La próxima guerra ha comenzado ya

La próxima guerra, cuyos contornos se han dibujado ya, opone a las estructuras transnacionales de poder, lideradas por los Estados Unidos, contra aquellos espacios que se resisten a subordinarse al imperativo del mundo global. Ya no hablamos de naciones; estamos en el conflicto post-nacional. En cierto modo, es la batalla final del mundo moderno.
La Cumbre de la OTAN en Varsovia ha terminado como empezó: con la consigna de que el enemigo de Occidente por antonomasia no es el Estado Islámico, ni el yihadismo en general, ni las potencias que, por lo público o por lo privado, propagan el islamismo desde países musulmanes, sino Rusia. En otros términos: el enemigo de Occidente no es la fuerza que efectivamente, en el terreno de los hechos, se propone destruirnos, sino otra potencia nacional que hasta el momento no ha emprendido acción alguna contra ningún país de la OTAN. Es difícil de entender. Si uno se sitúa en Polonia o Lituania, países perpetuamente expuestos a un eventual expansionismo ruso, es comprensible que los temores se dirijan hacia Moscú, pero visto el asunto desde Madrid, Roma, París o Berlín la «amenaza rusa» es cualquier cosa menos evidente.
¿Y entonces? ¿Estamos ante un fenómeno de ofuscación general, ante un clamoroso error de cálculo, ante uno de esos episodios de ceguera que de vez en cuando salpican la historia de la humanidad? No. La guerra siempre es prolongación de la política por otros medios. No hay decisión militar que no venga precedida por una decisión política. Y si un diseño estratégico nos parece incongruente o carente de lógica, tal vez debamos preguntarnos si estamos leyendo adecuadamente el contexto político que lo determina. Muy verosímilmente, algo de ese género está ocurriendo con el diseño estratégico de la OTAN tal y como ha quedado consolidado en la cumbre de Varsovia. Estamos ante la consumación de un cambio de paradigma en las alianzas militares internacionales. Por así decirlo, el juego ha cambiado. Ya no podemos ver el tablero como una partida entre naciones, ni siquiera entre bloques (internacionales), sino que hemos entrado en la era del conflicto global. Y desde este punto de vista, cambian también los conceptos tradicionales de amigo y enemigo.
Expliquémoslo así: la OTAN ya no es un tratado de naciones soberanas en torno a un hermano mayor –los Estados Unidos-, sino una alianza de potencias al servicio de un proyecto transnacional. Ese proyecto no es otro que la construcción de un orden mundial organizado sobre un espacio político y comercial sin barreras. Los Estados Unidos son su líder, pero no hay que pensar en una relación de mando y vasallaje: no estamos ante un proyecto nacional norteamericano, sino ante algo que trasciende con mucho los viejos criterios del orden inter-nacional. Desde este punto de vista, el enemigo ya no es la potencia, grande o pequeña, que con las armas desafía al bloque, sino todo espacio que se resista a la implantación del nuevo mundo, que es post-nacional. Por eso el enemigo de la OTAN es Rusia, y no tanto la Rusia nación como el espacio eurasiático. Lo cual, por cierto, incluye también a China.Una mirada distinta sobre el mapa
Ampliemos la mirada tanto en el tiempo como en el espacio. ¿Qué hemos visto en los últimos años? Escalada de tensión en los márgenes del mapa. Continuas maniobras de la OTAN en los países bálticos y Polonia, envueltas en declaraciones retóricas muy subidas de tono. En Ucrania, tenso impasse en una guerra que dista de haber terminado. Al otro lado del mundo, actividad militar sin precedentes en el Mar del Sur de la China, igualmente subrayada con abundantes discursos poco conciliadores. Nadie llega a las manos en estos escenarios, pero en Oriente Próximo todos mueven sus cartas –y sus bombas- sobre los llanos desérticos de Siria e Irak.
No son procesos aislados, independientes, ajenos unos a otros. Sus vínculos se ven mejor si pasamos de la guerra a la política y atendemos a la nueva red de tratados transnacionales y, en particular, a dos movimientos gemelos: el TTP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica) que los Estados Unidos han firmado con una docena de países del Pacífico y el TTIP (Acuerdo Transantlántico para el Comercio y la Inversión) que Washington quiere firmar con la Unión Europea. Ambos tratados dibujan un amplio espacio comercial -pero también, implícitamente, político y militar, es decir, un espacio de poder- con centro en los Estados Unidos, y que atraviesa dos océanos para abarcar desde las costas asiáticas hasta la gran llanura centroeuropea. No es casualidad que las fronteras de este gran espacio vengan a coincidir precisamente con los actuales puntos de tensión militar en Europa oriental y el Mar del Sur de China.
Para visualizar mejor el escenario echemos un vistazo al mapa. Pero cambiemos la perspectiva: no pongamos a Europa en el centro, como solemos hacer los europeos, sino a América. Veremos así un amplio conjunto que se extiende desde ese nuevo centro hacia los lados, y en cuyos márgenes se sitúan precisamente los conflictos más intensos. Imaginemos ahora que sobre ese mapa representamos con vectores los movimientos políticos de los últimos diez años: la incorporación de las repúblicas post-comunistas europeas a la OTAN, la remilitarización de Japón, el traumático cambio de poder en Ucrania, los conflictos marítimos de China con sus vecinos, las sanciones europeas –Washington mediante- a la economía rusa, el cinturón de fuego de las engañosas «primaveras árabes», la nueva amistad de los Estados Unidos con la república comunista de Vietnam, etc.
Todos esos vectores señalan, invariablemente, en una misma dirección: desde el centro –ese centro que ahora está en Norteamérica- hacia la periferia. Los movimientos geopolíticos del último decenio coinciden en expandir la hegemonía norteamericana a través de los océanos y en encerrar a Rusia y China en el espacio continental euroasiático. A la misma dinámica pertenecen, como respuesta, los movimientos sino-rusos de cooperación a través de nuevas instancias como la Organización de Shanghái. Tierra frente a Mar, como en los más clásicos tratados de geopolítica. Después de todo, el viejo Carl Schmitt tenía razón.
¿Nos hallamos, pues, ante un vasto movimiento de expansión de los Estados Unidos? No exactamente. Hay que insistir: Washington es el motor, sin duda, pero lo que estamos viviendo ya no responde a un patrón de expansionismo nacional, sino a un aliento mucho más amplio. Es preciso recordar que la tendencia mayor del mundo contemporáneo es la ambición de construir un orden planetario, un sistema de poder y convivencia, tanto económico como político, que abarque al conjunto del planeta. Este proceso no es reciente ni obedece a conjuras secretas; al contrario, forma parte manifiesta del proyecto general de la modernidad al menos desde Imanuel Kant, que lo expuso en Ideas para una Historia universal en clave cosmopolita y en La paz perpetua, y que preconizaba el establecimiento de un Estado Mundial (sic) como marco «moral» para resolver los conflictos que desgarraban al viejo mundo. Y conviene convocar aquí a la Historia del Pensamiento para entender lo que hoy está pasando.El sueño moderno del mundo unificado
Todos los grandes proyectos políticos modernos han aspirado a ese impulso de universalidad, lo mismo en la familia liberal que en la socialista. Esos son los dos grandes brazos que intentaron construir el mundo nuevo en el siglo XX. En el campo socialista, fue la Internacional, la dictadura del proletariado por encima de fronteras y naciones. En el campo liberal fue el Mercado libre como regulador natural de un orden nuevo (también por encima de fronteras y naciones). En los últimos compases de la Primera Guerra Mundial, mientras Inglaterra y Francia aún soñaban con repartirse el mundo según los viejos criterios del imperialismo nacional –se cumplen ahora cien años del tratado Sykes-Picot que dibujó las fronteras de Oriente Próximo-, Washington y Moscú miraban más lejos. La revolución socialista proclamaba su ambición planetaria. Washington, por su parte, alumbraba los «catorce puntos» de Wilson, que en buena medida han sido la semilla de todo cuanto ha venido después. ¿Hay que recordar sus objetivos esenciales? Desaparición de barreras económicas, libertad universal de navegación en los mares, desmantelamiento progresivo del sistema colonial, desguace de los imperios austro-húngaro y otomano (es decir, de las dos pervivencias mayores del mundo antiguo), propuesta de una asamblea de naciones… Los catorce puntos de Wilson fueron la primera formulación de lo que luego se llamaría «nuevo orden del mundo» bajo el signo de la globalización.
Es muy importante subrayar que ese proyecto no dejó de estar vivo jamás. En el periodo de entreguerras, los Estados Unidos lo aplicaron sin embozo en su espacio americano y en el Pacífico, mientras la Unión Soviética discutía si apostar por la revolución permanente a escala mundial o por la construcción del socialismo en un solo país para alcanzar aquel objetivo de la «sociedad planetaria de contables», definido por Marx en libro III de El Capital. El gran obstáculo para el orden nuevo era la política europea, siempre tan apegada a las problemáticas nacionales, pero eso cambió dramáticamente con la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa se hizo la guerra a sí misma. A partir de ese momento, el escenario quedaba plenamente preparado para el gran salto, para la escala propiamente planetaria de las grandes apuestas de poder.
Los acuerdos de Bretton-Woods de 1944, pergeñados tres años antes por Roosevelt y Churchill en la Carta del Atlántico, venían a implantar de hecho las estructuras del orden nuevo. ¿Principios? Una vez más, librecambio internacional, libertad de los mares (una auténtica obsesión norteamericana, y basta ver el mapa para entender por qué), debilitamiento de las barreras nacionales y desarme de los enemigos del gran plan. Eran los mismos principios de 1918, pero esta vez se aportaba una novedad trascendental: comprobado que el marco nacional resultaba inadecuado, ahora nacían instituciones transnacionales para gestionar el mundo global, ese One World que Roosevelt dejó como herencia doctrinal. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial respondían a ese impulso, y la imposición del dólar como referencia internacional de cambio funcionaba como argamasa para consolidar el sistema.
La palabra «sistema» es precisamente la adecuada: a partir de ahora, los Estados se convertían en actores complementarios (cuando no secundarios) y el protagonismo pasaba a una red estrechamente entrelazada de organismos financieros, comerciales, diplomáticos y políticos (y militares) cuya existencia individual reposaba en la existencia de los otros y en el funcionamiento simultáneo del conjunto; la vida de unos agentes quedaba subordinada a la de otros y, a la vez, se convertía en condición para la supervivencia de éstos. No era preciso concebir un «director de orquesta»: el orden global quedaba preparado para que todo marchara a la vez y de manera relativamente autónoma. «La unidad del mundo –decía Kundera- significa que nadie puede escapar a ninguna parte». Por eso la palabra adecuada es precisamente «sistema».
Mientras el mundo atlántico construía su propia vía hacia el Estado Mundial, arraigada en la democracia liberal y bajo el liderazgo norteamericano –liderazgo económico, militar y político, todo a la vez-, el mundo comunista trataba de hacer lo propio sobre su particular modelo doctrinal. Aquella situación marcó el acta de nacimiento de la OTAN y de su contraparte, el Pacto de Varsovia. Eran dos gigantes peleándose por el control del mundo, pero bien pronto se vio que al bloque comunista le faltaba fuelle: finalmente el proyecto mundial del socialismo quedó confinado en los límites de dos grandes potencias continentales, la Unión Soviética y China, y el «internacionalismo proletario» nunca pasó de ser retórica para envolver los intereses nacionales (ideológicos, pero nacionales) de Moscú o Pekín. El gran fracaso histórico del «socialismo real» no ha sido, a decir verdad, la inoperancia de su modelo socioeconómico, sino su incapacidad para alcanzar el objetivo mayor del pensamiento moderno, a saber, un orden extendido a escala planetaria.
La caída del Muro de Berlín y el colapso del mundo soviético significaron el triunfo final de la versión liberal, mercantil, del viejo proyecto moderno del Estado Mundial. No serían los soviets quienes realizaran el sueño cosmopolita kantiano, sino las grandes urbes occidentales con sus bancos, su consumo masivo y sus capitanes de la industria. La imagen más gráfica: la del presidente ruso Boris Yeltsin sometiéndose a las «recomendaciones» del Fondo Monetario Internacional y al denominado «Consenso de Washington» en 1991. Si hay que elegir entre la delación y el dinero –decía Calasso-, siempre resulta mucho más amable el dinero. Y eso es exactamente lo que empezó a amanecer al día siguiente de la caída del Muro; ese y no otro es el sentido del hegeliano «fin de la Historia» que teorizó Fukyama y que, después de todo, desde su punto de vista era verdad. Tampoco es casualidad que aquel momento de apoteosis del capitalismo mundial coincidiera con la desespiritualización de Occidente: el viejo discurso de la «defensa de Occidente», preñado aún de resonancias cristianas, se desvanecía a toda velocidad para verse sustituido por un relato esencialmente económico de prosperidad global vagamente envuelto, eso sí, en etéreas referencias a «nuestros valores» y «nuestro modo de vida».

Gobernanza global
A partir de entonces, todo lo que ha pasado en el mundo puede explicarse como el combate entre un proyecto unipolar –el del orden global liderado por los Estados Unidos- y una resistencia multipolar encabezada por Rusia y, oblicuamente, China. La OTAN, después de mucha hesitación, terminó entrando por el aro para convertirse en brazo armado del nuevo orden en uno de sus frentes: el atlántico. Quizá el signo más evidente fue el retorno de Francia, que había salido de la Alianza en 1966 con de Gaulle, y volvió en 2009 con Sarkozy. Para ese año ya se habían incorporado a la OTAN todos los países europeos de la vieja órbita soviética, a excepción de Bielorrusia, Ucrania, Serbia y Bosnia, resucitando en provecho de un nuevo patrón el viejo sueño del polaco Pilsudski: un «intermarium» que frenara a Rusia desde el Báltico hasta el Mediterráneo. Pero no perdamos de vista el escenario global, porque esto sólo es uno de los frentes: en el otro, en el Pacífico, Estados Unidos reactivaba sus pactos con Australia y Nueva Zelanda (el ANZUS) y con Tailandia y Filipinas, que en la práctica son protectorados militares de Washington. Si añadimos al cuadro a Corea del Sur, Taiwán y un Japón remilitarizado, el paisaje queda completo.
Una vez más, aquí lo militar sólo ha sido la prolongación de la política. No es fácil verlo entre el torrente de una marea informativa que sigue atada al lenguaje de los viejos tiempos «nacionales», pero la construcción del nuevo orden mundial ha seguido una pauta uniformemente acelerada a través de prácticamente todos los instrumentos creados desde 1945 –»gobernanza global», suelen llamarlo ahora-, y eso no se limita sólo a la organización financiera, los pactos comerciales de librecambio o la problemática doctrina de la «injerencia humanitaria», sino que incluye la adopción casi universal de políticas homogéneas sobre materias como la inmigración, el aborto o el matrimonio homosexual.
Es interesante constatar que las grandes crisis que aún bullen sobre el mapa se precipitaron a partir de 2008, en el momento en que explotó la gran crisis financiera del capitalismo occidental. Fue entonces cuando las resistencias al mundo unipolar, protagonizadas por Rusia, China y la India con el apoyo de Brasil y Suráfrica (los llamados «BRICS»), fraguaron en una propuesta de organización alternativa al Fondo Monetario Internacional, y desde entonces no ha quedado títere con cabeza. Las funestas «primaveras árabes» estallaron en 2010, y la crisis de Ucrania en 2013. Las primeras terminaron derivando en la guerra de Siria, y la segunda en el conocido episodio de la crisis ucraniana y la posterior guerra civil. Al mismo tiempo comenzaba la bajada en picado del precio del petróleo (mediados de 2014) y, al año siguiente, la crisis de las materias primas. Y a la vez Estados Unidos firmaba el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TTP) con sus socios americanos y asiáticos, maniobraba en Iberoamérica para quebrar resistencias (desde Brasil hasta Colombia) y aceleraba la Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP) con sus socios europeos, mientras en Europa comenzaba la atroz crisis de los llamados «refugiados». Todo tiene que ver con todo y nada obedece a una sola causa, pero el hecho es que estos procesos han terminado encerrando a Rusia y China en su espacio continental.

El problema del islam
¿Dónde encaja aquí el fenómeno del islamismo? En el campo de las resistencias a la globalización, sin duda, aunque de una manera muy singular, y está claro que el mundo global no ha sabido hincarle el diente a este hueso. Porque, por muy pétrea que sea la fe en el advenimiento del Estado Mundial kantiano y en la universalidad de la razón, es una evidencia que el concepto del mundo global, secularización del universalismo de cuño cristiano, es una creación específicamente occidental y, por tanto, no necesariamente asimilable por otros espacios de civilización. Es interesante que la siguiente aportación doctrinal norteamericana en esta materia, después del hegeliano «fin de la Historia» de Fukuyama, fuera precisamente la idea de Huntington del «choque de civilizaciones», es decir, la teoría según la cual la humanidad se divide en espacios de civilización que chocan entre sí como placas tectónicas. Esto venía a significar que el nuevo orden no se impondría sin conflicto.
El islam, que constituye una unidad de civilización, está lejos de formar una unidad política, pero tiene su propia forma de universalidad: la umma, religiosa y política a la vez, y sus principios son incompatibles con los del nuevo orden mundial. Hasta los años 60 y 70, la relación del mundo musulmán con el concierto internacional se había establecido en los términos clásicos de la política entre Estados, lo cual incluía el eventual choque de unos contra otros en función de las respectivas alianzas. Pero, por un lado, los países islámicos comenzaron a vivir un rápido proceso de «revival» religioso-político a partir precisamente de aquellas fechas (la primera república islámica moderna, que es la de Pakistán, quedó formalmente proclamada en 1956, y enseguida gozó del apoyo americano) y, por otro, el progresivo desmantelamiento del sistema de la guerra fría dejó a uno de los campos –el pro soviético- sin su mentor. A todo ello se sumó la agitación islamista en Egipto, la decidida política salafista de Arabia Saudí, la guerra civil en Afganistán, la revolución chií en Irán, la efervescencia islamista en prácticamente todo el mapa y la progresiva transformación del problema palestino en un frente de yihad. Así el mundo musulmán salió de la fase moderna de la política de Estados para entrar en otra, muchísimo más compleja, de retorno conflictivo a las fuentes de su identidad.
Huntington aconsejaba aprovechar las diferencias (políticas, de intereses materiales) entre los Estados musulmanes para impedir que ahí surgiera una resistencia al orden mundial, y así se ha venido haciendo, pero la consecuencia ha sido una exasperación identitaria que ya está fuera de control. Visiblemente, el nuevo orden ha infravalorado el peso de los factores culturales, de civilización, a la hora de dibujar el destino de las naciones. No es sólo el terrorismo yihadista; es que, además, países que a finales del siglo XX parecían firmes aliados de Occidente, como Arabia Saudí o Turquía, buscan ya abiertamente su legitimidad en la herencia islámica, es decir, en la negación absoluta y esencial del proyecto occidental moderno. Sin embargo, las cabezas rectoras en Washington, Londres o Berlín siguen pensando que esas discordias no incomodan al gran proyecto, al revés, pues sólo generan división y, por tanto, son incapaces de crear fuerza alguna. Por eso siguen pensando que el enemigo está en Rusia y en China. «Enemigos existenciales», los define literalmente la Casa Blanca.
Sea como fuere, dos campos han quedado dibujados con claridad: uno, el del nuevo orden del mundo, el de la «gobernanza global», extendiéndose a través de los grandes océanos (la «libertad de los mares», como siempre quiso Washington); el otro, el de dos colosos continentales que, por decirlo así, van quedando aislados entre un rosario de bases militares de los Estados Unidos y sus aliados. La respuesta sino-rusa, la Organización de Shanghai, creada en 1996, y revitalizada veinte años después, carece de la densidad comercial e industrial suficiente para sustituir a la cooperación con Europa, seriamente alterada después de las sanciones que, por mano americana, impuso la Unión Europea a Moscú. Los mandatarios de la UE, por cierto, han visitado China en julio de 2016 y han presionado a Pekín para que abra mercados, vale decir para que se someta a la «gobernanza global». Es otra puñalada a Moscú. Dicen los clásicos que la I Guerra Mundial comenzó porque Alemania cometió el inmenso error diplomático de hacer que Rusia se echara en brazos de Francia. Hoy hemos visto cómo Europa ha provocado que Rusia se eche en brazos de China. No es alentador.

¿Y la soberanía nacional?
Así se ha dibujado el tablero de la próxima guerra, que ha comenzado ya y que opone a las estructuras transnacionales de poder, lideradas por los Estados Unidos, contra aquellos espacios que se resisten a subordinarse al imperativo del mundo global. Ya no hablamos de naciones; estamos en el conflicto post-nacional. En cierto modo, y desde el punto de vista de la Historia de las Ideas, es la batalla final del mundo moderno: el último paso antes de constituir el viejo sueño del orden mundial cosmopolita. Probablemente no será una guerra como las anteriores: tal vez no haya una hecatombe nuclear –o quizá sí- ni un enfrentamiento abierto sobre el campo –o quizá sí-, pero las espadas están en alto y el tablero, dispuesto.
Ahora bien, este nuevo escenario debería mover a reflexión a los países aliados. Las sociedades europeas siguen viendo a la OTAN como una alianza internacional al estilo clásico. Entre otras razones porque en nuestros países, democracias modernas, los ejércitos son emanación directa de la comunidad política para salvaguardar la defensa de los intereses nacionales, y sería impensable cualquier otro estatuto –por ejemplo, el de fuerza al servicio de otros intereses o al mando de otras voluntades-. Así las cosas, es necesario preguntarse si realmente los españoles, los franceses o los alemanes estamos de acuerdo con este nuevo papel que se nos ha asignado. ¿Queremos poner nuestras armas al servicio de la construcción del mundo post-nacional? Cualquier respuesta será legítima, pero solo a condición de que se nos plantee abiertamente la pregunta. De lo contrario, se estará engañando a unas sociedades que aún blasonan de decidir sobre su destino.
En buena medida, las resistencias que hoy parecen despertar en los principales países de Occidente, desde el caso Trump en los Estados Unidos hasta el fenómeno Le Pen en Francia, desde la defensa de la preferencia nacional en Hungría y Polonia, hasta el Brexit británico, pueden ser leídas como una oposición embrionaria, quizás aún inconsciente, a esta pérdida de soberanía que significa la inmersión en el mundo global. Y señalan, por tanto, nuevos límites a un proceso que, sin embargo, se ve a sí mismo como ineluctable. No puede extrañar que la reunión de servicios de información europeos de mayo pasado –así lo ha contado el jefe de la inteligencia francesa, Patrick Calvar- haya señalado a la «extrema derecha» como enemigo con el mismo rango que el islamismo. No es ceguera: es que, en efecto, el soberanismo de las naciones europeas puede dar al traste con el gran diseño. La pregunta, evidentemente, es ¿qué está pasando para que los gobiernos europeos señalen como enemigo a parte de su propia población?
El discurso de la globalización intenta tenazmente persuadirnos de que el nacionalismo es un vector de guerra, y de que sólo en la «superación» de las barreras nacionales se halla la paz. No hace mucho que el director para Europa de la banca Goldman Sachs, Peter Sutherland, abogaba abiertamente por «borrar la homogeneidad nacional en los países europeos»; es la misma banca que acogía después en su seno a Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea durante los diez decisivos años que van desde 2004 hasta 2014. Una vez más, todo tiene que ver con todo. Pero quién sabe: quizá sea exactamente al revés; quizá un mundo multipolar, conflictivo, sí, pero por ello mismo, sujeto a la inevitable interacción de voluntades opuestas, sea más seguro que ese paisaje de batalla final que ya se está dibujando. En el plano de la Historia de las Ideas, la batalla final de la modernidad.

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Acerca de Jose Javier Esparza

Es escritor y periodista, licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, estudios de doctorado en Ciencias Políticas y en Historia por la misma universidad. Ha publicado más de una veintena de libros, en su mayoría sobre Historia de España. Han sido particularmente exitosas su trilogía de divulgación histórica sobre la Reconquista ("La gran aventura del Reino de Asturias", "Moros y cristianos" y "Santiago y cierra, España"), prolongada con "La cruzada del océano", sobre la conquista de América, y sus novelas históricas sobre el Reino de Asturias: "El caballero del jabalí blanco", "El reino del norte" y "Los demonios del mar". En 2015 publicó "Historia de la yihad", una puesta en perspectiva histórica del fenómeno del yihadismo en correspondencia con el despliegue del islam. Dirige y presenta el programa de debate "El gato al agua"en Intereconomia TV, y analiza el escenario internacional en el digital gaceta.es.