Este trabajo me ha animado a hacer un breve análisis sobre Adolfo Suárez y el centrismo durante la transición democrática, con especial referencia al momento presente ante las elecciones del próximo 26 de junio. Quizá a algunos que me conozcan les sorprenda lo que voy a decir, dada mi estrecha relación y colaboración con Adolfo Suárez en aquella etapa decisiva de su trayectoria política. En mi caso, he pretendido una independencia de criterio y opinión que vengo expresando libremente en conferencias, debates y artículos en varios medios de comunicación durante cerca de cuarenta años. Y soy consciente de la responsabilidad moral y ética que asumimos todos los que algún modo estuvimos presentes en los inicios de la Transición. Por todo ello, lo que escribo es parte de mis observaciones directas, de mis propias consideraciones y del espíritu crítico que anima a un periodista que no se resigna a esa tediosa jubilación intelectual, porque en realidad esta nunca llega.
Efectivamente, Adolfo Suárez es la figura que representa como nadie el éxito inicial de la transición a la democracia. Fueron si duda, días y meses apasionantes de emoción y de sorpresas continuas. Suárez tuvo la decisión de llevar a cabo una tarea, y fueron de enorme utilidad su propia personalidad, su simpatía, su cercanía y la facilidad de conectar con los adversarios políticos. Pero todo ello no hubiera sido suficiente sin la actitud de conveniencia de todas las fuerzas políticas para apoyar aquellas medidas cruciales y aquellos grandes cambios. Esa actitud permitió una paz social y una corriente enormemente positiva, que empujaron definitivamente aquella etapa primera de la transición democrática. Es de justicia mencionar a Felipe González, a Manuel Fraga Iribarne, a José Tarradellas, a Santiago Carrillo, entre otros, como colaboradores necesarios de la Transición. Tras la desaparición del anterior régimen, comenzaron a hacerse visibles los viejos partidos tradicionales de izquierdas que habían estado en el exilio y la clandestinidad, singularmente el PSOE y el PCE. La derecha política renunció a continuar la Confederación de Derechas Autónomas (CEDA), que surgió durante la II República, y prefirió agruparse en un partido de nuevo cuño fundado por Manuel Fraga Iribarne con el nombre de Alianza Popular.
Lo que no se conocía en esta nueva etapa democrática era el centro político, ni quien le representaría tras los fracasos centristas en la II República. En estas circunstancias y de manera precipitada, para concurrir a las primeras elecciones democráticas, surgió un nuevo partido, Unión de Centro Democrático –UCD- auspiciado por Adolfo Suárez y un grupo de prestigiosos profesionales, intelectuales y altos funcionarios de diversas ideologías que también dieron cabida a falangistas y franquistas camuflados en esta nueva etapa. Así surgió el centro político al inicio de la Transición, que le fue arrebatado a Fraga, quien también quiso situarse en el centro político inicialmente. Pero tal y como ha ocurrido en otras etapas de nuestra historia, ese protagonismo del centro apenas duró el breve período de excepción que culminó una labor de enorme trascendencia, como fueron la aprobación de la Ley de Reforma Política, la legalización de todos los partidos políticos, la aprobación de la Constitución Española y las primeras elecciones libres y democráticas. Un guión medido y convenido por las principales fuerzas políticas del momento. Tras esa fundamental tarea, donde la figura de Suárez fue incuestionable y brilló con esplendor, comenzó a declinar el protagonismo del centro y el declive político de Adolfo Suárez, auspiciado por importantes figuras de la propia UCD, y, sobre todo, por el implacable acoso y derribo al que le sometió el PSOE, desbordado de ansiedad por alcanzar el poder.
Ahora la historia vuelve como una espiral, y los políticos españoles, a excepción de Pablo Iglesias, han hecho diversos guiños queriendo imitar o parecerse a Adolfo Suárez. Así ha sido durante la precampaña y la campaña de estas convulsas elecciones que se avecinan. La suárezmanía ha estado circulando por Ávila y por Cebreros, como si fueran santuarios donde consagrarse como suarista. Esta nueva faceta ha resultado algo cómica o patética del marketing político, donde los líderes de los principales partidos han recibido clases de imitación para parecerse a Suárez; los gestos, los movimientos de las manos, la sonrisa, las frases copiadas, los más leves acentos, todo para llegar trasmutados a los votantes en el espíritu de Adolfo Suárez. Por ejemplo, Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, ha copiado sin rubor a Suárez y el PP y Ciudadanos compiten en ver quien se aproxima más a ese icono que representa el centrismo político, que fue un fracaso (tal vez no lo sepan) de la Transición, al igual que D. Niceto Alcalá Zamora representó el fracaso del centrismo en la Segunda República.
En relación al centrismo fracasado, no recuerda ninguno de ellos, porque no lo vivieron o por no ser estudiosos, cómo languideció UCD y la carrera política de Suárez, hasta llegar a la humillante derrota de mayo de 1.991, y, finalmente, su profunda tristeza cuando hubo de dimitir admitiendo el fracaso del otro partido centrista creado por él mismo, el CDS. «Los españoles dicen que me quieren, pero no me votan», comentaba un Suárez amargado de su fracaso. Pedro Sánchez tampoco quiere conocer lo que ocurrió durante los gobiernos de Suárez y de la manera como lo trataron Felipe González y, sobre todo, Alfonso Guerra. La descalificación y el desprecio de aquellas tremendas palabras: «Suarez es un tahúr del Misisipi», «Parece el barman de una whiskería» Y la frase tremenda de Guerra en 1979 en el Congreso, «Adolfo Suarez salió de las cloacas del fascismo», y otra aún más lacerante en septiembre de 1979: «Estos días hay peligro e intranquilidad de que el general Pavía entre a caballo en el Congreso, y yo me pregunto si el actual presidente del Gobierno no se subirá a la grupa de ese caballo». Y así continuó en mayo de 1.980, » Suarez considera la democracia como un mal a soportar», además de tildarle de «recalcitrante franquista camuflado», o aquella de «Suárez no soporta más democracia y la democracia no soporta más a Suárez». Una vez que el PSOE alcanzó el gobierno, Alfonso Guerra, como vicepresidente, llegó a decir: «Suarez estuvo a punto de desmontar la democracia, como desmontó la Secretaría General del Movimiento y como destrozó UCD».
Y así, tras una demoledora cascada de descalificaciones e insultos personales en el Congreso, en el Senado, en las diputaciones y autonomías, se fue extendiendo una implacable caza contra Adolfo Suárez, quien ya había cumplido su papel, y la conjunción de intereses y conveniencias quedaba anulada de facto, pero Suárez estorbaba para la llegada del PSOE al poder y también para la consolidación de la derecha política, Alianza Popular (AP). Y por ello llegaría a decir con amargura «soy un apestado de la política». Pero quizá, lo que más pueda molestar hoy a Pedro Sánchez, en esa recuperación oportunista de la figura de Suárez, sea la pomposa declaración que Alfonso Guerra hizo en 1979 cuestionando la honradez de Adolfo Suárez y la UCD: » Los socialistas metemos la pata, pero no metemos la mano». Temeraria afirmación con la que hoy se mordería la lengua, luego de las actuaciones del «hermanísimo» Juan Guerra, los saqueos de Luis Roldán, los escándalos de los ERES, los Cursos de Formación, Bahía de Cádiz, y un largo historial donde preclaros socialistas han metido la mano hasta el fondo, hasta hacer del Partido Socialista una entidad llena de corrupción. Todo está en las hemerotecas por si quiere enterarse Pedro Sánchez cuando vaya a repetir en campaña, otra vez, aquello de «puedo prometer y prometo».
Del PP y de C’s poco se puede decir en ese sentido porque sencillamente no estaban. Existía Alianza Popular, pero no llegó a estas gruesas descalificaciones e insultos, si bien alguna maniobra bajo cuerda, propiciada por D. Manuel Fraga Iribarne, buscando siempre liquidar a UCD, y fraguar una alianza que él llamaba la «alianza natural», y que también se alentaba desde dentro de la UCD por sectores mayoritarios cercanos a la democracia cristiana que conspiraron contra Suárez. Pero lo cierto es que también Mariano Rajoy ha ido de romería a Cebreros y Ávila acompañado del hijo de Suárez como certificado de autenticidad. No querrá recordar Rajoy aquella campaña en la Comunidad de Castilla La Mancha con el hijo de Suárez de candidato por el PP. Competía con José Bono, el mayor maniobrero y petulante del reino, pero con una red de votantes atados a esa clientela que el PSOE sabía manejar como nadie hasta su caída libre actual. En el último mitin de aquella campaña, Suárez subió a la tarima para apoyar la candidatura de su hijo, pero no fue capaz de articular su discurso. El resultado fue que el esperado «efecto Suárez» no bastó para dar la victoria al candidato del PP, y Jose Bono ganó aquellos comicios. Ahora se pretende reavivar el «efecto Suarez», tristemente desaparecido, y que ha sido elevado a los altares de la iconoclastia por los mismos que le humillaron y lograron o permitieron su definitiva derrota, incluido el rey emérito. El menos atado a ese pasado es sin duda Albert Rivera, sin embargo, para muchos expertos causa cansancio su permanente letanía sobre el centrismo y el suarismo como única referencia de un concepto político evanescente, que muchos califican simplemente de oportunista. Por ello, también Rivera ha entresacado algunas frases de Suárez, como «pretendo que sea normal en las instituciones lo que ya es normal en la calle» y las repite con gestos que tratan de imitar a aquel político irrepetible. Por estas afirmaciones, se deduce lo poco que conoce Albert Rivera sobre la historia del centrismo político en España.
A contracorriente de una opinión mayoritaria, hay analistas, historiadores e intelectuales que sostienen que si Adolfo Suárez hubiera aparecido ahora en la política española sería uno más de los actuales dirigentes, sin las circunstancias que hicieron posible su protagonismo y las líneas básicas de aquellos primeros gobiernos de la Transición. Sostienen estos críticos que Suárez fue un político circunstancial y su principal mérito fue seguir sin titubeos lo que previamente se había concertado como el modelo a seguir para salir de la dictadura del general Franco hacia una democracia. Este modelo, y su engranaje operativo y legal, venía siendo objeto de múltiples y complejos acuerdos aún en vida de Franco entre la camarilla íntima del entonces príncipe. Asimismo, por grupos y partidos enfrentados al Régimen.
El principal ideólogo, que no el único, fue Torcuato Fernández Miranda, catedrático de Derecho Político, amigo e instructor del príncipe Juan Carlos. Cuando Adolfo Suárez logró acercarse a este círculo de poder, ya se había completado en lo fundamental el trazado inicial de la Transición. Sin embargo, Fernandez Miranda y el ya Rey Juan Carlos encontraron en la figura de aquel joven falangista al político circunstancial que podría llevar a cabo semejante tarea sin poner alguna traba a cuanto habría de desmontar, y de ponerlo en marcha en un plazo record de tiempo. Y así fue elegido por el Rey aquel joven aspirante como presidente del Gobierno de España en una terna preparada de antemano por Fernandez Miranda. Pero lo cierto es que, sin la habilidad de Suárez, su capacidad de comunicación y acercamiento a todos los actores necesarios, este trazado político hubiera sido difícilmente cumplimentado con éxito. También es cierto que Adolfo Suárez no habría de abjurar de casi nada. Era en realidad un político sin demasiada relevancia dentro del Movimiento Nacional y la Falange, y no estaba ligado a un compromiso intelectual, y menos aún político, porque sencillamente era un práctico posibilista y así se mostró sin pudor alguno.
Para todos los que ahora han buscado sacar rédito electoral con su modelo, dicen estos analistas que Suárez solo fue útil y muy valioso a la Transición española como actor de un guion, y solo durante los dos primeros años. Después, cuando ya se habían aprobado las primeras leyes, desmontado las estructuras del anterior régimen y aprobada la Constitución de 1.978, comenzó la normalidad de las tareas cotidianas de gobierno, y la actividad parlamentaria mostraba ya sin tapujos las diferencias ideológicas con agrios debates fuera del consenso. Según estos mismos analistas, Adolfo Suárez no supo entender la naturaleza de esa etapa, y en acciones concretas de gobernación no pudo enderezar la economía que presentaba ya un panorama inquietante, tampoco supo plantear ni solucionar el modelo territorial de España, origen de los actuales y graves problemas y huyó permanentemente del Parlamento habituado tal vez a la falta de parlamentarismo activo y crítico durante su etapa en el franquismo.
Para los politólogos el principal error de Suárez fue creerse el protagonista imprescindible de aquel período, ignorando que nadie es imprescindible y menos en política. Asimismo, tampoco fue capaz de cohesionar los distintos grupos que conformaron el partido UCD. La única cohesión de todos ellos, menos un reducido grupo de fieles, fue el rechazo a la continuidad de Suárez como presidente del gobierno y de la UCD. Suárez reunía muchas virtudes como hombre público, pero carecía de una formación intelectual o política que le ayudara a construir desde UCD un sólido partido de centro capaz de articular un amplio programa para la gobernación de España en plena normalidad democrática. Los que pudieron hacerlo desde dentro de la UCD, prefirieron dinamitar el partido buscando mayor protagonismo e identidad ideológica en Alianza Popular o en el PSOE.
En todo caso, el ideario político de Suárez fue escaso y coyuntural, sin aportación ideológica relevante, adaptado a las circunstancias del momento y sin perspectivas de futuro. Nunca alentó a intelectuales, pensadores, filósofos y profesores a que colaboraran en una idea de implantar esa idea fugaz del centro y su única referencia era articular la democracia en su sentido genérico, lo que llevó a cabo con decisión y brillantez. Tal vez por ello no se esforzó por crear cierta armonía interna compartiendo poder y protagonismo con su partido, como dijeron sus críticos, alentando que la UCD pudiera ser crisol de diversas ideologías como la democracia cristiana, la socialdemocracia, el falangismo y el franquismo, tarea en todo caso difícil de articular. Alejado de lo cotidiano, se refugió en la seguridad de su propia valía, en la solidez de su liderazgo y en un reducido grupo de fieles, alguno de los cuales resultaron finalmente no ser tan fieles. El resultado fue, luego de penosos vaivenes y conjuras, el definitivo fracaso de este improvisado intento del centrismo.
En resumen, Suárez fue, efectivamente, providencial para llevar a cabo aquella trasformación única e irrepetible de un régimen a otro, para desmontar sin titubeos las estructuras del franquismo, para organizar la maquinaria política y administrativa de esta nueva democracia y de sentar una base de concordia que alentó los primeros años de la Transición. Pero no supo o no pudo dar continuidad a su labor, porque sus dos intentos de aglutinar el centro político culminaron con dos sonados fracasos; la UCD y el CDS. Han trascurrido desde entonces varios años y muchos españoles conocen poco sobre la realidad que nos tocó vivir desde 1.976 a 1.979. Hoy, alejados de aquella entusiasta energía y de aquella ilusionante etapa, la democracia española vive momentos de convulsión política, y una generación de españoles se siente ajena a lo que significó la excepcionalidad y la importancia de aquellos momentos y de lo que pudieron aportar aquellos actores singulares.En la actualidad todo ha cambiado precipitadamente, incluso se cuestiona el valor fundacional de la Transición. Al margen de interpretaciones y exaltaciones o vituperios, aquella época es por sí misma irrepetible, como irrepetibles son aquellos políticos y altos funcionarios que la llevaron a cabo. España no puede vivir ni prosperar en la nostalgia, y los políticos han cambiado al igual que ha cambiado la sociedad española. Ahora se necesitan gestores comprometidos con España, que sean efectivos en el total desarrollo de la normalidad democrática para que esta no vuelva resultar un breve paréntesis en la historia, como dijo amargamente Adolfo Suárez en su discurso de dimisión.En este capítulo de nuestra reciente historia y para una amplia mayoría de españoles, Adolfo Suárez ha sido elevado a la más alta consideración, distinguido con honores y enterrado con un amplio reconocimiento a su figura, sin pudor alguno por los que le maltrataron en vida. Y esas son buenas razones para aprender de su utilidad, de sus éxitos y de sus fracasos.
Y para dejarlo reposar en paz.
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