¿Se acuerdan de la caída del Muro de Berlín? No entremos ahora en los antecedentes, sino en los consecuentes: el imperio soviético se esfumó como de la nada. Rusia dejó de ser una amenaza para Occidente. Para empezar, se disolvió el Pacto de Varsovia, y todos los países de la Europa soviética entraron en la órbita occidental. Igualmente, desapareció la URSS, y una gran parte de las repúblicas se independizaron (las bálticas, Georgia, Ucrania, y las islámicas), quedando Rusia muy disminuida, aunque siguiese conservando el galardón de país más extenso del mundo.
En definitiva, todos los países del antiguo Pacto de Varsovia, incluida la Rusia actual, abandonaron el comunismo y se asimilaron al mundo occidental, convirtiéndose, con mayor o menor grado de aproximación (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra…) en países democráticos -con parlamentos, partidos y elecciones libres- y economías libres de mercado.
Esto es lo que el politólogo americano Francis Fukuyama definió ya en 1992, en su famoso ensayo, como el Fin de la Historia, concepto y análisis que sacó del filósofo hegeliano marxista Alexandre Kojève, y que, consistía, según la visión de Fukuyama, en el triunfo definitivo de la democracia y el capitalismo liberal en todo el orbe terrestre, con los EEUU como país modelo y director -o conducator– del nuevo orden mundial liberal.
El transcurso de estos últimos treinta años nos ha mostrado, sin embargo, que la tesis rival de Fukuyama esbozada como respuesta en 1993 por el inglés Samuel Huntington, con el título de El choque de las civilizaciones, en el cual el mundo que emergería de la caída del Muro de Berlín estaría definido más por la asociación o choque de países en función de sus características geográficas, etnográficas y culturales -especialmente por su religión-, nos ha mostrado, como decíamos, que se acerca más a la realidad que lo que vaticinó el americano de origen japonés, aunque este último se ha desdicho bastante de sus teorías.
En lo que desde luego no se equivocó Fukuyama fue en que de ese mundo emergente, EEUU, ya sin rival, se erigiría como gran Hegemón dispuesto a dictar con mano de hierro las reglas de juego de la política internacional, lo que con jactancia denominan «Rules based International Order (Orden Internacional basado en Normas), que no es otra cosa que la sustitución de la única Regla o Norma admisible: el Imperio de la Ley (The Rule of Law), por la discrecional y arbitraria Ley del Imperio, que no está sujeta a ninguna otra jurisdicción que la suya propia» (cita de mi libro Las Cloacas del 11-M, 4ª ed., Ultima Línea, pág. 240).
Las muestras de esta política unilateral y supremacista de los EEUU no han podido ser menos luctuosas: 6 grandes guerras, estas sí, no provocadas, unilateralmente declaradas por el Hegemon: los Balcanes, Afganistán, Irak (con la patraña creada por Bush Jr., Cheney, Rumsfeld et alia de las Armas de Destrucción Masiva), Yemen, Libia y Siria, con países destrozados y millones de muertos civiles y desplazados, como consecuencia de los bombardeos indiscriminados de la letal estrategia militar preferida de los EEUU: el Shock and awe (Conmoción y pavor), un eufemismo para encubrir el homicidio indiscriminado de las gentes, del genocidio.
¿Era esto el Final de la Historia? ¿Una vez derrotado el Imperio soviético, por propia consunción, era ese horizonte pacífico que auspiciaba Fukuyama lo que estaba en la mente de los que estaban dispuestos a que la historia discurriera únicamente por la estrecha senda de sus designios e intereses?
Así debería haber sido al menos. Hay que tener en cuenta que la OTAN nació en 1949 como una organización defensiva para impedir el “eventual” avance de la Unión Soviética más allá de los países europeos que habían caído después de la II Guerra Mundial en la férula del comunismo. Seis años después, en 1955, estos países, encabezados por la propia Unión Soviética, firmaron un Tratado de asistencia mutua militar, conocido como el Pacto de Varsovia, para contrarrestar lo que suponía para ellos una amenaza de Occidente en sus mismas fronteras, con una Alemania Federal que, después de la desmilitarización forzada por su derrota en la II GM, volvía a rearmarse estableciendo en su suelo fuerzas y armamento de la OTAN.
Pero llegó 1989, cayó el Muro de Berlín, y de una manera pacífica y dialogada, con Mihail Gorbachov y Ronald Reagan como protagonistas, los rusos accedieron a la disolución del Pacto de Varsovia y de la propia URSS. Gorbachov, la historia ha demostrado, pecó de inocente y resultó más cándido de lo que hubiera sido deseable a la hora de negociar la configuración del nuevo orden mundial que se estaba gestando. Si el Pacto de Varsovia iba a disolverse, no había ninguna razón para mantener un día más la estructura atlantista que había nacido para combatir la amenaza soviética, ya auto inmolada. De hecho, el último mandatario soviético tuvo en sus manos forzar esa salida, por las prisas de la Alemania Federal de Helmut Kohl por conseguir la reunificación con la Alemania Oriental. Para esto, en el año 1990, era perentorio que los rusos no se opusieran, y Gorbachov accedió sin querer poner en acción el veto que hubiera obligado a Occidente a hacerle también concesiones, que no podían haber sido otras que la disolución o, al menos, el compromiso contractual de la limitación de la ya innecesaria OTAN. Sin embargo, se conformó con las promesas que le hicieron (a él y sus sucesores en la Federación Rusa) George Bush y toda una retahíla de dignatarios occidentales, entre ellos James Baker, Genscher, Kohl, Gates, Mitterrand, Thatcher, Hurd, Major y Woerner, que les aseguraron que la OTAN no se expandiría hacia el Este ni una sola pulgada (“Not an inch to the East”, en las ya famosas palabras del Secretario de Estado James Baker).
Estas promesas no fueron puestas por escrito, lo cual acentúa la negligente credulidad de Gorbachov, pero los testimonios de sus actores son inequívocos, y las pruebas de todo ello han quedado recientemente corroboradas con la desclasificación de documentos del Archivo de Seguridad nacional de los EEUU (ver toda la historia y documentos aquí). Así era el mapa de la OTAN en Europa en 1990, formada por 15 naciones (incluida Canadá y EEUU), cuando le prometieron a Gorbachov no avanzar una sola pulgada de la Organización Atlántica hacia el Este:
Así es la OTAN en 2023, después de haber anexionado otros 16 países europeos, todos ellos -excepto Finlandia- miembros del antiguo Pacto de Varsovia o repúblicas de la URSS, en la imparable expansión de la OTAN hacia el Este, de más de cien millones de pulgadas, estableciendo un autentico cinturón militar alrededor de la actual Federación Rusa y su aliada Bielorrusia:
¿Qué razón había para todo esto? Desde el punto de vista de la seguridad para los europeos, ninguna. Más bien al contrario. La progresiva incorporación de países antiguamente aliados o miembros de la URSS en la OTAN, que prácticamente han cercado a la Federación, con el añadido del incumplimiento de las masivas promesas realizadas, es difícil que fuera interpretado como un acto de amistad y distensión por la que, por otro lado, es la mayor potencia nuclear del mundo, con 6.000 ojivas estimadas, por 4.000 de los EEUU.
Y no solo los rusos. Las voces históricas más autorizadas de la política internacional de los EEUU se manifestaron totalmente en contra de la expansión, como George Kennan, John Mearsheimer y el mismísimo Henry Kissinger -a propósito del proyecto de incorporar a Ucrania-, entre otros. Todos ellos consideraron la ampliación como una provocación y una actualización peligrosa e innecesaria de la Guerra Fría, o “el error más fatal de la política exterior de lo EEUU”, como advirtió George Kennan, el cerebro en la configuración de la estrategia americana en la Guerra Fría, lanzando la voz de alarma cuando en 1998 Bill Clinton abrió la veda de la incorporación de antiguo universo comunista a la Alianza, con la adhesión de Polonia, la República Checa y Hungría (en estos ya famosos posts de Arnaud Bertrand en Twitter se hace una relación de todas las autorizadas voces políticas e intelectuales occidentales que dieron la voz de alarma por la ampliación de la OTAN desde Clinton en adelante).
Pero daba igual, bien lo que pudieran decir personas nada sospechosas de antiamericanismo -eran todo lo contrario-, o la experiencia, la razón o la mera sensatez. La política de acoso a Rusia tenia unas raíces muy antiguas de índole geopolítico, cultural y etnográfico que terminaron por imponerse a cualquier otra consideración, en especial a las de conseguir un mundo más equilibrado y pacifico. Para situarnos habría que remontarse a la guerra de Crimea en 1853, pero nos pararemos medio siglo más tarde, con la importantísima figura del creador de la geopolítica, el geógrafo y político inglés John Mackinder, que a principios del siglo XX expuso su Teoría del Heartland, la cual ha informado la estrategia internacional del mundo anglosajón de estos últimos 120 años.
Mackinder resumió su teoría con estos aforismos:
“Quien gobierne en Europa del Este dominará el Heartland; quien gobierne el Heartland dominará la Isla-Mundial; quien gobierne la Isla-Mundial controlará el mundo.»
El Heartland, o Area-Pivote, estaba constituida básicamente por la actual Rusia, Ucrania y Siberia. La Isla-Mundial por los tres continentes conectados entre sí: Europa, Asia y Africa. La importancia del Heartland residía en su riqueza en recursos naturales, el control de los mares y el predominio en las comunicaciones terrestres con la Isla-Mundo, que, unido a Europa del Este, la haría inexpugnable. Desde este punto de vista, la alianza o cooperación de Alemania, Ucrania y Rusia representaba, en el primer tercio del siglo XX, la mayor amenaza para los designios imperialistas de los ingleses, la Rule Britannia, cuyo relevo sería recogido por su vástago norteamericano hasta nuestros días. Desde entonces, da igual el motivo (régimen de los países: monarquía absoluta, fascismo, comunismo o, ahora, nuevas democracias no asimiladas), la guía rectora del mundo anglosajón ha sido impedir que esa Europa del Este pueda llegar a buenos términos con la Europa Central, para lo cual, indudablemente, el expediente de la guerra y la desestabilización de las naciones en liza (golpes de estado encubiertos en “revoluciones de color”) ha sido el arma más eficaz para conseguirlo.
Si bien en los dos casos más sonados, las dos guerras mundiales, el mundo anglosajón tenía plenamente justificado su intervencionismo, sobre todo en la segunda: en pro del mundo libre, en el caso actual de la Guerra de Ucrania, secuela necesaria de la expansión de la OTAN hacia Rusia, es donde se ve con más crudeza y verismo esa estrategia “mackinderiana” de impedir por todos los medios la alianza y cooperación de las dos Europas.
En realidad, este guion de la guerra de Ucrania estaba escrito hacía 25 años por el gran ideólogo de la post-Guerra Fría, Zbigniew Brzezinski, el consejero de Seguridad de Carter y gran continuador de Mackinder, en su famoso obra “El Gran Tablero Mundial”, que lleva como subtítulo una auténtica declaración de intenciones: “La Supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos”. En él, el politólogo de origen polaco no se andaba con chiquitas y explicó claramente en qué consistía ese peculiar juego de ajedrez en el que solo había un jugador, los EEUU: “Nadie más juega. Una vez que hemos movido ficha, le damos la vuelta al tablero y movemos la otra ficha por ellos…”. En el caso de Ucrania, Brzezinski, siguiendo a Mackinder, destacó la importancia de desligarla de Rusia y consolidarla en el hinterland de Europa Central, porque sin Ucrania Rusia no se convertiría en la potencia del Heartland que podría dominar el mundo, y con ella, muy probablemente, sí.
Para hacerse una imagen cabal de este contencioso, habría que describir las relaciones tortuosas que a lo largo de la historia ha mantenido una Ucrania indeterminada -en territorio y soberanía- con sus vecinos, especialmente Rusia, de los que ha heredado “gratuitamente” en estos últimos 100 años una gran parte de su territorio. Habría igualmente que levantar acta de sus relaciones con Rusia y la Alemania Nazi en el siglo XX, así como con los EEUU, y especialmente la CIA, en el siglo XXI, para entender todo lo que está pasando (este artículo es de lo más omnicomprensivo al respecto). A nuestros efectos, el mapa histórico que exponemos a continuación es suficientemente elocuente para darse cuenta que toda esta imagen que se nos está vendiendo de una nación homogénea, longeva y uniforme no tiene ninguna relación con la realidad.
Una tercera parte de Ucrania, todo el sudeste, desde Odessa hasta el Donbas y Crimea, la zona más poblada y rica en recursos y desarrollo industrial, han sido rusas desde hace 250 años cuando fueron incorporadas al imperio zarista por Catalina la Grande, a la que denominó la Novorossiya, o Nueva Rusia. En 1922, Lenin -y después Stalin-, por conveniencias administrativas, la incorporó en la República soviética de Ucrania, una de las 15 repúblicas de la URSS, pero todo la Nueva Rusia siguió conservando las características étnicas, lingüísticas y culturales rusas, en una república ucraniana que, por otro lado, estaba subsumida en el Imperio ruso soviético.
Por último, Krushev, aunque no nació en Ucrania, pero vivió e hizo toda su carrera comunista en ella, en 1954 le regaló a la República de Ucrania nada menos que la península de Crimea, que albergaba en Sevastopol la base más importante de la marina rusa, además de ser el lugar turístico favorito de recreo de los rusos desde Catalina la Grande (¿quién no ha leído la dama del perrito de Anton Chejov?).
Ucrania nunca ha sido un país, menos una nación, en los términos que actualmente se la conocen. De hecho, su propio nombre refiere a la noción de “borde” o “frontera”, algo sin definir. Esta unión artificial en una república “soviética” de dos comunidades que pertenecían a ámbitos étnicos, históricos, culturales y lingüísticos distintos, se debe por tanto al capricho de dos de lo más grandes asesinos de la historia, Lenin y Stalin, y a otro que, aunque gozó de mejor prensa, no les fue menos a la zaga, Nikita Krushev. Conviene tener esto en cuenta, porque cuando Occidente se rasga las vestiduras defendiendo la inviolabilidad de las fronteras de Ucrania -la nación más “fronteriza” por excelencia-, lo que está defendiendo es la arbitraria demarcación territorial que realizó el régimen más terrorífico y totalitario de todos los tiempos.
En definitiva, la configuración de lo que hoy conocemos por Ucrania, con el gratuito añadido llevado a cabo por los Soviets de un 30% de su territorio “robado” a Rusia – la Novorossiya-, planteó las bases de un futuro e inevitable enfrentamiento “civil” entre las dos comunidades, conflicto que fue larvándose desde entonces por hitos terribles, como fueron la hambruna provocada por Stalin en los años 30 en toda la Rusia cerealera, y en Ucrania (el Holodomor), y, sobre todo, por las purgas llevadas a cabo en la IIGM por ambos bandos, especialmente por el colaboracionismo de los nacionalistas ucranianos con los nazis, responsable de cientos de miles de muertes de judíos y compatriotas de origen ruso, abanderados (nunca peor dicho) por el ucraniano nazi Stepan Bandera (ver artículo citado).
Cuando Ucrania se independizó en 1991, aprovechando el marasmo creado por la disolución de la Unión Soviética, muchas de esas heridas estaban todavía sin cicatrizar. Con mucha más razón que en otros casos, la separación de las dos comunidades de manera pacífica -como ocurrió en Checoslovaquia con el beneplácito de toda la comunidad Occidental- hubiera sido lo deseable. No obstante, las ansias de independencia del yugo soviético sentida por toda la República de Ucrania, sin distinción, hibernaron temporalmente un conflicto latente cuya mecha podría prenderse muy fácilmente a poco que hubiera algún experto pirómano empecinado en ello, como desgraciadamente así fue y veremos.
Pero volvamos de momento al corazón del problema, al expansionismo de la OTAN después de la caída del Muro de Berlín. El hecho es que, sin ninguna razón, la OTAN (i.e.- EEUU) incumplió sus promesas (¨ninguna pulgada hacia el Este¨) y siguió la avanzada hacia el Heartland de Mackinder (esto es, el cerco a Rusia), a pesar de las advertencias de los más importantes politólogos americanos (Mackennan, Burns, Mearsmeimer, Sachs, Kissinger…), y sobre todo de los mandatarios rusos: Yeltsin y en especial Vladimir Putin, que consideraban ese incumplimiento como una “amenaza existencial” para el futuro de la nación.
Cuando Putin llegó al poder a finales de 1999, Rusia había sufrido la década mas catastrófica de su historia en tiempos de paz (ver Wikipedia). La Federación presidida por el etílico y corrupto Boris Yeltsin, como el resto de sus antaño países satélites, cayó en manos de las Agencias Económicas Internacionales dominadas por los EEUU, el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro, que impusieron una durísima política neoliberal con una política de privatizaciones que puso la mayor parte de las empresas estatales y cuantiosos recursos naturales del país en manos de una nueva oligarquía mafiosa -heredera de la nomenclatura soviética- y de los grandes capitales occidentales con quienes se aliaron, especialmente americanos. Wayne Merry, un diplomático norteamericano destacado en Moscú en los 90 lo describió con descarnado verismo: “Creamos (los EEUU) una abierta tienda virtual para el robo a una escala nacional, para la evasión de capitales en cientos de miles de millones de dólares y el saqueo de recursos naturales e industrias a una escala que dudo que jamás haya tenido lugar en la historia de la humanidad”.
La “terapia de choque” que se aplicó en Rusia para convertirla en una economía de mercado fue brutal; al revés de lo que ocurrió con Polonia, que recibió todo tipo de ayudas (cancelación de gran parte de la deuda, ingentes fondos financieros internacionales, etc.) para efectuar una transición indolora. A Rusia se le negó todo lo que se dio a Polonia, como ha contado repetidamente el economista jefe encargado en esa época por la ONU de implementar la transición de ambos países, Jeffrey Sachs, que no entendió esa doble vara de medir americana (pronto lo entendió muy bien…).
El resultado de todo ello fue que Rusia cayó en la mayor depresión que haya sufrido ningún país, y de más larga duración: 16 años, ¡¡¡con una caída del 43% del PIB!!! (en la Gran Depresión EEUU descendió un 30% y recuperó los niveles anteriores en pocos años), la esperanza de vida se redujo en 4 años, y todo el país se sumió en la pobreza y la más absoluta desmoralización. Como reconoció más tarde Jeffrey Sachs, todo esto respondía a los designios de EEUU de convertirse en la única potencia hegemónica mundial, para lo cual el debilitamiento económico y el acorralamiento geoestratégico de Rusia eran lo más prioritario (sobre el derrumbe de Rusia ver este interesante artículo, con traducción en español y, sobre todo, el imprescindible articulo del propio Sachs explicando su frustrado empeño en la reconstrucción de Rusia).
Cuando Putin ganó las elecciones en el año 2000 recibió la visita en Moscú de Bill Clinton. Las prioridades de Putin eran la reconstrucción del país y parar la amenaza del avance de la OTAN hacia sus fronteras. Por eso aprovechó la coyuntura de la visita del venal presidente para hacerle la sorprendente oferta de que Rusia se incorporara también a la OTAN, como ya habían hecho Polonia, Checoslovaquia y Hungría, que cumplían las mismas condiciones que Rusia para ser admitidos en la Alianza. Sin embargo, Putin recibió la callada por respuesta. No había ninguna razón para que no se tomara en consideración su propuesta que significaba, nada menos, que la culminación de la meta, del “objeto social” “defensivo” de la Alianza, pues de un plumazo toda la potencia militar contra la que había sido creada en 1948 se absorbía motu proprio neutralizándose en sus filas. El problema, sin embargo, especialmente para Putin, es que la OTAN desde que cayó el Muro había abandonado su carácter “defensivo” para convertirse en una herramienta “ofensiva” para dominar el mundo, en el más puro sentido mackinderiano, como bien pudo constatar Jeffrey Sachs. El rechazo de Clinton a Putin equivalía a decirle, en respuesta figurada: “Nice try (buen intento), Vladimiro, pero creo que no has entendido bien cómo va la cosa. Es contra ti contra quien va la OTAN. Lee a Brzezinski y lo comprenderás mejor”.
En realidad, Putin lo entendió muy bien. Y no había que tener grandes entendederas para verlo. El avance hacia el Este continuó imparable con seis nuevas incorporaciones de países del Este, incluidas las tres ex repúblicas soviéticas del Báltico, durante el luctuoso mandato de George W. Bush Jr., el incalificable presidente de las inexistentes Armas de Destrucción Masiva (AMD) que provocaron nada menos que un millón de muertos en Irak y millones de desplazados. Pero donde se vio ya con claridad meridiana a qué apuntaba todo fue cuando Bush, sin ocultar sus intenciones, invitó en la Cumbre de la OTAN de 2008 a Georgia y Ucrania a que se incorporaran a la Alianza. El lector puede consultar más arriba la situación geográfica de Ucrania para entender lo que esto significaba. Entre otras cosas, aparte de todas las razones históricas que han vinculado a Ucrania con Rusia, esto suponía la posibilidad de establecer los misiles de la OTAN a tan solo cinco minutos de Moscú (¿nos acordamos de Cuba en 1.962?).
El actual director de la CIA, entonces embajador de EEUU en Rusia, William Burns, dejó bien claro a Bush que eso constituía una auténtica “línea roja” que los rusos, sin excepción, no iban a permitir traspasar: “toda la élite rusa”, hasta “los liberales más críticos con Putin”. Por si no estuviera suficientemente claro, ese mismo año Putin apoyó militarmente a Osetia del Sur en la guerra contra Georgia, cuando esta intentó invadirla rompiendo el status quo de la independencia de facto de la prorrusa Osetia. El mensaje era claro, en la línea de lo que advirtió Burns: No vamos a tolerar ningún cambio en nuestras fronteras que suponga una amenaza a nuestros intereses vitales.
Pero no había consejos, razones, ni el más mínimo destello de sentido común que les apartara un milímetro de esa peligrosísima Hoja de Ruta. Lo que no podían hacer los soviéticos en Cuba (1962) ellos sí que estaban autorizados, basado en esa ideología supremacista del “Excepcionalismo Americano”, que comparten tanto el Partido Demócrata como el Republicano (con la excepción de D. Trump: “No me gusta el término”), sobre todo desde la Caída del Muro, que les permite justificar como una bondad inherente a la nación – entre otras cosas aduciendo sus orígenes como único país nacido virginalmente con una democracia- cualquier acción que tomen para imponer su Hegemonía mundial. La Secretario de Estado de Clinton, Madeleine Albright, lo expresó crudamente en 1998: “Somos la nación indispensable. Estamos por encima y vemos hacia el futuro más allá que cualquier otro país del mundo”. Esto lo dijo pocos días después de su ya “famosa” frase (ver aquí), cuando el cerco de Clinton a Irak, que Jorge Luis Borges, si viviera, no dudaría en incluirla en la Historia Universal de la Infamia: “Matar de hambre a medio millón de niños bien vale el precio de contener a Sadam Hussein”. (sobre el Excepcionalismo Americano ver este interesante artículo, desde sus orígenes hasta Barak Obama).
El relevo definitivo en el cerco y acoso a Rusia lo tomó Barak Obama, con Hillary Clinton en la Secretaria de Estado y Joe Biden en la vicepresidencia. Aquí cobra un relieve especial el perejil de todas las salsas, Victoria Nuland, la mujer de Robert Kagan, una de las figuras intelectuales -el marido- más importantes del movimiento supremacista Neoconservador, los conocidos como Neocons que han estado en la pomada -y están- de la expansiva política de dominio hegemónico mundial de EEUU en los últimos 23 años (con la excepción matizada de D. Trump). Nuland comenzó siendo asesora del vicepresidente Dick Cheney, uno de los creadores de los bulos de las AMD para invadir Irak, y representante de los intereses petrolíferos de Halliburton; fue numero tres de Hillary Clinton en la Secretaría de Estado y responsable de Europa del Este cuando ocurrieron los sucesos de Maidan, en los que entraremos en el siguiente artículo; y numero dos hasta hace unos meses con Biden/Blinken, la gran promotora y encargada de la guerra de Ucrania.
Pero estos dos asuntos, el Golpe de Estado de Maidan y su corolario, la Guerra de Ucrania, lo dejamos para un próximo artículo. Hasta pronto.