Es muy común, cuando se trata de dar explicación del auge del separatismo en España, y más en un momento como el actual, apelar a la causa educativa. Esto es, muchos entienden, no sin razón, que el traspaso de competencias (de la administración central a las autonómicas) en el terreno educativo ha sido una de las claves de la propagación y fortificación institucional en España del nacionalismo fragmentario. En este sentido si el actual gobierno es capaz de parar, por fin, el golpe del desafío catalanista que ha representado el 1-O de este 2017 –y que aún tiene su prolongación en el 21-D -, no es descabellado pensar que se sucederán, con mucha probabilidad, otros “1-Os” más adelante (o 9-Ns, o 6-Os, o la fecha que sea) si, a continuación, no hay medidas para recuperar por parte del Estado dichas competencias educativas.
Nada permite sospechar, sin embargo, que algo se mueva en tal sentido, siendo así que el traspaso de las competencias, regulado por el título VIII de la Constitución Española pero sin fijar un techo, ha sido el precio que los gobiernos centrales han tenido que pagar para encontrar en el nacionalismo el apoyo necesario para constituirse como tales gobiernos, plegándose de esta manera al chantaje nacionalista antes de buscar otras salidas (como pudiera ser, por ejemplo, una “gran coalición”, inviable en España sobre todo por el sectarismo maniqueo de las llamadas izquierdas). En particular las competencias educativas traspasadas a las comunidades autónomas han sido, y lo siguen siendo, el bastión, el noli me tangere nacionalista, desde el que poder seguir produciendo nuevos 1-O, si este termina finalmente fracasando.
Y es que las nuevas generaciones representan, en efecto, un material muy sensible y susceptible de adoctrinamiento, siendo su moldeamiento fundamental para cualquier tipo transformación social, una transformación que pasa, pues, por la articulación de lo que, en definitiva, viene siendo un plan de estudios.
Esto lo saben muy bien los promotores del nacionalismo separatista que, desde el principio, quisieron plantar sus reales en la administración educativa y lograr filtrar sus doctrinas, hasta monopolizarlo, en el sistema educativo español: “Cada planta su cultivo; cada nación, su sistema educativo” rezaba el lema del mascarón de proa de la euskaldinización educativa del País Vasco y Navarra (EZKIBEL. Buzkerea. Fundación Sancho el Sabio, 1934, p. 128).
Porque la relación entre la educación y el Estado, no vamos ahora a descubrir mediterráneos, es un tema clásico en la tradición política ya desde la República platónica. Precisamente nada menos que el mito de la Caverna es una alegoría que habla, así se ha interpretado muchas veces, de las conexiones entre la educación y el Estado. Y es que tanto la República como Las Leyes platónicas centran en ese plan de estudios (lo que los medievales llamarán después ratio studiorum) el motor de transformación social, revolucionaria si se quiere, por el que la ciudad enferma (corrupta, degradada), dice Platón, se pueda volver en ciudad ideal, sana (Kalípolis, en griego).
El buen orden (eutaxia) político depende, en definitiva, de la educación (con este fin fundó Platón precisamente la Academia), de tal modo que, y dicho con el más célebre de los académicos, “el punto más importante entre todos aquellos de que hemos hablado respecto de la estabilidad de los estados, si bien hoy no se hace aprecio de él, es el de acomodar la educación al principio mismo de la constitución” (Aristóteles, Política, ed. Austral, p. 305).
Esta concepción, digamos, eutáxica de la educación, que hace depender de ella la estabilidad del Estado, y que podríamos confrontar a otras más bien ácratas propias, por ejemplo, del cinismo antiguo o del anarquismo contemporáneo (“interrumpí mi educación para ir a la escuela”, decía el lema anarquista), es la que está detrás de la institucionalización de la educación en el ámbito del nuevo régimen que se forma, ya en el siglo XIX, con la Nación contemporánea.
En el Antiguo régimen estamental la educación (primaria y secundaria) dependía de los municipios y, por tanto, quedaba al albur de las decisiones locales, con sus arbitrariedades y dependencias. Con la constitución (frente al absolutismo) de la Nación como sujeto soberano, y con objeto de su alfabetización, se crean las primeras leyes educativas generales, así como un cuerpo funcionarial de profesores que las lleve a efecto, con las que se trata de desbordar esas dependencias locales y lograr así una homogeneidad y uniformidad educativas inexistentes hasta ese momento (la jacobina Ley Bouquier de 1793, se aprobará en Francia buscando la escolarización obligatoria y gratuita para los niños entre los 6 y 13 años atendiendo a un mismo plan de estudios para todos los departamentos recién creados).
En España será el plan Quintana, asociado a las Cortes de Cádiz, al doceañismo liberal, el primer plan de una educación común para toda España, y en él se pondrá de manifiesto la necesidad, en esa línea académica de Platón y Aristóteles, de la acomodación de la educación al principio mismo constitucional: “nada más triste que ver a la Nación pagar la enseñanza de principios contrarios a sus propios derechos; nada en fin mas doloroso que notar la absoluta falta de una educación realmente nacional” (Plan de Quintana, 7 de marzo de 1814). Las siguientes leyes generales, desde el plan del Duque de Rivas hasta la ley Claudio Moyano, transitarán por esta misma vía que busca unificar y homogeneizar nacionalmente una educación que, durante el Antiguo Régimen, permanecía completamente atomizada y diversificada localmente, expuesta, insistimos, a las arbitrariedades de la oligarquía local, civil pero sobretodo eclesiástica.
Pues bien, en la España del siglo XXI, la del Estado Autonómico, como consecuencia de las sucesivas reformas educativas habidas desde la LOGSE, de 1990, hasta la más reciente reforma educativa impulsada por el gobierno del PP, y que ha cristalizado en la LOMCE, se ha roto esa homogeneidad educativa nacional y se ha terminado implantando justamente aquello que quería evitar Quintana: privilegiando el punto de vista de la división autonómica, frente al enfoque isonómico nacional, se ha tendido a hacer de cada autonomía, por la vía del traspaso competencial, un compartimiento estanco educativo.
Ello se hace notar, sobre todo, en el tratamiento que recibe uno de los principales componentes aglutinantes de España como nación, esto es, la lengua española, única lengua nacional, común a toda España, y cuyo estudio queda definitivamente arrinconado en el plan de estudios de algunas comunidades. Un arrinconamiento o marginalidad que se produce bien sea por la vía de la influencia del uso oficial de las lenguas regionales (que introdujo el franquismo en la educación, por cierto, al amparo de la LGE del 70), con una presencia extraordinaria en los “curricula”, y sobredimensionadas al considerarlas como “lenguas propias” (haciendo del español, algo así, como una lengua impropia, ajena, incluso invasora en dichas regiones), bien sea por la promoción, también completamente exagerada (así por ejemplo en Madrid), de la “segunda lengua extranjera” (de facto, el inglés). Una promoción, la del inglés, con la que se busca, probablemente, por parte del gobierno que impulsó la LOMCE, eludir el problema del arrinconamiento del español en muchas comunidades (Cataluña, Galicia, País Vasco, Navarra, Baleares, Valencia), y así salirse por la tangente del “bilingüismo” como (aparente) solución a dicho problema (“si el español es el problema, el inglés será la solución”, por decirlo a la manera de Ortega).
Y es que el Partido Popular tenía la pretensión, era lo que había anunciado con esta enésima reforma educativa, de “vertebrar” nacionalmente el sistema educativo y evitar, así, con el traspaso de las competencias, su descomposición autonomista (en este sentido fueron aquellas controvertidas palabras del ministro Wert de “españolizar Cataluña”), siendo así que, sin embargo, el resultado final, con la LOMCE ya en marcha, no evita un ápice la descomposición, incluso profundiza más en ella, convirtiéndose tal “vertebración” en algo completamente intencional y pretencioso (provoca al nacionalismo separatista y, encima, se sigue rindiendo ante él).
Tres consecuencias inmediatas se derivan de una política lingüística que, definitivamente, no tiene en cuenta el hecho nacional de la existencia del español como lengua común y que, incluso, obstaculiza su aprendizaje en determinadas regiones, a saber: primera, la privación de derechos para el hispanohablante de que la administración se dirija en todo momento al ciudadano en una lengua española que, constitucionalmente, tiene el deber de conocer y el derecho a usar (muchas administraciones autonómicas y municipales mantienen muchas de sus comunicaciones solo en lenguas regionales); segunda, la ausencia de igualdad de oportunidades desde un punto de vista laboral, administrativo, escolar, etc, para los hispanohablantes cuando se impone como requisito para acceder al sistema educativo o al mercado laboral la exigencia del conocimiento de una lengua regional (no común); pero, además, se deriva una tercera consecuencia, quizás la más grave, que es aquella que dificulta una formación académica en español para la población que habita en tales regiones (Cataluña, Galicia, País Vasco, Baleares, Navarra…), de tal modo que la cultura en español, de alcance ya no solo nacional sino también internacional, es jibarizada en la formación de los ciudadanos que viven en esas regiones, confinándolos a una formación de referencias exclusivamente en catalán, gallego o vascuence (de alcance local y regional).
Actualmente, a varias generaciones de españoles (y también de extranjeros residentes en España) se les está amputando la posibilidad de desarrollar competentemente su formación en un idioma universal, como es el español, desde el que se tiene acceso –en su versión original o traducida- a todas las disciplinas científicas, técnicas, artísticas, etc (con su conocimiento se puede desempeñar competentemente cualquier profesión ligada a tales disciplinas, no así ocurre con las lenguas regionales o locales).
La LOMCE, en definitiva, no corrige, ni mucho menos, la babelización a la que ha conducido a la nación española el Estado autonómico y, yéndose por los cerros de Úbeda del bilingüismo, no ataja el que quizás sea el mayor de los problemas que tenemos a nivel nacional: el levantamiento de muros lingüísticos entre españoles alzados con la deliberada intención, por parte del nacionalseparatismo filtrado en las instituciones políticas, de hacer del idioma, de los idiomas regionales en este caso, un instrumento divisorio –chiboletes les llamaba Unamuno- que rompa la cohesión social entre españoles, y los termine por dividir en compartimentos estancos.
Por supuesto, la vitalidad del español, tanto a nivel nacional como internacional, con sus 600 millones de hablantes, hace que esta política lingüística autonómica no consiga frenar su expansión y desarrollo, de tal manera que, a pesar del sistema educativo, las nuevas generaciones hablan y se expresan en español incluso en aquellas comunidades con idioma regional. Unos idiomas regionales, por su parte, que siguen en franco retroceso aún favorecidos por la respiración asistida de su promoción institucional. Es más, como la pretensión es convertir en lenguas “de Estado” (con su oficialización) a unas lenguas que nunca lo han sido (el gallego, el catalán, el vascuence), lo que ocurre con las leyes de “normalización lingüística” es que fabrican un idioma completamente artificial (canonizando arbitrariamente, vía filológica, una forma dialectal frente a otras), destruyendo todo la riqueza dialectal de la que estaba dotada esa lengua regional. Unos idiomas, en fin, el gallego, vascuence y catalán normalizados que se mantienen entubados a las instituciones autonómicas, pero cuyo expansión no va, ni puede ir más allá, de ese ámbito regional.
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Recientemente, en concreto el 16 de este mes de noviembre, Nuria de Gispert, expresidenta del Parlamento de Cataluña, sugirió por una red social a la líder del partido Ciudadanos en Cataluña, Inés Arrimadas, que “volviese de regreso a Cádiz” al mostrar esta, jerezana de nacimiento, sus deseos de no ver a Cataluña sometida durante más tiempo a ese “procés” nacionalseparatista.
Nos atrevemos, por nuestra parte, a pedirle a Inés Arrimadas que, efectivamente, regrese a Cádiz, que regrese a la idea del doceañismo gaditano cuyo plan de acción educativo era justamente buscar la homogenización y uniformidad educativas nacionales, una homogenización y uniformidad que operan a favor, a través de la lengua común española, de la estabilidad de la Nación: este es el modo efectivo, quizás el único modo, como muy bien expuso el diputado también de Ciudadanos, Toni Cantó, en una intervención suya parlamentaria que se hizo viral, de neutralizar dicho “procés” catalanista fragmentario, separador, segregacionista y supremacista por el que se quiere hacer de los ciudadanos españoles extranjeros en su propio país. Extranjeros, por cierto, maltratados (la condición de extranjero no tiene por qué significar maltrato), invitados a irse por, sencillamente, proceder de otros lugares de España.
Pues sí, volvamos a Cádiz.