España y la OTAN, razones de una necesidad

España y la OTAN, razones de una necesidad
La permanencia de España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte vuelve a ser cuestionada, ésta vez por quienes están dispuestos a hacer saltar por los aires todo compromiso heredado de nuestra transición democrática. Para justificar la salida española de la OTAN, al menos de su estructura militar, se aducen diversos motivos, como la inutilidad de la alianza transatlántica tras la caída del Muro de Berlín o el perjuicio que supone nuestra pertenencia a ella para diversos intereses nacionales, amén de cierto patriotismo rancio que no quiere tener presencia militar extranjera en nuestro suelo.
Tales razonamientos no solo traicionan la historia europea tras el final de la II Guerra Mundial, sino que reflejan una visión irresponsable de la realidad internacional contemporánea. Para empezar, si la OTAN no hubiese sido creada en 1949 la Unión Europea en la que hoy vivimos no habría existido jamás. Los mecanismos de colaboración que hoy son la norma tuvieron su germen primero con el Plan Marshall y después con la OTAN, ambos anteriores a la CECA (1951), primera expresión del europeísmo de posguerra. Para evitar que los países europeos se enzarzasen en nuevas guerras intestinas, la Administración Truman ligó su ayuda económica y su asistencia militar a que los europeos creasen un clima de diálogo y negociación para unir sus peticiones en un único programa, lo que sin duda resultó ser una escuela de colaboración de innegable valor para su posterior unión, primero en la CEE (1957) y luego en la UE (1993). Además, la OTAN brindó a sus integrantes europeos el paraguas defensivo que les permitió centrarse en su crecimiento económico, mientras al otro lado del telón de acero sus vecinos del Este vivían bajo los rigores del férreo dominio soviético.
Claro está que la OTAN beneficiaba a EEUU tanto como a los socios europeos, los cálculos estratégicos en Washington eran bien conocidos por todos, si Europa Occidental caía del bando comunista, la posición global de EEUU se vería comprometida, dañando irremisiblemente su seguridad nacional. Ayudar a los europeos equivalía a ayudarse a sí mismos, por supuesto, pero entre lanzar por la ventana a los opositores y conceder ayuda económica para las campañas electorales hay una clara diferencia. Ningún tanque estadounidense amenazó nunca a ningún europeo occidental, ni fue parte en ningún derrocamiento de gobierno, los soviéticos no pudieron decir lo mismo.
La OTAN, por tanto, era esencial para la seguridad estadounidense, pero también para los europeos, que pronto asumieron la ineludible necesidad de crear un mecanismo de defensa regional. Así, en febrero de 1947 el ministro de exteriores británico E. Bevin demandaba una unión espiritual de Occidente, cuyo primer paso se daría un mes después con el Tratado de Dunkerque (Tratado de Alianza y Asistencia Mutua) por el que Londres aseguraba su ayuda a París en caso de un nuevo ataque alemán. Menos de un año después, en enero de 1948, a Francia y Reino Unido se unieron Bélgica, Holanda y Luxemburgo, firmando el Tratado de Bruselas y dando nacimiento a la Unión Occidental.
De todos modos, el que los antiguos aliados se uniesen de nuevo contra una posible amenaza alemana, no era precisamente lo que Estados Unidos tenía en mente cuando hablaba de una mayor colaboración europea en temas de seguridad y defensa. Para la Administración Truman, el que se colocase a Alemania como posible agresor no tenía mucho sentido en la posguerra, al contrario, esperaba que los europeos se uniesen no por temor a una amenaza en particular, sino por compartir ciertos principios y valores. Si bien el Tratado de Bruselas era un paso adelante, al colocar la defensa de la democracia entre sus objetivos y eliminar la referencia a Alemania, desde Washington se señalaba al Pacto de Río como modelo a seguir en el viejo continente. Con la Unión Soviética presionando a Finlandia para la firma de un tratado de amistad y con Noruega temiendo ser la siguiente, el Secretario de Estado G. Marshall, aceptó la petición de Bevin de crear un pacto regional atlántico de asistencia mutua ante la incapacidad de la Unión Occidental para defender Escandinavia. Con la celebración de unas reuniones secretas en el Pentágono a nivel de expertos canadienses, británicos y estadounidenses para discutir el tema, y luego de once días, se decidió que Estados Unidos invitaría a trece países europeos a formar parte de un acuerdo colectivo de seguridad para el Atlántico Norte bajo el modelo del Pacto de Río.
Para Washington, el esquema a seguir debía ser el empleado en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, o Pacto de Río, del 2 de septiembre de 1947. El sistema interamericano de seguridad incluía medidas de ayuda de naturaleza individual, sin carácter automático y acordes con lo estipulado en el artículo 51 y con el capítulo VIII sobre acuerdos regionales de la Carta de Naciones Unidas. Mientras Gran Bretaña concebía la futura alianza transatlántica como un medio para ser sustituida como pivote continental frente a la Unión Soviética, y Francia requería a las tropas estadounidenses como garantía frente a la recuperación alemana, Estados Unidos concebía la recuperación europea como un medio para rebajar su participación en la restauración del balance de poder europeo, pero el coste de esa recuperación, su presencia en Alemania para mitigar la ansiedad francesa, haría muy difícil la cuadratura del círculo para la Administración Truman, que tuvo que enfrentarse a un Congreso reacio aún a las alianzas permanentes.
Ante la propuesta británica, la Administración Truman tenía dos claras opciones de respuesta, la primera, defendida por G. Kennan, a través de una Doctrina Monroe para Europa, en la que sería suficiente con ampliar la ayuda y la presencia estadounidense en Alemania, la segunda, propuesta por R. Lovett y J. Hickerson, se trataba de una relación asociativa formal, siendo la preferida por los europeos, pues Francia temía que una pronta retirada estadounidense del continente le desvinculase de su seguridad. Kennan acabó plegándose a la segunda opción del tratado de seguridad, pues Estados Unidos no podía ser el obstáculo a la unidad de las democracias Occidentales, además, con ese tratado se aumentaría la moral europea y se resolvería la cuestión de la recuperación alemana. El bloqueo de Berlín iniciado por Moscú en junio hizo el resto. Si la intención soviética era impedir el resurgimiento alemán y quebrar la unidad de Occidente, el resultado fue todo lo contrario, al abrirse en julio las negociaciones para una alianza atlántica entre Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Canadá y el Benelux.
Como se observa al estudiar los orígenes de la alianza, no se trata de una imposición norteamericana ni de una claudicación europea, sino de un análisis razonado de la realidad internacional del momento, con una Unión Soviética empecinada en su expansión a expensas tanto de la voluntad de sus vecinos como de la colaboración en la ONU (entre 1946 y 1955 la URSS usaría su derecho a veto en el Consejo de Seguridad en 75 ocasiones, por dos de Francia, una de China y ninguna de Estados Unidos y Reino Unido, convirtiendo en inservible el principal canal de resolución de controversias diseñado para la posguerra). La presencia de más tropas estadounidenses en Alemania le costó a la Administración Truman un agrio debate en su Congreso, pero a la postre sirvió para estabilizar la situación en Europa, pues el despliegue fue vital para calmar las ansias francesas respecto a Alemania (fue París quien pidió la creación de los cuarteles militares de la organización en suelo europeo), al mismo tiempo que se ponía freno al expansionismo soviético (Moscú siempre prefirió tener controlada la recuperación alemana con la presencia estadounidense, para evitar que, por tercera vez en el mismo siglo, el previsible ascenso alemán rompiese de forma violenta el equilibrio de poder europeo). De hecho, para la resolución definitiva de la cuestión alemana de nuevo resultó de vital importancia la OTAN y la mediación estadounidense. Tras la caída del Muro de Berlín, la Administración Bush pudo convencer a franceses y rusos de la necesidad de una Alemania unida e integrada en la Alianza Atlántica y en la CEE, lo que sirvió tanto de motor económico para la Unión Europea como de factor estabilizador para la seguridad continental.
Tampoco la OTAN se convirtió en un instrumento de dominación estadounidense sobre sus socios europeos. Los desacuerdos se dieron desde un inicio, y la organización siempre estuvo lejos de ser el mecanismo automático de asistencia militar que tanto temían sus detractores. Así, y por señalar sólo algunas de las discrepancias más destacadas, en 1956 Estados Unidos se negó a apoyar la invasión franco-británica de Egipto, cuando los europeos un año antes no se habían adherido a la Doctrina Formosa, elaborada por la Administración Eisenhower, de defensa de Taiwán en caso de ser atacada por la República Popular China. En 1966 Francia se retiraba del mando integrado de la OTAN, culminando años de desencuentro mutuo. En 1973, en medio de la guerra del Yom Kippur, los europeos se negaron a colaborar con Estados Unidos en el puente aéreo a Israel. En 1979 lo europeos también se negaron a endurecer las sanciones contra la URSS tras su invasión de Afganistán, dejando sola a la Administración Carter.
Y más recientemente, Estados Unidos hizo caso omiso a la voluntad europea de honrar el artículo 5 del Tratado de la OTAN tras los ataques terroristas del 11-S de 2001, es más, la posterior invasión estadounidense de Irak en 2003 dejó en evidencia la colaboración transatlántica, al negarse Francia y Alemania a aprobar una intervención que otros gobiernos europeos, con Reino Unido y España a la cabeza, sí estaban dispuestos a apoyar activamente. Menos traumática fue la decisión alemana de no participar en 2011 en los ataques aéreos sobre Libia, operación liderada por Francia y Reino Unido, con Estados Unidos ejerciendo un tímido liderazgo por delegación. En ninguno de los casos enumerados Estados Unidos usó sus tanques o soldados para doblegar la voluntad de sus aliados, ningún gobierno fue depuesto y ningún europeo sufrió daño alguno por oponerse a las políticas de la Casa Blanca. No ocurrió lo mismo en Hungría o Polonia, por citar solo los casos más sonados de injerencia soviética en su patio trasero.
Si la OTAN fue fundamental para que la Guerra Fría fuese tal y no acabase en un enfrentamiento directo y activo entre las dos superpotencias, en el periodo de posguerra fría la alianza también ha sido imprescindible para la seguridad en Europa. De hecho, su primera intervención militar tuvo lugar en 1995, ayudando a acabar con un conflicto en la ex Yugoslavia que amenazaba con extenderse más allá de los Balcanes. Primero con los bombardeos y después con la misión de la IFOR (Implementation Force en los Balcanes), a la que se unieron otros 18 países a los miembros de la OTAN, la Alianza Atlántica, como acuerdo regional contemplado en la Carta de Naciones Unidas, se convirtió en un referente mundial en la materia (durante la Guerra Fría la OTAN no realizó ninguna misión, mientras que hasta 2015 la Alianza había lanzado 36 misiones, desde la Operación Ancord Guard en Kuwait de 1990-1991 a la Resolute Support en Afganistán desde enero de 2015).
Más allá de la controvertida intervención en Kosovo en 1999, epílogo trágico del desorden balcánico, la ampliación de la OTAN a los antiguos satélites soviéticos del Centro y Este europeos ha sido uno de los mayores motivos de fricción entre Moscú y la Alianza Atlántica. A Hungría, Polonia y República Checa (integrados en 1999), se les unirían Bulgaria, Rumania, Eslovenia, Eslovaquia, Lituania, Letonia y Estonia (2004), más Croacia y Albania (2009). Con las sucesivas ampliaciones se ponía fin a uno de los mayores errores estratégicos de la posguerra, los acuerdos de Yalta, por los que el Kremlin logró la aquiescencia Occidental a su dominio del Centro y Este europeos. ¿Qué debía hacer la Alianza tras el fin de la URSS? ¿Negar de nuevo a los pueblos de los antiguos Estados satélite rusos su entrada en el seno Occidental? ¿En función de qué temores se les rechazaría ahora?
Tras los acontecimientos recientes de Ucrania, a nadie se le escapa el destino que habrían corrido las Repúblicas bálticas de no contar con el escudo aliado, y es seguro que Crimea no hubiese sido la única modificación fronteriza llevada a cabo por la fuerza de las armas en Europa, algo que no sucedía desde 1977 y que viola totalmente el Acta Final de Helsinki de 1975, así como todo el entramado normativo de Naciones Unidas. La inestabilidad que emana del gobierno de Putin tiene su contrapunto en la fortaleza del vínculo transatlántico, sin él Europa estaría de nuevo envuelta en las tinieblas del enésimo conflicto por mantener su precario equilibrio de poder, algo que los europeos no deben olvidar, al ser la OTAN la garantía de la participación estadounidense en la política del viejo continente (máxime en pleno giro asiático de la política exterior y de seguridad norteamericana).
España entró en la OTAN en mayo de 1982, en marzo de ese año casi el 53% de los votantes dieron el sí en el referéndum sobre la entrada del país en la Alianza, por el contrario, casi un 40% votó no, la abstención superó también el 40%. Cuatro años más tarde, en 1986, España formalizaba su adhesión junto a Portugal en la CEE, dando comienzo a uno de los mayores periodos de desarrollo económico de nuestra historia, además de significar el aldabonazo final de nuestra transición democrática y la pertenencia sin fisuras de la Península Ibérica al mundo Occidental. La membresía conjunta de España en la Alianza Atlántica y la Comunidad Europea confirmó el compromiso del pueblo español y de sus líderes políticos con la democracia a nivel interno, y con la resolución pacífica de las controversias a nivel internacional, siendo fundamental en tales objetivos poder disfrutar de las ventajas y responsabilidades derivadas de su entrada en una alianza regional.
Si ahora se pretende salir de la misma, cabría explicar a los ciudadanos españoles las razones para ello y las consecuencias que se derivarían de hacerlo. ¿Que se cuestiona nuestra pertenencia porque ya no se percibe su necesidad? Sólo basta señalar la diversidad y cantidad de amenazas que se ciernen sobre nuestro país para comprender, hoy más que nunca, la necesidad y vigencia del vínculo transatlántico. Desde los ataques cibernéticos, pasando por la piratería internacional, el tráfico de estupefacientes, el terrorismo transnacional, hasta las amenazas más clásicas, como los peligros de las armas de destrucción masiva o las guerras convencionales (Siria, Ucrania o Libia están a nuestras puertas). Para enfrentar tal escenario, España por sí sola no cuenta con los medios necesarios para defenderse en el complejo mundo surgido tras los ataques del 11-S, ningún país lo está, negarnos la posibilidad de lograr la colaboración con nuestros socios y aliados equivale a comprometer nuestra seguridad de forma irresponsable.
Además, como organización experta en el manejo de crisis, la OTAN también puede participar en operaciones de ayuda tras desastres naturales o crisis humanitarias, como ya sucediera en Sudán o Pakistán, desmintiendo el tópico de que la Alianza sólo sirve para atacar a otros países. ¿Que no se quiere la presencia de tropas extranjeras en nuestro país a causa de un patriotismo interesado? Entonces hay que explicar a la ciudadanía española qué va a hacer España a partir de entonces con toda la serie de tratados y acuerdos que tiene firmados con el resto de países, y cómo vamos a hacer a partir de entonces para ser respetados y tenidos en cuenta a nivel internacional. Y lo más importante, ¿Que ya no queremos formar parte de una alianza transatlántica? Habrá que decidir dónde ubicar a España, sin grupo de los no alineados al que recurrir, ¿qué vamos a hacer? ¿Unirnos a Rusia para no vernos perjudicados por sus acciones de represalia por las sanciones europeas y estadounidenses? ¿O la intención de los que hoy repudian de la OTAN es que España se alíe con gobiernos como el venezolano o el iraní? Y ya puestos, ¿Cuánto tardaremos en rendirnos ante el Estado Islámico y Al Qaeda dada nuestra incapacidad para defendernos?
La pertenencia a la OTAN va mucho más allá de unas cuantas bases estadounidenses en España. Nuestra presencia en la Alianza Atlántica remite a nuestra esencia como nación, a nuestra vocación Occidental y a nuestra apuesta por un sistema democrático convertido en eje de nuestra unión, características ambas que informan nuestra política exterior, encaminada a la consecución de un orden internacional pacífico y seguro. Cuestionar la presencia española en la unión regional más exitosa de la historia dinamitaría uno de los pilares de nuestra transición democrática, quizá el verdadero objetivo de quienes hoy reniegan de cuanto nos ha conducido hasta aquí.
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    Acerca de Pedro Ramos Josa

    Doctor en Paz y Seguridad Internacional por el Instituto General Gutiérrez Mellado Licenciado en Ciencias Políticas por la UNED.Temas principales de investigación: historia y política de Estados Unidos, la debilidad Estatal, ideologías políticas