La pírrica investidura de Pedro Sánchez con los votos de unos grupos comunistas y la abstención de los separatistas y herederos del terrorismo de ETA, hace que su designación como presidente de gobierno sea legal pero ilegítima, por llevarse a cabo en contra de lo que sañudamente Sánchez ha venido manifestando hasta la noche electoral del 10 de noviembre. La formación de un gobierno de coalición comunistizado, y los pactos subscritos con los separatistas suponen tácitamente el colapso del régimen del 78.
Hay dos momentos en la Historia Contemporánea de España con cierto paralelismo de crisis de régimen, aún con las diferencias específicas de cada época. La primera corresponde al sexenio revolucionario de 1868-1874. La revolución ‘Gloriosa’ tras el pronunciamiento del almirante Topete y los generales Prim y Serrano (el ‘General Bonito’ de la reina), forzó la caída de Isabel II y su exilio a París. Las Cortes Constituyentes aprobaron la Constitución liberal de 1869, designando regente a Serrano, en tanto que Prim, como presidente del gobierno, se dedicó a buscar un rey por Europa que no fuese de la dinastía de los Borbones, encontrándolo en el duque de Aosta, que sería proclamado rey como Amadeo I, y cuyo reinado fue efímero e inestable (1871-1873), al faltarle su gran valedor, el general Prim, quien fue asesinado en su casa tras el atentado de Estado que sufrió tres días antes en calle del Turco (Marqués de Cubas) de Madrid.
Luego de la renuncia al trono de Amadeo de Saboya, la Cortes proclamaron la Primera República de corte federal (febrero de 1873), en la que en apenas once meses hubo cuatro presidentes (Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar), y se dieron el intento fallido de proclamar el Estado Catalán, la rebelión cantonalista con su eclosión de ‘naciones’, soflamas de declaraciones de guerra y la tercera guerra carlista. Ante tal crisis total, el general Pavía ordenó la disolución de las Cortes (enero de 1874), proclamándose Serrano dictador republicano, suspendiendo la Constitución hasta la proclamación del general Martínez Campos en Sagunto (diciembre de 1874), quien restablecería en el trono a los Borbones en la persona de Alfonso XII, siendo su inspirador político el conservador Cánovas del Castillo.
La Restauración (1874-1923) fue la etapa más parecida a la experiencia de la Transición, con dos periodos de 42 años (1875-1917) y (1977-2019), castigados por la historia, y otros dos breves de cuatro años de crisis agónica (1917-1923) y (2016-2020), que nos enseñan bastante sobre la extinción de sus respectivos regímenes. La base jurídica de la Restauración fue la Constitución de 1876 hasta el colapso del régimen en 1923, en total 46 años. La de la Transición es la Constitución del 78, 42 años hasta el momento. El régimen de la Restauración se fue debilitando progresivamente por un turnismo fracasado, unos gobiernos de coalición ineficaces, ausencia de mayorías estables (1917-1923) y una excesiva participación política de Alfonso XIII no deseada.
A ello hay que añadir las crisis económicas, el impacto negativo de la posguerra, el conflicto de Marruecos, atentados terroristas, huelgas interminables, un anarquismo desenfrenado, asesinatos, catalanismo predicante con tentaciones separatistas, el proceso revolucionario en Europa tras el triunfo en Rusia de la revolución bolchevique y el malestar militar entre junteros y africanistas y el clima de corrupción que se extendía por el sistema. Todo ello, llevó al general Primo de Rivera a poner punto final con su proclamación del 13 de septiembre de 1923, suspendiendo la Constitución y erigiéndose en dictador con la colaboración del PSOE y de la UGT, de la burguesía catalanista, del ejército y otros sectores, hasta su dimisión por motivos de salud en enero de 1930.
Hasta la Ley para la Reforma Política de Torcuato Fernández Miranda, el tránsito del régimen autoritario de Franco al nuevo sistema democrático tuvo un sentido lógico. Sus primeros pasos, marcados por el acuerdo y la concordia entre los reformistas del franquismo y los grupos políticos liberales, conservadores y de izquierda fueron hasta virtuosos, abriendo el modelo español al mundo. Sin embargo, y a excepción de la citada ley, el proceso de la Transición se llevó a cabo «bajo grandes dosis de improvisación y frivolidad que salió milagrosamente bien», en palabras del general Sabino Fernández Campo, sin que el rey Juan Carlos ni Adolfo Suárez tuvieran claro cuáles eran la vías y caminos de su recorrido.
Pero las preatunomías otorgadas caprichosamente por Suárez, la introducción en la Constitución del término ‘nacionalidades’ y el diseño de la estructura jurídica del Estado en Comunidades Autónomas -sin precedente en el Derecho Constitucional comparado-, gestó el cáncer de la deconstrucción nacional con la subasta autonómica a la carta y de barra libre en provincias y regiones, hasta hacer de España una entidad ficticia. El régimen preautonómico y autonómico fue mucho más lejos de una simple descentralización del Estado. Así, con la imposición de un lenguaje ‘natural y normal’ se ha ido cuestionando el concepto de nación, “discutido y discutible”, hasta inventarse la “nación política, sociológica e histórica”, el Estado plurinacional y las ocho naciones sacadas de la manga, trascendiendo y rompiendo el marco constitucional.
En dicho proceso, la responsabilidad de los partidos políticos del turnismo PSOE-PP) ha sido absoluta. Deliberadamente, no cerraron el Estado llegando a transferir competencias exclusivas del mismo (Art. 150), como han sido las de Educación, Sanidad, Fiscalidad y Seguridad, entre otras. Ello ha generado una inestabilidad permanente entre Autonomías-Estado en un círculo vicioso sin fin, que ha sido siempre materia de negociación o chantaje cada vez que un gobierno en minoría necesitaba el apoyo de las minorías separatistas o de otros grupos políticos.
Dichos partidos, ávidos de ambición de poder, restablecieron institucionalmente el caciquismo político, que ha supuesto el retorno de la mala política que tanto costó erradicar. Las burocracias políticas que hemos venido padeciendo han colonizado el Estado a través de las franquicias autonómicas, han impedido el establecimiento de la democracia formal interfiriendo la división de poderes y los mecanismos de control del ejecutivo, y desarrollado una corrupción sistémica político-económica que ha hecho el régimen inviable.
También los partidos del turnismo se han desarrollado sin democracia interna. Su estructura piramidal y su burocratismo los ha conducido a una suerte de bolchevización de culto al jefe, al líder indiscutido. Ha sido la forja del Estado de Partidos tan criticado por García Pelayo, Michels o Tocqueville y la causa del secuestro de la democracia a la sociedad, que nunca ha llegado a ser explícitamente participativa del proceso político. Los partidos se transformaron en un fin en sí mismo, pervirtiendo el sistema democrático en un régimen de poder concéntrico. Tales prácticas viciadas han impedido la consolidación democrática por la existencia de políticos sin política, lo que supone el fracaso del parlamentarismo.
Igualmente, las instituciones de control y grupos que deben armonizar el buen funcionamiento de una nación; empresarial, financiero, religioso, sindical, burguesía, mundo laboral, se han diluido ante el poder omnímodo del sistema de partidos de poder. En esta etapa, España ha sido una nación sin sociedad civil. La izquierda se ha hecho con el discurso cultural y de las ideas, el control de la propaganda y de los más importantes medios de comunicación, que la derecha simpáticamente no solo ha entregado de forma inerme, sino que se ha sumado y financiado de manera suicida. Así, se han ido sentando las bases para el discurso de la polarización y la confrontación con leyes de la corrección política, como la mal llamada Memoria Histórica, Violencia de Género, LGTBI, feminismo y el del Estado federal, que en España jamás podrá funcionar.
En los tres períodos de la Transición; desde su inicio a la operación institucional del 23-F (1976-1981), del triunfo del Partido Socialista de Felipe González en octubre de 1982 al de Zapatero en 2004 y desde este a la reciente investidura de Pedro Sánchez, España ha dilapidado su herencia y ha envejecido de forma suicida por una política sin natalidad. Necesita una regeneración en un nuevo sistema que no podrán hacer quienes desde su sectarismo han negado la nación, ni quienes desde el centroderecha han contribuido a este colapso decisivamente, incluso más que la propia izquierda, si no media una rectificación absoluta. La regeneración deberá llegar inexcusablemente por nuevos liderazgos no sectarios, que restablezcan el sentido de nación. Si queremos que exista España, es necesario construir desde y para la sociedad civil el discurso a la nación española.
(* Este artículo fue publicado en La Razón el domingo 12.01.2020 con el título La revolución cantonal que quiso romper España. Y el apoyo «Artículo Octavo», que acompañaba al texto principal, no se publicó.)
Artículo Octavo
«Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.» Por hacer mención a este artículo de la Constitución durante un discurso en Sevilla, en enero de 2007, con motivo de la celebración de la Pascua Militar, el teniente general José Mena Aguado, jefe de la Fuerza Terrestre del Ejército, fue arrestado y posteriormente cesado en el mando. El general Mena, nombrado para ese puesto por el gobierno de Zapatero, al citar la misión que la Constitución encomienda al conjunto de las Fuerzas Armadas, hacía referencia a los límites que el segundo estatuto catalán sobrepasaba del marco constitucional. Pedro Sánchez ha firmado un pacto con la Esquerra por el que se constituirá en unas semanas una mesa de negociación de ‘gobierno a gobierno’, que habrá de desembocar en un referéndum exclusivamente en Cataluña. El presidente, con tal acción, sobrepasa todos los límites constitucionales y pone en grave riesgo la integridad territorial de España y su ordenamiento constitucional. En tales circunstancias, la aplicación del artículo octavo es imprescindible. Y legítimo, en tanto no sea eliminado del texto constitucional.