1. Europa y la identidad nacional.
El 13 de septiembre de 2016 el Parlamento europeo, en sesión monográfica y extraordinaria, se reunió para debatir, y condenar, la considerada como «deriva autoritaria» del gobierno de Polonia, dominado desde el año anterior por el partido conservador Ley y Justicia (Prawo i Sprawiedliwość, PiS). Se denunciaba, especialmente desde los grupos socialistas y liberales de la Eurocámara, el proceso de crecimiento de sus posturas eurofóbicas contrarias a los Derechos Humanos. Así, se cuestionaban públicamente, y, en primer lugar, sus intentos de reforma unilateral del Tribunal Constitucional; en segundo lugar, el control de los medios de comunicación, tanto públicos como privados; en tercer lugar, su postura antiinmigración contraria a la acogida de refugiados; y en cuarto lugar, sus medidas de protección de la familia natural y de limitación del aborto.
Todo ello era algo inaceptable para la UE, e impensable años antes, que uno de los «alumnos modélicos» de la ampliación comunitaria postcomunista (siendo su anterior primer ministro, Donald Tusk, nombrado presidente del Consejo Europeo) se sumase a la llamada contrarrevolución conservadora auspiciada por la Hungría de Viktor Orbán y varios Estados de Europa Oriental. Una contrarrevolución advertida de manera lejana en el mundo euroasiático (Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Rusia), y de manera marginal en partidos identitarios en ascenso, pero aún opositores, en Europa Occidental (Frente Nacional en Francia, FPÖ en Austria, AfD en Alemania), pero que ahora se sustanciaba institucionalmente en los países del Grupo de Visegrado, tanto conservadores (Polonia y Hungría), como socialistas (Chequía y Eslovaquia).
Los dos primeros gobiernos reunidos en la cumbre económica en Krynica, al sur de Polonia (donde el mismo Orbán fue nombrado «hombre del año»), pusieron las bases doctrinales de esta contrarrevolución: nación (con el rechazo frontal a la política de cuotas para repartirse la emigración externa), familia (con la oposición total a la llamada «ideología de género), y soberanía (con la pretensión de reformar la estructura y funcionamiento de la misma UE). «Europa necesita una contrarrevolución cultural; no podemos renunciar a la identidad nacional. La integración europea sin identidad es imposible», proclamaba Jaroslaw Kaczynski, líder del PiS y gobernante en la sombra para la mayoría. La UE se había convertido, a su juicio, en una especie de dictadura burocrática dirigida por la Alemania de Angela Merkel, que imponía a los Estados miembros sus propios dictados, y ante la que había que reaccionar. Por ello, el reciente rechazo ciudadano en el Reino Unido a seguir perteneciendo a la Unión (Brexit), mostraba el camino a seguir por Polonia si los valores nacionales y religiosos propios de la «civilización europea», no eran protegidos ante los efectos homogeneizadores de la Globalización, y especialmente, ante sus consecuencias conflictivas materializadas, por ejemplo, en la masiva llegada de refugiados desde África y Asia entre 2014 y 2015.
Comenzaba así, en pleno corazón del viejo continente, una experiencia autodefinida como contrarrevolucionaria que, desde la Historia de las Ideas (Ideengeschichte), se encuadra posiblemente en el conjunto de propuestas de reacción identitaria, nacionales o regionales, frente los efectos conflictivos del fenómeno histórico definido como Globalización (o su alter ego Mondialisation), y su modelo de «fin de la Historia» (Fukuyama), basado en la asimilación sociocultural de las nuevas generaciones dentro de un modelo político («consenso liberal-social») y económico («Estado liberalizado») de origen norteamericano. Pero a diferencia de la anterior «revolución neoliberal» (neocon o tecnocrática) de décadas atrás, que obligó a ese pacto tácito entre la supuesta izquierda, que abandonaba progresivamente la defensa del «mundo del trabajo» (de la flexibilización de las condiciones laborales a la minimización del Welfare State), y la supuesta derecha, que olvidaba los llamados «valores tradicionales» (de las raíces religiosas a la institución familiar), estas reacciones apostaban por un «Estado fuerte».Los llamados «populistas» (catalogados como eurofóbicos a ambos lados del secular espectro ideológico, y ultraconservadores o ultranacionalistas en el espectro derechista), y entre ellos la Polonia del PiS, abogaban por un poder estatal soberano, interventor y nacionalista, que aspiraba a dar sentido y significado a la gran pregunta sobre «la Identidad en tiempos de cambio». Una pregunta que devolvía a la palestra una cuestión identitaria, supuestamente superada por el uniforme cosmopolitismo cultural de las grandes urbes y el consumo masivo, pero que los miedos teóricamente irracionales, pero racionalmente humanos, hacían a grandes sectores de la ciudadanía obviar la propaganda mediática, volcar las encuestas y sorprender en las elecciones.
2. Las claves de la reacción polaca.
El 24 de mayo de 2015, Andrzej Duda, candidato casi desconocido del partido PiS, ganaba las elecciones presidenciales frente al vigente jefe de Estado, y favorito meses antes en las encuestas, Bronisław Komorowski. Un país en crecimiento constante desde hacía una década, de las pocas naciones europeas que habían eludido parcialmente la crisis, con tasas de desempleo mínimas y aliado estratégico de su vecino alemán, cambiaba de rumbo sin explicación aparente. La presidencia polaca, tradicionalmente un cargo protocolario, pasaba a manos de un nuevo líder que representaba los valores sociales y cristianos de la formación liderada por el denostado, por la Europa socialista-liberal, ex primer ministro Jarosław Aleksander Kaczyński, hermano gemelo del fallecido presidente Lech Kaczyński. Y las medidas iniciales de Duda fueron rechazar la Ley de Identidad de Género aprobada por el Parlamento y la defensa pública de la identidad nacional de Polonia.
Varios meses después, la transformación se completaba. El 25 de octubre, Ley y Justicia, encabezada esta vez por Beata Szydlo (antigua alcaldesa de Gmina Brzeszcze), vencía por mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias, por primera vez en la historia reciente del país (en número de escaños), ante el descalabro directo del liberalismo gobernante (Platforma Obywatelska, PO) y la práctica desaparición de la izquierda (presentada en coalición como Zjednoczona Lewica, ZL). Junto con otras opciones políticas como las de Paweł Kukiz y Janusz Korwin-Mikke, los grupos socialconservadores obtuvieron una abrumadora primacía política, incluso entre el sector de votantes más joven.
Pero esta aparente sorpresa tenía una explicación. La nación polaca votaba por valores, y siendo el primer valor la justicia social. La nación polaca era considerada como el alumno ejemplar de la Unión Europea: un país excomunista que había asumido, plena y rápidamente, el modelo comunitario en lo político (democrático-liberal) y en lo económico (capitalista-liberal). Hacer bien los deberes tuvo su premio, y la estabilidad gubernamental (en manos del PO), fue galardonada con el nombramiento del ex primer ministro Donald Tusk como Presidente del Consejo Europeo; mientras, los datos de crecimiento económico atestiguaban, cuantitativamente, la inevitabilidad del camino emprendido, en especial del PIB, que llegó a más de 400.000 millones (2014).
Ahora bien, este crecimiento no bastaba, y así lo demostraron los electores; las políticas neoliberales mejoraban el cuadro macroeconómico, pero el desarrollo no llegaba a las clases más humildes: el salario medio apenas superaba los 800 euros al mes (una cuarta parte del alemán o del sueco, la mitad que en España, y por debajo de vecinos como Eslovaquia, Eslovenia, e incluso Grecia), el riesgo de pobreza alcanzaba al 21% de la población, crecía de manera imparable la desigualdad socioeconómica (en salarios, inversiones y oportunidades) entre campo y ciudad, entre este y oeste y entre clases sociales, y se aceleraba la emigración de trabajadores polacos hacia el exterior (más de 2 millones de ciudadanos desde 2006). Asimismo, estas políticas de desarrollo socialista-liberal ponían en cuestión las mismas bases de la estabilidad nacional, al no fomentar la familia como célula social básica (como en gran parte de Europa Occidental y Central), con un descenso acusado en la natalidad, cuya tasa se reducía a solo el 9,9% en 2014 (con un índice de fecundidad del 1,29), con el consecuente inicio de pérdida de población desde 2012.El segundo valor hablaba de tradición. Se elegían a representantes políticos que defendían la familia, tal como se reflejaba en Constitución de la República de Polonia (1997); en su artículo 18 proclamaba que «el matrimonio, al ser una unión de un hombre y una mujer, así como la familia, la maternidad y la paternidad, se colocarán bajo la protección y el cuidado de la República de Polonia». Y a representantes que protegiesen la vida, como se aprobó en la Ley de 7 de enero de 1993 acerca de la planificación de la familia, la protección humana del feto y las condiciones de admisibilidad de la interrupción del embarazo; texto donde se prohibía el aborto en el país (tras décadas de legalización bajo el régimen comunista), excepto en tres circunstancias perfectamente tasadas (no punibles): cuando la vida de la mujer o su salud estuviera en peligro por la continuación del embarazo (bajo análisis médico riguroso), cuando el embarazo era resultado de un acto criminal (denunciado por el fiscal), o cuando el estado del feto fuera incompatible con la vida. Incluso, en septiembre de 2016 el Parlamento polaco, pese a las protestas de la izquierda liberal y sectores proaborto de la sociedad civil, aprobó el comienzo del debate sobre la propuesta ciudadana Projekt Stop Aborcji de hacer prácticamente posible el aborto en el país (con el respaldo de más de 400.000 personas).
Y Polonia reivindicaba, como otras naciones de Europa del Este (Eslovaquia, Letonia, Macedonia, Rumania o Serbia, y especialmente la citada Hungría de Orbán), el valor de su identidad nacional. En tiempos de globalización, con la imposición de las ideas progresistas del llamado «consenso socialdemócrata-liberal» occidental, y con nuevos y enormes flujos migratorios africano-asiáticos de impacto aún por determinar (de la emigración económica a la crisis de refugiados de la guerra siria), los polacos llegaban a las urnas en defensa de aquello que les hacía diferentes y auténticos. Volvían a la palestra las lecciones del sindicato cristiano «Solidaridad» (Solidarność) que, encabezado por el legendario Lech Walesa, contribuyó decisivamente en la caída del comunismo; las enseñanzas del «papa polaco» Juan Pablo II (Karol Józef Wojtyła), sobre la «dignidad del ser humano» ante un Estado omnipotente y un mercado omnisciente; y la presencia de la misma cruz, cuando en 2013 un tribunal de Varsovia dictaminó, frente a la denuncia del Movimiento Palikot, que la cruz situada en la entrada del Parlamento (Sejm) debía permanecer en su sitio al no violar la libertad de credo y representar la identidad mayoritaria del pueblo.
Gobierno, y parte de la oposición (Kukiz o el PSL), que defendía y promovía esa larga y orgullosa identidad histórica nacional, representada en el majestuoso castillo (y palacio real) de Wawel en Cracovia, donde en sus iconos, sus tapices, sus cuadros y en sus tumbas se recogían algunos de los grandes hitos del país: el bautismo de Mieszko I, primer rey documentado fehacientemente; la moderna obra política y legislativa de Kazimierz II el Grande; la batalla de Grunwald o Žalgiris, donde el Reino lituano-polaco de Ladislao II Jagiełło, derrotó a los caballeros de la Orden teutónica; la intervención de Jan III Sobieski en la defensa de Viena ante el imparable avance otomano por Europa; la promulgación de una de las primeras constituciones modernas europeas, la Carta Magna del reino polaco-lituano de 1793 (mancomunidad), bajo el reinado de Stanislaw August Poniatowski; la lucha por la independencia frente a las particiones de alemanes y rusos, del popular militar nacionalista Andrzej Kościuszko; la construcción de la renacida identidad cultural polaca, en pleno romanticismo, por el afamado poeta Adam Mickiewicz o el conocido compositor musical Frédéric Chopin; o los intentos del Mariscal Józef Piłsudski, el llamado «salvador de Polonia», de evitar la trágica realidad sufrida por el país en el siglo XX, como país mártir entre los totalitarismos que quisieron reducirla a la nada (comunismo y nacionalsocialismo).