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España, palabra tabú

En septiembre de 2013, Pablo Iglesias Turrión participó en un seminario celebrado en la Universidad de La Coruña titulado Medios, comunicación y poder, en el que expuso una comunicación titulada «Información contra hegemónica». Durante su intervención, Iglesias manifestó lo siguiente:

«Pero yo no puedo decir España, no puedo utilizar la bandera roja y gualda. Yo puedo pensar y decir: yo soy patriota de la democracia y por eso estoy a favor del derecho a decidir y de que la educación y la sanidad sea pública».

Nacido en Madrid en 1978, Iglesias se convirtió en Secretario General de un partido, Podemos, que supo capitalizar las protestas que convergieron en el famoso 15M. Apenas unos meses después de su fundación, en mayo de 2014, Podemos obtuvo más de un millón de votos y cinco escaños en su primera cita con las urnas, las elecciones europeas. Tras el éxito obtenido, refrendado en las elecciones autonómicas del año siguiente, Iglesias se postuló como candidato a la Presidencia del Gobierno de esa misma nación de nombre impronunciable.

El nuevo líder político pertenece a una saga familiar muy involucrada políticamente. Su abuelo fue Manuel Iglesias Ramírez (1913-1986), católico y miembro moderado del PSOE, condenado a muerte en 1939 tras ser acusado de dictar penas de muerte, ejecución que le fue conmutada antes de su integración en el Estado franquista como funcionario. En cuanto a su padre, Francisco Javier Iglesias Peláez, fue miembro del Cuerpo Superior de Inspectores de Trabajo y Seguridad Social, y militó en el Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP), activismo que terminó con su ingreso en prisión en 1973[1]. Sin duda son estos antecedentes familiares los que, convenientemente reinterpretados, llevaron a Iglesias a mostrar su resistencia a decir «España».

En la jornada coruñesa, el profesor universitario ofreció otras razones para explicar sus dificultades en el manejo del vocablo. La primera de ellas, recordemos que vio sus primeras luces en 1978, cargada de anacronismo: «La respuesta es no hay nada que hacer, perdimos la guerra». La segunda dejaba entrever una peculiar concepción del patriotismo: «ser patriota es defender los servicios públicos, ser patriota es defender los derechos sociales».

Lejos de ser una anomalía, la renuncia de Iglesias no es un caso excepcional en nuestra nación, especialmente dentro de las autodefinidas izquierdas, pero también dentro de las diversas facciones que integran los nacionalismos fraccionarios hispanos. Muchos son los que se niegan a decir «España», optando por fórmulas alternativas entre las que destaca poderosamente una, «Estado español», que oculta, bajo su aparentemente asepsia, alguna que otra sorpresa. «Estado español» ya se empleaba en el revolucionario y borbónico año de 1789[2]. También fue común en la II República, si bien, su implantación mayoritaria, aquella de la que parten, sépanlo o no, sus actuales usuarios izquierdistas, se dio durante el franquismo, régimen que ni era una república ni un reino, razón por la que se optó por un formalismo jurídico que se alejara de tan precisas alternativas.

Incluida en el tercer artículo de la constitución republicana de 1931 -«El Estado español no tiene religión oficial»-, la expresión constituyó la denominación oficial de un régimen en cuya cúspide se situaba Su Excelencia el Jefe del Estado, vencedor de la guerra que dijo perder el efebócrata Iglesias. Fue en plena Guerra Civil, concretamente el 19 de abril de 1937, cuando se publicó el Decreto de Unificación, no en cuya primera línea aparece la expresión «Nuevo Estado Español». El bando alzado creía acariciar la victoria con los dedos, si bien, esta sólo llegó tras una guerra devastadora que concluyó con el famoso parte fechado en Burgos el 1 de abril de 1939, en el que se habla del «cautivo y desarmado Ejército Rojo». El Decreto, además, contiene los aromas revolucionarios del momento. Una «Revolución Nacional» que aunaba dos impulsos en gran medida contradictorios: el de Falange y el del Tradicionalismo que añadió la T al partido fundado por José Antonio. Si el Decreto de Unificación se acogía a la fórmula comentada, el Fuero del Trabajo,[3] «reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista», buscaba la realización de «la Revolución que España tiene pendiente».

Tras este sucinto recorrido documental, parece oportuno explorar mínimamente las conexiones que podrían existir entre la palabra España, arrancada de los labios de Iglesias tras una de las diversas guerras civiles que ha sufrido la Nación, con conceptos como «patria», «democracia», «derecho a decidir» y los «servicios» –sanidad pública, educación- que pudiera ofrecer el Estado español en su forma de Estado del bienestar. En lo tocante a la democracia, es obligado indagar al respecto de su momento tecnológico, o lo que es lo mismo, atender a la forma a través de la cual la nación, el pueblo, «la gente» en palabras de Iglesias, vota de tanto en tanto para elegir gobernantes o participar en decisiones trascendentales. En este aspecto, España, lugar donde cristalizó la izquierda liberal que conduce a Cádiz y a la famosa Pepa, permitió el voto secreto desde 1812, algo desconocido en Gran Bretaña hasta 1872, año en el que este dejó de ser oral, procedimiento que permitía poner rostro, y dejar lugar a la represalia, a cada votante.

A la Constitución española de 1812 dedicó muchas páginas Carlos Marx (1818-1883), a quien suponemos incorporado dentro del pensamiento de Iglesias, pues el filósofo alemán, impulsor de la idea de dictadura del proletariado, pese a que nunca visitó España, se ocupó de las cosas de nuestro país a partir de 1854, en una serie de artículos publicados en el New York Daily Tribune. En sus escritos Marx encarece la singularidad de la Constitución que definía a la Nación española como la reunión de los españoles de ambos hemisferios, permitiendo también que muchos extranjeros naturalizados y libertos pudieran acceder a tal nacionalidad. A su juicio, la de Cádiz era una constitución que tenía hondas raíces españolas: «es una reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de la sociedad moderna»[4]. Al cabo, como concluyó el de Tréveris, la Constitución de 1812, «lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, fue un producto genuino y original, surgido de la vida intelectual, regenerador de las antiguas tradiciones populares, introductor de las medidas reformistas enérgicamente pedidas por los más célebres autores y estadistas del siglo XVIII y cargado de inevitables concesiones a los prejuicios populares».

Nótese hasta qué punto, la persistencia de restos del Antiguo Régimen, lo achaca Marx a los prejuicios de la gente… Sea como fuere, la vía gaditana, obturada por el giro absolutista respaldado por amplios sectores de ese pueblo que reclamaba la vuelta de las caenas, transformó de un modo trascendental España, hasta el punto de que tal transformación fue caracterizada como revolución. Si Marx o Engels, quien tanto se ocupó de la implantación de la ideología anarquista de Bakunin que tanto tuvo que ver con la proclamación de la I República, no tenían el menor reparo en usar la palabra España, tampoco hubo, por parte de socialistas, anarquistas o socialistas posteriores tal limitación.

En efecto, en la estirpe ideológica de Marx se pueden ubicar muchos de los perdedores de la Guerra Civil, singularmente los estalinistas, que dirigieron las filas del derrotado Frente Popular que empezó a configurarse en 1934, haciéndose plenamente visible en 1936, con su fracasado corolario ya en pleno franquismo: el maquis. Un Frente Popular que, como Orwell demostró[5], mostraba la debilidad de sus lazos en la retaguardia. Si el eclipse de la palabra España, por las razones de la derrota bélica, podemos fecharlo en 1939, cabe preguntarse al respecto de esa España que habría dejado de ser tras la caída de Madrid. Según tal interpretación, la última España, que precedió al Estado Español, sería la de la II República, acusada precisamente por algunas izquierdas como una república burguesa, y a la que cabe, en su último desarrollo, cuestionar su talante democrático, habida cuenta de las irregularidades que se dieron en sus últimas elecciones, las de 1936[6]. Pese a todo, muchos fueron los republicanos que durante y, sobre todo, después de la guerra siguieron hablando sin complejos de España, en algunos casos, incluso, haciendo autocrítica del comportamiento durante la República y la contienda. Testimonios como el del socialista vizcaíno Indalecio Prieto (1883-1962), en el mitin celebrado el 1 de mayo de 1936 en Cuenca, cuando pronunció las siguientes palabras:

«A medida que la vida pasa por mí, yo, aunque internacionalista, me siento cada vez más profundamente español. Siento España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías, derrochadas con prodigalidad que quebrantó mi salud, las he consagrado a España».

Por su parte, el comunista Vicente Uribe Galdeano (1897-1961), en relación a una patria que en absoluto puede limitarse a servicios públicos, incorporó estas líneas a un esclarecedor texto:

«Al mismo tiempo que los más consecuentes internacionalistas somos los más fieles luchadores y defensores de la República española; los más entusiastas defensores de la Patria española; los más fieles ardientes patriotas de la España democrática; los más decididos enemigos de toda tendencia separatista; los más convencidos partidarios de la Unidad Nacional, del Frente Popular, de la Unidad popular».[7]

Podrán, no obstante, interpretarse las palabras de Iglesias, muy comunes, por cierto, en determinados sectores ideológicos españoles, de otro modo. Lo que estaría transmitiendo el otrora profesor de la Universidad Complutense de Madrid, es el manido argumento según el cual la idea de España, al igual que algunos de sus símbolos, habría sido patrimonializado por la derecha. Sin embargo, tal tesis se enfrentaría a varios problemas. El primero de ellos tiene que ver con una derecha que, en España, se agruparía en varias familias, entre las cuales figuran derechas separatistas tales como la representada por el clerical y originariamente racista PNV, que sigue rindiendo homenajes a subproductos del carlismo como Sabino Arana (1865-1903), pero también todas aquellas familias catalanistas políticas surgidas de las frondosas raíces de la Lliga Regionalista del hábil negociador gerundense que respondía al nombre de Francisco Cambó.

La existencia de tales facciones marcadas por la reaccionaria reivindicación de derechos históricos, cuestiona sobremanera la identificación entre la España posterior a 1939 y la derecha, máxime si se tiene en cuenta que en la oposición al franquismo contaron con una importante presencia, una cuota que se hizo visible en la redacción de la Constitución de 1978, que incluye una distinción inexistente en la de 1931, la que separa a regiones de nacionalidades.

Queda, por último, en este fugaz análisis, acometer el de la idea de patria, que sólo desde un prisma puramente idealista, puede identificarse con la democracia o determinados servicios sólo posibles en ciertas coyunturas económicas. Entre otras razones, porque la democracia se dice de muchas maneras. Por democracia se puede entender la que acompaña a los mercados pletóricos capitalistas, pero también la democracia orgánica articulada y publicitada durante el franquismo, o la que Lenin denominaba democracia socialista soviética, opuesta al nacionalismo burgués que desviaba a la clase obrera, al proletariado, de sus últimos y dictatoriales objetivos. Patria, que por la vía etimológica nos remite al lugar donde están enterrados los padres, atesora un sustrato histórico que va mucho más allá de las formas de gobierno, que tiene que ver con la apropiación de un territorio exigible a toda sociedad política. La patria, en suma, tiene que ver con los propios cimientos de cada Estado, delimitado por unas líneas de frontera de cuyo mantenimiento se ocupan poderes a menudo omitidos en una España cargada de pacifismo ambiental. En definitiva, el patriotismo español es previo a la mentada Constitución de 1812 que permitió extender una metodología, la del voto, que ya estaba presente en instituciones previas tales como el cabildo. Del valor y la enorme carga histórica que llevaba aparejada la palabra patria fue muy consciente un compatriota necesariamente predemocrático, el cronista y traductor de la reina Isabel de Castilla, Alfonso de Palencia (1423-1492), quien, en su Universal vocabulario en latín y en romance (Sevilla 1490), ofreció una definición de patria a aromas materialistas que conviene tener presente, pues se refiere también a los que están por nacer:

«Patria se llama por ser común de todos lo que en ella nascen, por ende debe se aun de prefirir al propio padre, porque es más universal. Et mucho mas durable».

 

[1] Xavier Horcajo, «El “antifranquismo” de los Iglesias», La Gaceta, 3 de julio de 2015, https://gaceta.es/noticias/antifranquismo-los-iglesias-03072015-1645/

[2] Memorial literario instructivo y curioso de la Corte de Madrid, Madrid, agosto de 1789, pág. 93.

[3] Decreto, de 9 de marzo de 1938, aprobando el Fuero del trabajo, Jefatura del estado. Boletín Oficial del Estado, núm. 505, 10 de marzo de 1938, págs. 6178-6181.

[4] Carlos Marx, New York Daily Tribune, 24 de diciembre de 1854.

[5] Véase Homenaje a Cataluña, de George Orwell o los textos al respecto del comunista José Díaz.

[6] Véase Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, 1936, fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, Ed. Espasa, Madrid 2017.

[7] Vicente Uribe, El problema de las nacionalidades en España a la luz de la guerra popular por la independencia de la República Española, Ediciones del Partido Comunista de España, Barcelona 1938.

Acerca de Iván Vélez

Iván Vélez (Cuenca, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Colaborador habitual de la revista El Catoblepas, es autor, entre otros, de los libros: Gustavo Bueno. 60 visiones sobre su obra (VV. AA., Pentalfa Ediciones, Oviedo 2014), Podemos ¿Comunismo, populismo o socialfascismo? (Pentalfa Ediciones, Oviedo 2016), Sobre la Leyenda Negra (Ed. Encuentro, Madrid 2014, reedición ampliada, 2018) y El mito de Cortés (Ed. Encuentro, Madrid 2016). Asimismo, ha colaborado y colabora en El Basilisco, El Catoblepas, Ábaco, Folklore, Altamira, Kosmos-Polis, ABC, El Mundo, Libertad Digital, La Gaceta, y ha participado en diversos congresos y encuentros de Filosofía e Historia nacionales e internacionales.