En la noche del pasado 24 de octubre, cuatro jóvenes magrebíes surgieron de la oscuridad y rodearon a una mujer de 30 años en la española ciudad de Vitoria. «Te vamos a destrozar esa cara tan guapa que tienes«, gritaron antes de propinarle una brutal paliza que dio con ella en el hospital.
Según el informe policial, la joven regresaba sola a su casa y observó que estaba siendo seguida por varios hombres, de quienes trató de distanciarse. Después de bloquearle el paso y golpearla, los cuatro asaltantes huyeron sin robarle ninguna de sus pertenencias.
A juzgar por sus amenazantes palabras y por el hecho de que no le robaran nada, bien puede decirse que estamos frente a un crimen de odio en estado puro.
Quizás lo más significativo de esta historia sea que odiar y/o sentir envidia de alguien ‘por su linda cara’, hasta el punto de atacar salvajemente a la agraciada, se ajusta a un patrón ya estudiado y documentado. Se pueden ofrecer algunos ejemplos pero, para simplificar este relato, centrémonos en uno que trate con los mismos pueblos, marroquíes y españoles… de hace más de mil años.
Al analizar el historiador Ahmad bin Muhammad al-Maqqari (n. 1578) las relaciones entre los bereberes de Marruecos y los cristianos de la España visigoda, escribió lo siguiente: “Cada vez que algunas de las tribus dispersas de bereberes que pululaban a lo largo de la costa norteafricana se asomaban a la orilla europea, los temores y la consternación de los griegos [es decir, los españoles] aumentaban. Estos se desparramaban despavoridos en todas direcciones para salvar sus vidas, ya que no sus posesiones. [En respuesta] los bereberes… los odiaban y envidiaba más y más”.
Esta parece una descripción precisa de cómo debieron sentirse los cuatro marroquíes de Vitoria cuando la «chica blanca de cara bonita» trató de evitarlos.
Al-Maqqari continúa diciendo que «incluso mucho tiempo después, apenas se podía encontrar un bereber que no odiara más cordialmente a un griego]…», afirmación que se nos antoja benévola respecto a la cruda realidad de la época a la que se refiere. Y es que cuando, siglos después, los gerifaltes árabes y su tropa bereber invadieran España en el 711 y la conquistaran en meteórico avance después, su «cordial odio» se manifestó en atrocidad tras atrocidad, incluida la conversión de Córdoba en un emporio de esclavos del orbe musulmán a costa de mujeres hispanas y de otras traídas de fuera, a lo largo de los siglos… ello hasta que los Reyes Católicos, finalmente, expulsaran ‘a los moros’ al filo del siglo XVI.
En aparente paradoja, ahora que los musulmanes han sido recibidos en Europa Occidental con los brazos abiertos, ha aumentado dramáticamente el número de violaciones, con tintes sádicos muchas de ellas. Sólo en Suecia, los asaltos sexuales han aumentado un 1.472% desde que esa nación diera la bienvenida al islam.
En cualquier caso, el punto principal del análisis de al-Maqqari -el de que la aversión hispana a los salvajes norteafricanos por sus frecuentes tropelías costeras, llevó a estos últimos a «odiarlos y envidiarlos más»- ha sido uno de esos factores modernamente poco conocidos y aún menos comentados a pesar de que abundantemente describe lo que hay detrás de la hostilidad musulmana hacia la Europa de ayer y de hoy.
Jugando a ser «psicólogos», podríamos dictaminar que un tal cuadro insinúa un complejo de inferioridad y una corrosiva envidia que impele a quienes la sienten a «vengarse» de aquellos que creen tienen una (legítima) aversión hacia sus personas, tal como hicieron recientemente esos cuatro jóvenes marroquíes a la mujer española «de linda cara» y tal como a su manera hicieran las hordas bereberes mil años ha.
Todo esto se ve agravado por la escasamente percibida y triste realidad de que no pocas personas del norte de África y del Oriente Medio -de hecho, no pocas personas del mundo musulmán- albergan sentimientos racistas, es decir, ven desde abajo un orden jerárquico humano fundamentado en -junto a otros criterios- el color de la piel.
Ejemplos no faltan. Por mor de la brevedad y ateniéndonos al relato aquí glosado, digamos que dos semanas después de este -8 de noviembre de 2021- otro inmigrante marroquí fue arrestado en la vecina Francia por proferir a voz en grito «insultos racistas«, a la par que intentar diezmar con un cuchillo un grupo de personas… de piel negra.
Este fenómeno no se limita al islam, basta con mirar a la India para obtener otro crudo ejemplo de racismo, ‘interior’ en este caso. Y es que, además del sistema de castas allí imperante, las personas de tez clara son instintiva y abiertamente vistos y tratados como «superiores»; y, lógicamente, los de tez más oscura son instintiva y abiertamente tratados como «inferiores». Así es como en aquella sociedad funcionan estas cosas… y todos lo aceptan.
A partir de lo dicho, es legítimo formular el siguiente razonamiento: si una persona ‘morena clara’ cree que es correcto y apropiado menospreciar a una persona de piel más oscura, este racista de ‘agraciada’ piel se sentirá menospreciado en su interior cuando rodeado de personas aún más ‘claritas’ que él, independientemente de cómo, en realidad, lo vean y traten estos. Un tal cuadro engendra ira y resentimiento o, en las acertadas palabras de al-Maqqari, «odio y envidia», sentimientos que bullen agazapados bajo la convención social.
Agreguemos a esto la organización tribal de muchos de los pueblos islámicos, con el característico «nosotros contra ellos», y así podemos vislumbrar por qué millones de musulmanes son simplemente incapaces de asimilar nuestra, al menos en lo dicho, desacomplejada cultura.
———————————————————————-
Adenda del traductor, Gil Sánchez Valiente:
Se echa de menos en este artículo de Raymond Ibrahim una clara traslación a las sociedades musulmanas del contundente ejemplo de rígida estratificación social y soterrado prejuicio ‘del tono de la piel´que se da en la India, siendo como son cruciales en el análisis del autor los dos párrafos dedicados a explicarnos la peculiaridad del caso hindú. Son cruciales porque en-y-con-ellos el autor aporta un novedoso ángulo que nos ayuda a comprender la trastornada psique de los agresivos devotos de Alá. Digamos pues que, a pesar de su señalada importancia, deja el autor al caletre del lector la referida traslación. El caso es que para explicarla basta decir que la estratificación social musulmana no se basa, literalmente, en la mayor o menor ‘blancura’ de la piel de las personas, sino en el lugar que el Corán y los hadits (la hermeneútica islámica) adjudican desde la cuna a cada individuo, dentro de las sociedades formadas según ese criterio. He aquí el escalonamiento a que me refiero: en la cúspide de la pirámide social dictan sus normas los sultanes, jeques y emires, quienes sólo necesitan mantener contentos a los imanes para gozar de un poder absoluto sobre, de más alto a más bajo, los comerciantes adinerados; los funcionarios y los artesanos; la mísera e indiferenciada masa de creyentes varones y, tras estos, las mujeres y niños, los no musulmanes (dimmies), los esclavos… y los perros.
He aquí pues que en esas sociedades todos tienen arriba alguien a quien envidiar y odiar; y, abajo, alguien a quien despreciar. Y ya sabemos que no hay mejor escuela que la de la sociedad en que se nace y vive para conformar una en este caso poco funcional psique colectiva moldeada con el barro de la envidia, el odio y el desprecio.
*.-National Review. De la traducción: Gil Sánchez Valiente