diputados a resultas de su impotencia para frenar la batalla verbal entre un miembro del Gobierno y un diputado inamistoso, quizás sea el símbolo del reconocimiento de un fracaso: no haber comprendido durante decenios que el enemigo político no es hijo sólo de la violencia, sino fundamentalmente de la enemistad.