Acercamiento al 23 F. “Operación De Gaulle”

¿Qué fue el 23 F? ¿Cuál fue el papel del rey? ¿Cómo explicarlo? Durante varios años se han aireado todo tipo de especies cultivadas principalmente desde los órganos de dirección del servicio de inteligencia Cesid (Centro Superior de Información de la Defensa). Dichas especies han venido manteniendo que el intento de golpe de estado habría sido un golpe involutivo; una regresión hacia un tardofranquismo deseado por una rehala de delirantes militares golpistas y de algunos pequeños políticos ya amortizados, que añoraban un reciente pasado de dictadura, de régimen autoritario. Y que serían reacios a aceptar un sistema de libertades, de participación plural y de democracia estable. Y sin embargo, sospechosamente, tras el fracaso del 23 F, los dirigentes y responsables de los partidos políticos que jugaron con fuego con operaciones de dudosa constitucionalidad, se mostrarían más prudentes sin hacer demasiadas preguntas ni abrir investigación alguna.
Sencillamente, aquellos responsables políticos de la derecha y de la izquierda, se dieron por satisfechos afirmando que el rey Juan Carlos había salvado la democracia al desbaratar con su actuación la locura golpista porque supo sujetar con su autoridad a la mayor parte de los militares que aquella noche fueron leales y demócratas. Luego, después de que el monarca les leyera la cartilla a los dirigentes políticos por su frivolidad y sectarismo partidista, éstos jalearon una campaña mediática que blindaba al rey sin, en principio, tiempo de caducidad. «El rey la noche del 23 F se ganó la legitimidad de ejercicio», vinieron repitiendo de forma monocorde y cansina. Y se contentaron con que se sentara en el banquillo a unos pocos protagonistas de la asonada, los menos, y ello porque se exhibieron demasiado. Y dichos dirigentes políticos miraron para otro lado, cerrando el capítulo detrás de una pancarta con la leyenda «¡Democracia, sí. Dictadura, no!».
¿Fue eso el 23 F? Con el paso del tiempo muchas de aquellas máximas fueron decayendo hasta hacerse insostenibles, para abrirse paso otras explicaciones más plausibles, con incluso veladas críticas a la actuación del rey. Pero la verdad oficial ha seguido aferrándose a los viejos clisés, intentando desvirtuar el trasfondo de aquella operación especial. La mayor parte de los estudios propagandísticos se fabricaron a base de estereotipos como que el gobierno que pretendía sacar adelante el general Alfonso Armada Comyn era el secreto de Polichinela, como escuché en un vivo debate televisivo a un veterano general. O qué valor y duración podría tener un gobierno votado bajo la presión de las armas, después de la ignominiosa estética provocada por Tejero al asaltar el Congreso con tiros al aire, arrastrar al suelo de la humillación a la totalidad del gobierno, oposición y parlamentarios –excepción hecha de Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo-, y de la penosa afrenta sufrida por el vicepresidente Mellado al intentar Tejero derribarlo.
La historia del veintitrés de febrero de 1981 es sobre todo y principalmente una historia oral, porque tras su fracaso, los responsables de la ejecución de la operación se cuidaron muy mucho de hacer desaparecer las pocas evidencias que del mismo hubo escritas. Como también «desaparecieron» las grabaciones de las conversaciones telefónicas que se hicieron durante aquella-tarde-noche y madrugada entre Zarzuela, el gran centro de poder y decisión, el Congreso, el Cuartel General del Ejército, la sede de la Junta de Jefes de Estado Mayor (Jujem) y las capitanías generales, principalmente.
¿Qué fue de aquellas cintas? Su conocimiento hubiera arrojado mucha luz sobre el 23 F. Pero el responsable de su guardia y custodia, el ministro del Interior Juan José Rosón, llegaría a decir que su contenido era dinamita, y que lo mejor para la estabilidad de la democracia era que jamás se conocieran. Es decir, que su contenido se hurtó deliberadamente a la opinión pública y a las defensas de los procesados por el 23 F, como se haría con el Informe Jáudenes del Cesid; un informe interno de carácter no judicial, que los responsables del Servicio de Inteligencia se vieron en la obligación de abrir para simular que iban a dirimir la responsabilidad de los agentes especiales que planificaron y ejecutaron la operación, y metieron a Tejero y a sus guardias en el Congreso.
¿Quiénes se quedaron con el secreto de las grabaciones? Naturalmente que ni durante la instrucción de la causa ni durante el proceso militar de Campamento, nadie se preocupó ni preguntó sobre aquel material. Tan sólo y a modo de esperpento, y ya fuese desde el ministerio del Interior o desde la parcela de Francisco Laína, secretario de estado de seguridad, se filtraron deliberadamente parte de las conversaciones que Tejero mantuvo con su amigo Juan García Carrés, ex jefe del Sindicato de Actividades Diversas durante el régimen franquista.
Las citadas conversaciones, además de evidenciar cierta exaltación y bravuconería por parte de ambos, revelarían que el ex sindicalista transmitió a Tejero algunos datos manipulados e interesadamente falsos para mantener viva su moral. Especialmente cuando el rey cursó instrucciones y órdenes concretas para cortocircuitar los hilos que estuvieron sosteniendo a Tejero en el Congreso durante siete largas horas (hasta la una y media de la madrugada del día 24), y estaba ya completamente aislado. Laína, por su parte, que se presentaría posteriormente muy ufano como responsable de un sui generis «gobierno de secretarios», al que ni el rey ni nadie de la cadena de mando militar hizo el menor caso, fue la persona que llegó a hacer la disparatada propuesta de querer lanzar a los GEO (Grupo Especial de Operaciones) al asalto del Congreso. Por fortuna para todos, tampoco se le prestaría atención alguna en este asunto.
Sí, después del 23 F se difundieron muchas mentiras e intoxicaciones. Pero si el 23 F hubiera triunfado, si hubiera conseguido su objetivo de salir adelante con el gobierno excepcional de coalición –algo sin precedentes en la historia de España-, entonces habría tenido muchos patrocinadores, muchos impulsores y muchas explicaciones comprensibles, plausibles y hasta justificadoras. Pero fracasó, aunque no en su totalidad, porque pese a su manifiesto fracaso, mantuvo durante casi veinticinco años los efectos visibles del «golpe de estado psicológico» entre la clase política, que a fin de cuentas era la gran responsable de la crisis institucional y del colapso político que se vivió a lo largo del bienio 1979-1980. Y plenamente descarnado durante el otoño-invierno de 1980-1981.
Con tales antecedentes las preguntas deben ser estas dos: ¿Con qué grado de certeza podemos afirmar que el rey Juan Carlos supo con antelación lo que iba a suceder la tarde del veintitrés de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados? ¿Y tuvo el monarca conocimiento previo de la operación especial montada, que incluía la violación inicial de la legalidad constitucional, para reconducirla posteriormente hacia un gobierno de concentración nacional con poderes especiales, para que pusiera fin a los disparates gubernamentales de los gobiernos de la UCD; para que frenara el desbordamiento nacionalista, y para que acabara con el terrorismo, con el desbarajuste institucional y con la gravísima crisis del sistema? La respuesta a ambas cuestiones es lo que trataremos de ir desgranando a lo largo de estás páginas.

Y adelanto varias afirmaciones que si bien serán objeto de un análisis y desarrollo posterior, conviene señalarlas ahora. En el veintitrés de febrero de 1981 el rey Juan Carlos fue la clave principal, la pieza fundamental. Antes, durante y después. Todos, absolutamente todos, los que aquel día tuvieron algún grado de participación creyeron sin duda alguna que actuaban bajo las órdenes y los deseos del rey. Así, Tejero entró en el Congreso con el grito de «en nombre del rey», Milans levantó su región militar y dictó un bando decretando el estado de excepción en la misma, ante el vacío de poder originado en Madrid y quedando a las órdenes del rey; el general Armada se cansaría de repetir que «antes, durante y después del 23 F estuve a las órdenes del rey»; toda la cúpula militar de la Jujem (Junta de Jefes de Estado Mayor), el Jeme José Gabeiras (jefe del Estado Mayor del Ejército), y la absoluta totalidad de los capitanes generales y mandos militares, estuvieron a las órdenes del rey y a la espera exclusivamente de sus decisiones.
En un sentido y en otro, todo se hizo en torno al rey. Todo pasó por el rey. Y durante un buen puñado de horas el rey estuvo «a verlas venir». Sin la figura del rey jamás habría habido ni existido 23 F. Quizá otra cosa en otro momento, pero no el 23 de febrero, que fue para lo que fue: un golpe sobre el sistema, tramado, desarrollado y ejecutado desde dentro del sistema para la corrección del propio sistema. Por lo tanto, no es que el rey tuviera conocimiento del mismo, que sí lo tuvo, sino que estuvo absolutamente involucrado en la operación. Ya fuera motu proprio o por dejar hacer. «¡A mí dádmelo hecho!», sería la frase que repetiría en diversas ocasiones a lo largo de 1980 y en las semanas anteriores al veintitrés de febrero de 1981, cuando se le hablaba de la Operación De Gaulle, versus Operación Armada.
Se ha dicho que Don Juan Carlos dudó durante la jornada del veintitrés de febrero. Y es verdad que por momentos le asaltaron muchos temores que hubo de paliar y atajar su fiel secretario Sabino Fernández Campo. Pero el rey estuvo en el 23 F hasta que el tapón que le puso Tejero a Armada en el Congreso, le decidió a desmontar toda la operación. Aquel «A mí dádmelo hecho», fue su respuesta sistemática durante meses; tanto si quien le proponía que había que dar el golpe de timón, era el comandante de estado mayor José Luis Cortina (jefe de los grupos operativos del servicio de inteligencia Cesid), o si se trataba de los militares que recibía en audiencia y le sugerían que algo había que hacer para cambiar las cosas, porque la situación era límite, o si quienes lo hacían eran los responsables políticos gubernamentales o de la oposición socialista, o de Alianza Popular y de Coalición Democrática, o el histórico líder de la Esquerra, Josep Tarradellas. Todos ellos eran partidarios de acabar políticamente con Suárez y de apoyar un golpe de timón, que lo sería de corrección y ajuste de la democracia, con un gobierno de coalición -un nuevo pacto político de la transición- presidido por el general Armada.
El 23 de febrero de 1981 no hubo conspiración militar ni rebeliones de capitanías generales ni de generales ni varios golpes simultáneos, cogido alguno de ellos al vuelo de la improvisación; sino un entramado criptopolítico en el que una vez alcanzado el consenso básico sobre la fórmula gobierno de gestión presidido por el general Armada, que estaba integrado por representantes de todos los partidos políticos, se generó artificialmente un SAM –Supuesto Anticonstitucional Máximo- con la acción del teniente coronel Tejero –quien al final sería el chivo expiatorio-. No se trató de una acción militar masiva, en la que hubieran de intervenir activamente un gran número de unidades. Bastaba con dos generales de reconocido signo monárquico y de probada lealtad al rey Juan Carlos; uno de ellos al mando de una potente capitanía y la exhibición mínima de la fuerza, que forzara alcanzar el objetivo de la aceptación política, pública y social de ese gobierno de integración, que debía resolverse sin derramamiento de sangre ni represión social.
Ese fue el diseño tramado como una operación especial, un golpe institucional, elaborado y ejecutado desde la dirección del servicio de inteligencia –Cesid- para corregir los excesos cometidos por unos gobiernos de centro, y un presidente de gobierno -Adolfo Suárez- a quien se le había escapado el control de la situación política. Y de cuyo desplome se corría el peligro de arrastrar también a la corona en su caída; entre otras cosas, por la manifiesta vinculación personal y de compromiso que el propio rey Juan Carlos había dado a los gobiernos Suárez como gobiernos del rey. Al menos durante el tiempo en el que las sinergias entre ambos funcionaron plenamente.
Después vendría ya el distanciamiento, la pérdida de confianza del rey en Suárez, y el deseo real de quitarse al presidente de encima a cualquier precio y a toda costa. Pero también el 23 F pretendió ser una llamada de atención seria a toda la clase política; a la oposición del Partido Socialista, que en su presión y acoso para derribar a Suárez, no le importaba utilizar atajos peligrosos para alcanzar el poder, e igualmente y de forma muy especial, una manera de enseñar los dientes a los partidos nacionalistas vascos y catalanes, y frenar el suicida desarrollo autonomista, que había que rediseñar y volver a consensuar profundamente.
La salida del régimen autoritario hacia la democracia fue modélica en su etapa inicial. La Ley para la Reforma Política, pergeñada por Torcuato Fernández Miranda desde su atalaya de la presidencia de las Cortes, y entregada a Suárez en agosto de 1976 para su aplicación -«toma estos papeles que no tienen padre por si te sirven para algo»-, sería la que posibilitaría la voladura de las estructuras políticas del franquismo. Y también la tranquilidad de conciencia del monarca que por dos veces había jurado lealtad, y cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del régimen franquista, que por definición de principios eran permanentes, intangibles e inalterables, pero que también dejaban abierta la vía para su propia reforma legal. De ahí que esta ley para la reforma se inscribiera como la octava de las fundamentales, lo que no dejaba de ser toda una ironía.
Durante unos meses trepidantes la sintonía entre el rey, Suárez y Fernández Miranda fue completa hasta poco antes de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. Torcuato presentó su dimisión como presidente de las Cortes dos semanas antes de las elecciones. En sus declaraciones públicas afirmaría que ya había cumplido con lo que se le había pedido. Pero en el fondo era el resultado de sus ya profundas discrepancias con Suárez, que se había desenganchado de su tutela, había eliminado el preámbulo de la ley y modificado partes del texto de la reforma, suprimiendo el Consejo del Reino, entre otras cosas, apostando por la reforma-ruptura acelerada, frente a la reforma-ruptura controlada de Fernández Miranda.
Y porque quizá tan enigmático y circunspecto personaje, que también ambicionaba tener todo el poder, albergara la remota esperanza de que el rey le pidiera que fuese él quien formara gobierno ante un resultado que se suponía iba a ser igualado o incierto entre el centro y la derecha. Luego, el resultado electoral dio el triunfo en minoría al engrudo de siglas que se había articulado alrededor de la Unión de Centro Democrático (UCD), y un fuerte revés a la derecha reformista de Fraga, lo que de hecho suponía en realidad un sorprendente y gran triunfo del Partido Socialista.
Torcuato, que al final terminaría siendo devorado por sus propias intrigas, se fue distanciando con rencor de Suárez y con melancolía del rey hasta que murió amargado en Londres en 1980. Antes de fallecer en el más absoluto de los ostracismos, a quien le quería escuchar, que ya eran pocos, no se cansaba de repetirles que había que «repristinar» la situación política, volver a los orígenes, porque era una «locura jugar a la ruptura». Una cosa era llevar a cabo la destrucción de las Leyes Fundamentales y de toda la estructura del estado franquista, que era el proyecto de la corona, para integrar a la izquierda en el nuevo estado democrático, y otra muy diferente iniciar un camino sin saber hacia donde se quería ir. Entre el rey y Suárez había surgido un mutuo encantamiento por el estilo osado de hacer política del presidente, lo que en el fondo encantaba al rey, pues era lo que él anhelaba también. Y Suárez alardeaba de que «tengo al rey en el bote», y además ya era un presidente legitimado democráticamente por las urnas.
Aquel fue un tiempo mágico que se tradujo en la improvisación y la aventura, con momentos muy graves y delicados como el de la legalización del Partido Comunista. Y no tanto por la legalización en sí, sino por la forma como se llevó a cabo. En los primeros días de septiembre de 1976, y a iniciativa suya, el presidente mantuvo una reunión con toda la cúpula y mandos militares para explicarles el alcance de las reformas que se proponía acometer, y en la que les aseguró y prometió que no se legalizaría a los comunistas. Siete meses después, durante la Semana Santa de 1977, Suárez cambiaría de criterio inscribiendo de improviso y sorpresivamente para casi todos al Partido Comunista de Santiago Carrillo en el registro de partidos políticos.
Aquel 9 de abril, que pasaría a la historia como el sábado santo rojo, el presidente Suárez y el vicepresidente Gutiérrez Mellado se ganaron el distanciamiento y la inquina de la práctica totalidad de las fuerzas armadas, que hasta aquel momento estaban dispuestas y se habían comprometido a colaborar con el proceso de reformas políticas. Pero la legalización del PCE no tendría nada que ver con el 23 F, ni como precedente ni como inicio ni como puesta en marcha de supuestas conspiraciones militares contra Suárez y sus políticas. Valgan estas líneas como un apunte, pues este asunto tendremos tiempo de desarrollarlo más adelante.
Poco después de las primeras elecciones democráticas, diversas personalidades vinculadas con sectores liberales, con el reformismo franquista e incluso con el antifranquismo, comenzaron a reunirse al observar con grave preocupación la senda y deriva que tomaba la transición. Se trataba de políticos pertenecientes al gorullo de la UCD y a Alianza Popular; al monarquismo más activo, al mundo empresarial, económico, financiero y a la iglesia. En todo caso, ninguno pertenecía al anclaje de los pequeños reductos del franquismo puro, insignificantes ya en sí mismos. Durante 1977 y 1978 –etapa preconstitucional en la que el rey tuvo casi todos los poderes heredados del dictador- y 1979, mantuvieron asiduos encuentros para buscar fórmulas que atajara el rumbo político emprendido. A partir de 1980 sería ya todo muy diferente; un período de conspiración abierta desde todos los frentes para derribar a Suárez, con Zarzuela a la cabeza como gran impulsora.

Pero antes de ese momento, y pese a estar en el tiempo de la concordia y del pacto constitucional mantenido hasta las elecciones de marzo de 1979, aquellas gentes veían con profunda inquietud las excesivas concesiones otorgadas a los partidos nacionalistas, la articulación de la estructura del estado en una fórmula preautonómica y autonómica sin precedentes ni tradición (para Torcuato Fernández Miranda era de una gravísima irresponsabilidad), y que no sólo podría despertar y acelerar el riesgo separatista, sino que en las comunidades y regiones no sesgadas por la choza nacionalista, podrían llegar a contaminarse de los mismos males. Y transformarse en franquicias de poder federal o cuasi confederal con la institucionalización de un caciquismo de amargo recuerdo.
Aquellos personajes de la nomenclatura del sistema veían nefasta la elaboración de una ley electoral basada en el sistema proporcional, y que si bien en un principio se había previsto que su aplicación fuera provisional, sólo para las primeras elecciones, después se mantuvo primando de manera poco democrática la concentración del voto nacionalista, con el peligro de que si las urnas no otorgaran mayorías absolutas a los partidos de ámbito nacional, esos votos se llegaran a utilizar como un chantaje al poder central en beneficio de objetivos secesionistas. A aquellos hombres les preocupaba una política económica y laboral que asfixiaba el tejido industrial y empresarial, una política exterior que situaba a España más cercana a un tercermundismo ecléctico de los no alineados que al occidente europeo y norteamericano, con quien España debería integrarse, y una falta de respuesta, hasta cobarde e inane, frente al brutal terrorismo de ETA, principalmente.
Esos encuentros se fueron celebrando periódicamente en la agencia de noticias Efe, presidida por el escritor y periodista antifranquista, además de firme monárquico, Luis María Anson; en la sede de los empresarios Ceoe (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), presidida por Carlos Ferrer Salat, o en las casas de los políticos que habitualmente participaban del cónclave, o en diversos restaurantes. El tono general de los encuentros nada tenía que ver con la involución ni contra el desarrollo democrático, ni siquiera tenía un tufo conspirativo, sino que lo era en defensa de la estabilidad democrática. Además de Ferret Salat y Anson, solían acudir políticos de la nueva derecha; como Salvador Sánchez Terán, José Luis Álvarez, Alfonso Osorio o Landelino Lavilla; y de la derecha clásica, como Manuel Fraga o Gabriel Elorriaga; banqueros, como Carlos March, Emilio Botín Sanz de Sautuola y López, Alfonso Escamez, Luis Valls Taberner o Rafael Termes, entre otros muchos más.
Y junto a ellos se sentaban varios oficiales del servicio de inteligencia como el capitán José María Peñaranda y Algar, el comandante José Faura Martín, responsable de la división interior del naciente Cesid, y en ocasiones, hasta el general José María Bourgon, primer director del Cesid. El espíritu de consolidación monárquica que presidía esas reuniones no podía ir contra el rey, pero sí contra Suárez y contra su forma de dirigir la transición, que algunos ya predecían que sería hacia la deconstrucción nacional para hacer de España un país inviable y un sistema fallido. Por eso querían que se fomentara una corriente de opiniones hacia el rey para que cambiara de jefe de gobierno antes de que la corona viera diluidos sus poderes al sancionar la constitución. El objetivo de aquellos hombres trataba de blindar a la corona de los graves riesgos que podía correr el joven rey demócrata, que por su juventud, bisoñez y acentuado espíritu aventurero, había depositado en quien decía de sí mismo que era un «chisgarabís» de la política, la delicada conducción y asentamiento de la democracia.
La errática elección de hacer el tránsito hacia la democracia sobre modelos irreales e inventados, y sostenidos con enormes dosis de improvisación, alarmaba por entonces a hombres de gran experiencia política, como a José María Gil Robles, el veterano líder de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). A finales de octubre de 1978, días antes de que el Congreso y el Senado aprobaran el proyecto constitucional y, naturalmente, éste se sometiera a referéndum y posterior sanción, preconizaba para un futuro no muy lejano cierta amenaza de golpe militar: «si continúa el estado de cosas actual es posible que se haga inevitable»; o la visión del presidente Joseph Tarradellas, quien poco antes de traspasar el poder de la Generalitat a Jordi Pujol, se manifestaba de esta forma tan clarividente: «estoy convencido de que es inevitable una intervención militar… Las autonomías no constituyen una solución para España… Nuestro país afronta la cuestión del País Vasco, que, para mí, es dramática».
Los informes y minutas que el agente del Cesid José María Peñaranda redactaba de los encuentros los elevaba a sus jefes directos del servicio, quedando registrados como materia reservada en los archivos del centro de inteligencia. El resultado práctico de aquellas reuniones fue la elaboración y redacción de un plan de actuación denominado «Operación De Gaulle». Estaba firmado por los oficiales José María Peñaranda y José Faura Martín, con el visto bueno y aprobación del director del centro, el general José María Bourgón. Aquel plan operativo surgió como una consecuencia lógica de lo que se exponía y hablaba en alguna de las reuniones coordinadas por Luis María Anson. Los agentes del Cesid y su director general lo hicieron suyo.
Y así se redactaría; como una operación especial del servicio de inteligencia, es decir, que la «Operación De Gaulle» no fue redactada por una sugerencia externa al servicio, sino por una decisión interna del propio Cesid. Básicamente, la «Operación De Gaulle» exponía que si la transición política en España llegara a precipitarse por caminos sumamente peligrosos para la estabilidad de la corona y de la democracia, se debería aplicar el modelo o la forma de cómo la IV República Francesa eligió al general Charles De Gaulle jefe de gobierno y posteriormente Presidente de la V República. Con ello, el ejército y la clase política francesa evitó el riesgo de una guerra civil, a consecuencia de una confrontación inminente y real que existía entonces en Francia a causa de la independencia de Argelia. Desarrollaré este último punto en el capítulo IX.
Roto el período de consenso tras las elecciones de marzo de 1979, el Partido Socialista iniciaría una durísima oposición de cerco, acoso y derribo a Suárez, con un punto de inflexión en la moción de censura de mayo de 1980. Todos recuerdan, porque se vivió en directo por televisión, como en ese momento el presidente se quedó petrificado en su escaño y no fue ni siquiera capaz de salir a la tribuna de oradores para defenderse. Suárez recibió un dardo envenenado, una bomba de efecto retardado que provocaría la ruptura definitiva en UCD y su certificado de defunción a corto plazo. Al presidente ya no le llovían críticas únicamente desde los sectores cercanos de la derecha, el centro, o incluso desde el mismo seno del conglomerado aberrante de aquel centrismo cazado a lazo para instalarlo en el poder.

A lo largo de 1980 la conspiración abierta contra Suárez fue absoluta. Se le abrió un fuego cruzado desde todos los frentes, estamentos e instituciones, que fueron transformando a Adolfo Suárez en una caricatura de sí mismo, en un autista encerrado en el búnker de La Moncloa al cobijo y calor de unos pocos y reducidos leales. España tenía un presidente que había llegado a repeler el Parlamento y los usos y normas de la democracia. «Suárez no soporta más democracia, ni la democracia soporta más a Suárez», señalaba un por entonces vitriólico Alfonso Guerra. Aquel joven seductor de no hacía mucho tiempo, había dejado de ser el mágico muñidor del sistema para convertirse en un grave problema para la democracia. Y lo que personalmente para el rey era más serio, para la propia seguridad y estabilidad de la corona.
Las sinergias de encantamiento entre el rey Juan Carlos y Suárez hacia un tiempo que se habían roto. El riesgo de una gravísima crisis del orden político establecido acechaba. Felipe González declaraba alarmado que estaban encendidas las luces rojas del estado. Fraga escribía al rey pronosticando una próxima crisis institucional que podía barrer a la misma corona. En ese marco, en esos instantes, en esos momentos, ante tal cúmulo de hondas preocupaciones, fue cuando la dirección del Cesid decidió desempolvar la «Operación De Gaulle» y ponerla sobre la mesa. Había permanecido guardada en estado latente desde hacía un año, y aquel momento se presentaba como el mejor remedio y como la solución más adecuada para tan crítica situación.
Es cierto que bien se pudo escoger otra fórmula u otra solución; como el golpe que la cúpula militar turca dio en septiembre de 1980 y que llevó a la Jefatura del Estado al general Kenan Evren. Sobre aquel acontecimiento el coronel Federico Quintero, agregado militar en Ankara, elaboró un meticuloso informe en el que reflejaba un cierto paralelismo entre la situación de Turquía y de España, por si podía servir como modelo de aplicación. Pero el modelo que se escogió fue la «Operación De Gaulle», sobre la que responsables del Cesid pondrían en antecedentes al rey Juan Carlos en la primavera de 1980, y con todo detalle durante el verano de dicho año. El jefe de los grupos operativos del Servicio de Inteligencia, José Luis Cortina, no era solamente un inteligente y astuto comandante de estado mayor, sino un íntimo colaborador del secretario general del mismo, teniente coronel Javier Calderón, de quien tenía toda su confianza y complicidad, lo cual le permitía actuar con carta blanca y sin reserva alguna.
Pero además, y he aquí un dato importantísimo, José Luis Cortina había sido compañero de promoción –la XIV- del rey Juan Carlos en la Academia General Militar, estableciéndose desde entonces entre ambos una estrecha relación de amistad y confidencialidad. Aquello convertía al comandante Cortina en uno de los hombres más fuertes e importantes del Cesid. Sus visitas a Zarzuela eran fluidas y periódicas. No necesitaba solicitar audiencia previa para ver al rey, dato que en su día me confirmaría el general Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa del Rey y posteriormente jefe de la misma. El mismo comandante Cortina reconocería que durante el mes de febrero de 1981 había visitado al rey en el palacio de La Zarzuela once veces. ¡Nada menos que once veces en los días previos al golpe! Ninguna de sus entradas quedaría registrada en el control de visitas. Por eso no tendría nada de extraño que el rey visitara un día de verano de 1980 la sede de la plana mayor de los grupos operativos del Cesid, y que por ese espíritu aventurero con el que se había forjado la personalidad de don Juan Carlos, se prestara a camuflarse al pasar el control del edificio para evitar ser reconocido.
Cortina informaba al rey –aunque no era el único- de reuniones de generales, de coroneles juramentados, de otras iniciativas incontroladas del estilo Tejero, que iba por libre, que hacían imprescindible la puesta en marcha de una operación que neutralizase y recondujera la situación. Esos términos «reconducir» y «reconducción», que también utilizará el rey después con profusión, eran igualmente de su cosecha. Al rey se le dibujaba un panorama muy grave en el ámbito militar que era deliberadamente exagerado, pero que conseguía el objetivo de que anidara en el ánimo del monarca una honda inquietud. Al igual que en la cúpula de los partidos políticos, de la nomenclatura del sistema y de los medios de comunicación.
Sí, es cierto, había una profunda irritación en las salas de banderas de los cuarteles, un fuerte malestar; se hablaba gráficamente de un ejército en estado de cabreo, de ruido de sables, y se publicaban aceradas críticas en los periódicos, como las de Milans del Bosch desplegadas a toda portada en Abc a finales de septiembre de 1979: «El balance de la transición no presenta un saldo positivo». Todo aquello hacía un magma necesario y útil. Pero no había conspiración militar, aunque de boquilla proliferaran todo tipo de conspiraciones militares. Las fuerzas armadas en su conjunto eran el mejor seguro del rey, contaba con su plena lealtad y apoyo, porque fundamentalmente así lo había expresado Franco, su comandante en jefe, en su última voluntad, en su testamento, y el ejército lo había recibido como su última orden.
Decidida la puesta en marcha de la «Operación De Gaulle», la dirección del Cesid comenzó a fomentar la mejor imagen del general Armada entre sus compañeros de milicia, entre los dirigentes de los partidos políticos y demás instituciones. Los responsables de Alianza Popular eran viejos conocidos y de la máxima confianza de los jefes del Cesid, pues no por casualidad habían sido ellos; Javier Calderón, los hermanos Cortina, Florentino Ruiz Platero, Juan Ortuño y otros responsables de la inteligencia nacional, los que al final del franquismo habían puesto los mimbres del partido reformista de Fraga bajo la tapadera de las siglas Godsa (Gabinete de Orientación y Documentación, Sociedad Anónima), de cierto tamiz esotérico. Las conversaciones con Fraga, con Gabriel Elorriaga y con muchos otros, fueron frecuentes. Y el apoyo a la fórmula ofrecida total.
También la cúpula socialista se mantuvo muy atenta a todo lo que se cocía y con antenas abiertas con el Cesid. Calderón y Cortina llegaron a transmitir muy exageradamente los riesgos de un posible golpe militar a los miembros de la ejecutiva socialista Enrique Múgica, Luis Solana e Ignacio Sotelo, entre otros, asumiendo todos la conveniencia de apoyar la formación de un gobierno constitucional de concentración nacional presidido por el general Armada. En la cúpula del PSOE el riesgo golpista se retroalimentaba barajándose el rumor de que se estaba organizando un golpe que sería protagonizado por varios tenientes generales con mando en varias capitanías, otro de posibles mandos intermedios, y uno más que calificaban como el «golpe de la banda borracha». Esos rumores también proliferaban por casi todos los medios, pero en absoluto se correspondían con la realidad.
Sin embargo, los dirigentes del PSOE, con González a la cabeza, quisieron hacer llegar esa inquietud al secretario de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo -y de él al monarca- durante un almuerzo que celebraron en el otoño de 1980. A Sabino, que negaría tener información alguna sobre posibles golpes, le presentaron un análisis de la situación política pavoroso; la UCD se hallaba en el más puro desconcierto, se estaba descomponiendo y sumida en un absoluto caos, Suárez gobernaba bajo una extrema debilidad, y el momento no aguantaba hasta las próximas elecciones, le aseguraba González.
Pero en el fondo lo que los dirigentes del Partido Socialista querían transmitir al secretario del rey es que el PSOE estaba dispuesto a participar activamente en un gobierno de coalición siempre que fuese constitucional o que se consiguiera hacer ‘pasar’ como tal, y en el que participasen todas las fuerzas políticas democráticas, si con ello se evitaba la involución. Los socialistas aceptaban la figura del general Armada como presidente de dicho gobierno, al tiempo que le aseguraban a Sabino, que conocían bien el desánimo que el rey sentía por el presidente Suárez, que se había cansado de él y que conocían que había personas con fácil acceso al monarca que le estaban «calentando la cabeza» sobre el inconveniente Suárez y la necesidad de buscar un sustituto a través de una moción de censura o bien provocando su dimisión.
Para Felipe González el momento estaba llegando a ser límite: «El país –afirmaba- es como un helicóptero en el que se están encendiendo todas las luces rojas a la vez. Estamos en una situación de grave crisis y de emergencia. Es hora de que el gobierno y Suárez se percaten de ello…Esto no aguanta más.» Por eso no resultaría nada extraño que una vez confirmada la figura del general Armada para presidente del gobierno de concentración en el famoso almuerzo de Lérida, la nomenclatura del Partido Socialista se dedicara desde ese momento y hasta poco antes del veintitrés de febrero de 1981, a promover entre los líderes de los demás grupos políticos la fórmula del «gobierno de gestión más un general».
Por su lado el monarca fue recibiendo en audiencia uno a uno a los jefes de partido de la oposición. A todos les transmitía que ante la gravedad del momento, estaba dispuesto a utilizar el mecanismo de arbitraje y moderación, que de forma muy confusa le facultaba la Constitución. González comunicaría al rey que el desgobierno de la UCD estaba arrastrando a España al caos y era necesario adelantar las elecciones o, en todo caso, estudiar la formación de un gobierno de gestión, sin Suárez, con un independiente a su cabeza. Fraga, que ya había escrito al rey una larga y meditada carta sobre tan grave momento, le dijo que Madrid era un rumor constante de un próximo golpe, y que él estaba convencido de que si no se atajaba de inmediato la situación, si no se evitaba la «tentación de uno de esos bandazos y radicalizaciones tan frecuentes, por desgracia, en nuestra historia… vamos a vivir una grave crisis de Estado que puede afectar a la corona de la que, naturalmente, será responsable Suárez».
En esos momentos de nada le valía ya al presidente denunciar que «conozco la iniciativa del PSOE de querer colocar en la presidencia del gobierno a un militar. ¡Es descabellado!» Suárez cada vez más desprestigiado y aislado políticamente, era un hombre apestado y de hecho un cadáver político. La situación que se vivía entre la clase política y las instituciones en el otoño de 1980 en medio de tan profunda crisis era de vacío de poder.
La fórmula gobierno de coalición presidido por el general Armada había cuajado ampliamente entre toda la clase política y la nomenclatura del sistema, aunque por el momento se mantuviera tapado el nombre de quien sería el próximo presidente. De ahí que no tuviera nada de extraño que el propio Sabino confirmara en círculos militares y civiles restringidos que «habrá próximamente un gobierno de concentración presidido por el general Armada». Y que aquel hombre se sintiera ungido por todas las instituciones que le habían dado su apoyo. Armada era un hombre bendecido. La campaña de imagen propulsada desde el Cesid había funcionado tan bien que hasta el propio rey Juan Carlos pocos días antes del 23 F le dijo con admiración a su hombre-solución: «todo el mundo me habla maravillas de ti. ¿Cómo lo haces?»
El general de división Alfonso Armada Comyn no era un hombre cualquiera. Su firme raíz monárquica la había recibido de sus antepasados. Su padre, Luis Armada y de los Ríos-Enríquez, formó parte del pelotón de Alfonso XIII. Y él mismo fue ahijado de bautismo de la reina María Cristina. Durante 23 años había estado junto a Don Juan Carlos; como preceptor, siendo príncipe; después, como secretario general de la Casa del Rey. Y si en el otoño de 1977 tuvo que dejar su servicio directo en Zarzuela fue por el precio exigido por Suárez, quien en su soberbio endiosamiento no admitía que nadie pudiera enturbiar su encandilada relación con el monarca y, mucho menos, criticar sus acciones de gobierno. Y Armada lo hacia. Pero nunca dejó de estar cerca del rey, de ser sus ojos y sus oídos entre la familia militar, y de informarle personalmente o con documentos de la situación, de la marcha de las cosas; ya fuese desde su destino en el Cuartel General del Ejército en Madrid o desde Lérida como gobernador militar de la plaza y jefe de la División de Montaña Urgell. Así se lo había pedido el rey en persona y, oficialmente, por escrito.
En 1980 Armada seguía manteniendo con el monarca una fluida relación de absoluta confianza y lealtad, que le permitía entrar y salir de Zarzuela cuando quisiera, sin necesidad de tener fijada audiencia previa. Era mucho más que un consejero áulico. Y sería a ese hombre leal a quien el monarca trasmitiría sus profundas amarguras y preocupaciones por la deriva de una situación política que podía poner en peligro la corona. De ello le hablaría en numerosas ocasiones en Zarzuela y en la residencia invernal de La Pleta en Baqueira. El rey le diría que él tenía razón, que las cosas con Suárez se habían desquiciado gravemente, que el desarrollo autonómico que el presidente había abierto era suicida para España, que todo se resquebrajaba, que los líderes de los partidos no pensaban más que en su propia conveniencia e interés partidista, y que no veía voluntad política en el presidente para querer enderezar la situación. Una situación muy peligrosa para la monarquía, que podía ser barrida si las cosas se desbordaban o estallaban.
Y la reina Doña Sofía le diría que él, Alfonso Armada, era el único que les podía salvar. Y el rey le pediría que hablara con Milans del Bosch, que hablara con sus leales soldados, con aquellos que podía contar de verdad, y le pediría que si algo se estaba poniendo en marcha, algún movimiento, que entonces había que atajarlo, controlarlo y reconducirlo. Y el general Armada, que hablaba periódicamente con su amigo Jaime Milans del Bosch, capitán general de la III Región Militar (Valencia), llegaría a reunirse con él varias veces entre el otoño de 1980 y el invierno de 1981. En esos encuentros le transmitiría las graves preocupaciones de los reyes, y le solicitaría que por su prestigio militar en el ejército, impusiera su autoridad si se estaba formando o preparando algo. También le anunciaría que como primera medida de alcance el rey quería nombrarlo segundo jefe del ejército y traerlo a Madrid, pese a la viva oposición que seguía mostrando Suárez, sobre quien estaba buscando todas las formas posibles de presionarlo para que dimitiera («hay que ver, Arias fue todo un caballero cuando le pedí la dimisión, en cambio Suárez se resiste a toda costa», se quejaba el rey). Y Armada hablaría a Milans de la «Operación De Gaulle» la fórmula que la dirección del Cesid le había expuesto para reconducir la situación con la formación de un gobierno de concentración nacional que sería aceptado por todos los partidos y del que él sería el presidente y Milans el de la junta de jefes de los ejércitos.
Para entonces la forma de sacar adelante el gobierno de concentración mediante la aplicación de la «Operación De Gaulle» era algo ya completamente decidido. Tan sólo hubo una variante que se estimó durante un corto período de tiempo, pero que muy pronto se desechó. Ésta consistía en la posibilidad de presentar una segunda moción de censura contra Adolfo Suárez, que sería apoyada por la práctica totalidad de los diputados, incluidos los de los sectores de la UCD enfrentados al presidente. Sobre éste ya se ejercía una tremenda presión mediante círculos concéntricos; desde la jerarquía eclesiástica, la confederación de empresarios, los círculos financieros, el sector de la banca, el ejército, los partidos políticos y los medios de comunicación. El guión de la moción de censura se basaba en un informe elaborado por el catedrático de Derecho Administrativo Laureano López Rodó, autor también de otro informe redactado en 1979, que plasmaba, según su criterio, la inconstitucionalidad de los estatutos de autonomía vasco y catalán, y el disparatado desarrollo autonómico escogido por Adolfo Suárez como vía de descentralización del estado. Ambos informes Alfonso Armada se los había enviado al rey por conducto de Sabino.

Pero para los instigadores en el Cesid de la «Operación De Gaulle» esta vía no resultaba convincente y rápidamente quedó desechada. El asunto no era tanto la formación del gobierno de concentración ni la figura del general Armada, sobre lo que ya había pleno consenso, sino que la implantación de tal gobierno excepcional debía venir a través de una seria advertencia militar, de un amago, que hiciera reconsiderar a la totalidad de la clase política su frívola actuación, como así se valoraba, y que especialmente enseñara los dientes a las apetencias sin freno de los partidos nacionalistas, que ya se habían montado en el caballo de la secesión. Además había que corregir el camino andado de las autonomías modificando ese título en la Constitución y dar una dura respuesta al atroz terrorismo de Eta. En suma, reforzar el estado y la corona.
Y para que todo eso se llevara a cabo sin cortapisas ni zancadillas políticas, se debía hacer con la aceptación voluntaria, sin reservas ni recelos de los políticos, ni de los sectores institucionales más fuertes ni de la sociedad ni de los medios de comunicación. Con la colaboración y aceptación de todos de un gobierno que actuaría con poderes especiales y sin control formal del Parlamento durante dos años. Aquel era el tiempo que restaba de legislatura. Luego, tras el trabajo hecho, se convocarían nuevas elecciones que, previsiblemente, darían el triunfo absoluto al Partido Socialista. Pero con una nueva oposición reestructurada de centro derecha bajo los populares y la dirección de Manuel Fraga. Para todo eso era para lo que se había decidido aplicar la «Operación De Gaulle»; de ahí, que una vez que Adolfo Suárez presentó su dimisión a finales del mes de enero de 1981, su puesta en marcha ni se retrasó ni se improvisó, sino que se aceleró.
Una vez encajadas todas las piezas de la puesta en marcha de la operación, a la dirección del Cesid y a quienes estaban en el secreto de la trama, les faltaba aún el apoyo exterior, elemento imprescindible con el que había que contar, para que el gobierno formado tras el amago militar fuera aceptado internacionalmente, y la operación triunfara en todos los sentidos. Para ello se puso en antecedentes a las cancillerías de los Estados Unidos y del Vaticano, eje diplomático sobre el que basculaba la política exterior de España desde los tiempos del franquismo. El rey tuvo conocimiento de estas discretas gestiones por el general Armada y el comandante José Luis Cortina. Éste, siempre muy activo, se reuniría no sólo con su homólogo de la Cia en España, Ronald Edward Estes y con otros espías ‘volantes’, sino también con el embajador norteamericano en Madrid, Terence Todman, y con el nuncio del Vaticano monseñor Innocenti. Y el general Armada también se entrevistaría a mediados de febrero de 1981 con el embajador Todman y con el nuncio Innocenti para explicarles el sentido y alcance de la operación y garantizarles que la misma se hacía con el conocimiento del rey.
No hay un dato preciso para poder afirmar que el rey, por su parte, utilizara para este mismo cometido a su embajador volante Manolo Prado y Colón de Carvajal. Pero dados los antecedentes de sus gestiones discretas anteriores, y la tutela que Estados Unidos ejerció sobre el monarca siendo príncipe, y en los primeros años de la transición, es algo no descartable que veremos con más detalle en el capítulo VI. El envite que tanto la corona como España se jugaban era muy fuerte. En todo caso, a ambos –Estados Unidos y Vaticano- se les aseguró que la acción pretendía una salida institucional necesaria si no se quería correr el riesgo de meter al país en el laberinto del pasado. Dicha acción no sería traumática ni cruenta, y era para salvar el sistema, la democracia, reforzar la monarquía y fortalecer el régimen de libertades. En tal solución participaban y estaban de acuerdo diversos líderes de los partidos políticos más importantes para formar un gobierno de salvación nacional que presidiría el general Armada, y que contaría con el pleno apoyo del ejército, que era un defensor a ultranza de la corona, evitándose así el riesgo de un hipotético golpe de involución.
Tanto los nuevos vientos que llegaban de Washington como de Roma se mostraron propicios. El presidente Ronald Reagan era firme partidario de poner fin a la época de distensión de Carter y de endurecer la guerra fría frente a la Unión Soviética, reforzando las áreas de la influencia norteamericana en el cercano y medio oriente, y principalmente en el Mediterráneo. Para ello resultaba vital que España se integrara en la OTAN, a lo que Suárez había ido dando largas jugando a un tercermundismo que desagradaba a los norteamericanos. Para éstos el ingreso de España en la Alianza Atlántica era un elemento determinante en el diseño de la seguridad estratégica de los aliados en el sur de Europa. Bien fuera con la administración demócrata de Carter, y más acentuado aún con la republicana de Reagan.
Ya desde antes de su coronación, el rey Juan Carlos había buscado la tutela norteamericana para dar los primeros pasos desde el régimen autoritario hacia el democrático. Ante cualquier cambio fundamental en la política interna el rey esperaba siempre contar con el apoyo de los Estados Unidos. Así lo hizo cuando se propuso cesar a Arias y nombrar a Suárez. Semanas antes de tomar esa decisión el rey Juan Carlos viajó a Norteamérica para consultarlo con Ford y Kissinger y regresar con su aceptación, pese a que el cese de Arias no era del total agrado del secretario de Estado Kissinger. También la elección de Juan Pablo II como nuevo Papa facilitaría las cosas para una buena comprensión del Vaticano, lo que se confirmaría con la llegada del nuevo nuncio, monseñor Innocenti. A lo que habría que sumar la agria ruptura del pacto entre la jerarquía eclesiástica y Suárez por el proyecto de Ley de Divorcio.
La inesperada dimisión de Suárez precipitaría la «Operación De Gaulle». Ésta estaba prevista para el mes de marzo, cuando «florecen los almendros» (tendremos tiempo más delante de hablar sobre el enigma del colectivo «Almendros»). La aplicación de esta operación no podía ser un calco fiel de la que se desarrolló en Francia en 1958 para evitar el riesgo de guerra civil a causa de Argelia. Aquí faltaba el elemento objetivo que justificara la acción. Ni había riesgo de confrontación social, pese a la difícil situación de paro y de crisis económica, ni el brutal terrorismo de Eta o el proceso pseudo revolucionario que se trataba de impulsar en el País Vasco, eran causas suficientes. De ahí que los estrategas del Cesid tuvieran que inventarse artificialmente un Supuesto Anticonstitucional Máximo (SAM), un golpe de mano provocado por los mismos actores que inmediatamente después ofrecerían una salida a la ilegalidad cometida, con la oferta de formar un gobierno ‘constitucional’, que corrigiese el atropello perpetrado, reconduciendo nuevamente la situación hacia la normalidad democrática.
¡Y que mayor violación de la legalidad constitucional que el asalto y secuestro del gobierno y de todo un parlamento! Y aquí un breve inciso. Si se hubiera querido hacer de otra forma, el momento adecuado y óptimo de proponer el gobierno de concentración presidido por el general Armada habría sido durante las conversaciones abiertas por el rey para designar nuevo candidato a la presidencia del gobierno. UCD estaba en plena descomposición interna. Modificar el acuerdo del Congreso de Palma de Mallorca en el que salió elegido candidato Leopoldo Calvo Sotelo, hubiera sido sencillo, ya que para nadie era una alternativa viable. Ni solución su designación en un gobierno monocolor que, a la postre, sería más de lo mismo; por el contrario, el gobierno del general Armada contaba con el consenso y el apoyo de todas las fuerzas políticas, y su candidatura se hubiera aceptado unánimemente. Pero no era así como se habían decidido las cosas en el ánimo de los estrategas de la operación. Para conseguir los objetivos trazados era necesario servirse, una vez más, del amago militar y de la exhibición de la fuerza, aunque ésta fuese mínima.
El teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina fue la persona seleccionada y captada por la dirección del Cesid para ejecutar el SAM. Desde el inicio de la transición Tejero había mostrado abierta y públicamente su posición crítica al desarrollo de la misma, y en general hacia los poderes gubernamentales, marcando un punto de inflexión con la Galaxia. Aquello no fue más que una serie de conversaciones, que desde el otoño de 1978 Tejero venía manteniendo con otros oficiales de la guardia civil y de la policía armada, con el fin de preparar un golpe de mano para asaltar el palacio de la Moncloa. El plan era absolutamente descabellado y sin sentido, y el Cesid lo desbarató inmediatamente.
Tejero fue detenido, juzgado y condenado a siete meses de prisión, al considerar el tribunal militar que aquel intento no pasaba de ser más que un proyecto de intenciones en su fase inicial, siendo calificado como una «charla de café». Pero Tejero, por sus propias características, tenía el perfil ideal, a juicio de los responsables del servicio de inteligencia, para llevar a cabo el Supuesto Anticonstitucional Máximo; era partidario de dar un golpe, muy crítico con el sistema, y mostraba su admiración y respeto hacia el régimen anterior. Además, poseía una notable capacidad de liderazgo, dotes de mando, arrojo, valentía, temple y sangre fría demostrados durante el tiempo que estuvo al frente de la lucha antiterrorista en Vizcaya, por lo que muchos jefes, oficiales y números de la guardia civil lo admiraban. Tejero era un tipo respetado y querido en el cuerpo.
Desde noviembre de 1979, fecha en la que salió de prisión, Tejero fue vigilado de cerca por agentes de la Aome (Agrupación Operativa de Misiones Especiales), la división más activa y autónoma del Cesid, dirigida por el comandante José Luis Cortina. También desde la misma unidad, el Cesid tuvo puntual información de las dos reuniones de la calle General Cabrera a las que asistió Tejero y en las que éste expuso su plan de asalto del Congreso, al igual que las conversaciones que mantuvo con diferentes capitanes de la guardia civil para reclutar la fuerza asaltante. La dirección del Cesid conocía perfectamente los planes del teniente coronel para tomar el Congreso de los Diputados y, por lo tanto, lo pudo neutralizar en cualquier momento. Pero no era eso lo que interesaba. Por el contrario, el progolpismo de Tejero, que fuera precisamente él quien estaba per se decidido a actuar, servía y encajaba perfectamente en los planes de los instigadores de la trama de la «Operación De Gaulle» para alcanzar su objetivo: la reconducción de un golpe inducido para llevar al general Armada a la presidencia del gobierno. De forma ‘constitucional y democrática’.
Tejero sería el SAM de la operación y lo que había que hacer con él era, por un lado, tenerlo controlado y, por otro, abrirle una autopista hacia el Congreso; es decir, meterlo en el Congreso de los Diputados. Para ello en el otoño de 1980, el capitán Francisco García Almenta, segundo de Cortina en la Aome, creó el SEA (Servicio Especial de Agentes), una unidad secreta y autónoma dentro del Cesid, con la misión de ir preparando el terreno para facilitar a Tejero su objetivo. Más adelante, Cortina ordenaría al capitán Vicente Gómez Iglesias que cerrara filas junto a Tejero. Iglesias era el jefe de una de las cuatro secciones operativas de la Aome. Se trataba de un oficial inteligente y brillante, con una espléndida hoja de servicios, que había estado a las órdenes de Tejero en la lucha contraterrorista en el País Vasco. Iglesias mandó la compañía de Eibar cuando Tejero fue el jefe de la comandancia de Guipúzcoa. Allí fue donde se fraguó entre ambos una estrecha relación de amistad y de confianza, a lo que además se sumaba la excelente relación de vecindad y cercanía entre sus respectivas familias. Al objeto de estar lo más cerca de Tejero y facilitarle las cosas, Gómez Iglesias se apuntó por orden directa de Cortina a un curso de tráfico de la guardia civil una semana antes del 23 F.
La «Operación De Gaulle», que desde la dirección del Cesid se puso en marcha el veintitrés de febrero de 1981, estaba estructurada en dos fases, y dentro de la primera en dos subfases más. La primera fase fue la ejecución del SAM: asalto al Congreso interrumpiendo la votación de investidura del candidato Leopoldo Calvo Sotelo, reteniendo al gobierno y a los diputados, hasta recibir las órdenes posteriores de la autoridad competente, militar, por supuesto, que facilitaría la resolución de la operación, según los objetivos propuestos. Esta fase fue la puesta en escena de la violación de la legalidad, elemento imprescindible para que saliera adelante la oferta posterior de un gobierno ‘constitucional’, y se pudiera reconducir la situación hacia la legalidad democrática. Tejero la ejecutó de forma brillante, como si de manual de golpe de mano se tratara, y casi a la perfección si no hubiera sido por lo tiros de intimidación al techo del hemiciclo y el penoso incidente del intento de derribar al vicepresidente Gutiérrez Mellado.
Tanto Cortina como Armada, en las órdenes e instrucciones previas que dieron a Tejero, en lo que más hincapié hicieron, fue en que la toma del Congreso tenía que ser limpia, sin derramamiento de sangre. Lo que así llevó a cabo. Y si lo tiros crearon un sobresalto inicial -dramático en todos los lugares, y de sorpresa en aquellos en los que se seguía en complicidad, «eso no es lo que estaba previsto»-, fue porque no se sabía hacia donde habían ido dirigidos, y si habían alcanzado a alguien. Pero en cuanto los primeros observadores enviados al Congreso y los que previamente ya estaban en él, confirmaron que no había heridos ni daños físicos, se volvió a la tranquilidad siguiendo adelante con la operación (hay que tener en cuenta que si bien los disparos se oyeron por la radio en directo, las imágines de televisión con la entrada de Tejero; «¡quieto todo el mundo!», «¡al suelo!, ¡al suelo!», las ráfagas de ametralladora hacia el techo y el lamentable atropello sobre Gutiérrez Mellado, no se pudieron ver hasta el mediodía del 24, una vez fracasado el golpe y liberados los diputados).
El siguiente paso fue el bando dictado por Milans estableciendo el estado de excepción en su Capitanía General, «ante los acontecimientos que se están desarrollando en estos momentos en la capital de España y el consiguiente vacío de poder… hasta tanto se reciban las correspondientes instrucciones que dicte S. M. el Rey». Lo que Milans ejecutó a la perfección sacando unos grupos tácticos y operativos mecanizados por las calles de Valencia y por otras ciudades de su región, sin que se registrara el más mínimo incidente. Esto fue seguido en Madrid con las órdenes que el general Juste, jefe de la División Acorazada, firmó y autorizó para que salieran algunos regimientos y unidades al objeto de ocupar diversos objetivos en Madrid. Lo que parcialmente se llevó a cabo con la ocupación de los estudios centrales de Radio Televisión Española durante algo más de una hora.
Luego, todas las unidades regresaron a sus cuarteles, tras la contraorden dada, entre otros, por el propio general Armada, donde permanecerían acuarteladas en fase de alerta. Estos dos pasos –Valencia y Madrid- serían las dos subfases de la primera, y el fin de las mismas era apoyar y sostener la acción de Tejero, y que si bien en el caso de la División Acorazada no llegó a completarse plenamente, no supondría contratiempo serio alguno para el objetivo final de la operación.

La segunda fase se inició con la entrada en escena del general Armada. Él mismo había asegurado que tras el asalto al Congreso se desplazaría a Zarzuela, «porque el Rey es voluble», y desde donde una vez valorada la situación, tomado contacto con la cúpula militar de la Jujem, las capitanías generales, y con la autorización y el respaldo de Zarzuela se dirigiría al Congreso para hacer a los líderes de los partidos, portavoces y diputados la oferta de un gobierno de concentración presidido por él mismo, e integrado por representantes de todo el arco parlamentario, con Felipe González de vicepresidente. Gobierno que ya había sido consensuado por todos los partidos y aceptado institucionalmente unos meses atrás. Producido el asalto y tras comprobarse directamente en Zarzuela por la llamada de un miembro de la Guardia Real que estaba en el Congreso, y no parece que por casualidad, de que no había habido ni heridos ni daños físicos, la primera llamada que personalmente hizo el rey fue al general Armada para que fuera a Zarzuela.
¿Por qué la primera llamada del rey fue a su antiguo preceptor? De entrada y en pura lógica debería sorprendernos que el rey se dirigiera directamente al segundo jefe del estado mayor y no al Jeme Gabeiras o al Prejujem Alfaro Arregui o al capitán general de Madrid Quintana Lacaci, o hasta incluso al teniente general Milans, que es el que acababa de hacer público un bando declarando el estado de excepción en su región militar. Todo eso sería más lógico o tendría algo más de lógica… Pero es que precisamente donde estaba toda la lógica era en que el rey con quien tenía que hablar era con su antiguo secretario y siempre leal Alfonso Armada. Y si Armada no se desplazó a Zarzuela requerido por el rey y se quedó en el Cuartel General del Ejército, fue por el consejo de Sabino Fernández Campo, quien con una notable intuición decidió extender sobre el rey un manto de protección en ese momento, al conocer que tanto Tejero, que había entrado en el Congreso «en nombre del rey», como en la Acorazada y en Valencia se citaba los nombres del rey y de Armada conjuntamente asociados.
Aquella prudencia de Sabino fue la que evitó que Armada se desplazara a Zarzuela cuando todas las personas que estaban con el rey en esos momentos, desde la reina Doña Sofía y el jefe de la Casa Nicolás Mondéjar, hasta sus ayudantes y Manolo Prado, eran partidarios de que Armada fuera a Zarzuela. Por esa intuición protectora de Sabino y porque para él en lo personal, la presencia de Armada en Zarzuela, su antecesor y quien lo había promocionado para ese puesto, tendría un protagonismo tan relevante que lo desplazaría a un segundo plano. Pero no hubo orden ni negativa ni dudas sobre Armada. Simplemente la indicación de que siguiera en su puesto junto a Gabeiras en el cuartel general. Todos estos datos me los confirmaría el propio general Fernández Campo a lo largo de nuestras múltiples conversaciones: «Yo a Armada no le podía dar ninguna orden, y fui yo quien le dijo que continuara con Gabeiras y nos informara desde su despacho, porque no era necesario que viniera, pese a que todos a los que preguntaba el rey sí que eran partidarios de que Armada estuviera en la Zarzuela».
¿Desactivó este hecho la operación? En absoluto. ¿Fue el contragolpe que se dio o que se inició desde Zarzuela, como se ha asegurado en algún libro? En modo alguno. El objetivo de la operación era que Armada se desplazara con la autorización suficiente al Congreso para ser investido presidente, que era el fin último de la misma. ¿Y se llegó a hacer? Sí. Por lo tanto el que Armada no fuera a Zarzuela o saliera desde allí hacia el Congreso, lo único que supuso fue retrasar en un par de horas o tres a lo sumo, no más, la ejecución de la segunda fase de la operación. O quizá ni siquiera eso, porque estando en Zarzuela también hubiera tenido que emplear ese lapso de tiempo o parecido.
¿Durante las horas que Armada permaneció en el Cuartel General del Ejército se levantó sobre él sospecha alguna? ¡No! Y si alguien después, al objeto de acomodar su declaración afirmó lo contrario, sencillamente mintió. No dijo la verdad. ¿Qué es eso de que a Gabeiras se le puso en guardia con el aviso de «ten cuidado con Armada, tenlo siempre controlado y no lo pierdas de vista»? ¿Pero qué tipo de patrañas nos han estado contando?
Armada firmó la Orden Delta (acuartelamiento de las tropas), se quedó al mando del Cuartel General del Ejército durante el tiempo que Gabeiras estuvo fuera reunido en la sede del Prejujem, con los otros jefes de estado mayor de los ejércitos, se movió libre y sin cortapisa alguna por todos los despachos y lugares que quiso, habló en varias ocasiones con el rey, con Sabino, con los capitanes generales, y con Milans del Bosch en presencia de otros muchos generales y ayudantes. Hasta que pensó que el asunto estaba maduro para hacer su propuesta de ir al Congreso para que lo nombraran presidente. Así fue como se hizo.
Cuajado pues el asunto, Armada se decidió a poner en marcha la parte final de la segunda fase de la operación: presentarse en el Congreso para que el pleno de la Cámara lo designase presidente de gobierno. Para ello presentó la propuesta como si fuera una iniciativa o petición del general Milans del Bosch, a la que él se sometería aceptándola si eso era el deseo de la mayoría. Incluso hasta estar «dispuesto a sacrificarme». La propuesta no caía como si se tratara de un paracaidista llovido del cielo sin paracaídas, aunque pretendiera presentarse por sorpresa como una alternativa razonable a la acción de Tejero. La figura del general Armada había sido aceptada por la nomenclatura del sistema para presidir un gobierno de consenso unos meses atrás, su nombre publicado y bendecido institucionalmente. Nada más lógico, pues, que el propio ejército, con el rey a la cabeza, diera luz verde a esa propuesta que podría ser aceptada democráticamente por la clase política.
Con el Jeme Gabeiras, que había regresado urgentemente de la sede de la Prejujem, Armada se encerró a solas en su despacho. Gabeiras quería saber el grado de viabilidad y consenso que había alcanzado la fórmula entre la clase política. No es que la desautorizara o prohibiera a Armada que la llevara a cabo, como por ahí se ha dicho. Lo que no quería tampoco era que Armada corriera riesgo alguno. Ninguno dudaba de que Tejero no le franqueara el paso y estaban seguros de que aceptaría la decisión momentánea de tener que salir al extranjero con sus capitanes, una vez cumplida su misión. A Gabeiras no sólo le convencieron los argumentos que le dio Armada, sino que tras las dos o tres conversaciones que ambos mantuvieron con el rey y con Sabino, el propio Gabeiras se ofreció a acompañar a Armada al Congreso. Pero Tejero únicamente aceptó que fuera Armada. La única duda que surgió en alguno de los generales que estaban junto a Armada en el cuartel general fue sobre la constitucionalidad de la fórmula. Y Armada que conocía bien el informe de López Rodó y se había estudiado toda la mecánica de la operación, no tuvo más que mostrar el artículo de la Constitución que la avalaba, para que todos se quedaran convencidos de que la propuesta sería legal si los diputados la votaban favorablemente.
Al filo de las once y cuarto de la noche el general de división Alfonso Armada Comyn, segundo jefe del ejército, salió hacia el Congreso de los Diputados para rematar la segunda fase de la operación. Iba autorizado oficialmente por toda la cúpula militar; por los capitanes generales, por el Prejujem, la Jujem y su jefe directo el Jeme Gabeiras que lo despidió con un: «¡A tus órdenes presidente!». Y por Zarzuela. Aunque para dejar a salvo las espaldas del rey, Sabino deslizara la autorización real bajo el eufemismo de «Alfonso vas a título personal». Curiosa forma ésta de proceder en el ejército; ir a cumplir una misión oficial, abierta y pública, no secreta, «a título personal». Y es que Sabino intuía que quizá a Armada podría no salirle bien la operación, según lo previsto. Por eso como amigo personal le recomendó que no fuera, pues aunque Tejero le abriera el paso hasta el hemiciclo y los diputados le votaran, se planteaba «¿qué valor podrían tener esos votos dados bajo la presión y la amenaza de la fuerza de las armas?». A lo que Armada con firmeza y seguridad le respondió: «¡Te equivocas. Los socialistas me votan!», sin explicarle que su propuesta se presentaría después deslindada y completamente diferente y ajena a la acción de Tejero.
Armada fue recibido con alegría y satisfacción por los generales Aramburu y Sáenz de Santamaría en el despacho de crisis que habían montado en el Hotel Palace, porque con él allí ahora «todo se va a resolver». Y también lo hizo Tejero en el Congreso inicialmente. Pero las cosas se torcerían cuando el teniente coronel forzó al general a que le mostrara la lista con la composición del gobierno que Armada iba a constituir tras ser votado por los diputados. En él no sólo estaba Felipe González como vicepresidente, sino varios miembros relevantes del Partido Socialista y otros dos del Partido Comunista.

Tejero en ese momento se sintió frustrado y engañado. A él previamente, nadie le había explicado cuál iba a ser la composición del gobierno; ni Cortina, ni Armada cuando la semana anterior le dijeron y le ordenaron que debía asaltar el Congreso, ni Milans -que llegó a conocer por Armada quienes integraban ese gobierno- en las dos reuniones que celebraron a mediados de enero y el primero de febrero. Tejero preguntó en el primero de los dos cónclaves de General Cabrera sobre lo qué pasaría después de la toma del Parlamento, a lo que Milans del Bosch contestó que eso no era cosa de ellos, «sino una decisión posterior de Su Majestad el Rey». Otra cosa diferente es que Tejero deseara que se constituyera un gobierno militar, lo que de forma falsa y espuria le fue alimentando la tarde noche del 23 F su amigo García Carrés. Y además tenía que salir con sus capitanes al extranjero. Aunque fuera por poco tiempo.
En la tensa y dura reunión que Armada mantuvo con Tejero para que éste aceptara los hechos y le franqueara el paso hacia el hemiciclo, no consiguió convencerlo. Ni siquiera Tejero quiso acatar la orden taxativa que le dio Milans del Bosch para que aceptara «lo que le está diciendo el general Armada». Después Milans ya no quiso volver a hablar con el rebelde teniente coronel. Tejero creía que tenía el peso de toda España sobre sus espaldas sin percatarse de que a él y a su fuerza de guardias civiles se les había metido en el Congreso sobre una alfombra, y estaban siendo sostenidos por el bando de la Capitanía General de Valencia, y por la espera del rey, en una acción coordinada hasta ofrecer la solución que había que ofrecer. En el fondo Tejero no iba a ser más que un chivo expiatorio. Y ahí, en ese momento, fue cuando la «Operación De Gaulle» versus «Solución Armada» embarrancó. Y fracasó.
Aquel fracaso se dio al despreciar el factor humano, que en el 23 F sería determinante. Primero, porque el general Armada no supo imponer su autoridad ante Tejero, a quien debió poner firmes sin más explicaciones. Se equivocó de raíz. No era con Tejero con quien tenía que negociar su propuesta, sino en todo caso en el hemiciclo con los diputados, cuya inmensa mayoría ya la había aceptado unos meses atrás. Y segundo, por la terquedad y la cerrazón de Tejero, pues si bien es cierto que a él no le llegaron a explicar cuál sería el fin último de la operación, no lo es menos que también se había prestado voluntariamente a la misma, acatando la jefatura y las órdenes del general Armada –aunque fuera a regañadientes- y de forma plena y total del general Milans del Bosch.
A ambos desobedeció y contra los dos se rebeló. Improvisando sobre la marcha la exigencia absurda de que se formara un gobierno militar, para lo que el teniente coronel estaba absolutamente sólo. Además, de que para eso no se había montado aquella operación institucional. Y si el 23 F no hubiera sido una operación palaciega, si de verdad hubiera sido una acción militar con grupos juramentados, el destino cierto de Tejero habría sido el de encontrarse ante un pelotón de ejecución. Porque la milicia es la milicia. Y tiene su código, siendo la disciplina una de las normas más estrictas.
Armada se mostró dubitativo y pusilánime a la hora de dar las correspondientes órdenes a Tejero. De ahí que no resultará extraño que al salir del Congreso con las manos vacías y sin lograr su objetivo de acceder al hemiciclo para hablar con los diputados, el rey, que ya estaba soportando una fuerte presión y no menos angustia, se indignara y enfadara fuertemente con el hombre en el que había depositado su confianza para resolver con éxito la crisis: «el rey se enfadó cuando vuelvo del Congreso», ha llegado a reconocer Armada. Luego de hablar éste con Sabino y con el rey y cantar su fracaso, don Juan Carlos dio inmediatamente vía libre a Sabino para que Televisión Española emitiera el mensaje real (sobre cuyo contenido, dimensión y alcance cierto me extenderé en el capítulo XI), y seguidamente, procediera a abortar la operación. Pero, ¿cuál fue el momento decisivo del rey Juan Carlos durante aquellas 17 tensas horas? ¿Fue el mensaje o fue otro momento? Eso es algo que en las páginas que siguen intentaré exponer lo que según mi juicio fue el instante decisivo. Y ya adelanto que no fue el mensaje de la corona a la nación difundido por la televisión. ¿Cuál fue entonces?
A lo largo de estas páginas tendremos tiempo también de poder analizar si fue el rey Juan Carlos quien dio el contragolpe o, por el contrario, fue Tejero quien indirectamente abortó la operación al impedir o frustrar la entrada de Armada en el hemiciclo. Al rebelarse Tejero contra sus jefes pretendiendo que se formara un gobierno militar, no era consciente de que con ello estaba haciendo fracasar la operación. Los instigadores del Cesid que montaron el 23 F estaban tan seguros del éxito de su plan que no previeron una salida alternativa, y ni mucho menos la imprevista petición de Tejero. No la había. Y como el veintitrés de febrero se montó para lo que se montó, no para que Tejero pretendiera superponer sobre la marcha su propio golpe de estado, no quedó otra salida que desmontarlo, cortocircuitando a Tejero y dejándolo aislado, dando el rey -que hasta ese momento había estado «a verlas venir», según Armada- las órdenes expresas, firmes y tajantes a sus capitanes generales de acatar la legalidad vigente y el orden constitucional. Y sobre esto «ya no me puedo volver atrás».
Pero, ¿qué hubiera pasado de haber conseguido Armada su objetivo de entrar en el hemiciclo para hacer su propuesta de ser designado jefe de un gobierno de concentración? Casi con toda seguridad que hubiera sido votado por la inmensa mayoría de la Cámara. Estaba previsto, además, que a su llegada varios jefes de filas lo avalaran; Fraga, Sánchez Terán, Herrero de Miñón, Enrique Múgica, Peces Barba y, entre otros, el ministro de Comercio, José Luis Álvarez, que al parecer, era quien había sido designado para levantarse y hacer un breve discurso. En él hubiera puesto el acento en que la clase política debía asumir su responsabilidad, por haber permitido que las cosas hubieran ido demasiado lejos con Suárez, que había llevado al sistema a una crisis institucional gravísima.
Cuando Armada contestó con firmeza a su amigo Sabino «¡te equivocas, los socialistas me votan!», al plantearle aquel sus dudas sobre la viabilidad de su propuesta a los diputados, el secretario del rey se cuestionaba que aunque dicha propuesta saliera adelante, posteriormente se podría decir que había sido arrancada por la presión y la fuerza de las armas. Lo que deslegitimaría democráticamente tal gobierno, lo haría muy inestable y débil y, probablemente, de muy corta duración. Pero Armada no le había argumentado a Sabino que de haber tenido éxito y haber salido investido presidente de gobierno, aquella votación jamás se habría vinculado con la acción ilegal de Tejero. Por el contrario, se hubiera presentado ante la opinión pública como una réplica a la misma; una solución plausible de reconducción aceptada libre y mayoritariamente por la clase política, que la habría aplaudido y de la que se habría felicitado por seguir manteniendo el sistema democrático abierto, al evitar el riesgo de involución del golpe de Tejero. Aquel fue el matiz inteligente que introdujeron quienes desde el Cesid diseñaron la operación. Y sobre el que nunca antes se había reparado.
El 23 F se artículo en dos fases en compartimentos estancos diferentes, aunque con un nexo de vinculación entre ambas que hubiera permanecido en secreto. Invisible. Los diputados jamás habrían asumido que hubieran votado un presidente y un gobierno arrancado a la fuerza, sino como una reacción legal y democrática a la ilegalidad de Tejero. Ni siquiera Milans del Bosch habría aparecido vinculado con la acción de Tejero, ni la Acorazada. Únicamente Tejero, que había arrastrado a unos oficiales y a unos guardias civiles a una acción desesperada, pero llevados por su celo y patriotismo ante el desgobierno de Suárez. Incluso con el tiempo hasta la acción de Tejero también se habría maquillado mediante una campaña de imagen mediática de disculpa, que explicaría su loca acción llevado por su exaltado patriotismo, y por las criminales acciones terroristas de ETA. Esa campaña de imagen habría sido remachada con la petición del indulto gubernamental. Que el gobierno, naturalmente, habría concedido. Y la opinión pública apoyado. Porque para eso están concebidas las campañas de propaganda impulsadas desde el poder.
Y si para la historia oficial o políticamente correcta, el rey Juan Carlos ha quedado como el artífice y el salvador de la democracia tras el fracaso del 23 F, de haber salido adelante aquella operación especial, el general Armada habría sido elevado al mismo nivel del rey o similar, y siempre también como el «salvador de la democracia». Una buena mano cosmética de propaganda se habría encargado de ello. Porque así habría convenido a todos.
Pero tras el fracaso del 23 F el rey Juan Carlos hizo que la suerte fuese dispar para sus dos colaboradores más estrechos. Sobre Sabino recaería la grandeza, mientras que sobre Armada el repudio y la condena. «A ti Alfonso te han condenado las instituciones», le llegó a decir Leopoldo Calvo Sotelo a un atribulado Armada que treinta años después de aquella asonada no ha roto su vínculo de lealtad con el rey, aunque en ocasiones se haya lamentado de ser «como un perro para el rey. Es el que más patadas me está dando», o haya llegado a sentir que «a mi me ha condenado el rey». Y lo curioso entre Sabino y Armada es que ambos actuaron con la misma intención el veintitrés de febrero de 1981: proteger al rey y a la corona.

  • 23 F
  • Operación De Gaulle
  • golpe

    Acerca de Jesús Palacios

    Jesús Palacios es periodista e historiador especializado en Historia Contemporánea. Ha sido profesor de Ciencia Política y es colaborador honorífico de la Facultad de Ciencias Políticas (UCM). Miembro del Consejo Editorial de la revista www.kosmospolis.com y autor de "Los papeles secretos de Franco", "La España totalitaria", "23-F: El golpe del Cesid", "Las cartas de Franco", "Franco y Juan Carlos. Del franquismo a la Monarquía" y "23-F, el Rey y su secreto". Es coautor junto con Stanley G. Payne de "Franco, mi padre" y "Franco, una biografía personal y política", con ediciones en (Wisconsin Press), Estados Unidos, (Espasa), España y China. El general Sabino Fernández Campo, que fuera jefe de la Casa de Su Majestad el Rey Juan Carlos I, ha afirmado que: “Jesús Palacios es un escritor importante, que proporciona a sus obras un extraordinario interés y que las fundamenta en una documentación rigurosa y casi siempre inédita hasta entonces”... “A Jesús Palacios le deberá la Historia de los últimos tiempos muchas aclaraciones que contribuirán a que en el futuro se tenga un concepto más exacto, más neutral y más independiente de lo sucedido en momentos decisivos de la vida de nuestro país.”