La Transición española tuvo, básicamente, una doble finalidad: instaurar un régimen democrático que nos homologara con el resto de las naciones occidentales, y lograr la reconciliación de todos los españoles. Con la muerte de Franco, España salía de un largo periodo de dictadura, consecuencia de la mayor tragedia de nuestra historia: una guerra civil fratricida que dividió a los españoles en dos bandos irreconciliables. Una cruenta contienda que, por mucho que se diga, no era inevitable, sino que fue azuzada por unos políticos maximalistas e incapacitados para la transacción y el acuerdo, enfocados unívocamente a la confrontación, como nos han demostrado Julián Marías (Memorias) o Stanley Payne (El colapso de la República). El «Frente» Popular fue el máximo exponente de esa voluntad excluyente orientada, como su propio nombre indica, al enfrentamiento sin remisión.
El leit motif de la Transición, la reconciliación, suponía, por tanto, que todos los contendientes políticos renunciaban a pedir cuentas al contrario, entre otras cosas porque se partía del convencimiento, muy sensato, de que si todas las partes tenían razones para reivindicar su memoria, tenían muchas más para ocultarla. Todo el proceso, como ha pasado al imaginario colectivo, se llevó a cabo en sus inicios con gran ejemplaridad, con «generosidad», empezando por el propio régimen franquista, que se auto-inmoló para no entorpecer la normalización política, tan deseada por el pueblo español, y terminando por el Partido Comunista, que renunció a sus postulados máximos aceptando la instauración de una monarquía parlamentaria.
Pero, ¿se puede decir lo mismo del PSOE y de los partidos nacionalistas secesionistas? No parece ser. El espíritu de revancha, las ganas de arreglarle las cuentas de la historia a España no disminuyeron sino que se fueron acrecentando con la incorporación a la escena pública de nuevas generaciones de políticos que no habían vivido la Guerra Civil pero que no se conformaban con una reconciliación inter pares que no supusiera el reconocimiento de su superioridad moral. Tanto los nacionalistas como el PSOE se auto-arrogaron desde los inicios una hiperlegitimidad democrática y moral por considerarse herederos de una legalidad que consideraban conculcada. Legitimidad que negaban a sus adversarios políticos, a los que, simplemente, consideraban continuadores del franquismo, lo cual les descalificaba sin necesidad de ulteriores consideraciones. La Transición nunca la contemplaron, por tanto, como una definitiva reconciliación entre los españoles, sino como un paso inevitable para poder alcanzar sus objetivos, largamente aplazados, de imponer un modelo de Estado a su imagen y semejanza, que, en el caso nacionalista, no era otro que crear un estado propio, la secesión.
Esto cobra más relieve si lo ponemos en relación con el fenómeno político más determinante de nuestra historia reciente: el terrorismo de ETA. Vistos cómo han transcurrido los últimos años se puede decir, sin riesgo de equivocarnos, que el terrorismo ha sido el principal argumento de la política española. Ha sido, permanentemente, la excusa, el señuelo, la coartada para conseguir objetivos políticos «por otros medios», si se nos permite parafrasear a Von Clausewitz, medios muy poco confesables. Y los recolectores de nueces no han sido sólo los separatistas. Los partidos de izquierda no le han ido nada en la zaga. Hay que recordar que en los momentos de mayor actividad asesina de la banda, en los años anteriores al 23-F, los etarras gozaban de una comprensión por parte de la izquierda que, de alguna manera, los legitimaba políticamente. El hecho de que hubieran comenzado sus criminales acciones contra el franquismo les daba un aura de «combatientes» a los ojos «progresistas», tanto foráneos como vernáculos, que nunca les abandonó. Recordemos, además, como muchos de sus postulados eran compartidos por gran parte de la izquierda, como se hizo patente en el Aberri Eguna de 1978, en el que se pudo ver a un Chiqui Benegas, líder del PSE, detrás de la pancarta que decía: «Autodeterminación en la Constitución. Estatuto de Autonomía Nacional». La estigmatización de las Víctimas de ETA –»algo habrán hecho»-, sus enterramientos por la puerta de atrás, los «años de plomo», fueron posibles porque la izquierda, en su fuero interno, consideraba que la derecha en el poder –y las fuerzas armadas y de seguridad- eran herederos del franquismo, el mejor aliento que se podía dar a los asesinos.
El que después, una vez en el poder, combatieran a ETA con sus mismas armas respondía, más bien, al viejo adagio: «entre calé y calé no cabe la buenaventura», que a un sincero cambio de sus concepciones anteriores, como quedó demostrado por la facilidad con la que traicionaron al Gobierno de Aznar firmando en el año 2000 el «Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo» mientras daban el placet a Jesús Eguiguren para iniciar lo que, más que una negociación, se asemeja a una alianza política con ETA, que es la que finalmente se ha impuesto, con el 11-M de por medio como catalizador necesario.
La situación, por tanto, de los primeros años de la democracia no fue un camino de rosas. Todo lo contrario. La sanguinaria y bestial acometida de ETA, el chantaje permanente de los nacionalistas que se ofrecían como único garante para domesticar a la hidra terrorista –mientras la azuzaban por detrás-, la feroz y desestabilizadora oposición del partido socialista, capaz hasta de conjurarse con el «golpista» Armada con tal de descabalgar a la UCD del poder, y la desquiciada, gratuita, acomplejada y suicida política llevada a cabo por Adolfo Suarez de trocear España en 17 miniestados, para tratar de contentar a los que nunca iban a saciarse, todo ello fue creando un caldo de cultivo de inestabilidad e incertidumbre en el que prosperó ese extraño y complejo Golpe, el 23-F, todo un hito, junto al 11-M, para encarrilar a España, mediante la traición y el engaño, donde algunas mentes maquiavélicas la han querido llevar, que es donde nos encontramos.
Es un hecho que la omertá que rige sobre el 23-F nos va a impedir conocer en toda su extensión la verdadera naturaleza de un Golpe cuya Versión Oficial guarda con la verdad la misma relación que la del 11-M con la suya, es decir, ninguna. Pero después de los libros de Jesús Palacios, la presunción de que se trata de una operación de inteligencia llevada a cabo por los servicios secretos afines a la jefatura del Estado, es algo difícil de rebatir, ni nadie lo ha hecho hasta ahora. Conviene ponerse en situación, y para ello es necesario entender la encrucijada en la que se encontraba una monarquía que había sido restaurada con el estigma de haber sido ungida por el dedo del dictador. Esta circunstancia hacía perentoria la necesidad de legitimarse ante la izquierda y el nacionalismo, ya que en la ecuación dinástica la perduración de la Corona se entendía amenazada por quien llevaba en su ADN su aniquilación, y a ellos es a los que había que ganarse, a toda costa.
No era nada nuevo, por otro lado, en la realpolitik de los últimos Borbones. Hay que recordar cómo Don Juan había trazado con la asistencia de su consejero áulico, el sagaz, inquieto y zascandil Pedro Sainz Rodríguez, una estrategia para granjearse el apoyo de la izquierda, llegando incluso Don Pedro a ofrecer a Indalecio Prieto la presidencia de un eventual Gobierno en 1944, si los aliados invadían España y desbancaban a Franco por Don Juan (vid. Luis Mª Anson, Don Juan, P&J, P. 221), en esas intrigas en las que ocupó su tiempo el Conde de Barcelona.
Sin embargo, si los desvelos monárquicos parecían encaminarse a granjearse la aceptación de la izquierda y el nacionalismo, había una variable independiente no suficientemente controlada que podía poner en riesgo la continuidad dinástica: el Ejército. La Constitución de 1978, en su artículo 8º, le había reconocido el papel normal que cumple en cualquier democracia: salvaguardar la unidad y la independencia de la nación. Pero eso –la intervención armada en caso de amenaza a la unidad nacional- no dejaba de ser una eventualidad nada descartable dentro del escenario de inestabilidad e incertidumbre que hemos descrito. Y la mera posibilidad de que algo así pudiera ocurrir, aun motivado por las circunstancias que la propia Carta Magna pretendía conjurar con su encomienda al brazo armado, es muy probable que fuera contemplado por las instancias de poder más cercanas a la Corona como una amenaza para la continuidad dinástica, por las impredecibles consecuencias que podría acarrear.
Es en este contexto en el que ocurre el 23-F, del que, independientemente de los objetivos últimos buscados, tuvo como resultado realzar y legitimar la Monarquía como paladín de la democracia y en deslegitimar, depurar y, sobre todo, neutralizar a las Fuerzas Armadas, convirtiéndolas desde entonces en una ONG incapacitada de facto –aunque no de iure- para cumplir su mandato constitucional, cualquiera que fuese la gravedad de la amenaza infligida a la nación, como bien estamos ahora comprobando los españoles viendo cómo todas las instituciones permanecen impávidas ante el órdago secesionista.
¿Era eso lo que se pretendía en la operación de cloacas secretas conocida también como Operación De Gaulle? En el Apéndice de Las Cloacas del 11-M lo planteo como algo muy plausible, sobre todo después de las palabras del que muchos consideran como el cerebro del 23-F y de sus secuelas, el comandante del CESID José Luis Cortina, persona muy ligada al rey, con el que despachó ¡en once ocasiones! en el mes anterior al Golpe: «A mí me parece que se trataba de tener unas Fuerzas Armadas controladas, bajo la tutela de la Monarquía y reforzar, además, la figura del Rey. Se trataba de dejar las manos libres al rey, encuadrar a los más exaltados y proporcionar a los partidos políticos una coartada para que se encauzara la situación y pudieran vender el giro a sus bases».
Aunque probablemente no fuera ese el objetivo inicialmente buscado el hecho es que la trampa en la que cayeron la mayoría de los militares y guardias civiles que acudieron a la llamada que -interpretaron- venía de lo más alto, tuvo un efecto boomerang, revolviéndose contra el Ejército, que quedó deslegitimado desde entonces, con la excepción de su comandante en jefe, que pasó a la historia como el gran Salvador de la Patria. Y la más alta magistratura, como recordó Jesús Palacios (23-F, El Golpe del CESID, pp 178 y 287), para que no hubiera dudas de cuál era su élan vital, se encargó personalmente de estimular a las Fuerzas Armadas en los discursos de la Pascua militar previos al 23-F, en un sentido que parece más bien unívoco: «… Que nadie, en fin, olvide que la disciplina [de los militares]… puede impulsar actuaciones decididas si se determina –por quien legal y constitucionalmente debe hacerlo y no en virtud de interpretaciones subjetivas- que están amenazados los valores esenciales cuya defensa os encomienda el ordenamiento jurídico (…) En esta garantía [la del art. 8º de la Constitución] y en esta defensa… me siento más identificado con vosotros que nunca, y pienso que es donde más aplicación tiene el concepto –asimismo constitucional- que me encomienda el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Porque para mantener la unidad de España, el respeto a sus símbolos y la observancia de la Constitución contaréis siempre todos, contará siempre España, con el rey, que se honra en estar al frente de los ejércitos (06-01-80)… porque sabemos adónde vamos y de dónde no se puede pasar (06-01-81)».
No deja de resultar inquietante, como refrendo de este gran fraude en que ha consistido el 23-F, unas palabras que, según Jesús Palacios, pronunció el rey ante una delegación de militares guatemaltecos a los que recibió en audiencia, que hablan por sí solas: «… lo que había que hacer para controlar siempre todas las situaciones adversas «es lo que yo hice en el 23-F, que los engañé a todos»» (El rey y su secreto, Libros Libres, p.221). Y no menos turbadoras las que, siguiendo a Palacios, pronunció la reina: «declaración [la del rey] sobre la que la Reina Sofía incidiría varios años después al asegurar que en el 23-F, «Juan Carlos había hecho creer a los militares que estaba con ellos»».
El 23-F fue el primer ladrillo que se puso para llegar a esta España postrada e inerme que hoy padecemos. Fue la añagaza que terminó con ese mantra tan caro a la Transición de la reconciliación entre los españoles, porque lo que en realidad se hizo, muy al contrario, fue actualizar la Guerra Civil, dándoles a los que la perdieron la cabeza de los que les infligieron la derrota, el Ejército, para que, en definitiva, ganaran la guerra, aunque fuera a título póstumo. En eso terminó la famosa «reconducción» que los cronistas atribuyen que el rey le pidió a Armada para que las Fuerzas Armadas se metieran en esa ratonera que fue el 23-F. Un verdadero «golpe de timón», pero no el que pedía Tarradellas, sino el contrario. Un golpe de cloacas que pagamos todos a costa de nuestra seguridad futura, para que unos pocos, los beneficiarios «habituales», pudieran llevar del ronzal al sufrido pueblo español.
No en vano, el otro gran usufructuario del falso –o tramposo- golpe de estado, Felipe Gonzalez, el que iba como vicepresidente del Gobierno en la lista que Armada llevó al Congreso, nos aconsejó que, al igual que los tres monos sabios de Nikko, cerráramos los ojos, los oídos y la boca: «… no se conoce nada y probablemente sea mejor no conocerlo hasta dentro de unos años, de todo lo que estaba en el acordeón abierto el 23-F. Porque se hizo una operación muy sensata y muy meritoria en términos históricos que fue cerrar el acordeón para concretar la responsabilidad de manera que no pasáramos por un trauma nacional» (El País, 29-06-97).
2.- La Segunda Reconducción
La hegemonía política que ejercieron desde entonces el PSOE y los nacionalistas fue la consecuencia natural de un Golpe en el que cualquiera que fuera el desenlace –el gobierno de concentración o el fracaso y defenestración del ejército- siempre saldrían como vencedores. Pero de repente, como un convidado de piedra que nadie esperaba, vino la recomposición de la derecha con la refundación de Aznar. Una derecha que se había quitado en gran parte los complejos y que estaba dispuesta a plantar cara al paradigma reinante de que la base social del país era de izquierdas y que no se podía poner en cuestión el imparable avance del nacionalismo, sobre todo desde que ganó por mayoría absoluta en el año 2000, momento en que se encendieron todas las alarmas rojas, y la izquierda, como relató Aznar a Sáenz de Buruaga, «decide, en un momento dado, que todo vale, todo es válido, todo es lícito, y que hay que hacer lo que sea con tal de que el PP no siga. Y lo hace». Es entonces cuando empieza a fraguarse el entendimiento del PSOE con ETA que sirvió, el 11-M mediante, para «reconducir» de nuevo al pueblo español por la senda que se empezó a marcar en el 23-F y que el líder popular quiso evitar. No deja de ser elocuente el sordo enfado real con Aznar, al que no concedió el ducado con grandeza de España, como hizo con los expresidentes anteriores –incluido Felipe González, que no lo aceptó-, quizás por haber sacado los pies del tiesto.
No sabemos quién planificó ni quién ejecutó los terribles atentados en los trenes de cercanías de Madrid. Pero sí sabemos que la Versión Oficial es una farsa –siniestra- de principio a fin. Y si se montó, está claro que fue para tapar a los verdaderos autores, intelectuales y materiales. En Las Cloacas del 11-M analizo con detalle todos los aspectos de este crimen de Estado, y a ello me remito. Ahora lo que interesa resaltar es el por qué de la terrible masacre, partiendo de una evidencia. Resulta imposible comprender la situación española actual sin derivarla de los atentados del 11-M. Existe un hilo conductor que va de la defenestración de Redondo Terreros –la gran ocasión perdida de refundar un partido socialista nacional sin peajes al nacionalismo- por el ala dura del PSOE y del Régimen (F. González, Rubalcaba, Zapatero, Polanco, Cebrián…), la negociación política a escondidas que a continuación establece el partido socialista con ETA, la política de putsh permanente contra el Gobierno del PP (Prestige, Yakolev, Guerra de Irak…) y el cordón sanitario establecido ya en el poder por ZP y Rubalcaba con los secesionistas de toda condición para situar al PP extramuros del Sistema. El conductor entre uno y otro periodo, claro está, es el 11-M.
Sin embargo, aunque resulte difícil de comprender, el objetivo no era tanto acabar con el PP como con ese PP que podía poner en peligro la hegemonía política, económica y empresarial vigente: ese tinglado de intereses montado alrededor del felipismo, del nacionalismo –cruento e incruento-, del omnisciente Grupo Prisa y del que no era ajeno más de una institución. Un conglomerado que había apostado por la profundización de la confederalización de España como escudo y blindaje de su posición preeminente en lo que se puede llamar el Nuevo Régimen.
De hecho, a José María Aznar es probable que se le diera una oportunidad. Lo he relatado en los capítulos 6.7, 11.3 y 11.4. de Las Cloacas del 11-M. Se puede deducir de aquella extraña soflama que soltó Iñaki Gabilondo a las 11:35 de la mañana del mismo día 11 (SER, min 33:18), con los cuerpos aún calientes de nuestras Víctimas, en la que pedía un TIEMPO NUEVO, que consistía, ni más ni menos, como si fuera una oportunidad única, en «pasar página» e inaugurar un nuevo periodo para el que se necesitaban políticos que hicieran «Política mayor», de grandes pactos –como el constituyente de la Transición o los de la Moncloa (sic)-, en los que, se entendía perfectamente, la negociación política con ETA fuera la piedra fundacional. Esa era la manera de resolver, de una vez por todas, el conflicto y no «despacharnos» con más muertos. En definitiva, un canto a la «generosidad» de los políticos para que «cedieran» ante el Terror.
¿Cómo se pueden entender semejantes propuestas de cesión ante el terrorismo a pocas horas del mayor atentado de la historia, dirigidas, además, a la persona que más lo había combatido? Esto sólo es entendible, como ya expresé, si se tenían bazas muy fuertes que jugar. Pero, como ya se ha recalcado, entre otros por Luis del Pino, Aznar no cedió, no se allanó, y dijo a las 14:30 del día 11, en su primera aparición televisiva, aquello de: «No vamos a cambiar de Régimen ni porque los terrorista maten ni para que dejen de matar… No hay negociación posible ni deseable con estos asesinos… Quien decide es el pueblo español». Unas palabras sólo entendibles en el contexto de haber recibido esa mañana ofertas indeclinables como las que se oyeron en la SER. Y ahí cavó Aznar su tumba.
Ese es el momento clave. Un atentado que había sido cometido con las señas de identidad de ETA –en los trenes explotó, como poco, Titadyn-, quizás para atribuírselos a una rama escindida de la banda, como en Omagh, en ese momento, las 14:30, se decide islamizarlos para acabar con el PP representado por Aznar. Y en los días subsiguientes, se escenificó una reedición –aunque de baja intensidad- de la Guerra Civil, con el mayor ataque por parte de la izquierda a la convivencia que haya sufrido España desde 1934 o 1936.
Es evidente que ese órdago letal no se hubiera podido jugar si no se tuvieran bazas muy fuertes en la manga, a las cuales hemos apuntado en el capítulo XXVII de Las Cloacas; trampas relacionadas con la lucha antiterrorista (Chamartín, caravana de Cañaveras, simulacro de Baqueira-Beret) en las que pudieron caer determinados elementos del conglomerado político-policial del Gobierno del PP, y de las que no supo, o no se atrevió a salir. Pero ya sabemos lo que ocurre cuando se cede ante ofertas indeclinables: quedas a merced de tu enemigo para siempre. Y la impresión es que, finalmente, cedieron. Es algo que resulta muy difícil de aceptar, sobre todo para los votantes de la derecha o el centro-derecha, pero los hechos son los hechos: la Versión Oficial del 11-M se compuso, íntegramente, con el PP todavía en el poder; en funciones pero con mando en plaza. Y mientras todo ese aluvión de pruebas falsas y ocultamiento del arma del crimen -con el envío a la fundición de los trenes al segundo día de los atentados- se iba realizando, lo menos que se puede decir es que más de uno miraba para otro lado, poniéndose de perfil, si no estaba también remangándose la camisa para participar en el aliño de la faena.
Lo que ha venido después es de sobra conocido. «Tres» legislaturas de oprobio e ignominia. Pero, siguiendo nuestro hilo, para desvelar la gran traición de la Casta Política al Pueblo español, lo que importa, principalmente, es entender cómo el PP se fue metamorfoseando hasta confundirse finalmente con el paisaje en ese inane limbo que llaman la «unidad de los demócratas», un eufemismo que vale por «amancebamiento con la ETA».
Y la dificultad de entender ese proceso estriba en el papel que jugó el PP en los tres primeros años de la legislatura de Zapatero, un periodo en el que desarrolló una oposición frontal contra la «Hoja de Ruta» del PSOE con la ETA, uniendo su destino y su estrategia a las Víctimas del Terrorismo. Una alianza, la del PP y la AVT, que alcanzó una intensidad como no se había conocido desde el asesinato de Miguel Angel Blanco, con cinco manifestaciones multitudinarias en menos de un año, culminada en esa macromanifestación convocada por el PP el 10 de Marzo de 2007, como respuesta a la excarcelación del asesino De Juana Chaos, en la que Rajoy pronunció un discurso que todos los españoles debemos releer para comprobar cuáles eran sus principios antes de decidir no tener ninguno.
¿Cómo es posible esa firmeza contra el Terror, sus cómplices y aliados, y estar hoy en primera fila de la Rendición del Estado ante los verdugos etarras? ¿Era sincero el PP, o se trataba de una mera política coyuntural, de carácter táctico? De nuevo, para entender este sinsentido, nos tropezamos con el 11-M. ¿Qué es lo que se estaba dirimiendo en esos tres primeros años de la hégira etarra-zapateica? Pues ni más ni menos que la desaparición del Partido Popular. La guerra civil larvada –o de baja intensidad- que desató el PSOE desde la tarde-noche del día 11 de Marzo, tenía como objetivo último derrotar al PP –o si se prefiere, a la opción política que representaba-, sacarlo del sistema, y para eso contaba con todos los secesionistas, especialmente la ETA, con la que había aunado sus estrategias para aparecer ante la opinión pública como los hacedores de la «Paz» frente a un PP belicoso y reaccionario, el único obstáculo para alcanzar el «ansiado» final de la «violencia». Es el cordón sanitario, la segunda transición de la que hablaba Mayor Oreja, que consistía en sustituir al PP por ETA en la configuración del nuevo marco-jurídico del Estado: El TIEMPO NUEVO, que había rechazado Aznar y que ahora se quería implantar sin el PP.
¿Y qué es lo que podía hacer el PP frente a esta ofensiva por tierra, mar y aire si no quería desaparecer? Pues, sin duda, plantar cara, resistir, luchar. Pero para esa labor había quedado muy debilitado después del 11-M, con el estigma del «Gobierno que miente, del Gobierno que nunca dice la verdad». Solo le quedaba una salida: apelar a su bases y a sus votantes, sacarlas a las calles apoyando a las Víctimas del Terrorismo, que fueron los auténticos protagonistas de la Resistencia Cívica, encabezados por Francisco José Alcaraz, un hombre sencillo, auténtico e irreductible a la farsa y la componenda. Zapatero y Rubalcaba pudieron ver los dientes al lobo, y que la partida no iba a ser ganada tan sencillamente como pensaban. Con la gran movilización ciudadana de esos años el Partido Popular logró rehacerse, reforzarse, haciéndose depositario de las esperanzas de todos los españoles que no querían renunciar a seguir siéndolo. No es casualidad que para esta etapa Rajoy contara al frente del partido con dos personas del núcleo más fiel a Aznar, Angel Acebes y Eduardo Zaplana.
Pero además, estaba de por medio la propia investigación del 11-M, el futuro todavía incierto de cómo terminaría la Versión Oficial que se estaba «construyendo», todavía inconclusa, en la que el PSOE pretendía rematar al PP consiguiendo una sentencia en la que se reconociera como culpable a Aznar por haber participado en la Guerra de Irak, y el PP lo contrario, una sentencia que demostrara que no mintió y que la Guerra de Irak no fue la causa del 11-M.
Aquí el PP estableció otro frente abierto contra el PSOE, presentándose como el gran adalid de la búsqueda de la verdad, con lo que también consiguió la adhesión de gran parte de sus electores que, en su fuero interno, estaban convencidos, con bastante buen criterio, de que el 11-M fue simple y llanamente un Golpe de Estado. El momento culmen de esta campaña se sustanció en las 215 preguntas que la diputada Alicia Castro dirigió al ministro Rubalcaba, en que se cuestionaban casi todos los aspectos de la investigación y la Instrucción sumarial, dignas de los más conspicuos defensores de las teorías de la conspiración.
¿Pero qué es lo que estaba haciendo en realidad el PP? ¿Buscar la Verdad del 11-M o amagar con buscarla –o, incluso, contarla- como un aviso para navegantes dirigido al PSOE para que abandonara sus ataques guerracivilistas y sus pretensiones de acabar con el PP? Pues parece más bien esto último. En primer lugar porque, como ya hemos demostrado en Las Cloacas, elementos muy significativos de su entramado político-policial habían claudicado en la búsqueda de la verdad desde el primer momento con su desentendimiento, aceptación e, incluso, colaboración en una investigación no precisamente encaminada a descubrir a los autores. El obstruccionismo y desinterés que ha mostrado una vez en el poder, casi mayor que el del PSOE, son suficientemente elocuentes.
Es presumible, por tanto, que el objetivo fundamental consistiera en advertir al PSOE de que si seguía con sus ataques corría el riesgo de que el PP tirase de la manta, algo que podría resultar fatal para la continuidad del propio sistema. Ahí hay que enmarcar las famosas 215 preguntas, de las que el PP se olvidaría más adelante como si nunca las hubiera formulado. Fue especialmente significativa, como representativa de la verdadera naturaleza de las intenciones populares, la comparecencia en la Comisión de Investigación parlamentaria del 11-M de Ignacio Astarloa. En su exposición inicial, el ex Secretario de Estado de Seguridad, sin que nadie le hubiera preguntado al respecto, se preguntó a sí mismo sobre la autoría y soltó esta andanada: «no tengo el más mínimo a priori sobre ninguna de las hipótesis, que es quien haya sido…. para llegar a saber quién ha sido no descartar nada…, hay que llevar hasta sus últimas consecuencias todas las líneas, se llamen ETA, Al Qaeda, servicios secretos, se llame lo que se llame». Un poco después completó el envite con un auténtico misil dirigido al PSOE, especificando en qué consistía eso que podía «llamarse como se llamara»: «He mencionado servicios secretos, terrorismo de Estado…». La reacción de los comisionados, especialmente Rascón Ortega del PSOE, fue elocuente: el silencio y una encendida loa de la persona de Astarloa, señal inequívoca de que habían acusado recibo del mensaje: «Gracias, señor Astarloa, primero, obviamente, por los servicios que ha prestado hasta ahora a este país, y gracias por su sinceridad en su comparecencia, sinceridad que se puede traducir en un doble sentido: sinceridad política y sinceridad jurídica. Parece ser que a alguien le ha defraudado esta comparecencia, desde luego al portavoz del Grupo Socialista no».
Todo este escenario recuerda mucho al dilema del prisionero. Las dos partes contendientes conocen lo que ha ocurrido –por supuesto, muy pocas de sus cabezas, pero sí las más significativas- , así como sus antecedentes y consecuentes, y ambas, por tanto, tienen mucho que ocultar. Mucho más, con gran probabilidad, quien se llevó el gato al agua. Pero aquí la solución es más sencilla que en el famoso dilema, si no única: la cooperación. Lo contrario sería una catástrofe para los dos, para el sistema, o, si prefiere, para el Régimen. Por eso, la cooperación es lo que finalmente se impuso en todos los ámbitos institucionales de la vida pública española, para no dejar que el tremendo hedor de los crímenes traspasase los ámbitos subterráneos en que se fraguaron.
Son muchos los ejemplos que hemos expuesto en Las Cloacas de este tipo de cooperación entre distintos elementos de los clanes de las Fuerzas de Seguridad, afines al PSOE, al PP, o a otras parcialidades vernáculas o foráneas. No es menor, entre estos ejemplos, el que contaba Fernando Múgica a Luis del Pino relatando el acuerdo al que se pudo haber llegado para «elegir» a los que días después aparecerían «inmolados» en Leganés el 4 de Abril, acuerdo que se habría sustanciado escasos días antes de que aparecieran sus fotos el 31 de Marzo como principales sospechosos: «ellos [las Fuerzas de Seguridad]… no saben quiénes van a ser los culpables hasta, primero, la semana en que aparece el análisis oficial de la furgoneta Kangoo que, como sabes, fue el veintitantos de Marzo, y después salen las fotos en los periódicos. Ahí sí, ahí dicen: «éstos van a ser los malos». Ahí los han seleccionado, y alguien dice: «Pues si tú metes a éste, yo meto a mi radical El Tunecino». Y el CNI dice: «Si tú metes al radical El Tunecino yo meto a Lamari». ¡Fíjate por dónde!, y empiezan unas discusiones entre ellos brutales. Y al final dicen: «¡Bueno! ¡Consenso! ¡Éstos son los malos!». Y entonces salen en los periódicos. ¿Y qué hacen los terroristas cuando ven su foto en grande en el periódico? Pues irse a tomarse un café. Es lo más lógico. O sea, tú ves que a ti, Fernando Múgica, le acusan del 11-M, con su cara en el periódico, y entonces yo digo: «Bueno, pues nada, me voy a tomar un croissant con un cafelito», y sigo con mi vida. ¡No se lo cree nadie! ¡Se hubieran ido en una patera, si es preciso!».
3.- Tiempo Nuevo
La cooperación entre distintas facciones o clanes dentro de las fuerzas de seguridad en todo lo que concierne a la investigación del 11-M, como comentábamos, se consiguió pronto. El «cierre de archivo», que como recuerda Fernando Múgica es como llaman los servicios secretos a la resolución de un caso –normalmente con la desaparición de los sospechosos habituales-, se selló con la voladura de Leganés. Faltaba, sin embargo, el armisticio político, el auténtico cierre de archivo del 11-M que diera por buenas todas las consecuencias por las que se produjeron los atentados y reconociera el nuevo status quo de la situación política española, la que se encerraba con la oferta larvada del TIEMPO NUEVO que pudo haber recibido Aznar en la mañana del mismo día 11: la progresiva definición de un nuevo marco jurídico-político (Estatutos secesionistas…) que abocara, finalmente, en la confederalización de España, paso previo de la secesión de facto de Cataluña y el País Vasco. Todo ello pasando necesariamente por la negociación política con ETA que, como elemento esencial de la alianza establecida en la sombra, antes y después del 11-M, se erigía en la clave y llave de todo el proceso, proceso que Zapatero internacionalizó -recabando el apoyo a la negociación del Parlamento Europeo, y pasando el testigo a organizaciones de «resolución de conflictos» simpatizantes con los postulados de ETA, como Henry Dunant- para que no tuviera vuelta atrás.
Ahora bien, para llegar a esa bendición final de lo que se ha llamado Nuevo Régimen se necesitaba que el PP asintiera, que aceptara las bases que habían sentado Zapatero, Rubalcaba y ETA. Esta fue una de las condiciones que siempre puso la banda terrorista vasca en el tablero de la negociación: garantizar que lo que acordaran con los socialistas se trasladara a un Pacto de Estado PSOE-PP (vid. Angeles Escrivá, Maldito el país que necesita héroes, pp. 432-448, sobre negociaciones entre Eguiguren y el asesino Josu Ternera bajo el auspicio de Henry Dunant). Pero para conseguir esa «Pax etarra» se tenían que dar varias condiciones. En primer lugar enterrar ambos contendientes el hacha de guerra del 11-M. Esto se logró con menos dificultades de las que se aparentaban, gracias a ese correa de transmisión que la Casta Política mantiene con el tercer poder, especialmente con ese órgano de Régimen llamado Audiencia Nacional, en la que se pueden encontrar muy pocos jueces –si alguno- que no se plieguen ancilarmente ante quienes pueden decidir el mayor o menor recorrido de su carrera, quintaesenciado en esa réplica posmoderna de Arturo Ui, el juez Gómez Bermúdez, a propósito del cual el diario El Mundo en su editorial del 12-12-11 manifestó que «para que se haga justicia en el 11-M será preciso que haya un nuevo juicio presidido por un magistrado que no esté dispuesto a «venderse» a ningún estamento policial o político».
Nuestra opinión sobre el controvertido juez ha quedado explícita en Las Cloacas del 11-M, así como en otros lugares para tener que volver de nuevo sobre el asunto. Pero es importante que no se haga una lectura equivocada de lo que representó. El juez de Álora –sin olvidar a sus dos acompañantes, Guevara y García Nicolás- fue la argamasa del armisticio judicial entre el PP y el PSOE que selló el 11-M. Téngase en cuenta que si no es gracias a la mayoría que mantuvo el PP en el CGPJ en el año 2004, Bermúdez no hubiera ascendido a la presidencia de la sala de lo penal de la AN en el mes de Diciembre, gracias a los oficios -¡otra vez!- de Ignacio Astarloa, como nos relató Jesús Cacho. Le debía mucho Bermúdez al PP, y aunque muchas personas consideren que se pasó de bando, no lo hizo en mayor medida de lo que haría el partido que le aupó al cargo.
Así, la sentencia confirmó en lo básico la Versión Oficial de la instrucción sumarial, en cuya confección habían participado elementos afines a los dos partidos –el PP nunca ha dicho que los de Leganés no eran los autores, ni que la mochila de Vallecas, la Renault Kangoo o el Skoda Fabia fueran pruebas falsas-. Pero además, el principal objetivo del PP: que no se relacionaran los atentados con la Guerra de Irak, se consiguió con creces, pues la sentencia exoneró a los supuestos autores intelectuales, El Egipcio, El Haski y Belhadj, y ni siquiera nombró la Web Noruega (cap. XXIII de Las Cloacas), el sospechoso documento «yihadista» que según la Fiscalía del Vale Ya probaba esa relación causal. La autoría material se atribuyó a una célula sin ninguna relación con Al Qaeda, la de Leganés –a la cual, según la sentencia posterior del Tribunal Supremo, ni siquiera se les podía atribuir, «porque no fueron juzgados por estar muertos»-, con lo que sólo quedó Jamal Zougam, condenado sin ninguna prueba, sólo por el testimonio de las testigos rumanas que tanto escándalo social está levantando. Una cabeza de turco que muy pocos jueces dignos de llevar ese nombre hubieran servido en bandeja a la siniestra Razón del Estado.
Con todo ello, los dos partidos se podían dar por satisfechos con la sentencia, y después de escenificar de cara a la galería las desavenencias acostumbradas -¡Mentiste!¡No, no mentí!…- se dedicaron desde entonces con el mismo celo a torpedear y tapar cualquier resquicio por el que pudiera reabrirse el caso, amparándose en el falaz argumento de la COSA JUZGADA, algo que el actual Fiscal General, Torres Dulce, anunciaba como una «buena nueva»: «Para mí el 11-M es caso cerrado. Es cosa juzgada». No es casualidad que Javier Zaragoza fuera mantenido por Rajoy al frente de la Fiscalía de la AN. Como recuerda Ángeles Escrivá (idem., p. 454) Zaragoza fue puesto por Zapatero en vez de Fungairiño para facilitar la negociación con ETA. Y todavía tenemos presente cómo se significó en el juicio del 11-M, hasta el punto de que no le importaba qué explosivo hubiera explotado para condenar a quien había que condenar… Indudablemente, para seguir la misma política de Zapatero con la ETA y el 11-M, no había otro como él…
A partir de la sentencia de Octubre de 2007, como decíamos, fue cuando se pudieron cumplir el resto de condiciones necesarias para que la Gran Alianza con la ETA pudiera ir sustanciándose. El primer paso se dio con la manifestación por el asesinato de los guardias civiles Raúl Centeno y Fernando Trapero (q.e.p.d.) en Capbreton en Diciembre de 2007. Todos los partidos del Congreso sin excepción acudieron a la convocatoria del Gobierno de una concentración –la famosa «minimani que reunió a 4.000 personas, la mitad para abuchear a los convocantes-, sin que pidieran a Zapatero que se revocase la autorización del Congreso para negociar con ETA, como exigía la AVT que no acudió a la convocatoria. Con esa reconciliación de la Casta Política se escenificó la resurrección de la tramposa «unidad de los demócratas», esa que el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo había proscrito mientras el PNV y los nacionalistas no renunciaran al Pacto de Estella con la ETA, cosa que nunca harían, con mucho más razón por la competencia que le hacía el PSOE en ese terreno.
Rajoy, que sólo seis meses antes había protagonizado esa macromanifestación con las Víctimas, ante cerca de dos millones de personas, en la que denunció con una contundencia inaudita la política de rendición ante la ETA de Zapatero, ahora, de una manera sonrojante, se echaba en sus brazos brindándole todo su apoyo y dejando en la estacada a las Víctimas del Terrorismo, a las que dejó tiradas desde entonces después de haberlas utilizado sin pudor para defenderse del «cordón sanitario» a que le estaba sometiendo el Gobierno, lo que le permitió salvar de la quema a su partido. No deja de ser significativo que justo después de conocerse que Rajoy aceptaba ir a la manifestación «oficial» parlamentaria, el rey, por primera vez, y rompiendo todos los protocolos, hiciera una declaración pública –en línea con la estrategia del Gobierno del PSOE- en la que celebraba la «necesaria unidad de los demócratas», una bendición que parecía, más bien, una reconvención y acogida del hijo pródigo: «Mariano, ya no te puedes volver atrás».
El camino estaba empezando a despejarse con la desafección del PP hacia las Víctimas. Ahora quedaba lo principal. La depuración del Partido. Eso llegó después de las elecciones que perdió Rajoy «contra el peor presidente de la historia española», según sus palabras. El político gallego hizo un amago de dimitir, pero todas las fuerzas vivas del Nuevo Régimen –y en «distritos federales» de allende los mares-, desde la primera hasta la última, se movilizaron para impedirlo, brindándole todo su apoyo, pues no podían permitir que un PP que estaba empezando a desustanciarse recuperase sus señas de identidad.
A la depuración se dedicó Rajoy como un nuevo Tiberio en el Congreso de Valencia (no deja de presentar el gallego unas coincidencias patológicas con el emperador genialmente retratado para la posteridad por Marañón como el epítome del «resentimiento»). A la vieja guardia del PP –Acebes, Zaplana…- se le agradeció los servicios prestados, con prebendas que les hicieran menos amargo el trago (CajaSegovia, Telefónica…), y al PP más testimonial, el que estaba al lado de las Víctimas (María San Gil, Ortega Lara, Regina Otaola…), se les enseñó la puerta sin miramientos, sin olvidarse de liberales y conservadores, a los que si no se quedaban calladitos se les invitaba a fundar un nuevo partido, en clara alusión a Esperanza Aguirre. Mucho han tardado, pero nunca es tarde, si la dicha es buena. Ahora tiene Mariano la horma de su zapato, VOX, el prometedor partido que han fundado Santiago Abascal y José Antonio Ortega Lara, entre otros, a los que se ha unido Alejo Vidal-Cuadras, y esperemos que lo hagan otros tantos que hasta ahora sólo han amagado sin dar, los que, por ende, tienen más responsabilidad y capacidad para aglutinar una auténtica alternativa que de un giro regenerador a la política y a la vida pública española.
Pero, siguiendo con el hilo cronológico, la metamorfosis del Partido Popular ya estaba consumada con antelación a las elecciones. Es improbable que les hubieran permitido llegar al poder sin haberse transformado. De hecho, la relación causal es esa: primero la depuración; luego las mieles del poder. Por eso, cuando se habla de a quién benefició el 11-M –el cui prodest- no hay que tener una visión cortoplacista. Si miramos a medio plazo, nadie podrá negar que el Nuevo PP no se haya llevado una pedrea suculenta, para lo cual no dudó, como ya hizo en los tres primeros años de Zapatero con las Víctimas, en engañar a sus votantes presentándose con las señas de identidad de siempre del partido, las cuales traicionó de manera virulenta desde el primer minuto de su mandato.
El hecho es que uno de los fines principales por los que muy probablemente se llevó a cabo el 11-M: neutralizar de facto las opciones políticas de la derecha y el centro-derecha para dar un nuevo «golpe de timón» que restableciera la hegemonía iniciada en el 23-F, se consiguió con creces con Mariano Rajoy. La eventual «oferta indeclinable» que Aznar rechazó el mismo día 11 estaba ya lista para ser servida en bandeja. La visita de Zapatero al nuevo ministro de Interior, Fernández Díaz, el mismo día de su toma de posición, bajo la complaciente mirada de Rajoy, fue la escenificación urbi et orbi, como en el cuadro de Las Lanzas –»La rendición de Breda»-, de la entrega de las llaves de los secretos de Estado, sólo que en esta ocasión el que estaba arrodillado no era el perdedor, sino el vencedor de las elecciones, el PP.
No es casualidad que las proclamas por un Tiempo Nuevo asomaran como los ojos del Guadiana al comienzo de la legislatura de Rajoy, diríase que como un recordatorio. Las lanzó, ¡cómo no!, el consejero áulico de la negociación política con la banda terrorista y la rendición del Estado, el periodista Luis R. Aizpeolea: «Con este documento para constatar la apertura de un tiempo nuevo sin violencia de ETA y que fije las pautas para esa nueva etapa, en la que también se reclama a la banda su disolución (…) Cuando el pasado martes, Rosa Díez, de UPyD, reclamó en el Congreso la ilegalización de Amaiur y Bildu, el ministro del Interior, Jorge Fernández, se opuso y aludió a un tiempo nuevo, algo sobre lo que ya se han pronunciado en distintas declaraciones el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el líder del PP vasco, Antonio Basagoiti».
La abducción del PP por las fuerzas administradoras del proceso político abierto con los atentados del 11-M, es decir, el PSOE y ETA, queda perfectamente patente por la manera que asume su lenguaje. Y de las palabras a los hechos. Dos días más tarde Aizpeolea, con algo de recochineo, describe, después de la lingüística, la «inmersión» definitiva del PP en el «proceso», cuando se opone a la ilegalización de Amaiur propuesta por UPyD en el Congreso, con un título que habla por sí solo, Mariano Rajoy cruza el Rubicón: «Con el acuerdo de ayer, Rajoy ya ha cruzado el Rubicón del inmovilismo al compromiso con la administración del final de ETA, que lo está compaginando con decisiones internas como el refuerzo del PP vasco en la dirección del partido del Gobierno y la presencia de Iñaki Oyarzabal en la secretaría de Justicia e Interior del mismo partido».
La administración –o gestión- del final de ETA es como se le llama en el new language orwelliano a la culminación de la negociación política pactada en la legislatura anterior. La predisposición de ese PP «reforzado» –eufemismo que equivale a «invadido» por «ultracuerpos», tipo Oyarzabal- a tomar el relevo socialista en la culminación del «proceso» nos la expuso con elocuencia Basagoiti cuando se presentó a las últimas elecciones vascas: «El PP se merece gestionar el fin de ETA». Su sucesora, Arancha Quiroga nos ha dado muestras recientes de su satisfactoria inmersión, mostrando su deseo de que «en el País Vasco se abra un nuevo tiempo, no solo sin la amenaza de ETA, sino sin ETA».
Tiempo Nuevo «sin Eta», una contradicción en los términos que la realidad nos desmiente cada día, mostrándonos como se van cumpliendo todos los objetivos de la banda asesina, empezando por su enseñoramiento -que va camino de ser hegemónico- de las instituciones y la política vasca. Porque el gran secreto del internacionalizado «proceso de resolución del conflicto» -su esencia- es haberle hecho entender a ETA que puede conseguir la mayor parte de sus objetivos -la alternativa KAS- si abandona su maximalismo y acepta algo tan simple como que el orden de los factores no altera el producto. Es decir, que tiene que pactar, transar y esperar un poco. Pero no puede tensar la cuerda para que estalle lo que puede hacerla romper: el pueblo español, al que hay que mantener adormecido repitiéndole que «la democracia ha derrotado a ETA» (sic) mientras se le administra con dosis espaciadas pero continuas la cicuta separatista. Y por eso, por el «principio de realidad», que diría Freud, ETA tiene que entender que con el PP en el poder no es el momento de conseguir la independencia, porque la reacción de su electorado podría ser imprevisible. Ya lo ha dicho Rajoy: «no habrá independencia ni habrá consulta para poner en tela de juicio la soberanía del pueblo español mientras yo sea presidente del Gobierno». «Mientras». Después, pelillos a la mar.
Y así es. La prueba de que el Nuevo PP está en el «proceso» es su absoluta inacción para impedirlo. Y sin duda algo más, como denunció Jaime Mayor Oreja en Enero de 2013, en unas declaraciones a Federico Jiménez Losantos en las que parece sugerir que el Gobierno de Rajoy se había convertido en un «aliado potencial» de ETA: «Y lo grave, la gravedad de la situación, que es lo que lo distorsiona todo, es que el Gobierno de España, ni más ni menos, se introduce en un proceso que colea, que está y sobrevuela, y en Noruega sigue reuniéndose con ETA… con los famosos interlocutores, que siguen visitando el País Vasco… Eso es suicida para España porque es acordar, aliarse con el proyecto de ruptura de España. Por eso es tan fuerte, hoy, el proceso de ruptura de España, porque esto es un proceso donde se ha producido una suma permanente de aliados potenciales y reales de ETA».
Esta es la realidad que impregna y determina toda la política del PP, una política de seguidismo y sumisión a los dictados de todo lo que se ha cocinado a espaldas de los españoles entre el PSOE y ETA. Por eso el PP ha traicionado todos sus principios y defraudado todas las expectativas que el pueblo español –engañado- le había entregado para que resolviera la gran crisis en la que está sumida la nación. Empezando por la crisis económica, a la que dice que ha dedicado sus únicos desvelos.
¿Por qué no ha atacado Rajoy el origen y causa de esta crisis, el inviable Estado de las Autonomías, un modelo totalitario e improductivo diseñado por la Casta Política para extraer hasta la última gota de su sangre de la España productiva, que consagra como principio rector la desigualdad de los españoles ante la ley y como horizonte no muy lejano la desaparición de la nación española? ¿Por qué lo primero que dijo fue que a las Autonomías ni se las tocaba, y a fe que lo ha cumplido? ¿Por qué no ha rebajado en prácticamente nada el tamaño del Estado, que ahora tienen que sufragar un 30% menos de trabajadores y otro tanto de empresarios, sometiéndolos a una extorsión fiscal de corte filosoviético que amenaza con dejar exangüe -y sin posibilidad de recuperación en muchísimos años- la languideciente economía española?
No busquen razones de necesidad, ni de imposición de la UE –lo cual es mentira: Bruselas pide la reducción del déficit, que solo se consigue, como se está demostrando por la ineficacia de las medidas confiscatorias de Mariano y Montoro, con una drástica reducción de los gastos públicos-. No, en absoluto. El verdadero motivo, aparte de defender los privilegios de la CASTA, es que si el PP desmontara ese Estado corrupto y pantagruélico, lo que le habían pedido sus electores y su única misión en la historia, tendrían que invertir el «proceso» político pactado por el PSOE con la ETA y los secesionistas de toda laya y condición. Y el 11-M no se hizo para invertir ese proceso, sino todo lo contrario. La renuncia del PP a los principios, al propio ser, no pueden explicarse, por tanto, sólo por pusilanimidad o por mera conveniencia. Hay mucho más. Algo que tiene que ver con los grandes secretos de Estado que ocultan la clave de la «segunda reconducción».
Por eso, aunque la Gran Crisis de España la ha causado la descentralización suicida, la receta que nos propone la CASTA es profundizar en lo mismo, en la doble ración. Y el único que habla y propone es el PSOE, porque el PP ha renunciado a la política –es su parte del trato, como los tres monos sabios de Nikko-. El Secretario del PSOE, Oscar López, a vueltas con la cantinela, lo expuso en Abril de 2013, «afirmando la necesidad de reformar la Constitución, alcanzando el máximo consenso, «para abrir un tiempo nuevo» en España». Y en qué consiste esa reforma. Rubalcaba, el artífice en la sombra del proceso de desnaturalización de España, no se cansa de repetirlo: ir hacia un modelo federal, que, en realidad, sería asimétrico, es decir confederal, articulado sobre dos ejes, el blindaje de las autonomías (en sus palabras «que reconocería las singularidades autonómicas»), y, ya sin caretas, la antesala de la secesión: «buscar un mayor encaje de Cataluña en la arquitectura autonómica». Nada nuevo bajo el sol. El «viejo» Tiempo Nuevo que acabará con la nación.
Muy recientemente lo ha confirmado la esperanza blanca del PSOE, Eduardo Madina, un político en el que no cabe más resentimiento, mostrándonos sin tapujos lo que entiende con la aplicación de esa vieja proclama con tintes oscurantistas, tipo New Age, cuando se le preguntó si aceptaría el apoyo de Bildu en una moción de censura contra la presidenta navarra: «La posición del partido socialista en Navarra y de su dirección está en abrir un tiempo nuevo, distinto, en claves distintas, para que Navarra emita sensaciones distintas. Si eso sucede a mí me parecerá bien».
¿Y qué hace Mariano? Pues dejarse querer, como una solícita dama de provincias, escuchando los «argumentos» de Rubalcaba en el día de la Constitución: «No es momento aunque todo es mejorable y reformable, ha señalado el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, así como la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal. «Para cambiar la Constitución hay que tener objetivos claros y señalar para qué queremos cambiarla», ha señalado el presidente y, después, como colofón, el consenso. Sin un acuerdo similar al que hubo en 1978 no se puede abordar».
Está claro en qué sentido tiene que ir ese consenso. Por supuesto, no en el que quieren la mayoría de los españoles, la recentralización que devolvería la capacidad de decisión y la igualdad ante la ley a los españoles –en búsqueda de la verdadera democracia, por mucho que la CASTA agite el fantasma del franquismo asimilando descentralización a democracia, en vez de hacerlo con su alter ego y usufructuario exclusivo: la partitocracia-, y que pararía el proceso de sedición. Algo que hoy sólo defienden VOX y, con más cautela, UPyD y Cs. Mariano ya nos ha demostrado que no tiene dudas al respecto. Y por si las tuviera, como ya hiciera con el mantra de «la necesaria unidad de los demócratas» (sic) después de Capbreton, el rey le recuerda en su último Mensaje de Navidad cuál es ese sentido también «necesario» del que nunca se debe desviar: «Es verdad que hay voces en nuestra sociedad que quieren una actualización de los acuerdos de convivencia. Estoy convencido de que todas estas cuestiones se podrán resolver con realismo, con esfuerzo, con un funcionamiento correcto del Estado de Derecho y con la generosidad de las fuerzas políticas y sociales representativas».
«Actualización», que vale por reforma de la Constitución, y ya sabemos que las únicas «voces» que suenan al respecto son las del PSOE, de las que Su majestad parece hacerse eco (como bien apunta El País resaltando el aval del rey). Es la constante del impulso soberano. En eso nuestro rey se parece muy poco al gran rey Lear -modelo de moderación y arbitraje en el que deberían inspirarse las monarquías-, que mostraba tal nivel de ecuanimidad en el aprecio dispensado a sus dos validos y yernos, los Duques de Albany y Cornuailles, que hizo que el Conde de Gloucester exclamara con admiración: «En el reparto de su reino, es difícil decir a cuál de los dos estima en más. Las partes son de tal modo iguales, que el más atento examen no puede hallar en una ni otra el más leve motivo de preferencia» (W.Shakespeare, Ed. Prometeo, trad. de R. Martínez Lafuente).
En nuestro caso, la inclinación soberana hacia la izquierda –e incluso el nacionalismo- es tan patente, que huelga cualquier examen para dirimir el objeto de su estima y preferencia. Tanto que se podría decir que el rey trata a la izquierda como a iguales, y a la derecha como fieles y ancilares «súbditos», a los que se les concede como gracia la obligación de ser «generosos», como reflejó en su último discurso navideño: «Y, como siempre, generosidad para saber ceder cuando es preciso, para comprender las razones del otro y para hacer del diálogo el método prioritario y más eficaz de solución de los problemas colectivos». «Hablando se entiende la gente», porque la Corona «cree en un país libre, justo y unido dentro de su diversidad. Cree en esa España abierta en la que cabemos todos». Y bien que lo estamos viendo: Bildu, Sortu, Amaiur, ETA…
Todo este cúmulo de invitaciones a entenderse –y a ceder- con quien no tiene la menor intención de llegar a acuerdos se hace en el momento en que España ha recibido el mayor órdago de su historia para dejar de seguir existiendo, el cual será sin duda superado por los que todavía están por llegar. Toda una batería de ataques desde todos los frentes del secesionismo que dejan en irrisorias las circunstancias que motivaron las palabras que pudieron activar el 23-F, pronunciadas en los mensajes navideños del rey en 1980 y 1981: «… Que nadie, en fin, olvide que la disciplina [de los militares]… puede impulsar actuaciones decididas si se determina –por quien legal y constitucionalmente debe hacerlo y no en virtud de interpretaciones subjetivas- que están amenazados los valores esenciales cuya defensa os encomienda el ordenamiento jurídico (…) En esta garantía [la del art. 8º de la Constitución] y en esta defensa… me siento más identificado con vosotros que nunca, y pienso que es donde más aplicación tiene el concepto –asimismo constitucional- que me encomienda el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Porque para mantener la unidad de España, el respeto a sus símbolos y la observancia de la Constitución contaréis siempre todos, contará siempre España, con el rey, que se honra en estar al frente de los ejércitos (06-01-80)… porque sabemos adónde vamos y de dónde no se puede pasar (06-01-81)».
¿Qué es lo que ha ocurrido para que en los albores de la democracia se mostrara esa determinación sin fisuras y ahora, que estamos en riesgo de desaparecer, se muestre esa lenidad versallesca hacia los que no cejarán si no nos dan sepultura? Pues todo un proceso, que arranca con la defenestración y neutralización del Ejército en el extraño Golpe del 23-F, la hegemonía y alianza entre el PSOE y el separatismo, cruento e incruento, y el golpe final del 11-M, del que hoy estamos viviendo las secuelas bajo el manto de un Tiempo Nuevo, que es como de una manera «actualizada» se le llama a la derrota de la nación española, a la Traición.
Pero no culpemos sólo a la Monarquía, aunque sea una parte no menor de la desafección de la CASTA a la idea y la realidad histórica de España. A fin de cuentas, hay que comprender que con los múltiples avatares por los que ha tenido que transitar a lo largo de los siglos se le ha desarrollado un proverbial instinto de adaptación y supervivencia que le permite navegar de manera envidiable en todas las sirtes y seguir con gran soltura el curso de los acontecimientos, no importa por donde apunte la rosa de los vientos. Por eso, si hace dos siglos su tatarabuelo se ponía a la cabeza de la manifestación constitucional, hoy nuestro rey parece querer decir, como epitafio de una dinastía: «Marchemos todos juntos, y yo el primero, por la senda de la Secesión».
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