Los nacionalismos son los enemigos más peligrosos para el proyecto de unidad de la Unión Europea

El nacionalismo, enemigo del proyecto de la Unión Europea

Este artículo es una síntesis de la mesa redonda «Nacionalismos, una amenaza para Europa», que el pasado 30.11.2020 tuvo lugar en Madrid, con la participación de Alejo Vidal-Quadras Roca, exvicepresidente del Parlamento Europeo; Mira Milosevich-Juaristi, investigadora principal del Real Instituto Elcano y Guillermo Díaz, diputado por Ciudadanos en el Congreso de los Diputados, siendo la moderadora del debate Alesia Slizhava, profesora en las universidades Rey Juan Carlos y UCM. El acto fue organizado por el director de la Oficina para España, Portugal e Italia de la Fundación Friedrich Naumann, David Hennenberger, y por el presidente del Foro Libertas, Veritas et Legalitas de política exterior (LVL), Fernando Maura, quienes abrieron la sesión con unas palabras de bienvenida e introducción.

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El proyecto de integración europea ha sido el primer intento conseguido en la historia contemporánea, de construir una entidad político-jurídico-económica de carácter supranacional, en la que un conjunto de Estados con diferentes trayectorias, culturas, lenguas, demografías e intereses  -algunos secularmente enfrentados-, se han agrupado bajo un derecho y unas instituciones comunes inspirados en los valores universales (libertad, democracia, justicia, igualdad, solidaridad, imperio de la ley) propios de la civilización occidental. El nacionalismo, en la medida que es la doctrina política que sitúa la identidad étnico-lingüística-religiosa-cultural en la cúspide de la escala axiológica y la adopta como elemento definitorio de la nación, es incompatible en términos conceptuales y morales con la esencia misma del ideal europeo. Para el nacionalista, el cuerpo social ha de ser homogéneo en sus referentes identitarios y a cada nación prístinamente surgida del origen de los tiempos le ha de corresponder necesariamente un Estado independiente. Semejante planteamiento choca frontalmente con el enfoque racional e ilustrado que anima el proyecto europeo, en el que las identidades étnico-culturales se integran en un ente político y normativo con propósitos compartidos y acciones conjuntas en beneficio de todos.

En las condiciones actuales de globalización, se producen grandes flujos migratorios de personas con diferentes identidades étnicas, religiosas y culturales, que no siempre se adaptan ni se integran, de tal modo que la población de los países a los que se incorporan siente una presión agresiva sobre sus tradiciones y su estilo de vida habitual. Como resultado, los ciudadanos de determinados países europeos están seriamente preocupados por la posible pérdida de su identidad nacional-estatal. La respuesta a veces se traduce en nacionalismo radical, crecimiento de la xenofobia, insatisfacción con la clase dirigente y en general con la clase política, así como en intensas reacciones de protección de sus convenciones sociales y sus costumbres ancestrales. El multiculturalismo, es decir, la convivencia disjunta de distintas identidades, concepciones éticas y sistemas de creencias en un mismo Estado y bajo un marco legal común, no ha dado resultados satisfactorios allí donde se ha ensayado, dando lugar a la aparición de compartimentos estancos -guetos- en fricción permanente y en situaciones de tensión social de difícil manejo por las democracias liberales.

El colapso del sistema bipolar, la consiguiente desorientación ideológica y la intensificación del proceso de integración en Europa a finales del siglo XX también han afectado profundamente al nacionalismo europeo moderno. La definición de soberanía nacional se está volviendo cada vez más imprecisa -recuérdese la célebre afirmación “La Nación es un concepto discutido y discutible” del ex-presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero- y esta difuminación de los contornos de una idea antes bien establecida provoca en los ciudadanos una inquietud que deriva en ciertos contextos y países en sentimientos fuertemente nacionalistas.

Además, no está claro si las entidades supranacionales como la Unión Europea podrán asumir eficazmente las funciones básicas de los gobiernos nacionales, incluidos el bienestar y la seguridad de los europeos. Por un lado, la integración europea contribuye al debilitamiento de la comunidad cultural tradicional dentro del Estado-Nación. Por otro, la formación de una nueva comunidad cultural supranacional requiere que los ciudadanos agreguen una nueva capa de autopercepción a sus identidades preexistentes, local, regional y nacional. Esta deseada por los europeístas identidad “europea”, que sea sentida por quinientos millones de personas desde el Atlántico al Danubio y desde el Báltico al Mediterráneo, todavía no ha cuajado en la conciencia de los ciudadanos de la Unión y los factores que dificultan su arraigo están adquiriendo un preocupante relieve.

El nacionalismo cívico europeo se ha dado a conocer en el proceso de ratificación del Tratado de Maastricht y de la fallida Constitución de la UE, durante los referéndums sobre la introducción del euro, etc., y no siempre ha tenido un apoyo suficiente entre los votantes.

Poco después de la adopción del Tratado de Lisboa, Europa se vio afectada por la crisis financiera de 2008, que detuvo por completo la integración. La mayoría de los Estados Miembros entraron en recesión profunda, el desempleo aumentó enormemente y los gobiernos nacionales se dividieron sobre las políticas económicas a aplicar. Se formaron dos campos: los que veían la crisis como el momento adecuado para avanzar reformas complejas y los que creían que el estímulo debería preceder a la reforma.

La posición de los europeos del centro y del este es bastante distinta a los de Europa occidental. La Unión Europea se apoya en una doble base conceptual: la idea francesa de Estado-Nación, es decir, la pertenencia a través de la lealtad a las instituciones y el concepto alemán de un Estado ampliamente descentralizado con un poder federal relativamente débil. En cambio, los europeos del centro y del este adoptaron la idea alemana de nación cultural y la visión francesa del Estado combinando la fascinación por un Estado central todopoderoso heredada de Francia con la noción de nacionalidad fundamentada en un origen y una cultura comunes. Para muchos de ellos la idea de “Europa para los europeos” no está asociada a un peso político ni una identidad étnica. No tenemos un idioma común y nuestra historia continental tiende a separarnos más que a unirnos. En la medida que se opone a recibir a los refugiados, Europa oriental puede provocar una crisis radical de solidaridad en la Unión Europea y esto puede alejarla de Europa occidental. Así, a principios de abril de 2020 el Tribunal de Justicia de la UE dictaminó que Hungría, Polonia y la República Checa habían incumplido sus obligaciones como miembros de la Unión porque en 2015 se negaron a absorber una parte de los 160.000 refugiados que llegaron a Italia y Grecia. 

El nacionalismo de la Europa del Este de los años 1990-2000 se convirtió en la «tercera» ideología de una gran parte de la población y de las fuerzas políticas que luchaban por el poder, lo que llenó el vacío creado después del colapso del comunismo y la decepción por los resultados de las reformas. Según el pensamiento de los reformadores, el vacío debería haber sido llenado por los valores democráticos liberales. Sin embargo, esto no sucedió en la medida esperada: no se dieron las condiciones socioeconómicas y políticas necesarias, solo ciertos requisitos previos, faltaba madurez en sus propias sociedades y eficiencia de las instituciones. Así, por ejemplo, en noviembre de 2019 el TJUE dictaminó que la reforma judicial de Polonia vulneraba el derecho comunitario.

Todos los países poscomunistas de Europa del Este históricamente formaban parte de imperios multinacionales bajo el gobierno de otros grupos étnicos, o dependían de ellos. Por consiguiente, su preocupación desde el principio no fue tanto encontrar formas óptimas de crear estados nacionales, sino como elaborar una correcta política exterior para maniobrar acertadamente entre las principales potencias.

El desarrollo de Europa del Este siempre ha estado agobiado por los conflictos etno-confesionales internos (el famoso «debate eslavo» incluido).  Aunque los países pertenecientes al «campo socialista» aparentemente no tenían conflictos étnico-nacionales por la propia ideología comunista, a finales de los años ochenta y principios de los noventa, aparecieron las verdaderas contradicciones étnico-nacionales.

Existen por tanto notables diferencias en el desarrollo histórico y en las escalas de valores entre los países de Europa del Este y Occidental y esta circunstancia también está generando el atasco en el proyecto europeo.

Otro rasgo característico de los nacionalismos en la UE son los procesos separatistas.

En la nueva Europa las regiones encontraron un mejor encaje. Es el caso, especialmente, de las zonas situadas a ambos lados de las fronteras de Estados Miembros, regiones a veces partidas por viejas guerras, disputadas por uno y otro Estado. La UE ha establecido una política regional para cohesionar el territorio, para potenciar las capacidades de cada región y la convergencia de todas hacia los niveles de las más avanzadas. Por otra parte, en muchos grandes Estados Miembros, en las últimas dos décadas, se ha desarrollado una amplia descentralización administrativa. Es el caso de Alemania y el Reino Unido, incluso de Italia y Francia, y sobre todo de España, que es el paradigma de esta tendencia a ceder competencias estatales a las regiones.

Con la cesión de competencias hacia arriba, a la UE, y hacia abajo, a las regiones, algunos Estados aparecen (sobre todo antes de la actual pandemia) como vacíos, débiles e invisibles en la tarea de adoptar políticas de ámbito estatal. Se ha llegado a apuntar una cierta desaparición del Estado nacional en algunos países, notablemente en España. Esta situación tiene mucho que ver con la pérdida de legitimidad de los propios Estados. Los movimientos separatistas surgen dentro de la Unión Europea, ya sea en Cataluña, Flandes, Escocia, el norte de Italia, el País Vasco español o en Córcega. Algunos movimientos regionalistas se deben a cuestiones étnico-lingüísticas, otros están relacionados sobre todo con una reivindicación económica de las zonas más ricas para limitar su grado de cooperación fiscal con las del sur (ej. el norte de Italia o Cataluña). En otros lugares, como en las provincias de Rumanía pobladas por húngaros, puede llegar a haber incluso reivindicaciones territoriales.

En este contexto, más de una región europea ha conseguido organizarse en un Estado casi completo (con prácticamente todas las atribuciones de un Estado). De ahí que alguna se propuso dar un golpe para obtener lo que le faltaba: soberanía y Estado propio independiente, olvidando que la independencia la reconocen los otros Estados.

La aparición de un problema aún más grave como es el coronavirus ha ocasionado que la idea de la nación única pudiera estar cuestionada y los nacionalismos de cada país tomen una fuerza aún mayor que la vivida por el Brexit. La debilidad de la respuesta europea inmediata y coordinada a la emergencia COVID-19 ha puesto en peligro el futuro de la UE. A esta circunstancia hay que sumarle el grave problema demográfico que tiene Europa, con una población envejecida a la que el coronavirus golpea con especial dureza.

De entrada, el ámbito en el que se está desarrollando el combate a la enfermedad es básicamente nacional a pesar de lo que la pandemia es global. Son los Estados los que están poniendo en marcha los planes económicos para combatir las consecuencias y está por ver como la Unión Europea es capaz de lanzar sus propias medidas para salvar empleos, bancos y deudas públicas y para relanzar la economía europea.

En efecto, la Comisión Europea ha reaccionado, aunque algo tarde, con la compra conjunta de material médico, movilización de recursos y otras medidas, y  está claro que hay algunos aspectos en los que la Unión solo tiene una competencia de apoyo a los Estados Miembros, como son la salud pública, el empleo y las políticas fiscales y socioeconómicas.

Sin embargo, el cierre de las fronteras internas del espacio Schengen (a pesar de que no ha tenido lugar por respuestas políticas al problema, sino por requerimientos técnicos, científicos y médicos), la coordinación sanitaria y la falta de solidaridad interna (Alemania, Francia y otros miembros de la UE han prohibido la exportación de equipos médicos, incluso a otros miembros de la UE), han dado lugar a que se estén revitalizando las fuertes tensiones en la UE y los discursos nacionalistas. Así, no solo el espacio Schengen, sino el mercado único europeo, uno de los instrumentos básicos de integración económica de la Unión, actualmente están paralizados.

Recientemente estamos escuchando la idea de que el modelo autoritario de China ha funcionado mejor frente a esta pandemia que el sistema de libertades y de defensa del estado del bienestar de la Unión Europea. En este contexto, algunos líderes de los países de la UE han aprovechado para dotarse de muchos más poderes de los necesarios para suspender el Parlamento y gobernar por decreto presidencial (ej. Víktor Orbán en Hungría). En Chequia, el primer ministro Andrej Babis ha aprovechado la crisis para subir el tono de su discurso nacionalista.

Esta crisis también ha agravado la polarización entre países del norte y países del sur
de Europa.

La pregunta «¿Para qué nos sirve la UE cuando tenemos problemas?» se plantea cada vez con más frecuencia. Estamos en un momento crítico: o Europa se reencuentra con su ambición política y sale reforzada u olvida su vocación y desaparece. Por ello, el  reordenamiento global desencadenado por la pandemia puede ofrecer una oportunidad para la Unión Europea para salir reforzada en muchos aspectos (político, económico, internacional…).

Por todo ello, se está poniendo en duda la propia supervivencia de la Unión por dos procesos paralelos de nacionalismo que estamos observando a día de hoy: nacionalismos intraestatales y los nacionalismos de Estado. Unos y otros tienen las mismas fuentes: xenofobia y supremacismo, desprecio a los valores de la democracia liberal y al respeto a la ley, temor a la globalización y su impacto sobre los sectores más desfavorecidos. Pero tienen también factores diferenciales en su génesis histórica y sus manifestaciones (ej. nacionalismo de Europa Occidental y Oriental).

Acerca de Alesia Slizhava

Doctora en Ciencias Políticas, Licenciada en Derecho Internacional (con matrícula de honor), Máster en Cooperación Internacional, Máster en Dirección Logística. Su experiencia profesional se centra en el ámbito internacional, desarrollo de negocio, Project management, relaciones institucionales, consultoría y enseñanza universitaria. Durante los últimos 10 años ha sido profesora en la Universidad San Pablo CEU, Universidad Complutense de Madrid, Universidad Rey Juan Carlos u otras instituciones. Ha desempeñado diversos puestos de responsabilidad en proyectos financiados por la Unión Europea en sectores como economía internacional, finanzas públicas, social, cultural y gobernabilidad, trabajando en diferentes consultorías a nivel europeo. También representa la Cámara de Comercio e Industria. Tiene interés en organizaciones internacionales, multinacionales, temas de defensa y seguridad, business intelligence y liderazgo. Habla ruso y bielorruso (nativo)., español e inglés (nivel avanzado).