Afganistán imposible (Foto: STR/Reuters)

Un mito llamado Afganistán

Los soldados estadounidenses a menudo se presentaban en aldeas de las áreas rurales de Afganistán para ganarse el ‘corazón y la mente’ de los lugareños, solo para descubrir que aquéllos ni entendían lo que los Estados Unidos son y menos aun lo que representan. Todavía peor: ni siquiera sabían que estaban viviendo en un país llamado Afganistán.

No hay motivo para preocuparse por tal cosa porque, a fin de cuentas, Afganistán es un país imaginario. Pasa lo mismo con Iraq y Siria. Estos lugares tienen historia, pero la noción de país es algo externo, adoptado que ha venido siendo por las élites locales que quieren una autoridad centralizada, pero resistido por los lugareños en las áreas rurales.

El verdadero Afganistán es una colección de diferentes grupos étnicos y denominaciones islámicas, donde la tribu importa mucho más que la nacionalidad.

“Ganamos” Afganistán cuando respaldamos un ente tribal norteño anti-talibán. La estrategia, al igual que el despertar shiíta en Iraq, dio sus frutos porque proporcionamos apoyo aéreo y militar a una fuerza tribal sólida y viable (La Alianza del Norte, conocida oficialmente como Frente Islámico Unido por la Salvación de Afganistán, una coalición de facciones guerrilleras, muyahaidines que se dice).

La victoria limpia y efectiva se arruinó al intentar «modernizar» y «democratizar» Afganistán.

Invertimos miles de millones en la construcción de un ejército afgano moderno que, cual fue el caso de la construcción de un ejército iraquí moderno, era un proyecto condenado al fracaso de antemano.

No se podía confiar en que los afganos lucharan junto a nosotros o incluso entre ellos. El único tipo de fuerza militar viable en una sociedad tribal consiste en personas que confían unas en otras y que luchan juntas utilizando tradicionales tácticas de incursión.

El ejército afgano se derrumbó frente a los talibanes por la misma razón que el ejército iraquí se derrumbó frente a ISIS.

Intentábamos que la gente que no piensa como nosotros o no vive como nosotros luchara como nosotros y por los mismos motivos.

Pero ahora está claro que aquello nunca iba a funcionar.

Un Afganistán moderno era peor que un Estado-cliente. Era una aldea Potemkin del Departamento de Estado en la que los trabajadores de USAID financiaban bandas de rock femeninas; y en el que oficiales de la Administración estadounidenses se esforzaban en persuadir a los afganos para que actuaran como si perteneciesen a un ejército occidental moderno. Todo lo cual llevó a que los afganos de pro se sintieran insultados y trataran de librarse de los ‘estúpidos americanos’.

Afganistán fue un sueño extraño que tuvimos los ‘gringos’. Pero resulta que los auténticos afganos nunca compartieron ese sueño. En el mismísimo momento en que anunciamos que nos íbamos, los soldados que habíamos disfrazado de tales salieron corriendo, despavoridos, de sus trincheras. Todos aquellos afganos en quienes nos habíamos gastado una fortuna para pagar su participación en nuestra producción de un Afganistán moderno huyeron. El espectáculo había terminado: la multitud de países occidentales que pagaban sus nóminas se iba… y los talibanes se hicieron cargo de todo el cotarro sin problemas.

Todos en Afganistán, excepto nosotros, entendieron que lo que terminó ocurriendo era los que tenía que suceder.

Los viejos británicos o franceses que habían vivido este mismo fenómeno en los años cincuenta, podrían habérnoslo contado, pero no los hubiéramos escuchado.

Y todavía no lo entendemos.

Es probable que surja una oposición tribal a los talibanes. Y probablemente la financiaremos. Esa oposición puede lograr dividir el país. Los señores de la guerra en la coalición talibán y la coalición de oposición se moverán hacia adelante y hacia atrás como lo hicieron durante nuestra parte de protagonistas en la ya perdida guerra de Afganistán.

Se ha puesto de moda llamar a Afganistán una «guerra sin fin», pero no es nuestra guerra sin fin. Es la guerra interminable de las tribus, clanes y familias que componen gran parte del mundo musulmán. No comenzamos la «guerra sin fin» en Afganistán, Iraq, Siria o en ningún otro lugar.

Fue una estupidez por nuestra parte creer que podíamos ponerle fin.

Las realidades difíciles de digerir son las que nadie quiere escuchar.

Nunca hubo una solución para Afganistán. La construcción de una nación nunca iba a funcionar. Y lo más probable es que, después de que nos retirásemos, los terroristas islámicos recomenzarían el ciclo de nuevo.

Los estadounidenses piensan en soluciones. O al menos solíamos hacerlo.

Pero los problemas culturales no se pueden resolver. La guerra contra la pobreza fracasó por las mismas razones que fracasa la guerra contra las drogas. Y por la misma razón que nuestros esfuerzos en Iraq y Afganistán finalmente fracasaron.

Los Padres Fundadores de la gran nación norteamericana entendieron que podíamos resolver nuestros propios problemas. Pero resulta que, a título de ejemplo, no pudimos resolver los de a largo plazo de Europa en el 45 ni nunca podremos.

La otra cara de la realidad es que el aislamiento sólo nos lleva a un mundo de posibilidades en el que terroristas suicidas pueden secuestrar aviones y estrellarlos contra edificios.

O poner sus manos en armas nucleares.

Más que nunca pensamos en términos binarios y polares: esto o lo otro, una cosa u otra. Pero ahora sabemos que la realidad no funciona de esa manera.

Necesitamos evitar ser arrastrados a una nueva locura de construcción de naciones, pero llegarán momentos en los que tendremos que intervenir militarmente para proteger nuestros intereses.

Esas intervenciones deben ser breves y decisivas. Es preciso establecer un objetivo claro de destrucción del enemigo sin luego verse arrastrados a un estéril programa de estabilización y construcción de un nuevo sistema sobre los escombros del derrotado enemigo.

Eso es tonto y por ende rechazable.

La tentación de estabilizar un foco de inestabilidad es geopolíticamente racional, pero resulta ser una empresa condenada al fracaso si hay en ella una componente cultural. Los ‘constructores de naciones’ tenían razón en que no estabilizar Iraq o Afganistán significaba que nos volverían a arrastrar a sucesivas guerras. Así sucedió en Iraq y es alta la probabilidad de que en Afganistán también suceda en el futuro.

Pero eso significa que tendremos que aprender a vivir con un modelo israelí de intervenciones breves y por ello ocasionales, además de con muy pocas bajas propias y del enemigo, esto en lugar de interacciones bélicas prolongadas.

El modelo afgano realmente no soluciona nada. Y a medida que los terroristas acceden a armas más sofisticadas, construyan sus propios drones y cohetes, obtengan materiales químicos, biológicos o nucleares a través del ‘oleoducto’ que desde Corea llega a Irán pasando por Paquistán.

Hubo mejores opciones que podríamos y deberíamos haber escogido antes y después del 11-S.

Pero no los hicimos. Y eso significa que estamos donde lamentablemente estamos. Nuestros enemigos se están volviendo más peligrosos mientras nosotros nos volvemos más y más débiles.

Todos debemos adaptarnos a un nuevo horizonte de realidad y trabajar con la presente situación tal como se nos ofrece. Pero eso probablemente no sucederá. En cambio, el debate volverá a estar entre el mismo viejo modelo de intervención fallida o el modelo igualmente fallido de insistir en que, si ignoramos el problema, éste desaparecerá.

Pero no lo hará.

La crisis básica es muy simple.

Las insurgencias terroristas islámicas están en fase expansiva. La demografía significa que cada vez habrá más de ellos que nosotros y buscarán, como hicieron los nazis, su lebensraum, su espacio vital a través de la inmigración, la colonización o la conquista. De cualquier manera, habrá enemigos fuera y dentro cuya organización y capacidades seguirán aumentando mientras las nuestras decaen.

Un país en su sano juicio habría respondido al 11-S negándole a Al-Qaeda las fuentes de financiación y de armas, con campañas breves y decisivas dirigidas a los estados ricos en petróleo y al ya citado oleoducto de armas de Corea del Norte-Pakistán-Irán.

En cambio, perdimos el tiempo persiguiendo a los terroristas y tratando de reconstruir sus sociedades.

Las guerras que podrían haberse ganado con relativa facilidad se convirtieron en ejercicios de sicología suicida imposibles de ejecutar. Una tal elección marcó uno de los puntos de inflexión de nuestro declive. Y provenía de una cultura política, la norteamericana, incapaz de lidiar con los problemas reales, en cambio basándose en abstracciones ideológicas dirigida por hombres que piensan en términos de las ideas aprendidas y absorbidas por ellos en el pasado, sin espacio para su cuestionamiento.

La única lección real de Afganistán es que debemos salir de las cajas de resonancia al uso y comenzar a ver el mundo tal como es, evaluando los problemas y las soluciones de igual manera que abordaríamos la reparación de una silla rota. Se trata pues de dejar a un lado la ideología y contemplar el problema y su solución en términos prácticos.

Si no podemos aprender esta lección, siempre podremos debatir sobre el sexo de todos los ángeles que pueden bailar sobre la cabeza de un alfiler… mientras los turcos asedian Constantinopla. La historia ofrece amplias lecciones para las sociedades que no pueden o saben aprender del pasado.

Deberíamos asimilar todas estas cosas antes de que los bárbaros estén no sólo en Kabul sino estrechando el cerco en nuestras propias fronteras.

(Publicado en el Portal JihadWatch.https://www.jihadwatch.org/2021/08/a-myth-named-afghanistan. Traducción del original: Gil Sánchez Valiente)

Acerca de Daniel Greenfield

Periodista de investigación, analista, especializado en izquierda radical y terrorismo islámico