Efectivamente, la razón histórica del método orteguiano presupone un conocimiento riguroso de la historia. Por ejemplo, la de Ucrania ante la crisis actual, un problema serio de las relaciones internacionales entre el Este y el Oeste de Europa.El príncipe ruso Oleg (879-912), de la dinastía variega de Rurik, trasladó la corte desde Novgorod a Kiev en el año 882, «con el objeto de estar más próximos a Constantinopla» y a la sede de la iglesia ortodoxa de Bizancio (Alexis Markoff, Historia de Rusia, Barcelona, 1931, p. 17). Su hijo Igor (912-945) y su viuda Olga (945-957), adoptaron la religión cristiana, aunque con la oposición del Ejército. No será hasta Vladimir el Santo (980- 1015), cuando desde la sede reconquistada de Kiev después de cruentas guerras civiles fratricidas entre los hijos de Sviatoslav (Yaropok, Oleg y el propio Vladimir) se produzca finalmente la conversión del pueblo ruso al cristianismo en el año 988. Desde el siglo X, por tanto, «los intereses de Rusia han estado más ligados a Bizancio que a Roma», suprimiéndose la poligamia y las tradicionales venganzas entre tribus y clanes. Asimismo «En el orden político produjo la nueva religión dos grandes acontecimientos: poner una barrera entre Asia y Rusia, introduciéndola de este modo en la familia de los pueblos europeos, e implantar en la mente del pueblo la idea del absolutismo, ya que éste era una de las bases de la religión ortodoxa» (Markoff, pp. 18-19). Vladimir el Santo –por cierto, genealógicamente antecesor del Príncipe de Asturias, Felipe de Borbón y de Grecia- como monarca absolutista de la nación rusa con sede en la capital Kiev, a partir del mismo siglo X inicia la formación del Estado nacional ruso desde la misma tierra de Ucrania. Ucrania nunca ha sido independiente del Imperio ruso excepto brevemente en algunos casos artificialmente provocados por diktat de Alemania desde la Primera Guerra Mundial, con el efímero Tratado de Brest-Litovsk (Marzo de 1919) y con la intervención nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Después, tras el colapso del Imperio soviético, durante poco más de dos décadas, desde 1991 hasta nuestros días.
Ciertamente algunas regiones occidentales de Ucrania no se han sentido rusas, regiones en las que sus poblaciones y subculturas étnicas han estado influenciadas por el catolicismo polaco-lituano o de la Galitzia austro-húngara. Es un ejemplo más de «clash of civilizations» (S. P. Huntington), pero el tronco principal ucraniano y la región de Crimea, predominantemente poblado por eslavos y tártaros, han sido ininterrumpidamente rusos desde el sometimiento de la Gran Horda a finales de la Edad Media y en los albores de la Moderna, antes de que los príncipes se establecieran en la nueva capital del Imperio, Moscú (Iván III, Basilio III, y sobre todo el primer Zar Iván IV El Terrible, en los siglos XV – XVI). Vestigios originarios muy sólidos de esta cultura rusa en Kiev son la primera iglesia cristiana de San Basilio del siglo X, fundada por San Vladimir, el templo de Santa Sofía del siglo XI, el Código Eclesiástico de Vladimir el Santo y el Código Civil de Yaroslav el Sabio, así como las primeras obras de la literatura rusa, Consejos episcopales (1035) del primer obispo Lucas, y Palabra sobre la ley y sobre la gracia de Dios (1037-50) del metropolitano Hilarión. Poco después se funda en Kiev el Monasterio de Kievo-pechersk (1051), el más importante centro religioso-cultural de la nación (donde se «consagrará» en 1903 el «monje loco» Rasputin antes de iniciar su fatídica aventura con la familia del Zar), y se edifica el templo de San Miguel (1108). Y antes de que la capital se desplazara a Vladimir en el territorio de Suzdal, en 1169, datan del periodo de Kiev las obras Consejos a mis hijos (1120-25) del príncipe Vladimir Monomáj, Preguntas y Respuestas (1130-56) del monje Kiriko, la Historia de Rusia del monje Néstor, Memorias de mi viaje a Jerusalén del monje Daniel, el Evangelio de Ostromirov, el Evangelio de Arkángel, y el Evangelio de Yuriev, además de los templos de San Antonio (1117) y de San Jorge (1119) en Novgorod, y el templo de la Asunción (1160) en la que sería nueva capital de la corte, Vladimir.
Dando un salto en la historia merece recordarse que precisamente en Ucrania, concretamente en Yalta (Crimea), en torno a 1900 coinciden tres gigantes de la cultura rusa, tres de los más grandes escritores de su época: León Tolstoi, Máximo Gorki y Antón Chejov, siendo éste el anfitrión en su pequeña villa, donde pasará los últimos años de su vida y donde escribirá, entre otras obras, sus últimos dramas, Tres hermanas y El jardín de los cerezos, bella expresión de la técnica «corrientes de la conciencia» que marca el inicio del Modernismo en la literatura contemporánea. Cualquiera de los tres escritores hubiera juzgado escandaloso e inaceptable que Ucrania no fuera considerada parte esencial de Rusia, como lo pensarían también tres líderes tan poderosos y diferentes de la era soviética como los ucranianos Trotsky, Kruschov y Brezhnev.
Por cierto, es en Yalta, en el Palacio Yusupov (de la familia del príncipe Félix Yusupov, el famoso asesino de Rasputin, familia descendiente del Kan tártaro de Crimea convertido a la religión ortodoxa y a la alta nobleza en la corte de San Petersburgo) donde se hospedará Stalin durante la cumbre con Roosevelt y Churchill al término de la Segunda Guerra Mundial, momento culminante y simbólico del poder y prestigio internacional de la Rusia soviética. Que en 1954 Kruschov regalara Crimea a la república soviética de Ucrania es históricamente irrelevante, fue un gesto caciquil, teatral e injusto de la ficción general comunista que, como el propio Gorbachov ha reconocido ahora, había que reparar.Es una curiosa ironía que el 8 de Diciembre de 1991, los líderes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania se reunieran en la ciudad de Brest para declarar el fin de la Unión Soviética. En esa misma ciudad bielorrusa, Brest-Litovsk, en Marzo de 1918 se firmó el Tratado germano-ruso que puso término a la guerra entre ambos países, una paz separada que los bolcheviques, recién llegados al poder, habían prometido a Alemania, a cambio de que Lenin viajara en un tren especial desde Suiza, con dinero y apoyo de la inteligencia militar del Reich, y mediante un golpe de Estado derrocara el gobierno republicano y parlamentario de Rusia, aliado de Occidente contra los Imperios centrales. (Es lectura imprescindible para el estudio de las relaciones internacionales la obra «olvidada» de Sir John W. Wheeler-Bennett, Brest-Litovsk, The Forgotten Peace. March 1918, London, 1938). El Tratado de Brest-Litovsk en 1918 hizo prácticamente irrealizable –como percibió astutamente Lenin antes que nadie- el sueño comunista, y el Acuerdo de Brest en 1991 certificó el fin de la gran mentira de setenta años de «comunismo soviético».
La debilidad de Rusia en 1991, como en 1918, la incapacitó para evitar la presión secesionista e independentista de ciertos grupos y regiones de Ucrania. En ambos casos, aparentemente, Alemania tuvo cierta responsabilidad, que en la crisis de 2014 se ha vuelto a reactivar con el apoyo de la Unión Europea y los Estados Unidos (UE-EU). La UE, desde una impotencia notable y servil ante la locomotora económica alemana en su avidez por extender los mercados, saltándose todas las vallas histórico-culturales. Los EU desde la palpable debilidad de un presidente Obama que ha asumido una posición (frente a la huntingtoniana tesis «clash of civilizations») multi-culturalista y multi-lateralista, renunciando a liderar el mundo libre, y como mucho aceptando solo un rol de «Leading from behind». Como escribirá Charles Krauthammer en una memorable columna, «Leading from behind is not leading. It is abdicating. It is also an oxymoron» (The Obama doctrine: Leading from behind, Washington Post, April 28, 2011). Según las lapidarias (y vergonzosas) palabras de Obama en 2012 al entonces presidente ruso Dimitri Medvedev: «Trasmítale a Vladimir (Putin) que después de las elecciones seré más flexible».
Estamos viendo en Europa las consecuencias de liderazgos flácidos, blandengues, una reducción al absurdo de esquemas estratégicos y de relaciones internacionales basados en absurdas teorías del «soft power» (de lumbreras progresistas en Harvard tipo Joseph Nye y en el propio equipo de Obama). Asimismo, las consecuencias del desmedido apetito económico a corto plazo de los eurócratas, en un sistema político democráticamente deficitario, partitocrático, sin visión estratégica ni política exterior.
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