Mensaje de Soren Kierkegaard
Viendo prisionera la ciudadanía de esta riña de patio de colegio en que se ha convertido la vida política, encuentro una luz en el filósofo danés Kierkegaard.
Su parábola, en su libro Escuela del cristianismo, es de un hombre joven que le han dicho que el mundo está lleno de monstruos y que él con una espada tiene que matarlos, hasta que adulto y con conocimiento de la realidad le dice que está en un error y que en cambio la sociedad está regido por hombres sabios, por eclesiásticos que cuidan de la moralidad y por una Compañía del Gaz, gracias a la cual se puede día y noche transitar por las calles, así el que iba a perseguir a los monstruosos y le insta a guardar la espada en su vaina
Era, lo de los monstruosos acechantes, lo que preocupaba a don Quijote, pero como con Don Miguel de Unamuno nos basta y nos sobra, así que sigamos con Soren en la meditación de esto de que los buenos somos nosotros, y los malos los del otro bando, y hay que combatirlos encarnizadamente.
¿Estará en esta fantasía la clave de estos feos enfrentamientos, disidencias, mala educación, de los políticos y sus farándulas y de los ciudadanos y sus urdimbres.?
Se decía de una España en blanco y negro, pero lo que no se sabe es que esa idea no la inventó un pequeño político español sino el gran Herman Hesse en su lobo estepario cuando hablaba de los días grises, donde no pasa nada.
¿Creemos los ciudadanos que el mundo está poblado de monstruos, y, de ahí, el griterío de unos y otros, en este pequeño patio de vecindad, donde el mismo lenguaje se ve degradado por los lugares comunes?
Necesitamos esa creencia, que hay un malo al que hay que atacar, como necesidad para algo muy profundo: el viejo odio, parafraseando la celebérrima frase: odio luego existo
¿Llegará el sensato hombre del cuento de Kierkegaard a decirnos cuál es el por qué de esta firme y fantástica creencia?
¿Se nos dará el origen de la angustia que en el fondo explica el trasfondo de todo ese mundo lleno de corrupción, de cloacas, de luminosas tonterías, que hoy tenemos que sufrir y sobre el que quizá podamos decir algo nuevo, algo que ilumine el asunto? ¡Es odio luego existo!
Por las pantallas televisoras llega contumaz la propaganda de esta bipolaridad de buenos y malos, alimentando la inquina.
¡Fascinación terrible!, tiene la atroz televisión.
¿No será, me pregunto, una necesidad del individuo sentirse que él es el bueno y que al combatir al malo para salir de esa ínfima identidad sumergida en un ego que no es original sino que imita, insustancial y vacuo?
Lo que en realidad es comprensible es que el homínido sapiens, el hombre del traje gris de Gregory Peck, el hombre de la multitud de Allan Poe, el corazón débil de Dostoievski, está viviendo una existencia pequeña, roma, cutre, y, de repente, se le dice que hay unos malos (de derecha o de izquierda) a los que combatir, y entonces, ese individuo mínimo, toma su tarea, el matar monstruos, como algo que llena su vida.
Pero como en el cuento que cito, tiene que haber alguien que nos saque del error: no hay monstruos o si los hay están en nuestra propia alma.
¡Si: no lo dudéis, habrá maestro que nos salvará, nos hará meter, la espada en su vaina…dejando de perseguir al malo!
Tengo que combatir a la izquierda o a la derecha, luego existo, parafraseando el viejo dicho.
Qué triste existencia ésta: cogido al rencor o al olvido.
Un maestro puede ser en el gran filósofo García Morente, que escribe que los hombres no son ni buenos ni malos, sino regulares.
Claro que eso, que es obvio, alguien muy superior nos lo tiene que decir en el pulpito
Y entro en el tuétano de nuestro corazón.
Por último:¡qué poca inteligencia bondadosa hay! ¡Cuánta estupidez!
Qué necesidad de guía, luz clara, de piedad para España y para el mundo.
Y uno coge los ensayos de Unamuno:¡la mayor autoayuda!
No tendremos a un Gandhi, a un Luther King -¡estos seres sublimes hay dos como mucho cada siglo!, pero unas miajitas de pensamiento original sí podemos deseárnoslas para la convivencia.
Mi nieto es de derechas
Perteneciente a la etnia de los abuelos, descubro hoy que mi nieto es de derechas: echo sobre mi cara una media sonrisa, que un gran maestro budista afincado en el sur de Francia, de origen vietnamita, recomendaba para la vida espiritual.
¡Mi nieto de derechas!: hecho que me replantea mi relación con la política, la diosa Kali de la India, la mala pécora de los cuentos malvados, la amante de la que huí despavorido.
Albert Boadella, tiene unos vecinos ásperos por el separatismo, pero el hijo, alegre, y cariñoso les saluda muy entusiasta a él y a su mujer, y lo recuerda como un toque de esperanza en el futuro.
¡Qué bonita esperanza!
En un coloquio antiguo en el que había un poster de Stalin, muy revolucionario el evento, un amigo sociólogo me dijo: tú eres de izquierdas.
Aunque nunca me adscribí al mundo político: nunca fui politólogo, tal vez por lucidez, tal vez por una imposibilidad para el oficio.
Cuando el General nos convocó a un referéndum, yo bajé con mi padre a donde se votaba y votamos no, y mi padre luego supo que casi habíamos sido él y yo los únicos noes.
Son recuerdos de una historia muy enmarañada de lugares comunes, de tópicos. ¡Qué malo es el lugar común!, y esa degradación que ha sufrido nuestro idioma español, el sufriente y sufrido.
Frente a un espectáculo de la vida nacional, donde el actor, la actriz, el comentarista, la comentarista, comentan y vuelven a comentar, ahora es hora de mirar para atrás, para la memoria, ahora que andamos muy nostálgicos, viendo la mezquindad, la grandeza, la mala fe, campar por los campos ibéricos.
Con la media sonrisa del budista, con el estupor que no lo es, porque ya se había hecho una anticipación de lo que ocurre, uno vuelve a la política, que para nosotros, los españoles, es algo muy especial: ya saben ustedes lo de las dos Españas, que sigue vigente.
Algunos como yo, “que no me metí en política”, donde la discapacidad abunda, como también la genialidad, y tal vez podamos decir algo, algo no es nuevo, o por lo menos algo que no sea la repetición de la sabido o intuido.
Fui, según digo, diagnosticado allí en el coloquio revolucionario, como de muy izquierdas.
Si lo soy, ¿convenceré a mi nieto que está en el otro bando, a que se ponga de mi lado?
Difícil asunto éste; hay discrepancias religiosas, morales, pero es la política la mas áspera.
Siempre hay un niño alegre, donde vemos florecer la simpatía, lo bello y lo sublime de Kant que es el sentimiento puro.
Como a mí, que ahora que sonrío a mi nieto, que me mira como el niño de Boadella, puro y libre de prejuicios, de malentendidos y de tonterías.
El voto como confesión
Se nos presenta la oportunidad de ser protagonista de algo, como Don Eloy en La hoja roja de Delibes: a él le nombraron miembro de una sociedad fotográfica; a nosotros ir y votar.
¡Quizá tengamos que poner otra vez el voto en la urna para contribuir a la consolidación de nuestra incipiente, y no por ello plausible, democracia.
Dijeron los grandes filósofos de la pluma: “desdichados los que no servimos para el éxtasis, quien nos auxiliará» (Martin Santos)
Y “¿qué sería de este corral nublado” (Valle Inclán)…
Pero no importa: adelante: iremos a votar, muy europeamente, como si cogerle el punto a Europa sea cosa que exige un silgo (José Luis Pinillos)…
¡Votar: ser protagonista de la historia!: ¡tela!
Ser protagonista de algo como don Eloy: y acudir al lugar donde se cuecen los comicios, e imaginemos que no vamos a entrar en un recinto habilitado para los actos votantes, sino en un confesonario de Federico Fellini (¿Te tocas? preguntaba el confesor)
Que volvemos (imaginemos a la iglesia pero ¡y cuánto ha cambiado la iglesia donde uno, en el 65, iba a que le perdonaran el pecado de haberse fascinado por la bella de Moscú cuando se quitaba una media!
A dónde uno ha vuelto no está Orson Welles, muy enfadado por la desorientación de Anthony Perkins al final de “el proceso”.
No tiene la iglesia ahora un montoncito con boletín parroquial, “luz y vida”, y en el pulpito hay ahora una pantalla televisora donde quizá desde el Vaticano se nos dan mensajes en directo.
El confesonario es una cabina que tiene un foco rojo y verde; como la entrada en las sucursales bancarias para avisar de que se podía entrar o de que, en cambio, hay dentro otro penitente al que están perdonando los pecados y había que esperar.
Me siento muy importante: me siento que en este acto me meto en una cabina como en el confesonario, y estoy como en la confesión de antaño estuve siendo perdonado por ese español, ¿de derechas o de izquierdas, cainita o seguidor de San Francisco de Asís?
En este hogaño en que tendré que volver a votar, muy en secreto, muy escondido en la cabina, España, quizá sea la que me perdone.
Porque en rigor, ¿quién me tiene que perdonar: España que metió su ADN en mi vivir o yo, al que metí mi impronta?
¿Quién salva a quién: España a mí o yo a España? ¡La pregunta del millón.
Como Don Eloy pero sin su criada maravillosa, la Desi.
Solísimos, en nuestra condición patria y también ácrata.